Los gozos y las sombras (129 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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—¡Oh, no sé! Donde sea costumbre.

Pero añadió en seguida:

—Junto a la chimenea, supongo. Allí no hará frío.

Don Gonzalo se retiró sin tomar café. Tosía cada vez más y hubo que llevarlo a la cama. Germaine comentó:

—Se va a morir pronto. ¡Cómo me gustaría que durase unos años más! Si, al menos, presenciase mi
debut
, sé que moriría más contento.

Carlos se había retirado al hueco de la ventana y revolvía el azúcar de su café.

—Esperemos que el Señor premie en vida sus largas esperanzas.

—Lo dice usted, don Carlos, como si no confiase gran cosa en el Señor.

—¡Por el contrario, padre prior! No confío en nadie más que en Él.

—Usted no es muy creyente, ¿verdad?

—Según. Comparado con otros médicos, soy de una credulidad asombrosa.

—¿Y usted, señorita? No se lo pregunto por curiosidad, sino porque vamos a asistir dentro de media hora a la misa de Navidad, y, si es usted creyente, le pediría un favor.

—Pídalo.

—¿Por qué no canta en la misa?

—¿Cantar?

—Sí, cualquier cosa, un
Ave María
. Después de la elevación, por ejemplo.

Germaine consultó al padre Eugenio con una mirada. El padre Eugenio se apresuró a intervenir:

—Sí, debes cantar. Sería muy hermoso.

—Pero no sé si mi voz llenará la iglesia.

Carlos adelantó una mano.

—Es bastante más pequeña que la ópera de París, y sus condiciones de sonoridad son excelentes. Nunca se te oirá mejor que en Santa María.

Y corrigió en seguida:

—Es decir, supongo yo.

El prior bebió un sorbo de coñac. Parecía animado y alegre.

—Es una verdadera suerte que sepa usted cantar. Dará solemnidad a la misa, que, sin usted, y con los coros del convento, defraudaría a mucha gente. Mis frailes cantan gregoriano, pero la gente prefiere los cuplés. ¡Y yo que esperaba que esta noche fuese excepcional! Pero el señor arzobispo, siempre con su asma, no se atrevió a venir, a pesar de habérselo prometido a doña Mariana, y no pude encontrar ni un solo canónigo dispuesto a sacrificarse. Un
Ave María
cantado por usted será una verdadera sorpresa.

—Pero yo no estoy acostumbrada a cantar sin piano.

—Será lo mismo el órgano, ¿verdad? El padre organista estará prevenido. No es un maestro, pero tampoco lo hace mal. Y él conoce alguna
Ave María
. Déjeme que recuerde…

Empezó a tararear por lo bajo. Luego alzó la voz y continuó el tarareo.

—¿La conoce usted?

—Sí —dijo Germaine—. Es la de Gounod.

—Pues quedamos en eso. Advertiré al organista. Y cuando él empiece…

El padre Eugenio se levantó.

—Tengo que marchar.

—Voy con usted, padre Eugenio. Quiero estar presente cuando lleguen los señores curas —se dirigió a Germaine—. Porque a los curas no les gustan las pinturas del padre Eugenio, ya lo sabrá. Y yo tengo que estar allí y repetirles que la curia arzobispal no puso inconvenientes, y que a mí me gustan. ¡Siempre templando gaitas!

Se levantó también.

—¿Va usted a sentarse en el presbiterio? —preguntó, de pronto, a Germaine.

—¿En el presbiterio? No entiendo.

Carlos se acercó.

—Es un privilegio que tienen las mujeres de nuestra familia. Tu tía se sentaba siempre allí.

—Si usted renunciase hoy a ese derecho, se ganaría la simpatía de los curas; pero si va a marcharse pronto, ¿qué le importa? Haga lo que quiera, porque el problema no pasa de local, y del privilegio, sólo usted está en condiciones de aprovecharse.

—Ella no puede renunciar —dijo Carlos, mientras ayudaba al prior a ponerse la capa.

—¿Que no puede? ¿Por qué?

—Porque no es dueña del privilegio. Puede no aprovecharlo, pero el privilegio pertenece a todas las mujeres de la familia, y la renuncia de una de ellas carece de valor. Ni siquiera podrían renunciar todas las mujeres vivas, porque, lo mismo que lo usaron las muertas, tienen derecho a usarlo las que no han nacido.

Se volvió hacia Germaine.

—No obstante, si sientes escrúpulos, siéntate en un banco cualquiera. Debo, sin embargo, recordarte que tu tía tenía especial interés en ocupar su sitio precisamente hoy.

Germaine sonrió e hizo un movimiento rápido de manos.

—No contaba con eso. ¿Usted qué me aconseja, padre Eugenio?

El padre Eugenio no respondió inmediatamente. Miró al prior; luego, a Carlos. El prior habló por él:

—El padre Eugenio está de acuerdo con el privilegio: su madre también se sentaba en el banco del presbiterio.

—Entonces, ¿me sentaré yo?

—Personalmente puedo asegurarle que no es pecado, ni ofensa a Dios, ni falta de respeto.

—En ese caso…

Salieron los frailes. Germaine les acompañó hasta la escalera. Carlos quedó en el cuarto de estar, apoyado en la repisa de la chimenea. El calor de las brasas le calentaba las piernas.

—Qué raro es todo esto, ¿verdad? —dijo Germaine.

—Sí. Tardarás en comprenderlo.

Hizo una pausa breve. Sonrió vagamente.

—Es curioso…

—¿Qué?

—Hace cuarenta años, tu tía vino a Pueblanueva a hacerse cargo de la herencia de su padre. Pensaba vender sus bienes y volverse a Madrid, donde se divertía bastante. Aquí se encontró a mi padre, y mi padre le explicó muchas cosas que ella ignoraba, semejantes a ésa del privilegio.

Sacudió la ceniza del cigarrillo sobre las brasas de la chimenea, y mantuvo el rostro inclinado, un poco oculto.

—Por ejemplo, que ella no era realmente propietaria de sus bienes, sino sólo depositaria, porque los propietarios son los Sarmiento, los vivos como los muertos y los por nacer. Que venderlos, reducirlos a dinero, era un pecado contra ellos. Que su deber consistía en recibirlos, conservarlos y transmitirlos. Mi padre no se refería, claro está, al dinero: pensaba que el dinero no tiene sangre ni espíritu. Se refería a lo que está humanizado por el contacto con las vidas de los muertos, a lo que ellos espiritualizaron e hicieron parte de ellos mismos. Esta casa, estos objetos, muebles, alhajas, y ciertos privilegios disparatados, como ese de sentarse las hembras en el presbiterio.

—Y ella, ¿qué hizo?

—Tu tía era entonces una muchacha bastante frívola; lo era porque nadie le había enseñado a no serlo. Al principio, se rió de mi padre; luego, comprendió sus razones. Se quedó en Pueblanueva, en medio de estos objetos que también su enorme espíritu vivificó. Se hizo cargo no sólo de su herencia material, sino también, y ante todo, de la espiritual. Conservó para transmitir, ¿entiendes?

Germaine negó.

—¿Y esperaba de ti que hicieras conmigo lo que tu padre hizo con ella?

—Quizá.

—Pero tu padre…

—Mi padre era un hombre más elocuente que yo, y, sobre todo, creía firmemente en lo que decía. Y lo que él consiguió, lo más probable es que yo no lo consiga.

Germaine se acercó lentamente a Carlos y le tomó de un brazo.

—Hay otra diferencia, Carlos. Yo no soy una muchacha frívola. Yo no me he divertido jamás. Sé lo que es trabajar, angustiarse, desesperarse y pelear para que la esperanza no se muera del todo. Tengo una vocación a la que amo, y ese amor me ha costado…, nos ha costado, a mi padre y a mí, veinte años de sacrificios.

Carlos bajó la vista.

—Comprendo.

Quedaron en silencio. Se oía en la cocina rumor de voces. Pasaron por la calle unos pescadores cantando.

—¿Nos vamos a la iglesia?

—Cuando quieras.

En el pasillo se pusieron los abrigos. Carlos bajó a la cuadra y sacó el coche. Esperó a la puerta. Vio a Germaine descender las escaleras. Parecía, contra la luz, doña Mariana.

Clara apagó la bombilla y se acercó a la puerta entreabierta. Acababan de dar las once y media. Un autobús entró en la plaza, dio la vuelta y se detuvo ante la iglesia: Clara vio bajar a varios frailes, hasta quince. Después, el coche aparcó en una esquina de la plaza.

Los frailes entraron, y las puertas de la iglesia quedaron abiertas. Se veía, en su interior, un resplandor suave. Iban y venían sombras. Alguien, con una vela en la mano, iba encendiendo otras. También encendieron el pórtico, y entonces el resplandor dejó de percibirse.

Llegaban las beatas, solas, en grupos o en parejas. Y algunos hombres. Clara reconoció a los viejos verdes del casino y le dio risa.

—¿También éstos?

De momento, no entraron. Encendieron pitillos y pasearon bajo el pórtico. Hablaban alto, pero no se entendía lo que hablaban. Al entrar en la plaza el coche de Carlos, se agruparon junto a la verja. Clara, entonces, cerró la tienda y atravesó corriendo la plaza. Llegó a tiempo de ver cómo Carlos daba la mano a Germaine y la ayudaba a bajar, pero no pudo verles las caras. Los del casino se quitaron las gorras; Carlos y Germaine entraron.

Entró Clara también, y quedó al fondo, junto a una columna. La iglesia se iba llenando. Los altares principales permanecían oscuros, y apenas se adivinaban algunos bultos que se movían. En el coro, alguien ensayaba en el órgano.

Vio pasar a Carlos, solo, y entrar por la puerta que conducía al coro. Estuvo arriba unos minutos, salió, se detuvo un momento, como mirando, y echó por la nave lateral. Clara se apretó contra la columna. En la plaza había jolgorio de conchas y panderetas, y unas niñas cantaban villancicos. Vino un fraile corriendo, cerró las puertas y dejó abiertos los postigos. Los que cantaban y tocaban entraron, pero el fraile les advirtió de que tenían que estar callados.

La iglesia se había llenado. Mucha gente, de pie, se agolpaba alrededor del presbiterio. Se oyó el motor de un automóvil y, a poco, entró doña Angustias, acompañada de una sirvienta. Clara oyó decir a doña Angustias:

—¡Qué oscuro está esto!

Y a la criada:

—Cójase a mí, señora, no vaya a tropezar.

Se fueron por el pasillo central. Cuando doña Angustias se sentaba, el reloj empezó a dar las doce. Cesó el órgano. Entró un tropel de muchachas: las detuvo el silencio y, en puntillas, se perdieron por las naves. Al dar la última campanada, súbitamente, se encendieron los altares. Clara cerró los ojos y los abrió en seguida. El órgano empezó a tocar. La gente miraba a los ábsides; Clara, al presbiterio. Germaine estaba arrodillada en el sitio de doña Mariana. Entonces, Clara avanzó por el pasillo central, tranquilamente, la cabeza un poco inclinada. Oyó comentarios en voz baja, voces de beatas escandalizadas: «¡Ése no es Jesucristo, es el demonio!». Carlos no estaba. La luz refleja del ábside iluminaba a Clara, la ofuscaba. Entornó los ojos, miró al suelo, y leyó el nombre de doña Mariana en la gran losa: se detuvo, y la rodeó para no pisarla. Había llegado al final de los bancos. A su izquierda, doña Angustias cuchicheaba con la vecina. Clara atravesó el espacio vacío, subió las escaleras del presbiterio, hizo una genuflexión y se arrodilló al lado de Germaine. Germaine se volvió a mirarla. Clara inclinó la cabeza y escondió la cara bajo el velo. Salían los curas revestidos. De las filas de bancos llegaba un murmullo. Clara entendió claramente una voz que decía:

—¡Qué escándalo! ¡Atreverse…!

Entonces, el coro de frailes inició el canto.

Don Baldomero se había arrimado a la primera columna, del lado de la Epístola. Desde allí vería bien a Germaine. Detrás de él, emboscado en las sombras, don Lino hablaba con el juez, que estaba un poco detrás. Cubeiro, a fuerza de empellones, había logrado sentarse.

Don Baldomero reconoció la sombra de Carlos que llegaba al presbiterio. La sombra que le seguía era, sin duda, la de Germaine. Don Baldomero rectificó su postura. Oyó decir a don Lino:

—Si esto sigue a oscuras, será una misa negra.

Se abría y se cerraba la puerta de la sacristía: un rayo de luz atravesaba el presbiterio, pero no alcanzaba el banco. La sombra de Carlos había desaparecido, y la de Germaine quizá fuese aquel bulto sentado, o arrodillado, que no se esclarecía.

—Pues si de pronto encienden las luces, esto será como el teatro.

La sombra de un fraile se acercó al altar mayor y empezó a encender las velas. Don Baldomero identificó a Germaine, arrodillada. De las pinturas no se veía nada.

—Ya verán como a las doce en punto…

Don Baldomero sacó el reloj: las manecillas luminosas estaban a punto de juntarse. Se juntaron. Poco después, el reloj de la iglesia empezó a dar las doce. Tan, tan…

—Pues si vamos a estar así una hora…

Se encendieron los altares. Don Baldomero no atendió a las exclamaciones a media voz, a los susurros, a los comentarios. Clavó los ojos en Germaine, pero no pudo verle la cara. La tenía inclinada y oscurecida por la mantilla.

—¡También es un fastidio!

—¡No querrá usted que se luzca como en un baile!

—Pues hemos venido aquí para eso.

Entonces, don Baldomero levantó un poco la vista y quedó envarado, apretado contra la columna, con los dedos arañando la piedra. Le cayó el sombrero.

—¿Le pasa algo, don Baldomero?

No contestó ni se movió. Una cosa le agarrotaba el corazón, le subía a la garganta, le paralizaba la respiración. Hizo un esfuerzo, el cuerpo se le aflojó y empezó a temblar.

—¿Le pasa algo?

Se inclinó a recoger el sombrero. Después dijo: «Perdonen», y se escurrió por la nave lateral. Empujó a éste y a aquél. Llegó, rebotado, a la sombra de un confesonario, y quedó allí, con los ojos cerrados y el sombrero cogido contra el pecho… Un tiempo indefinido, sin oír el canto, sin enterarse de lo que sucedía alrededor.

—¡Ni que hubiera visto al demonio! —dijo don Lino.

Carlos dejó a Germaine instalada ante el banco del privilegio y subió al coro. El organista daba instrucciones a los frailes sobre el canto.

Se acodó al barandal. Subía un murmullo de rezos, de conversaciones a media voz, de rosarios movidos, de pisadas cuidadosas. Una puerta remota, cada vez que se abría, sacaba a los goznes chirridos que parecían quejas. Ascendía también un olor cálido de multitud, y de cirios quemados, y de humedad.

—No. Empezaremos cuando salgan los oficiantes. Como siempre.

—Pues creo que el padre Eugenio dijo…

El padre Eugenio llegó corriendo por la escalera de caracol. Atravesó el coro y se dirigió a Carlos.

—Van a dar las doce.

Se arrodilló. Un fraile cuchicheó con el organista y señaló al padre Eugenio, y el organista dijo que no. Entonces se oyó el ruido de un mecanismo y el reloj dio los cuartos.

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