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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (132 page)

BOOK: Los gozos y las sombras
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Germaine tardó en responder. Don Julián atajó:

—Yo, en su lugar, no les haría el desaire de no recibirlas. Están encantadas con usted, por lo bien que canta. Además…

Carraspeó y miró al aire.

—… aquí es costumbre, cuando viene una persona forastera…

—Se lo agradezco mucho. Y estaré encantada de recibirlas. Y a usted con ellas.

Don Julián asintió.

—Muchas gracias, muchas gracias; no esperaba otra cosa de usted —sonreía, complacido, y recogía las manos sobre el pecho¿Y cuándo, cuándo?

—Cuando quieran, cuando quiera usted.

—¿Esta tarde? Tendría que ser hacia las cinco, porque a las siete he de estar ya en la iglesia.

—Me parece muy bien, a las cinco.

Don Julián se levantó y echó mano a la teja.

—Se lo agradeceremos de veras. Y yo, particularmente… Tenemos mucho que hablar usted y yo. Porque la supongo enterada de que es la propietaria de la iglesia de Santa María.

Germaine rió.

—Eso sí lo sé, aunque no lo entiendo. En Francia, todas las iglesias son del Estado.

Don Julián puso cara de asombro y abrió los brazos.

—¿Es posible?

—Al menos, eso tengo entendido.

—Pues aquí vamos por el mismo camino. Aunque espero que la Santísima Virgen no lo consentirá. Gracias a Dios, llevamos dos años de gobierno moderado, y ahora las derechas ganaremos las elecciones. En un país como en España, sería un sacrilegio que las iglesias fuesen a parar a manos de los incrédulos. Y hay muchos en este país, créamelo. Hay tantos, que el Señor nos castigó y nos mandó estas calamidades de repúblicas y comunismos. Pero no hay que asustarse. Nos las manda para probarnos.

Don Julián permanecía de pie y Germaine le escuchaba con la cabeza levantada. Se le había soltado el manteo al cura y embarazaba el movimiento de sus brazos. Lo echó hacia atrás, lo recogió y sujetó.

—Pero la prueba ya se acaba. Como dice la canción: «…
Ruge el infierno, —brama Satán. —La fe de España —no morirá».
Pues la fe nos hará triunfar en los próximos comicios y entregará la política a las manos en que debe estar. ¡Iámbién de esto hablaré con usted, aunque no esta tarde. Porque las elecciones se ganan con dinero.

Le hizo una reverencia; el brazo izquierdo aguantaba el manteo; la mano izquierda, la teja; movió la derecha al inclinarse, en apertura circular, a partir del pecho, como en un paso de baile.

—Alas cinco en punto estaremos aquí. Verá qué señoras tan finas y agradables.

Clara se había comprado un armario de luna y lo tenía en su cuarto. También tenía espejo en el lavabo. El cuarto era grande y claro, y daba al patio, con ventana y puerta cristalera. El lavabo, en un rincón, y el armario, en el lienzo mayor de la pared, junto a la cama. Las cristaleras tenían visillos blancos, y la cama, una colcha azul. Había metido también allí dos o tres cuadros antiguos, hallados en el pazo antes de desalojarlo: bien limpios, colgaban ahora de las paredes. Eran litografías, con marcos negros y dorados, de
La Vicaria
, de
El Testamento de Isabel la Católica
. Un tercer cuadro, al óleo, en que habían pintado a una señorita de la época romántica, con bucles rubios, un traje rosa y un collar precioso en el escote, lo había colocado entre la puerta y la ventana, en un lienzo estrecho de pared donde no cabía otra cosa mayor. Aquella señorita, tan inocente, se parecía un poco a Inés, salvo el peinado, y el peinado, el suyo, preocupaba a Clara. Había pasado más de una hora copiando el de una actriz fotografiada en una revista. No le salía. Y, cuando le salió, halló que no le iba bien a la cara. Arrojó con rabia el modelo y se peinó como siempre. Después, se puso el traje negro, las medias finas, los zapatos nuevos. Abrió las maderas de la ventana y se miró al espejo del armario. Caminó hacia delante y hacia atrás; se volvió a la izquierda y a la derecha. Se echó el abrigo por los hombros, se lo puso, se lo quitó. Taconeó con furia, arrojó los zapatos y se sentó en la cama.

Pensaba que Germaine era más bonita que ella y que se movía con más gracia. Sin embargo, bien mirada, ni por la figura, ni por la cara, ella valía menos, sino por algo del conjunto que se sentía incapaz de imitar. Se levantó, calzó los zapatos y volvió a mirarse: cerró en seguida los ojos e intentó retener su imagen, recordar a Germaine, y compararlas. Sólo podía evocar a Germaine en el momento en que había empezado a cantar: de pie, con las manos apoyadas en el reclinatorio, un poco inclinada y, sin embargo, majestuosa, triunfante. Le había sorprendido una mirada al público, una mirada de través, satisfecha del silencio, de la expectación, del triunfo. La había visto sonreír, contenta, antes de arrodillarse, al terminar, cuando la gente se agolpaba delante del presbiterio y la miraban como papanatas.

—Yo hubiera enrojecido, hubiera tenido que esconderme.

Abrió los ojos. Se vio quieta, con el rostro triste, los hombros caídos. Irguió el pecho, intentó dar a la cara expresión más alegre. Pero le quedaba en las pupilas una luz temerosa, vacilante y una arruguita en la esquina de la boca. Revolvió en el cajón de la mesa de noche, sacó unos tubos y se dio en los párpados unos toques oscuros y un poco de color en los labios. Al mirarse, sonrió.

—No son los míos, pero pasan.

Echó el abrigo al brazo y entró en la habitación de su madre. La vieja se había quedado dormida, en un sillón frente a la ventana. Entornó las maderas y salió. En la puerta de la calle se puso el abrigo y abrió el paraguas. Atravesó la plaza. Al pasar frente al Ayuntamiento, un hombre la saludó.

Bajó a la playa por unas callejas. Había jolgorio en las tabernas, cantos a coro, ruido de disputas. Por el medio de la calzada, unos críos se perseguían chillando bajo la lluvia. En el pretil, de espaldas, un espectador miraba la mar. Había rolado el viento y por el norte el cielo se despejaba.

Clara cerró el paraguas y entró en el portal de doña Mariana. Dijo a la
Rucha
que quería ver a la señorita Germaine. La
Rucha
, sin responderle, le hizo un gesto de que pasara y la dejó frente al espejo del paragüero. Clara se volvió de espaldas al espejo.

—Está ahí la de Aldán.

—¿La de Aldán?

Germaine había rebuscado en los armarios de doña Mariana, y tenía en las manos un traje, de seda verde, muy antiguo de corte.

—Sí. ¿No sabe quién es?

—Claro que lo sé. Pásala. Iré en seguida.

—Sí, señorita.

La
Rucha
no se movió. Germaine pasaba la palma de la mano por la superficie de la seda: suave, pero recia de cuerpo, y el color no se había alterado.

—No sé cómo la recibe, señorita. Esos de Aldán no son buena gente. Y esta Clara…

Germaine levantó una mirada interrogante y apretó el traje contra el pecho. La
Rucha
se sintió autorizada a continuar:

—… esta Clara no es trigo limpio, ¿sabe? Antes andaba muerta de hambre. Ahora, puso una tienda y come todos los días. Pero se habló mucho de ella. Cosas de hombres. Y su señora tía, que en gloria esté, no la quiso en casa. Porque ella vino a verla, cuando la enfermedad, y le ofreció quedarse. Pero doña Mariana la conocía bien…

Germaine dobló el vestido y lo dejó en una silla.

—Aun así, tengo que recibirla.

La
Rucha
marchó hacia la puerta.

—La señorita es demasiado buena con quien no lo merece. Ya vio la otra noche, qué atrevida. ¡Sentarse junto a la señorita! La gente lo veía y no lo creía. ¡Se dijeron unas cosas…! Porque hace falta ser desvergonzada.

Germaine quedó de pie en medio de la habitación. De los armarios abiertos salía olor a membrillos. En el suelo se amontonaban trajes, abrigos, prendas interiores. Volvió la
Rucha
.

—¿La has pasado al salón?

—Ala salita.

—Tráela aquí.

Germaine recogió el traje de seda verde, lo agarró por los hombros y lo levantó en alto, frente a la luz del balcón. Clara llegó a la puerta y quedó en ella.

—Buenos días.

No veía a Germaine, sino su sombra, detrás del traje.

—Buenos días —repitió.

La cara de Germaine asomó tras la seda.

—¡Oh! ¿Es usted? Pase, por favor. Perdone que la reciba aquí —dejó caer el traje y adelantó unos pasos con la mano tendida—. Usted es la hermana de Juan, ¿verdad? No lo sabía. Juan y yo nos hemos hecho amigos en Madrid. Es muy inteligente, encantador. Pero no entendí bien el nombre que me dijo la criada…

Clara le dio la mano.

—No importa. No soy persona a quien haya que recibir con protocolo.

—Pero usted…, somos de la familia, ¿no? Carlos me dijo…

—No sé si somos parientes o no, pero llevamos el mismo mote. Y para la gente todos los Churruchaos somos unos.

Germaine acercó una silla y esperó a que Clara se sentase. Después se sentó ella misma, junto al montón de ropas viejas.

—Estaba revolviendo los armarios de mi tía. ¿No le importa que continúe? Hay cosas preciosas.

Clara señaló el traje verde.

—Con ese traje está pintada en el salón.

Se agachó y lo recogió del suelo. Acarició la seda. Germaine la contemplaba. Las manos de Clara se recrearon en la caricia.

—¿Es que piensa venderlos? —preguntó.

—No. Se los daré a las criadas.

Clara le tendió el traje.

—¿Por qué no se lo prueba? Estoy segura de que le sentará muy bien. Y con lo que se parece a doña Mariana, estaría como en el cuadro. Póngase también las esmeraldas.

Ella la miró, sorprendida.

—¿Usted las conoce?

—Sí.

Germaine colgó el traje en el respaldo de una silla y empezó a desabrocharse.

—Se las habrá enseñado mi tía…

—No. Fue Carlos. Carlos y yo… somos bastante amigos.

—Carlos era como el dueño de todo, ¿verdad?

La resbaló la falda hasta el suelo. Clara examinaba el pecho y sus caderas con mirada comparativa.

—Podía serlo, si hubiera querido. ¿No sabe que doña Mariana le adoraba? Y las esmeraldas, otro en su caso se las hubiera quedado. El testamento lo autoriza.

—¿También conoce usted el testamento de mi tía?

Clara se echó a reír. Se levantó y ayudó a Germaine a ponerse el traje verde.

—Todo el mundo en el pueblo lo conoce. Aquí no hay secretos para nadie. Y sé de quien lo leyó incluso antes que Carlos. ¡A ver! Todo el mundo tenía curiosidad de saber a quién dejaba sus cosas doña Mariana.

—Pero Carlos no se lo habrá contado a todo el mundo.

—A mí, desde luego, no. Ni creo que a nadie. Pero en este pueblo no hay secretos.

Germaine empezó a abrocharse los automáticos de la espalda. El vestido le venía justo.

—¿Y cómo sabe usted que tengo las esmeraldas?

—Conozco a Carlos.

El traje tenía un poco de cola, se abombaba detrás de las caderas y se apretaba, más abajo de las rodillas,. en remolinos complicados. Germaine dio un traspiés y Clara la sujetó. «Cuidado, no vaya a caerse.» Germaine le dio las gracias.

—Voy a buscar el collar. ¿Quiere usted esperarme? No sé cómo las mujeres de antes podían caminar dos pasos.

Clara se acercó a la ventana. Los magnolios’del jardín goteaban sobre la arena, pero había cesado de llover y el cielo estaba más claro. Sintió el taconeo de Germaine y se volvió. Germaine traía en la mano el estuche.

—Está usted muy guapa.

—¿Quiere decir que me parezco a mi tía?

—Usted es más guapa que ella.

Resplandecieron las esmeraldas en la mano de Germaine. Clara se acercó y rozó el collar con los dedos.

—Es precioso.

—¿Quiere probárselo?

—No, no —se llevó las manos a la garganta y la rodeó con ellas—. Póngaselo usted. Para una chica pobre una alhaja así es una tentación o un tormento.

—Yo también era pobre.

—Entonces, se lo explicará.

El escote del traje bajaba hasta el arranque de los pechos. Quedó el collar sobre la piel; centelleante, tembloroso. Germaine irguió la barbilla.

—Ahora, un espejo.

—En el del salón se verá usted mejor.

Salieron al pasillo. La
Rucha
hija bruñía la cera. Las vio pasar amilagrada. —¡Qué cosa más bonita! ¡Y qué guapísima está! Se parece a la difunta señora… Abrió los ojos y dejó caer el mango del cepillo. Se adelantó corriendo. —¿Quiere que le abra las maderas? Espere. Yo iré delante. Abrió la puerta del salón, entró la primera, franqueó las maderas de las ventanas. Germaine estaba ya frente al espejo, y Clara, un poco detrás, miraba por encima del hombro de Germaine la imagen reflejada.

La
Rucha
hija había juntado las manos y se le había parado el rostro en un gesto mudo, estupefacto. Germaine retrocedió unos pasos y empezó a tararear un aire de
La Traviata
. Clara se apartó y se apoyó en el piano. Germaine, sin dejar de mirarse, evolucionaba, movía los brazos a compás del aria. Las cornucopias, los cristales de los cuadros, las superficies pulidas de los bronces, reproducían su figura, y la luz se quebraba en los cristales de la lámpara, encima de su cabeza, y enviaba a su frente reflejos de arco iris.

—Un día cantaré así en el teatro, con este collar y este traje. Será un gran día, y miles de personas me aplaudirán. Dejó caer los brazos y miró con alegría, con satisfacción, a Clara, a la
Rucha
.

Así no me parezco a mi tía, ¿verdad? —No —dijo Clara—. Ella era de otra manera.

Cayetano había estado silencioso durante la comida. Doña Angustias le preguntó si tomaría café con ella. —Sí; pero sólo un momento. Hablaba con una mezcla de acritud y distracción, sin mirarla. —¿Te pasa algo, hijo mío? ¿Tienes algún disgusto?

—No, mamá. Cosas del negoció.

A don Jaime le sirvieron el café en la mesa. Cayetano llevó a su madredel brazo hasta el cuarto de estar y la ayudó a sentarse. Él permaneció de pie. La criada dejó encima de la camilla la bandeja con el servicio. Doña Angustias llenó las tazas.

—¿Tomarás también una copa?

—Sí, mamá; pero de prisa.

—Ven. Siéntate a mi lado.

Alargó la mano, agarró el brazo de Cayetano y tiró suavemente.

—Quiero pedirte el coche para esta tarde. A las cinco.

—Bien. Ya lo tienes.

—Pero siéntate, quédate un poco conmigo. Y deja de pensar en los negocios.

Cayetano se dejó arrastrar. Sentado ya, cogió la mano de su madre.

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