Clara volvió a cruzar los brazos y se apoyó en ellos. Miraba a Cayetano con melancolía.
—No eres el hombre más hombre de Pueblanueva.
Se levantó calmosamente, recogió el abrigo del respaldo de la silla y se lo puso. Cayetano continuaba sentado.
—Acompáñame. No vayan a decir después que te he plantado…
Se dirigió a la puerta. Oyó el ruido de una silla y el tintineo de un duro arrojado sobre el mármol. En la calle el aire estaba frío. La puerta se cerró tras ella: esperó en el borde de la acera hasta que sintió las pisadas de Cayetano. Empezó a subir la cuesta: Cayetano marchaba a su lado, un poco rezagado. Oía su respiración fuerte, agitada. Aflojó el paso hasta que Cayetano quedó a su altura y le miró. Le vio ceñudo, endurecido el rostro y un pliegue enérgico, resuelto, en la boca.
Entraron en los soportales. Parejas de novios se refugiaban en las esquinas oscuras, y en el rincón de la plaza, a la luz de la farola, unas niñas jugaban a la comba. Había cesado de llover y el viento secaba las losas del empedrado. Junto a la verja de la iglesia, un coro de muchachos cantaba la rumba del sereno. Clara subió el escalón de piedra de su puerta, apoyó la espalda en el quicio frío y esperó. Cayetano no la miró siquiera: se encogió de hombros, siguió adelante y se perdió en la esquina.
Clara buscó la llave en el bolso, la metió en la cerradura y abrió. Habían echado por debajo de la puerta unos sobres con facturas. Los dejó encima del mostrador, cerró y encendió la luz. Aquí y allá, cajas destapadas y géneros fuera de sus cajas: lo ordenó todo, lo devolvió a sus lugares. Después marchó a la habitación de su madre, encendió la luz, echó un vistazo a la borracha: olía mal, y entreabrió la ventana.
El viento sacudía la caldera del pozo contra el brocal y sacaba gemidos al gancho de la roldana. Salió al patio, aferró el cubo y comprobó el cierre de la tapa. Los habitantes del primer piso tenían abierto un mainel de la galería, y salía por él la voz agria, destemplada, de un gramófono. Clara escuchó unos instantes; luego cerró las puertas y se metió en la cocina. Hacía frío, la piedra del llar estaba helada y por la chimenea llegaba el silbido del viento. Cogió unas astillas, las juntó para hacer fuego, pero se volvió atrás y las arrojó al cajón. No le apetecía poner la cena ni calentar el agua para lavar a su madre. Pasó por el cuarto de la borracha, comprobó que quedaba bien tapada, cerró la ventana y salió. En la plaza, los mozalbetes seguían cantando, y un grupo de mocitas paseaba bajo los soportales cuchicheando. Clara marchó de prisa por la calle abajo; entró en una taberna y pidió un bocadillo. Se lo dieron envuelto en papel de estraza.
—Para que no le pringue.
—Gracias.
En la calle empezó a comerlo. Iba despacio, arrimada al pretil, hacia la salida del pueblo. La mar continuaba agitada y batía fuerte contra la escollera; pero el cielo estaba limpio de nubes.
Dejó atrás las casas y se metió en la oscuridad. Recordó que una mañana, un año antes, o quizá más, había ido al monasterio de madrugada, y entonces tenía miedo. Le había tentado la idea de subir al pazo de Carlos y no se había atrevido. ¿Habrían cambiado las cosas de haberlo hecho? Posiblemente, no. Con Carlos no había que contar ni entonces ni ahora. Ni con nadie. Se sentía profundamente sola.
Llegó al pie de la escalera de piedra, la escalera larga y estrecha que se pegaba al contorno de la roca, que ascendía hasta la cima. El cancel estaba cerrado: trepó a las jambas y saltó. Hacia arriba, las escaleras se perdían entre. las sombras de los zarzales. Comenzó la subida: con cuidado, con calma, con seguridad. A media altura se detuvo y contempló un instante las luces del pueblo, su reflejo en el aire, y allá al fondo, los focos del astillero, altos, dominándolo todo.
Cuando entró en el jardín, el viento, violento, le levantó las faldas y la empujó contra la muralla. Dejó pasar la racha, acurrucada; atravesó de una carrera la vereda y caminó pegada a la pared del pazo. Un nueva racha hizo silbar las copas de los árboles y arrancó briznas menudas de las ramas. Todo estaba oscuro. Tanteando, pisando el barro, llegó al portón y golpeó el postigo. Oyó pasos en el zaguán y la voz del
Relojero
preguntar quién llamaba.
—Soy yo, Clara.
El postigo se abrió rápidamente.
—¡Clara, criatura!
—¿Están?
—Sí. Acaban de llegar, cómo quien dice, y no cenaron.
Echó a correr hacia la escalera, y desde ella dijo a Clara que le siguiese. Ella cerró el postigo. Una luz de carburo medio alumbraba, desde el chiscón de Paquito, el zaguán enorme. Subió las escaleras, llegó al pasillo y vio abrirse al fondo la puerta del cuarto de la torre. Paquito gritaba:
—¡Es Clara, la señorita Clara!
Recorrió el pasillo sin apresurarse. Paquito esperaba, le sonrió y cerró la puerta tras ella. Carlos y Juan, en medio de la habitación, parecían sorprendidos.
—Bueno, soy yo, no asustaros. ¿Cómo te va, Juan? ¡No pongáis esas caras de pasmados!
Juan se acercó, indeciso. Clara le echó los brazos y le dio un beso.
—Me alegro de verte, Juan. Me alegro de veras.
—Yo también, Clara. Te encuentro muy bien.
Carlos, un poco alejado, la sonreía.
—¿Queréis que os deje solos?
—Vengo a veros a los dos —tendió la mano a Carlos—. No me esperabas tan pronto, ¿verdad?
—No, lo confieso.
Las manos de Clara estaban frías. Toda ella temblaba. Se quitó el abrigo y se arrimó a la chimenea.
—Vengo helada.
En cuclillas tendió las manos hacia la llama mortecina. Carlos buscó una copa limpia, la llenó de coñac y se la llevó.
—Toma esto.
—Dios te lo pague.
Bebió la mitad de un trago, tosió y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Qué fuerte! ¿No tienes café? Lo prefería. A esto no estoy acostumbrada.
Carlos retiró la copa.
—También tengo café, pero tienes que esperar.
Abrió la puerta y dio una voz. Juan se había sentado y Clara permanecía junto al fuego. El
Relojero
apareció corriendo.
—¿Quieres hacer un poco de café? Es para la señorita.
El
Relojero
hizo un gesto de superioridad.
—Ya lo puse al fuego.
—Gracias, Paco. Estás en todo.
—Se le ocurre a cualquiera. ¡Con el frío que hace…!
Se retiró. Carlos acercó un sillón a la chimenea y se sentó en el sofá. Juan levantó la cabeza y le miró, inquieto. Clara se frotaba las manos, vuelta hacia el hogar.
—¿Sucede algo, Clara? —le preguntó Carlos.
—En cierto modo, sí.
Se irguió. Levantó un poco la falda y acercó las rodillas a las llamas. Sin volverse, añadió:
—Acabo de romper con Cayetano.
Soltó las faldas, dio media vuelta. Ahora se calentaba las pantorrillas. Ellos la miraban, expectantes. Con un movimiento de la mano, Carlos la invitó a que contase.
—Tenía que suceder, ¿no? Me lo profetizaste esta mañana, Carlos. Pues ya está. Más pronto de lo que esperabas.
Juan dejó de mirarla.
—No habrá sido por mí —dijo.
—Tenía que suceder, y hubiera sucedido aunque tú no vinieses. Cayetano se guardaba una pregunta y yo sabía que la respuesta no había de satisfacerle o, al menos, lo temía. Bien. Hoy me hizo la pregunta y le respondí la verdad.
Miró, de pronto, a Carlos, y Carlos bajó la cabeza. Juan no se había movido. Alzó la mano, la movió en el aire.
—A veces no hay más remedio que mentir, cuando se quiere algo.
—Quizá.
Clara arrastró el. sillón y lo dejó frente a Carlos. Se sentó en él y fijó la mirada en la pared.
—El problema consiste en poder hacerlo. O quizá no sea eso. Hoy mentí un poco… —les miró: primero, a Carlos; después, a Juan— acerca de vosotros. Sin importancia, una mentirilla más bien. No podía decir que habías llegado y que no habías venido a verme. Fue por dejarte con color. También le dije que tenías dinero y que escribes en los periódicos.
Le dio la risa. Abrió los brazos y los alzó por encima de la cabeza.
—Es lo que debía ser, ¿verdad?
Juan se movió hacia ella.
—No habrá sido por eso la pelea.
—No, no pases cuidado. Fue por otras razones. Fue… —miró otra vez la pared por encima del cabello rizoso, alborotado, de Carlos— porque los hombres fallan. Todos. Tenéis algo de mujeres, no estáis hechos para aguantar la verdad. Sois vanidosos.
Se abrió la puerta y entró Paquito con el café. Puso una taza delante de Clara y lo sirvió.
—Tómalo en seguida. Si le echas un poco de aguardiente te quitará el frío.
Sin mirar a Carlos ni a Juan, añadió:
—Hay para todos, ahí les queda.
Salió. Carlos había destapado el coñac y se lo ofrecía a Clara.
—No, gracias. Lo prefiero así.
—¿Quieres café, Juan?
Juan asintió. Carlos se levantó a coger las tazas.
—Está helado esto.
En el hogar se había desmoronado el castillo de brasas sobre el lecho de ceniza. Clara se acercó a la chimenea.
—Deja. Yo lo arreglaré.
Echó unos leños y sopló con el fuelle. Se levantaron otra vez las llamas.
—Podemos acercarnos —sugirió Juan—. Yo también tengo frío.
Bebían el café en silencio. Clara, arrodillada, recogió la ceniza.
—Necesitas una criada, Carlos. Alguien, al menos, que te barra.
Se sacudió la falda. Juan arrastraba los sillones: se sentó y alargó las piernas hasta dejar los zapatos encima de la llama.
Carlos empujó a Clara hacia el sillón vacío.
—Siéntate.
—¿Y tú?
—Estoy bien de pie.
—¡Las bobadas que decimos por no atrevernos a oír la verdad! —Clara se sentó de golpe y quedó con la cabeza erguida, mirando a Carlos—. Y quizá sea mejor así…
—Cuando Cristo dijo a Pilatos: «Yo soy la Verdad», Pilatos le respondió con una pregunta: «¿Y qué es la verdad?». Estoy con él.
—Pilatos tampoco era un hombre.
Juan se removió, inquieto, en el asiento. Retiró un poco los pies.
—No os entiendo. Si os referís a algo que desconozco, explicadlo, o hablad de otra manera.
Clara bajó la cabeza.
—¿Qué más da? Pero debo deciros, eso sí, que si Cayetano no me hubiera fallado esta tarde, me casaría con él. Si estoy aquí ahora, junto a vosotros, es porque tampoco él es un hombre, y cobarde por cobarde, a vosotros os quiero más. Pero a ti, Juan, rengo que añadirte algo: he decidido marchar de Pueblanueva. Voy a vender el negocio por lo que me den. Buenos Aires es un buen sitio para mí. ¡Si lo hubiera hecho antes…! Pero no es tarde todavía. Queda el problema de mamá…
—No pretenderás que la tome a mi cargo —replicó vivamente Juan.
—Hace más de cuatro años que nadie se cuida de ella más que yo. Pienso que me ha llegado la hora del relevo.
Juan se levantó y derribó las tenazas de la chimenea.
—¡Eso no es cosa de hombres! Además… yo soy un revolucionario. ¿Quién te dice que un día no voy a la cárcel? Y entonces…
Se inclinó hacia Clara con las manos abiertas.
—Compréndelo. Precisamente por eso, porque no puedo atarme a nadie, tu hermana, que se dio cuenta, se casó. No lo hubiera hecho jamás de no haber comprendido que podía resultarme un estorbo.
—Yo también tengo derecho a la libertad. Acabo de cumplir veintisiete años y todavía espero que la raza de los hombres no se haya agotado del todo. Pero si ya no los hay, podré al menos hacer la vida que se me antoje.
Juan la miró con desprecio.
—Siempre los hombres te han importado más que tu obligación. Llevas una prostituta dentro.
Clara se levantó de un salto y le hizo frente.
—¡Eso no te lo aguanto, Juan!
Carlos se interpuso y la apartó suavemente.
—No debes decir eso, Juan. No conoces a tu hermana.
—¡Mejor que tú! Y sé de qué pie cojea.
Marchó hasta el fondo de la habitación y quedó de espaldas, con las manos en los bolsillos.
Clara cogió a Carlos del brazo.
—Me lo ha dicho mil veces. Si me pilló ahora de sorpresa fue por creer que lo había olvidado. O porque lo había olvidado yo. ¡Llevaba tanto tiempo sin oírle…!
Soltó a Carlos y se acercó a Juan.
—No te preocupes. Pagaré la pensión de mamá en un asilo con lo que me den por la tienda. Ya no puede vivir mucho. Me arreglaré con lo que sobre.
Juan continuaba de cara a la pared y su pie golpeaba el suelo. Clara se encogió de hombros y volvió al centro de la habitación.
—Me voy —dijo.
Cogió el abrigo y Carlos se acercó a ayudarla.
—Te llevaré en el coche.
—No, te lo ruego. No quiero quedar a solas contigo. Marcharé como vine.
—Entonces, te llevará el
Relojero
.
Salieron al pasillo. Clara iba detrás, en la oscuridad, guiada por los pasos de Carlos. Al llegar a la escalera se detuvo.
—Me gustaría que Juan no pensase mal de mí. Pero quizá tenga razón. Quizá la tengáis todos y sea yo la equivocada.
Empezó a bajar las escaleras. Carlos llamó al
Relojero
y le pidió que preparase el coche.
Una golondrina había entrado en el zaguán por la tronera y alborotaba en la oscuridad. El
Relojero
se despertó con los gritos, se incorporó violentamente y escuchó. Se oía el vuelo espantado del pájaro, se oían sus golpes contra las paredes y el techo. El
Relojero
rió con su risa rota y se estiró en la yacija. Sacó un brazo fuera de la manta, recogió el chaleco y la chaqueta y, sin levantarse, se los puso. Entonces se sentó en el borde del catre, arriesgó los pies en las tinieblas y buscó a tientas las botas. La golondrina volvía a chillar.
—¡Ahora te abro, golondrinita! Deja que me vista, al menos.
Rascó una cerilla y encendió un cabo de vela. Con ella en la mano salió del chiscón. Por las rendijas de la puerta entraba una luz viva. La golondrina volaba a ras del suelo y su sombra, agigantada, recorría las paredes.
—No serás tú de las que arrancaron a Cristo la corona de espinas cuando estaba en la Cruz, ¿verdad?, pero a lo mejor eres su descendiente. Fue una buena acción aquélla, ya lo creo. El Señor no merecía tanta crueldad, pero en tales tiempos…, ¡y en éstos, qué caray! Es cuestión de decir que estamos civilizados, pero en todas partes cuecen habas. Claro que hoy no le pondríamos espinas, pero ya se inventaría otro tormento. ¡Espera, no tropieces!