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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (130 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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—Tin, tan. Tin, tan…

—Con la última campanada.

—Como en los cuentos, ¿verdad?

Con la última campanada, el organista empezó a tocar y se encendieron las luces. Los frailes no se movieron, atentos a sus papeles de música. El murmullo creció. Carlos miraba al presbiterio, espiaba a Germaine: su cabeza seguía inclinada. El padre Eugenio le tiró del abrigo.

—¿Qué le parece?

—Extraordinario.

—¿Y usted cree que ese murmullo…?

—No sé, padre.

Una mujer caminaba por el pasillo. Cuando casi rebasaba la primera fila de bancos, Carlos reconoció a Clara.

—¿Qué irá a hacer ésa?

Hizo una seña al padre Eugenio.

—Es Clara Aldán.

Clara se arrodilló al lado de Germaine. Carlos sonrió.

—¿Cómo no se me había ocurrido…? Y, sin embargo, tenía que ser.

—¿Qué dice?

—Me estaba llamando asno.

Salían los oficiantes. El prior, de sobrepelliz, salió también y se inclinó ante el altar. Los frailes cantaban ya. Carlos se arrodilló y acercó su boca al oído del padre Eugenio.

—Me gustaría saber qué piensa ahora doña Angustias.

—¿De las pinturas?

—No. De que Clara Aldán se haya atrevido. Doña Angustias y las demás.

—¿Usted cree que les importará más eso que las pinturas?

—Quizá hayan hecho de ambas cosas una sola.

—¿Quiere usted decir un mismo asombro?

—Sí. Eso…

En el presbiterio empezaba la ceremonia.

—No sé qué pensará la gente, padre Eugenio, pero yo lo encuentro impresionante. Fíjese en el conjunto.

—Le ruego que no lo juzgue estéticamente. Una vez más le digo que esa pintura quiere ser la oración de todos, la revelación a todos de algo que Cristo es.

El padre Eugenio le miró, interrogante, y Carlos esquivó la respuesta. Apartó la mirada, la dirigió al altar, donde el diácono cantaba el Evangelio. Germaine escuchaba con la cabeza erguida, y Clara, un poco atrás, con la cabeza agachada. Germaine había cerrado el misal y lo sostenía con las manos, apoyadas en el pecho; Clara había cruzado los brazos, y el prior, de cuando en cuando, miraba a una y a otra.

—Apostaré a que está riendo.

El padre Eugenio no le oyó, o no quiso oírle. De repente, se levantó y se incorporó a los cantores. Carlos, acodado en la barandilla, paseó la mirada por la multitud de los fieles. Pocos escuchaban el recitado del Evangelio. Hablaban entre sí, se atrevían a señalar algo en el presbiterio. ¿Clara? ¿Las pinturas? Hasta que el prior se arrodilló, recibió la bendición del oficiante, fue incensado y subió al púlpito. Entonces, todos se sentaron.

—Venerables hermanos en el Señor…

Carlos se sentó también. El prior recitaba unos latines y empezaba a explicarlos. «
Qui sequitur me non ambulat in tenebras, sed habebit lumen vitae.
» Era, evidentemente, una cortesía con el padre Eugenio. Hubiera sido más natural referirse al Nacimiento de Jesús. Iba a levantarse para comentarlo con el fraile, cuando se sintió sacudido por un hombro. Se volvió. Don Baldomero se inclinaba hacia él.

—Venga.

—¿Qué le sucede?

—Venga, se lo suplico.

Carlos se levantó de un salto.

—Aquí, no. Venga afuera, don Carlos. Es sólo un minuto.

Le agarró del brazo. Bajaron rápidamente las escaleras.

—¿Adónde me lleva?

—Tengo que hablarle.

Carlos se metió en la capilla de los Churruchaos, vacía y sin más luz que una lámpara de aceite delante del Crucificado.

—Aquí. Podremos incluso sentarnos.

Señaló uno de los sepulcros.

—Siéntese ahí. Si la sepultura de la Vieja puede ser pisada, don Payo Suárez de Deza no se ofenderá por soportar sus posaderas.

—¡No estoy para bromas, don Carlos! ¿Usted se ha fijado en el Cristo del ábside?

—Es muy hermoso. Una pintura realmente notable. Representa, como usted sabe, al juez Eterno.

—¡Me mira, don Carlos! ¡Me mira y me acusa! ¡Me ha llamado asesino!

—¿Quiere echarme el aliento, don Baldomero? —se acercó a él, riendo—. Usted ha bebido esta noche.

El boticario dejó caer los brazos.

—No estoy borracho.

—No intentará darme a entender que el Cristo le ha hablado. Es una pintura, y las pinturas no hablan, ni siquiera en los milagros.

—No. No se trata de un milagro. ¡Ojalá lo fuera! Porque cuando Cristo habla con su Voz a un pecador es para perdonarle.

—Bien. No escuchó usted ninguna voz. Se siente usted acusado, pero no por Cristo, sino por usted mismo. Vio usted la pintura y se sintió asesino. ¿Y qué? Pudo también sentirse ladrón.

—No, porque no soy ladrón. No he robado jamás. Pero a mi pobre Lucía, ¿quién la mató?

—Su señora no ha muerto todavía.

—Morirá. Morirá pronto. Y soy yo quien le envió a la muerte, quien vio llegar la muerte y no la detuvo, quien le abrió la puerta y le dio facilidades. Es cierto que no le clavé el puñal ni le eché arsénico en la comida; pero hay muchas maneras de matar. Recuerde que una vez le confesé que deseaba su muerte.

—¿Por qué no busca un cura y se confiesa? Ahora mismo el padre Eugenio está vacante. Yo podría, si usted se prestara a ello con buena voluntad, quitarle de la cabeza esos pensamientos; pero no estoy autorizado para perdonarle.

—Es que a mí… nadie me va a perdonar. Eso es lo que he leído en los ojos del Cristo.

Carlos se apartó lentamente y fue a sentarse lejos. Llegaban los ecos del sermón del prior, un rumor que parecía remoto.

—Veo que leyó demasiadas cosas. Casi no tuvo usted tiempo.

—Basta con una mirada para destapar la tapa de los pecados, basta eso para descubrir los horrores que uno lleva dentro.

—Yo sé de alguien que se alegraría si le escuchase. Alguien que tiene sus dudas acerca de la eficacia de ese Cristo.

Don Baldomero bajó la cabeza y cruzó las manos: parecía abrumado.

—Es un Cristo implacable. Nadie podrá mirarlo en paz. ¡Y luego, esas palabras escritas…! ¡Esas terribles palabras a las que el prior estará quitando importancia! ¿No las ha leído?

—Mi latín yace en el olvido, don Baldomero.

El boticario le miró de soslayo y volvió a hundir la cabeza.


Yo soy la Luz, la Verdad y la Vida. Quien me sigue, no caminará en tinieblas, sino que tendrá Luz de Vida
.

—Muy hermoso. Del Evangelio, ¿no?

—Sí, del Evangelio.

—¿Entonces? No son palabras nuevas, ni aun para mí. Y supongo que el prior, contra lo que usted piensa, intentará darles la importancia que tienen.

—En el Evangelio están escritas muchas cosas que olvidamos o que necesitamos olvidar. Se dicen en latín, y uno no les presta atención. ¿Cómo se podría vivir si se tuvieran en cuenta ésas y otras? Quien me sigue no caminará en tinieblas… Pero ¿quién podrá seguirle? Esa es la cuestión, y ni el padre prior ni nadie es capaz de resolverla. Ninguno de los que están en la iglesia siguen a Cristo. Ni los que están fuera. Todos andamos en tinieblas sin querer reconocerlo. Decimos que esto es la luz, y vamos tirando. Hay siempre una esperanza, ¿comprende?, o un engaño; uno se agarra a lo que hay. Lucía estaba tuberculosa y muere de su enfermedad. Pero, de pronto, a un joío fraile se le ocurre pintar ese Cristo que le sigue a uno con la mirada, que le acusa, y ¿quién va a atreverse a ser hipócrita delante de Sus Ojos? Ni esperanza, ni engaño, sino la verdad. Y no hay derecho. El padre Eugenio no tiene compasión. Uno viene a la iglesia para estar tranquilo. Se necesita la verdad que consuela, no la que inquieta, menos aún la que le llama a uno por su nombre.

Se levantó y metió las manos en los bolsillos.

—Mire usted, don Carlos: he venido a esta iglesia durante cuarenta años. Si no recuerdo mal, soy pecador desde que tengo uso de razón: pecador contumaz, empedernido, usted lo sabe. Pues miedo, lo que se dice miedo, terror pánico, no lo he sentido hasta hoy. Y es horrible. Cuando salga de aquí tendré que emborracharme. Y creo que no volveré a entrar aquí mientras esté ese Cristo.

El prior había terminado seguramente su sermón, porque la iglesia estaba en silencio. Don Baldomero se arrimó a la pared, callado, encogido, hundida la cabeza. Carlos no se movió. Se oyeron unos campanillazos distantes, y otra vez el silencio, hasta que el coro rompió a cantar.

—¿Sabe usted qué es eso?

—Sí. El
Benedictus
.

—¿Antes o después de alzar?

—Después.

—Entonces, perdóneme. Tengo que volver al coro. Si quiere, venga conmigo. Y si piensa que la mirada de ese Cristo no le dejará entrar en la iglesia, podemos empezar un tratamiento.

—No.

Salieron. Don Baldomero corrió hacia el postigo entreabierto, sin mirar al presbiterio, sin santiguarse, y se hundió en las sombras del pórtico. Carlos subió al coro. Terminaban el
Benedictus
. El padre Eugenio continuaba arrodillado. Carlos se sentó en un banco pegado a la pared del fondo. La cabeza del Cristo rebasaba la línea ondulante de los frailes cantores: enorme, fascinante. La miró.

—Pues puede que tenga razón el boticario.

El padre Eugenio se levantó, dijo algo al organista y volvió a su sitio. El organista tocó los primeros compases del
Ave María
. Carlos se puso en pie y, sin hacer ruido, se aproximó al barandal. Vio cómo Germaine se levantaba y apoyaba las manos en el respaldo del reclinatorio. Empezó a cantar, y todas las cabezas se volvieron hacia ella. Se suspendieron los rezos, surgió un murmullo seguido de silencio. Los curas oficiantes la miraron. El prior estaba en una esquina del presbiterio, inmóvil.

La gente de los bancos traseros se levantó. Los que, de pie, llenaban las naves laterales, se agolparon, se empinaron. Los que ocupaban las primeras filas invadieron las gradas del presbiterio, se arrodillaron en ellas, vueltos hacia Germaine.

Clara se echó un poco atrás, hasta dejar a Germaine sola. Los monaguillos se apartaron también, se pegaron a la pared.

Germaine cantaba con voz grave, profunda, áspera, una voz poderosa que llenaba la iglesia, una voz tremolada, matizada, que hacía de la oración una queja. El padre Eugenio, arrancado de su asiento, escuchaba.

—Tiene una voz extraordinaria —dijo uno de los frailes, y empezó a tararear por lo bajo el
Ave María
. El padre Eugenio lo mandó callar.

El murmullo cesó con el
Agnus
, surgió otra vez —más tenueal extinguirse el canto, se estabilizó durante la comunión y se apagó definitivamente con el
Ite…
Ya no unánime, sino por sectores: este grupo de hombres, aquellas beatas aisladas, unas mocitas de los últimos bancos. Germaine había vuelto a arrodillarse, y el prior, en una de sus evoluciones por el presbiterio, le dijera, al pasar:

—Bien, muy bien. Que descanse.

Y corrigió inmediatamente:

—La felicito.

Se abrieron las puertas al retirarse el clero. La gente que estaba de pie empezó a salir, sin meter ruido; pero se quedaban en el pórtico y esperaban. Clara vio avanzar a Carlos por el pasillo central; entonces, hizo a Germaine un ligero saludo y se escurrió por la nave del Evangelio. Las qué ocupaban los bancos se habían puesto de pie, pero no salían.

—Vámonos —dijo Carlos.

Surgían voces más altas en el pórtico. Germaine descendió las gradas, con tranquilidad, con majestad. Miraba discretamente a un lado y a otro.

Carlos iba detrás, con la cabeza baja y una sonrisa en la boca. Doña Angustias, primera del primer banco de la derecha, contemplaba abiertamente a Germaine, sonreía con bondad y contento. La señora de Mariño, que estaba a su lado, dijo:

—¡Qué guapa es!

Y doña Angustias respondió:

—Parece mentira que de aquella bruja…

Las que no la veían bien se subían a los bancos. Las más próximas cerraban el paso, rozaban con las manos tendidas el abrigo de Germaine. En el pórtico, hombres y muchachos habían abierto calle. Al pasar Germaine, un mozalbete empezó a aplaudir y aplaudieron casi todos. Germaine se detuvo. Le resplandecía la satisfacción en las pupilas.

—¿Qué hago? —preguntó a Carlos.

—Sigue. Y, desde el coche, saluda.

Iban todos detrás, en grupo cerrado. Carlos abrió la portezuela y ayudó a Germaine a subir.

Ahora.

Entonces, Germaine se volvió y sonrió. La gente se pegaba al coche, en silencio, con las cabezas levantadas.

—Gracias. Buenas noches. Felices Pascuas.

—¡Arre,
Bonito
!

El coche arrancó. Caía una lluvia fina, dulce, sin viento. Bajo la lluvia, desparramándose por la villa con los paraguas abiertos, con ruido de zuecos, la gente hablaba de Germaine.

—Te los has metido en el bolsillo —dijo Carlos—. Evidentemente, el prior es un buen político. Te aconsejó lo que a mí nunca se me hubiera ocurrido, y te aconsejó lo mejor.

—¿Por qué lo dices?

—Porque a partir de este momento sucede todo lo contrario de lo que yo esperaba, de lo que esperó también doña Mariana, y quizá de lo que todo el mundo deseaba. No heredas el odio que le tuvieron, sino admiración, y quizá amor. ¡Y todo por tu hermosa voz!

—Entonces, a mi tía, ¿no la querían?

—A tu tía la odiaban, aunque sin razón. La odiaban como se odia al que no se entiende.

—¡Pobre tía!

—No la compadezcas. A ella no le importó jamás,, no le importó jamás que la odiasen. Comprendía que era la medida de su poder.

El coche caminaba por la cuesta mojada, daba tumbos en los baches. Pasaban grupos de muchachos y muchachas cantando canciones de Navidad. Al final de la calle, un corro escuchaba la voz alegre de una gaita.

El coche se detuvo. Carlos saltó y ayudó a Germaine. La
Rucha
hija esperaba en el portal. Se acercó corriendo, con el paraguas abierto.

—¡Qué lindo, señorita! ¡Qué voz, más preciosa! ¡Y cómo está la gente!

Abría los ojos con admiración y extendía la mano libre, como si fuera a acariciar.

—¡Cómo le hubiera gustado oírla a la difunta señora, que en gloria esté!

En el portal cerró el paraguas y pidió permiso para subir.

—Bueno —dijo Carlos—, yo también te felicito. Desde hoy puedes hacer lo que quieras en Pueblanueva del Conde. Tu voz te da derecho a todo.

—Gracias.

—Aunque quizá te traiga también algunos inconvenientes: invitaciones y cosas así. A estas horas, varias señoras importantes pensarán la manera de llevarte a sus casas y agasajarte. Para oírte otra vez, claro.

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