Los gozos y las sombras (143 page)

Read Los gozos y las sombras Online

Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
3.91Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se levantó y se arrimó a la chimenea, de espaldas a la llama. Una guedeja cobriza le ocultaba la frente y caía sobre un ojo. El padre Eugenio la miró.

—Si tuviera ahora aquí mis trebejos te haría un apunte.

—Gracias. Es una lástima…

Había apoyado las manos en la cintura; el resplandor de las llamas precisaba su silueta. El padre Eugenio cerró los ojos y recordó la imagen. Podría, quizá, pintarla de memoria.

—¿Y le parece a usted que le digamos todo lo que pasó, o simplemente que hemos cambiado de opinión?

—Podemos ser leales o no serlo.

¿Había sido así, alguna vez, Suzanne? Más baja que Germaine, quizá un poco más ancha de caderas. Intentó recordar las primeras entrevistas, cuando aún no era la mujer de Gonzalo, cuando todavía salían de su garganta verdaderas cataratas sonoras. ¿Cómo era entonces Suzanne?

Miró a Germaine: las líneas de su boca apretada no suscitaban recuerdos. Quizá también, alguna vez en su vida, Suzanne hubiera sido así; pero también había sido capaz de una pasión.

—Sí, claro.

Gerrnaine apartó la guedeja cobriza y dejó al descubierto la frente, cruzada de una arruga, y el ceño fruncido.

—Estoy, como antes, en sus manos.

Abandonó las suyas con desmayo y suspiró.

—Bueno…

Entonces sonó la campanilla de la puerta y se sobresaltó. Un poco inclinada hacia el fraile, con las manos anhelantes, le dijo:

Ayúdeme, se lo pido por…

Se oyó la voz de Carlos al cabo del pasillo. Entró en seguida, con la gabardina en la mano. Dijo «Hola» desde la puerta. El padre Eugenio se levantó.

—Ya estamos de vuelta, don Carlos.

—Empezaba a preocuparme. Con esta niebla…

—El viaje no fue malo.

Germaine le tendió la mano.

—¿Quieres tomar algo, Carlos? ¿Un poco de coñac?

—No, gracias. En los velatorios, por lo que he visto, no se hace más que beber y contar cuentos verdes.

Dejó la gabardina en una silla y se acercó a la chimenea.

—Allí hace frío. Por eso hay que beber.

El fraile se había sentado. Germaine quedó en mitad del cuarto, indecisa. Carlos, de espaldas, se frotaba las manos al calor de la lumbre.

—Tengo poco tiempo —dijo—. El entierro de doña Lucía será dentro de media hora.

Se volvió bruscamente.

—Bien. ¿Qué escribió doña Mariana en el codicilo? Les habrán dado una copia.

Germaine envió al fraile, con la mirada, una petición de ayuda.

—Finalmente —dijo el padre Eugenio—, hemos acordado atenernos al testamento. Germaine acepta la oferta de usted. La resolución final se aplaza hasta que cumpla los veinticinco años.

Carlos le escuchaba, pero miraba a Germaine. Ella inclinó la cabeza y distrajo las manos con algo que había encima del velador.

—¿Fue ése el consejo del notario?

—En parte. Lo que nos dijo, confirmó a Germaine en su propósito. Casi lo había decidido durante el viaje.

Carlos se sentó en el sillón, frente al fraile, y estiró las piernas en dirección al fuego.

—Ese notario es idiota. Si se hubiera portado correctamente, me hubiera librado de una carga y, sobre todo, de una situación desairada.

Estoy cansado de hacer el coco.

Se dirigió a Germaine.

—No vaciles jamás en tus determinaciones. Te lo digo yo, que casi soy vacilante de profesión. Cuando se hace un propósito hay que llegar hasta el final, suceda lo que suceda. Pero, en este caso, ¿qué podía suceder?

—Pareciste asustarte cuando lo dije, y me pediste que no lo hiciera.

—Sí, es cierto. Pero no olvides que una cosa es mi punto de vista particular y otra el papel de guardador a que me obliga el testamento. Personalmente, lo repito, lo que deseo es verme libre cuanto antes. Cuando esta mañana supe que habías ido a La Coruña, dije: «¡Gracias a Dios!». Pero no contaba con que tú también cambias de opinión. Lo siento de veras.

Se levantó, buscó unas llaves en el bolsillo y abrió el escritorio de doña Mariana: un mueble alto, de caoba oscura, con cajones y alacena. Revolvió unos papeles.

—En el Banco, en La Coruña, hay un depósito de cuatrocientas veinticinco mil pesetas a tu nombre e instrucciones para que se te entreguen personalmente en la forma que lo desees —le tendió unos recibos—. Esto está hecho hace más de seis meses, como verás por la fecha. En otra cuenta, a mi nombre, hay otra cantidad. No puedo entregártela entera porque yo no dispongo de capital para sostener el de tu tía. Pero puedo, eso sí, completarte el medio millón.

Revolvió de nuevo, buscó en los cajones. Halló, por fin, el talonario de cheques. Escribió un rato, arrancó el papelito alargado, de color verde pálido.

Ahí tienes. Setenta y cinco mil pesetas, que te pagarán sin dificultad. Va extendido al portador.

Cerró, de golpe, el escritorio.

—Ya eres rica. Hay también unas rentas, de casas y fincas rústicas, poco importantes. Te haré las cuentas anualmente, y te mandaré el dinero, si así lo deseas.

Se levantó, metió las manos en los bolsillos y se arrimó a la consola.

—En cuanto a esta casa, la cerraré cuando te vayas. La cuidaré, te lo prometo, porque la amo demasiado. Y es seguro que alguna vez venga a pasar aquí la tarde y a tocar el piano para el fantasma de tu tía. A ella le gustaba oírlo. A estas horas, precisamente, cuando caía la tarde. Siempre después de merendar. Solía cogerse de mi brazo y llegar así hasta el salón. Yo llevaba una manta para abrigarle las piernas, porque la chimenea del salón no calienta como ésta. Habíamos pensado trasladar el piano aquí, pero se murió antes de hacerlo.

Inclinaba tanto la cabeza, que no se le veía el rostro. Se había, además, encogido un poco. El padre Eugenio miraba al fuego. Germaine, con los papeles en la mano, se acercó a la chimenea, de espaldas otra vez. Se hizo un silencio; los troncos ardientes crepitaban.

—Me pedía que tocase cosas vulgares, cuplés de su juventud, valses vieneses, ¡qué sé yo! A veces, los tarareaba y se reía. Y a veces me refería historias picantes de escándalos y amoríos. De tal o cual cupletera de sus tiempos. «Eso lo cantaba la Fulana, que era guapa de verdad y estuvo un tiempo liada con tal duque o tal marqués.» Después, solía decirme: «Ahora, toca lo que te gusta a ti», y yo tocaba a mi gusto. Pero también hablábamos de ti, Germaine. Le preocupaba mucho y le daba miedo pensar que ibas a encontrarte sola en este pueblo, sola y sin defensa. Probablemente por eso, sólo por eso, se le ocurrió el disparate de que pudieras casarte conmigo. Yo procuraba tranquilizarla. Y, ya ves, ella y yo nos equivocamos. Porque sé que estuviste en la misma guarida del ogro, y que el ogro te respetó. Puedes volver a Pueblanueva cuando quieras, aunque yo me haya marchado, aunque el padre Eugenio…

Se interrumpió. El fraile irguió la cabeza:

—… se haya muerto.

—No quería decir eso. En fin: que no necesitas de nuestra protección. El pueblo entero te adora y están orgullosos de ti, como si fueran tus paisanos.

Miró el reloj.

—Tengo que marchar. ¿Quieres que nos despidamos ahora?

Germaine, sin volverse, respondió:

—No. Papá no está bueno. Tendremos que esperar un par de días.

—Entonces, mándame recado. Adiós, padre Eugenio.

El fraile se levantó.

—Me voy también. El prior creerá que me he escapado del convento, y eso no es bueno para mi reputación.

Se acercó a Germaine. Ella no se movió.

—Volveré también.

Le apretó el brazo y salieron al pasillo.

—¿Está llorando? —preguntó Carlos.

En el portal, el padre Eugenio dijo:

—Supongo que usted conoce el contenido del codicilo. O que tiene, al menos, una idea.

Una sospecha solamente.

—Quiero ser franco con usted, don Carlos. El notario aconsejó que se aceptase el testamento porque, según él también sospecha, en el codicilo se le nombra a usted heredero. No he dicho nada delante de Germaine para no hacer la entrevista más embarazosa. Pero usted, si quiere, puede…

Carlos se detuvo en el umbral.

—No, no quiero. Pero, se lo aseguro, acabo de pasar el trago más gordo de mi vida. Temí que, en un arranque de nobleza, Germaine descubriera el pastel y me obligase a un rasgo de generosidad teatral del que me avergonzaría siempre.

—Yo no lo temí en ningún momento.

—Usted quizá la conozca ya mejor que yo. Porque también, para ver si una vez al menos se emocionaba, hice ese resumen de recuerdos que casi me conmovieron a mí mismo. Me alegra que haya llorado…

Se acercó al fraile y añadió en voz baja:

—Muera el cuento. Muere con la derrota final de doña Mariana.

—¿Y no será eso lo justo?

—Es posible. Pero yo la quería, y me he sentido dispuesto a perdonar sus injusticias y a sostenerlas.

Miró el reloj.

—Perdóneme, padre. El entierro de doña Lucía debe de estar a punto de salir.

Marchó corriendo. El fraile se metió en el automóvil y marchó también.

El último gorigori se apagaba en la niebla espesa, y las luces de los cirios apenas alumbraban. Don Julián, revestido de capa, alzó el hisopo y bendijo la sepultura.
In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti
. Los otros curas, los monaguillos y don Baldomero respondieron: «Amén». Se retiró la cruz alzada, y los curas detrás, y los sepultureros cargaron el féretro y lo metieron en el nicho. Los asistentes se habían abierto en semicírculo y esperaban. El juez sacó tabaco y ofreció. Surgió el fuego de las cerillas, y el humo de las bocanadas se mezcló a la niebla.

—Menuda pejiguera de nublado.

—Al menos, no viene fría.

Colocaban una fila de ladrillos, sujetos con argamasa. La losa yacía en el suelo, arrimada a la pared.

Cubeiro se acercó a Carreira, el dueño del cine.

—Fíjese en la cara del boticario. Como si le diera pena.

—¡Vaya usted a saber! En esto de las muertes hay sorpresas.

—Ya me lo dirá mañana. El buey suelto bien se lame. ¡Y éste tenía unas ganas de cortarse la soga…!

El juez metió las narices.

—¿De qué murmuran?

—Aquí, Carreira, decía que las lágrimas de don Baldomero son lágrimas de cocodrilo.

—Quien lo dijo fue usted.

—Lo que yo dije fue que, después de todo, no tiene por qué llorarla. Lleva más de un año deseándole la muerte.

—Nadie sabe lo que sienten los demás —dijo el juez.

—Pues yo, por un saco de huesos, no lloraría así. Porque doña Lucía era un saco de huesos.

—Tendría su aquél.

—Sí, las tetas. Ya sabe usted el cantar que le sacaron un Carnaval.

—No lo recuerdo.

Cubeiro cantó por lo bajo, al oído del juez:

La mujer del boticario

tiene las tetas de goma.

Aé, aé, aé la chamelona.

—¿Y quién se las tocó para saberlo?

—¡Ay, eso…! Hay misterios impenetrables, pero que alguien se las tocó es un hecho.

A Carreira se le había apagado el pitillo. El juez le prestó el suyo.

—A lo mejor se sabe por el marido.

Los sepultureros levantaron la losa y la aplicaron a tapar el nicho. Don Baldomero contemplaba la operación y, de vez en cuando, se secaba las lágrimas con un pañuelo. Detrás de él, hipaba la criada. La losa quedó en su sitio, tomada con cemento. Un par de golpes garantizó su seguridad.

—Ya pasaréis a cobrar por la botica.

—Un día de estos.

—Y ahora, a dormir, don Baldomero —le dijo Carlos—. Está usted muerto de sueño.

—¡Y de pena, don Carlos, de pena!

Los jugadores de tresillo se acercaron, de uno en fondo.

—Lo siento mucho, don Baldomero. ¡No se sabe lo que vale una mujer hasta que se la pierde! —Cubeiro le miraba entristecido.

—Gracias, gracias.

—¡Era una santa y estará en la Gloria! —dijo el juez.

—¡Y usted que lo diga!

Carreira le dio un abrazo.

Ya pasó todo. Ahora, a descansar.

Don Lino se había mantenido aparte, de espaldas a la pared de nichos. Se acercó, con el sombrero en la mano.

—Mis principios, don Baldomero, no me permitieron presenciar la ceremonia religiosa, pero ya sabe usted que la amistad está por encima de nuestras diferencias ideológicas. Considere que le acompaño de verdad en el sentimiento.

—Dios se lo pague.

Iban marchando, con precauciones, para no pisar las sepulturas. De los cipreses chorreaban gotas menudas y el suelo de las veredas estaba fangoso. Se oían las pisadas, chas, chas, y el ruido de un tropezón y alguien que decía:

—¡Cuidado, que resbala!

Don Baldomero se acogió a la compañía de Carlos. Acortó el paso, hasta distanciarse del grupo. Al salir del cementerio, los amigos, las mujeres, se habían alejado, carretera abajo.

—¿Los ha escuchado usted? Y, sobre todo, ¿los ha visto? ¿Se ha fijado en su sonrisa? ¡Ya que no puedo librar a Lucía de sospechas, quedará al menos mi honor sin una mancha!

El reloj de Santa María empezó a dar las seis. Inmediatamente, el gemido de la sirena ahogó las campanadas y llenó el ámbito, rodó por el valle, se escapó por encima de las aguas. Era un sonido ronco, apagado, casi fúnebre.

A las seis menos diez en punto había entrado en la tienda una labradora con su cesto. Pidió a Clara que le ayudase a dejarlo en el suelo y después suplicó una silla para sentarse, que venía muy cansada. «Debía tener un banco aquí, señorita, que sitio para él tiene, arrimado a la pared, y así podría una cobrar huelgos sin molestarla.» Sacó de la faltriquera un pedazo de pan y empezó a comer. Clara había repasado el mostrador y esperaba. La labradora habló de la niebla, que venía muy mal al campo, y de que se le había puesto enferma una vaca y ya llevaba gastado más de un duro en botica. Después, sin transición, saltó a la carestía de todo y al poco dinero que ganaban los labradores y a lo mucho que gastaban los de la villa. Acabó por confesar que necesitaba unas varas de tela para unas enaguas de su hija, pero que no estaba decidida a comprarlas, aunque sí a enterarse de los precios. Clara sacó del anaquel varias piezas y las echó en el mostrador. La labradora, con la punta de dos dedos, tomaba la tela, la cataba y la rechazaba. Así todo el repertorio.

—Pues esto es lo que tengo.

Entonces la aldeana se dolió de que ahora los tejidos fuesen malos y se rompiesen en seguida, y que años atrás, antes de la guerra, eran mucho mejores y duraban, y con lo que sobraba a las madres se hacía el ajuar de las hijas. Y que eso debía de ser porque antes había rey y ahora al rey lo habían echado y gobernaban unos señores que no se sabía quiénes eran y que sólo pensaban en medrar y en robar a los pobres. Clara decía que sí a todo y empezó a recoger las piezas, pero la labradora le dijo que no tuviera prisa, que, a lo mejor, se decidía por alguna. En esto, sonó la sirena del astillero y Clara se puso nerviosa.

—Ande, si lo va a llevar, decídase ya y le haré una rebaja.

A la mujer se le alegraron los ojos. Preguntó cuánto. Clara dijo una cifra. Ella la encontró cara. Clara rebajó otro poco. La labradora no se movía.

—Dígame lo que quiere pagar y llévesela, porque voy a cerrar la tienda.

—¡Ay, señorita, con lo cansada que estoy, y me va a echar de aquí! Eran las seis y diez cuando la labradora se marchó, con cuatro varas de tela blanca rebajadas en un veinte* por ciento. Rezongaba letanías sobre el trabajo que costaba a los pobres ganar una peseta.

Cayetano surgió de la niebla repentinamente. Traía puesto el traje de faena, una boina y la pipa en la boca. Clara quedó de pie, en medio del umbral.

—Voy a cerrar la tienda.

—No son más que las seis y veinte.

—A esta hora, y con niebla, ya no hay quien compre.

—Pues, por mí, cierra.

Hizo ademán de entrar. Ella se interpuso.

—Contigo dentro, no.

—Pues, entonces, no cierres.

Se miraron de frente, ella en lo alto de los escalones, él en la calle. —De mí no vas a sacar nada, te lo aseguro.

—Ayer hemos quedado en que vendría.

—Pensé que te volverías atrás.

—Ya ves que no.

—¿Por qué insistes?

Cayetano la apartó suavemente y entró. Se había quitado la boina y la llevaba en la mano.

—Cierra o deja abierto, me es igual; pero hazte a la idea de que todos los días, a esta hora, me tendrás de visita.

—¿Y si no quiero?

Él se encogió de hombros.

—Tengo que reparar una injusticia. ¿Cuánto tiempo llevas en Pueblanueva? ¿Tres años? Soy lo bastante imbécil para no haberme dado cuenta hasta ayer de que eres la, única mujer digna de mí. Ya ves si tengo que correr para cobrarme de tres años perdidos.

—¿Para cobrarte… en especie?

—Deja eso a un lado, Clara.

—No me dirás que vienes para casarte conmigo.

—Todo pudiera suceder. Claro que eso depende de ciertas circunstancias. Pero si a mi madre le gustaría que me casase con la francesa, no creo que te pudiera poner reparos. Eres tan Churruchao como ella y bastante más guapa, al menos para mi gusto.

Clara había empezado a reír. Riendo, pasó al interior de la tienda y se quedó junto al mostrador. Cayetano se acercó.

—Vamos a hablar en serio, Cayetano. A mí no es nada fácil engañarme.

—No intento hacerlo.

—Has hablado de casarte.

—Sí. Y también de que eso dependía de ciertas circunstancias. —¿Cuáles son?

—Te lo diré a su debido tiempo.

—Nunca me casaría contigo.

—Si no lo quieres, no pienso obligarte.

—Y, sin casarme, no hay nada de lo que pretendes.

—De eso, también llegaremos a hablar.

—Puedes darlo por resuelto.

—Hablas así porque no me conoces. ¿Te costaría mucho trabajo prescindir de lo que has oído por ahí y atenerte a lo que veas?

—¿Y a lo que ya he visto, no?

—No sé a qué te refieres.

—No nos conocemos de anteayer, Cayetano. Incluso hay por el medio una bofetada…

Cayetano se llevó la mano a la mejilla y se la acarició.

—Aquel día tenía que estar ciego. Y lo estaba. Me pasaba lo que te está pasando a ti: que había hecho caso de cuentos.

—Cuando el río suena…

A Cayetano se le oscureció la mirada.

—¿Quieres decirme con eso que no estaba equivocado?

Clara volvió a reír.

—Quise saber la cara que ponías. Y no me gusta. Tú eres de los que, para casarte, pondrías como condición acostarse primero, para cerciorarte de eso que tú llamas circunstancias.

Cayetano se enderezó y la miró a los ojos.

—¿No estás llevando las cosas muy de prisa?

—Me es igual, porque yo no la tengo.

—De todas maneras, ¿por qué las pones difíciles?

—Será porque yo lo soy también.

Cayetano se desabrochó la chaqueta de cuero y empezó a quitársela.

—¿Puedo colgar esto?

—Allí hay un clavo.

Por la abertura del mono azul asomaban las puntas de una camisa de seda y el nudo de una corbata escocesa. Cayetano se alisó el cabello.

—¿Me quieres escuchar un momento?

—Habla.

—Concédeme que entiendo un poco de mujeres. ¡No te rías! Entiendo. Admito que las haya comprado a todas, pero no por eso dejan de ser muchas. Podría decirte quiénes, de las de aquí, y te llevarías muchas sorpresas, porque de algunas no se llegó a saber.

—No siento la menor curiosidad por conocer sus nombres.

—Ni yo voy a decírtelos. Algunas satisfacciones, como algunas venganzas, basta que sean secretas.

Sacó un cigarrillo, lo puso entre los labios, y siguió hablando mientras buscaba el mechero y encendía.

—Pues de todas ellas, ninguna me hubiera servido para mi mujer. Entiéndeme bien, no quiero decir para casarme, tener hijos y arreglarme por fuera con una querida. No. Me refiero a esa mujer que los hombres como yo necesitan, una mujer de categoría. Porque yo voy a llegar a mucho. Esto de ahora, mi astillero, el mando y el poder en Pueblanueva, no es más que el principio.

Hizo una pausa, chupó el cigarro y miró a Clara con cierta ternura.

—Ya ves. Ni de esto he podido hablar con ninguna. ¿Qué menos necesita un hombre que una mujer a quien contar sus proyectos, sus esperanzas, sus dificultades y sus triunfos? Yo me los he contado a mí mismo, pero yo no me respondo, ni me doy ánimos cuando hace falta animarse, ni me consuelo si es necesario. Porque también, a veces, he necesitado consolarme. Aunque te rías.

—¿Por qué voy a reírme? Serás un hombre como todos.

—Por encima de todos, pero un hombre. Y, hasta ahora, sólo encontré una mujer que estuviera a mi altura, pero la odiaba. Y aunque no la odiase, no me hubiera servido.

Volvió a callar. Clara se había cruzado de brazos y le escuchaba inmóvil, con los ojos medio entornados y un interés creciente en ellos.

—Yo no creo en Dios, pero creo en el Destino, y el mío fue que la única persona capaz de comprenderme y de escucharme fuese mi enemiga. De todas maneras, llenó mi vida de algún modo. Luché contra ella quince años. Sabía que ella estaba ahí, y que aunque también me odiase, me consideraba como enemigo a su altura. Nos hemos despreciado mutuamente, pero de labios afuera. Si yo hubiera muerto, como ella murió, estoy seguro de que encontraría el pueblo tan vacío como yo lo encuentro.

Se corrigió en seguida:

—Como lo encontraba hasta ayer. Y ayer más que nunca, porque esa tonta de Germa¡ne, o como se llame, hace más grande el vacío que dejó la Vieja. Pero ayer nos hemos encontrado.

—Seamos francos. Ayer viniste a proponerme que me acostase contigo.

—Bien. ¿Y qué?

—Yo, a eso, no le llamo encontrarse.

—Fue mi última equivocación. Ahora ya sé a qué atenerme.

Tendió las manos abiertas encima del mostrador.

—Lo que haya de pasar, pasará. Tampoco tengo prisa. Pero no olvides que eres la mujer más mujer de Pueblanueva, y acabarás comprendiendo que soy el hombre más hombre.

Golpeó suavemente las planchas de madera pulida, brillante.

—Ahora me voy. Volveré mañana y todos los días, ya te lo dije. Y no intentes cerrar la tienda.

Descolgó la chaqueta y se la puso. Luego, recogió la boina.

—Hasta mañana, Clara.

Desde el umbral se volvió y repitió:

—Hasta mañana.

Don Baldomero, de regreso del cementerio, halló en el anís la colaboración adecuada a su pena. Cuanto más bebía, más lloraba y más elocuentes palabras dedicaba a la difunta. La criada le dijo que comiese algo, y él rechazó la invitación por ofensiva.

—¡Pues váyase a la cama a dormir la mona, que buena falta le hace!

Don Baldomero consideró entonces la manera vulgar que el pueblo tenía de entender las penas y, con medias palabras y lengua gorda, describió su tristeza y la nostalgia de Lucía, aquella santa, aquella víctima inocente, y el miedo que tenía de acostarse en el lecho desierto. ¡En la peor ocasión se la llevaba Dios, cuando el sosiego de la madurez podía haberles traído unos años de felicidad tranquila! Razonaba tumbado en el sofá, e interrumpía los razonamientos para llorar o beber: hasta que volvió la criada y, sin respeto a su congoja, lo cogió de los hombros, lo sacudió y se lo llevó, casi a rastras, a la cama. Carlos le preguntó si le necesitaba para ayudarla, y ella le respondió, desde la puerta, que lo había desnudado muchas veces, y que ¡las que quedaban! Añadió que si le apetecía cenar algo que esperase. Carlos dijo que no, y se marchó.

Other books

Rose Harbor in Bloom by Debbie Macomber
DarkShip Thieves by Sarah A. Hoyt
Beartooth Incident by Jon Sharpe
Young Torless by Robert Musil
Writing on the Wall by Mary McCarthy