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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (127 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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Carlos retiró bruscamente las manos.

—Eso es casi despreciarnos, a Juan y a mí.

—No, hijo. ¿Cómo voy a despreciarte? —le tembló la voz un instante—. Es atenerme a vuestra manera de ser. La Vieja dejó las cosas arregladas para que Germaine y tú acabarais casándoos, y algo de eso llegó a decirme, o a darme a entender. Bueno. ¿Qué vas a hacer? ¿Se lo has dicho ya? ¿Has empezado a cortejarla?

—No me gusta.

—No mientas. Te gusta lo mismo que a Juan. Antes, cuando me contabas lo de Madrid, se te notaba. Y te fastidia que haya preferido a mi hermano.

—Eso era casi inevitable. ¡Si vieras a Juan, elegante, hecho un señorito revolucionario! Está casi guapo. ¡Y habla tan bien! Tiene un aire romántico y fiero que debe de resultar muy atractivo para las mujeres. A su lado, soy casi un palurdo. Pero eso no quiere decir que me tenga por inferior a Juan, sino sólo que él, ahora, tiene cualidades muy brillantes. Hay mujeres a quienes gustan esas cosas. Pero esa clase de mujeres no me atrae.

—No me imagino a Juan hecho un brazo de mar y dando conversación a una chica.

—Es que… el dinero da mucha soltura. Permite elegir el disfraz en que uno se siente más a gusto, o perfeccionarlo, si ya estaba elegido.

Clara levantó la vista de los percebes.

—Y tú, ¿no te disfrazas?

—Yo no tengo dinero. Estoy tan pobre, tan pobre, que no me quedará otro remedio que trabajar. Y ese día…

—A propósito… ¿No has oído que Cayetano va a cerrar el astillero?

Carlos movió la cabeza.

—No lo creo.

—Está corrido por la villa, y todo el mundo anda muerto de miedo. Porque, si es cierto, vamos a morir de hambre todos. ¡Y yo, que estaba tan contenta con mi tienda!

Sacó un pañuelito y se limpió los labios.

—Gracias por los percebes. Un día de estos te invitaré a comer. Quiero que veas mi casa. Estoy comprando ajuar y, si las cosas no se ponen mal, llegaré a tener un hogar decente.

Suspiró.

—Algo es algo, ano crees? Este mes, pagado todo y descontado el tanto por ciento para amortizar, voy a quedarme con más de sesenta duros: el doble de lo que necesito para vivir. Y como estoy vestida para el invierno, puedo ahorrar. Casi estoy contenta.

Lo dijo con franqueza en la voz, con un fondo de tristeza. Carlos acudió al quite.

—¿Por qué casi?

Clara apartó la banqueta, se echó un poco atrás, apoyó las manos en el borde de la mesa.

—Hice pacto con el diablo. Estuvo a verme una noche, cuando aún vivía en el pazo. Llegó en figura de murciélago y empezó a revolotear por encima de mí, y yo, aquella noche, estaba desesperada y me sentía mala. Había esperado a alguien inútilmente. El murciélago me convenció con facilidad de que todo daba lo mismo: pecar que no pecar.

Cruzó las manos y bajó la cabeza.

—La mitad de lo que pretendía lo he conseguido, pero a costa de la otra mitad. La gente ya me respeta; voy por la calle sin que nadie se meta conmigo, y puedo hablar alto porque pago lo que compro y no debo nada a nadie. Pero cuando se acaba el día y me quedo sola empiezo a temblar, porque en el fondo de mi alcoba me espera el diablo.

Carlos llegó a la casa de doña Mariana cuando daban las nueve en el reloj de Santa María. Se sintió con pocas ganas de hacer la tertulia a Germaine antes de cenar, y volvió sobre sus pasos. Recorrió el malecón y el muelle del puerto de pescadores, hasta la taberna del
Cubano
. No había nadie en los soportales, y la taberna estaba medio vacía. Preguntó por el
Cubano
.

—Estará ahí dentro.

El
Cubano
había destinado a oficina el antiguo reservado de la taberna. Una bandera libertaria cobijaba el cromo de la República, y una mesa de pino soportaba papeles, libros de cuentas y avíos de escribir.

—Pase, don Carlos.

El
Cubano
, el presidente del Sindicato y un patrón discutían de cifras. Se pusieron de pie al entrar Carlos.

—Ya ve. Aquí andamos liados con esto, no se levanta cabeza.

El
Cubano
pasó a Carlos un pliego de cuentas.

—No podemos quejarnos de cómo va la pesca. Ahora mismo, las dos «Sarmientos» han vendido en Vigo la carga al mejor precio. Sin embargo, seguimos alcanzados, y cuando venza el trimestre no tendremos para pagar los intereses de la hipoteca. Y no podemos decir que se tiren los cuartos, porque aquí no cobra más que el que trabaja. ¿Va a tomar algo?

Carlos pidió un tinto.

—¿Cuál es el déficit ahora?

—Vamos por las veintidós mil.

—Puedo hacerles un préstamo. Aunque quizá sea el último. Porque, como ya sabrán, hoy ha llegado la heredera.

El patrón se rascó la cabeza y miró al presidente.

—Se le agradece.

—Pero no podemos seguir así, don Carlos —dijo el
Cubano
—. Antes de poco habremos empeñado la flota entera. ¿Y después?

Carlos sorbió el vino.

—¿Y la gente?

—La gente, ¿qué quiere usted? De momento, bien. Pero ¿y si hay que amarrar? ¿O si hay que rebajar salarios?

El presidente jugaba con la boina.

—Si pudiéramos traer un patrón de pesca bueno, un hombre joven. Uno de esos que dicen: aquí, y se saca el copo cargado. Que los hay. Nada más que en Bouzas encontraríamos siete.

Suspiró.

—Pero, de momento, no podemos comprometernos a pagar el sueldo que piden, y ellos no están por entrar en el asunto como nosotros, a un tanto fijo y reparto de ganancias.

—¡Sí, sí, ganancias! Todo el jaleo que usted oyó al entrar, don Carlos, es porque queríamos dar a la gente un aguinaldo de diez duros por barba, que mañana es Nochebuena, y no podemos pasar de los cinco. ¿Y a quién que se pasa el año por esos mares se le pueden dar cinco duros para que coma en Navidad?

—El caso es que, sin un buen patrón de pesca, no vamos a ninguna parte.

—Lo que nos sacaba de apuros era la ayuda del Gobierno. Aldán decía siempre que el Gobierno no dejaría desamparada una empresa así, y que al Gobierno le convenía como ejemplo. Pero, ya ve, con éste de ahora, ni contar. No piensa más que en elecciones.

—Y si encima cierran el astillero…

—¿Qué es lo del astillero? —preguntó Carlos.

El
Cubano
amontonaba los papeles dispersos y los colocaba a un lado.

—Algo que no entiendo. Que si lo van a cerrar porque don Cayetano no tiene dinero.

Miró a Carlos con expresión asombrada.

—¿Usted lo cree? Porque si Cayetano no tiene dinero, ¿quién lo va a tener?

Se echó hacia atrás la gorra y levantó la cabeza. La lámpara colgada hacía brillar la frente ancha del
Cubano
.

—Pero si es cierto, buena hambre se va a pasar en Pueblanueva. Porque la verdad es que aquí, el que no come de Cayetano… —Eso hay que reconocerlo: son más de ochocientos sueldos entre obreros y empleados.

—Y a usted algo le tocará también, don Carlos, porque la difunta tenía sus cuartos metidos en el astillero.

Carlos se levantó.

—No les parecerá mal que les deje. Voy a enterarme.

—Pero no falte mañana, cuando repartamos el aguinaldo. Por poco que sea…

Llegó en dos zancadas al astillero. Estaba cerrado el portón y el postigo abierto. Preguntó al guarda jurado por Cayetano.

—No lo vi salir.

—Pase recado si puedo hablarle.

El guarda se metió en una garita gris. Se oyó un timbre y la voz que preguntaba.

—Que sí, que le espera. Venga conmigo.

Atravesaron las oficinas desiertas y frías, apenas alumbradas por la luz del exterior. Cayetano estaba en su despacho. Abrió la puerta.

—No estoy para nadie —dijo al guarda.

Dio a Carlos una palmada.

—¿Qué te sucede, que traes esa cara?

Señaló el sofá. Carlos se sentó.

—Me han dicho que cierras el astillero. ¿Es cierto?

Cayetano sonreía. Cogió una botella y una copa.

—¿Quieres beber?

—Bueno.

—No es cierto. No voy a cerrar.

Carlos cogió la copa que Cayetano le tendía.

—¿Entonces?

—Ya sé que en Pueblanueva anda el pánico suelto. ¡Tenía que dejarles así unos cuantos días y hacerles pasar unas Navidades amargas, para que se dieran cuenta de lo que me deben! Pero no lo haré. Mañana, a las doce, hablaré a mis hombres y les explicaré lo que sucede, por si lo entienden.

Se sentó al lado de Carlos.

—Nuestros amigos Masquelet han empezado a atacarme. No ellos solos, sino la Asociación Patronal en masa y como un solo hombre. Se habla de elecciones, ¿comprendes?, y debilitarme a mí es debilitar al socialismo, y hundirme es decepcionar a los trabajadores. Está bien calculado el momento. Ayer recibí aviso de los Bancos de que me cerraban los créditos y de que sólo si les hipotecaba el astillero me darían dinero. Y hoy, no hace más que una hora, me ha llegado una oferta de compra que es un verdadero ultimátum en muy buenas condiciones, según ellos, y con quince días de plazo para responder. Todo esto después de haber investigado a conciencia mi situación económica y financiera, que estoy informado de que lo hicieron. ¿Te das cuenta?

Pegó un salto y quedó sobre la alfombra, un poco inclinado hacia Carlos, con el brazo derecho extendido y el puño cerrado.

—¡Esto empieza a gustarme! Luchar contra doña Mariana me resultaba aburrido y no tenía más alcance que el puramente local. Pero estos hijos de la gran puta representan el capital de la región, son enemigos dignos de mí. Me voy a dar el gustazo de patearles la cabeza.

Metió las manos en los bolsillos y se apoyó en la mesa.

—La nómina mensual del astillero no llega a las cuatrocientas mil pesetas y las letras de pago inmediato rozan el millón. Claro está que debo hacer compras inaplazables de material por muchísimo dinero, pero me queda un margen de noventa días para pagarlas. Otro, en mi caso, se achicaría, despediría a la mitad de la gente, aplazaría la entrega de los barcos o vendería el astillero. Pero yo voy a jugarme el tipo. Los dos barcos en quilla se botarán en las mareas vivas de abril y los entregaré en la fecha estipulada. Estoy seguro de que, en tres meses, cambiarán mucho las cosas. Y si cambian, como espero, esos tipos sabrán quién es Cayetano Salgado.

Carlos dejó la copa vacía sobre la mesilla.

—Y todo por la venta de las acciones.

—La venta de las acciones no fue más que el pretexto. Hace tiempo que tenían ganas de meterme mano y reducirme a la obediencia. Ya les oíste una vez: soy un mal ejemplo.

Cayetano arrastró una silla y se sentó frente Carlos.

—Tú, si no fueras un romántico, tendrías ahora la gran ocasión de hacerte rico. Pero tu delicadeza no te ha dejado en condiciones de asociarte conmigo; ya sé que cuatrocientas veinticinco mil pesetas de las que yo te di están en una cuenta corriente a nombre del hijo de doña Mariana y las otras cuatrocientas veinticinco mil las pondrás un día de estos a nombre de la francesa. Casi un millón de pesetas congelado, para que mis amigos los banqueros se beneficien. Con ese dinero mi jugada tendría menos riesgo y a ti te permitiría unirte a mí en pie de igualdad, ganar conmigo y hacerte fuerte.

Jamás dispondría de un dinero que no me pertenece.

—Ya lo sé. Pero no te negarías a hacerlo ante una amenaza de hambre. ¿No quieres tanto a Pueblanueva? ¿No sueñas con la libertad de la gente? ¡Pues ya verás qué libres son si me arruinan! Cualquiera que venga en mi lugar les dará sueldos de hambre.

Golpeó la rodilla de Carlos con el cuenco de la pipa.

—Te apuraste demasiado y, ahora, ya no tiene remedio. Puedes creerme que lo siento. Porque el día que entregues a la francesa el capital de doña Mariana vas a quedarte por puertas.

Se sirvió coñac, lo bebió y encendió un cigarrillo. Carlos se levantó.

—Gracias por tu franqueza. No dudo que acabarás ganando.

—Tenlo por seguro.

Ya en la puerta, Cayetano añadió:

—Ya sé que mañana se inaugura la iglesia y que ese chiflado del padre Quiroga ha pintado unos santos que meten miedo a la gente. Iría de buena gana, pero mañana, precisamente, tengo que decir unas palabras amables a dos presidentes de consejos de administración. Lo que se dice dos genios de la Banca. Me iré a La Coruña antes de almorzar y dormiré allí. Si quieres algo…

Tendió la mano a Carlos y Carlos se la estrechó.

—¿Te das cuenta de que es la segunda vez que nos damos la mano? La primera vez fue hace un año, cuando llegaste.

De pronto se echó a reír.

—¿Sabes que el otro día he visto a la
Galana
? No quiso saludarme. Pero la llamé y le dije que en el astillero hay siempre un sitio para su marido. Entonces me respondió, muy seria, que no necesitaba favores de nadie, que para vivir ella y su marido les bastaba con su trabajo. ¡Claro! ¡Con una finca que vale cinco o seis mil duros! Así cualquiera es orgulloso.

Seguía lloviendo. junto a las gradas del astillero un hombre se calentaba al fuego de una pequeña hoguera.

IV

Los trabajadores del astillero se congregaron en la sala de gálibos a las doce y cinco. Cayetano les habló durante diez minutos: seco, tranquilo, sincero: «Puedo ganar o perder, y perderemos o ganaremos todos. Lo que aquí os prometo es que vosotros y yo correremos la misma suerte». Dieron vivas, aplaudieron. Después salieron. A la puerta esperaban muchas mujeres, muchas hijas, que venían a recoger, a disfrutar allí mismo el aguinaldo cobrado aquella mañana —no fuera a quedarse, en buena parte, en las tabernas o en el café cantante—. Y querían también enterarse de lo que Cayetano había dicho.

—No habrá despido.

La noticia y el aguinaldo rescatado de todo peligro las alegraba. Llovía: los grupos se alejaron cantando. Gritaban a los que se encontraban:

—No habrá despido.

Lo repitieron en la lonja del pescado, en las tiendas de ultramarinos, en la barraca donde un alcoyano vendía turrón y mazapanes. «No habrá despido», « No habrá despido», se dijo en todas las casas de Pueblanueva; aquella mañana, «No habrá despido» fue el saludo de Pascua, como si se dijeran unos a otros: «El Cristo va a nacer».

—No habrá despido —dijo también Cubeiro al entrar en el casino; y el juez le respondió:

—Ya lo sabíamos.

—¿Y partida?

—Si quiere usted…

—Cayetano no vendrá. Acabo de darle veinte litros de gasolina. Se va de viaje.

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