Los gozos y las sombras (145 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

BOOK: Los gozos y las sombras
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Al día siguiente, domingo, no se vio jubileo semejante. Desde las siete de la mañana haba colas delante de los colegios. Todos estaban allí, mujeres y hombres, curas y hasta los frailes del monasterio, de uno en fondo, con el prior delante. Algunos mozalbetes de un bando y de otro anduvieron a palos, y por la tarde, con el vino, se repitieron las peleas. Pero las urnas fueron respetadas y, lo que se dice dentro de los colegios, se guardó orden. Como siempre hay un chivato que lo dice, se fue sabiendo la marcha del escrutinio. Ganaban unos u otros, según el colegio, y andaban equilibrados. Las actas se extendieron honradamente, pero alguien les dio el cambiazo, y las que salieron para ser examinadas por el Gobierno Civil daban el triunfo a las izquierdas. ¿Por qué la gente se empeña en atribuir el gatuperio a don Julián y al señor Mariño? Sus razones habrá.

Cuando se enteró la gente de que habían triunfado las izquierdas en toda España, abandonaron el trabajo y se fueron juntando en la plaza del Ayuntamiento. La puerta de la iglesia estaba cerrada, y también la verja de hierro, por si las moscas. Dieron en cantar mientras esperaban, y la cosa fue pacífica. Por fin, llegó don Lino, elegido diputado, y Cayetano con él. Don Lino se dirigió a las masas y les echó un largo discurso lleno de promesas: fine muy aplaudido, pero la gente se aburrió, porque nadie le entendía. Al final, Cayetano dijo solamente: «Trabajadores, nuestro triunfo nos asegura el trabajo y la prosperidad del pueblo. ¡Viva la República!». Le contestaron «¡Viva!», y mucha gente lloraba. El mismo Cayetano empezó entonces a cantar:

¡Arriba los pobres del mundo!

¡En pie los esclavos sin pan!

Le siguieron como un solo hombre, y en lo que quedó de día no se oyó en Pueblanueva más que La Internacional, mejoro peor cantada. Habían cerrado muchos comercios, por miedo a que los asaltasen; pero cuando se supo que Cayetano había ordenado el respeto a personas y propiedades, los volvieron a abrir, y salvo los sopapos que suele haber los domingos en la plaza entre mozalbetes de un lado y de otro, en Pueblanueva del Conde no ha pasado nada. Pero todos nos preguntamos: ¿por cuánto tiempo? Y las miradas de los trabajadores nos ponen miedo.

Pero no todo es paz en la viña del Señor. Don Lino le dijo a Cayetano, delante de todo el mundo: «Bueno. Ahora que hemos ganado le haremos a usted alcalde». Y Cayetano se le quedó mirando y le respondió: «Nombraremos alcalde a quien me dé la gana, como lo hice a usted diputado». «A mí me eligió el sufragio popular y represento la voluntad del pueblo.» Entonces Cayetano se echó a reír: «¿No se ha dado cuenta todavía de que la voluntad del pueblo coincide con la mía?». «¡A eso se llama fascismo, y contra eso venimos a luchar!» «Llámele como quiera y luche contra quien le dé la gana, pero no olvide que en Pueblanueva mando yo. » Desde entonces, don Lino cabildea con los que tomaron en serio las elecciones y pretende quitar el mando a Cayetano. Y en esto están las cosas.

VIII

Llovía a Dios dar agua. Batía la lluvia contra los cristales del autobús, y alguna chispa menuda se colaba en el interior y se quedaba, brillante, en la manga de la gabardina: un instante nada más. La tela la absorbía y, en su lugar, una manchita oscura daba su testimonio. Los viajeros cabeceaban. De rato en rato paraba el autobús, y alguno descendía y quedaba al amparo de un caserío o, sin amparo, en un cruce de caminos. El autobús arrancaba, chorreante, renqueaba cuesta arriba y aprovechaba con cautela las pendientes. Cerca de Pueblanueva paró el motor. El chófer se apeó, maldiciendo. Alguien le echó, desde arriba, un saco para cubrirse. Hurgó en el mecanismo, arregló la avería y continuó la marcha. «¡Menos mal que estamos llegando!», comentó alguien. Un poco más adelante, el chófer corrió el cristal de separación y gritó a Juan: «¿Se queda aquí o sigue al pueblo?». Estaban frente a la carretera que llevaba al pazo de Carlos. Juan miró el valle lluvioso, la larga carretera de guijarros desnudos y grandes charcos. «Mejor será seguir.»

Halló las piedras de Pueblanueva ennegrecidas, sucia la cal de las fachadas, verdeante el recebo de los aleros y el rojo de los tejados. No había un alma en las calles. El autobús dio un viraje brusco y se metió en la plaza. Los puestos del mercado aparecían cubiertos con lonas y hules envejecidos y nadie en ellos. Unas mujeres y unos niños, acurrucados, tapados con sacos y mantones, aguardaban bajo los soportales.

Juan esperó a que salieran los demás viajeros. Habían empezado a descargar los equipajes, y las mujeres y los niños reclamaban a gritos su transporte. Juan se sintió agarrado, sacudido: «Señorito, la maleta, ¿le llevo la maleta?». De un salto se acogió a los soportales. Le había tocado el turno a su equipaje, y una maleta tras otra se deslizaban por la escalerilla: tres maletas y tres cajones. «¡Cuidado, que no se mojen!», gritó; y después dio instrucciones al mozo del autobús para que lo guardasen todo hasta que él pasara a recogerlo.

—Su hermana vive aquí al lado —le dijo el mozo.

—Es que seguramente no iré a su casa.

En una de aquellas casas —¿en cuál?— tenía su tienda Clara. Con ir mirando, daría con ella. Sacudió e1 agua del sombrero y se lo encasquetó con cuidado, un poco hacia delante, un poco ladeado. Los zapatos, apenas humedecidos, brillaban todavía, y las rayas del pantalón se conservaban impecables. En cuanto se echase a la calle, los zapatos perderían brillo; el sombrero, apresto, y tiesura los pantalones. También era mala suerte.

—¿Le parece bien este rincón? —le preguntó el mozo del autobús: había amontonado maletas y cajones, y ahora los cubría con un papel grueso y roto.

—Sí, está bien. Ya mandaré a buscarlos.

—Que pregunten por mí. Usted va irle conoce.

Dio una peseta al mozo y se apartó. Los viajeros se habían marchado y los soportales quedaban desiertos. Se arrimó a una columna.

—Lo que es llover, lloverá todo el día —comentó el mozo al pasar—. Si quiere le busco un paraguas.

—No, no, no vale la pena.

—La casa de su hermana está ahí al lado. Puede esperar allí.

En último término iría. Prefería, sin embargo, esperar. Quizá un claro que venía por poniente, encima del monte, trajera la escampada. Buscó el tabaco y encendió un pitillo. El mozo volvió a acercarse. Sonreía, con la punta de un cigarrillo pegado a la esquina del labio. Era un tipo maduro, colorado. Llevaba boina y un abrigo viejo.

—Novedades, como verá, pocas. Pero la iglesia la han arreglado.

Siguió adelante, arrastrando una carretilla. Juan, entonces, se fijó en que las tejas de la iglesia eran nuevas y que las piedras estaban limpias de verbenas y musgo. También, habían pintado la verja del pórtico.

—La Vieja, con esto, habrá salvado su alma.

Le embarazaba el guante para fumar v se lo descalzó. AI cabo de los soportales apareció una figura cubierta con un gran paraguas, en seguida cerrado. Juan disimuló la mirada curiosa; ¡Llego, la mirada alegre. El sujeto del paraguas parecía el boticario, aunque enlutado. Se ladeó y alternó las miradas entre la iglesia y don Baldomero, que se acercaba, arrastrando el paraguas. Cuando descubrió a Juan, cuando le reconoció, alzó los brazos y aligeró el paso.

—¡Si es Aldán!

Aldán se había vuelto enteramente hacia la plaza, y, al oírle, dio un giro brusco, casi militar.

—¡Don Baldomero!

Fue hacia él y se dejó abrazar. Resonaron las palmadas en las espaldas y los saludos dichos al mismo tiempo.

—Acabo de llegar. ¿Y ese luto?

—La pobre Lucía. ¿No sabía usted nada?

Juan movió la cabeza y se quitó el sombrero. Quedó al aire la cabeza bien peinada, ligeramente olorosa.

—Nadie me lo escribió. Aunque lo cierto es que tampoco yo he escrito a nadie desde hace varios meses.

—Pues ya ve usted: una muerte inesperada y un poco extraña.

—Pero ella estaba enferma hace tiempo…

—Sí, ¿quién lo duda? Tuberculosa, pero no en tal grado que la muerte fuese a venir tan pronto. Además, la había enviado a la montaña y llevaba allí varios meses, muy mejorada. Cuando, de pronto, ¡zas!, me avisan que está peor, y llego por los pelos para verla morir. Una cosa muy rara.

Levantó un poco la vista y examinó el rostro de Aldán.

Juan no parecía haber recogido la sospecha. Mantenía en el rostro una tristeza convencional, y ahora se desabrochaba la trinchera, muy lentamente, hasta dejar al descubierto la chaqueta gris y la corbata azul.

Sacó del bolsillo un pañuelo doblado y se secó la frente.

—Pues lo siento de verdad, don Baldomero. ¿Quién había de decirlo? Unos vienen y otros van, y así es la vida.

—Yo, todas las mañanas, voy un rato a la iglesia a rezarle. Era una verdadera santa. Prefiero esta hora del mediodía porque no hay nadie. ¿Por qué no viene conmigo?

Juan rió.

—¿A la iglesia? Usted sabe que yo…

—Puede venir como curioso. La han arreglado por dentro y por fuera y vale la pena verla. El día de la inauguración asistieron todos los ateos del pueblo.

—Es que yo no soy propiamente ateo, usted lo sabe.

—Pues mejor. Así entenderá algo de Dios, y eso es justamente lo que necesito.

Le cogió del brazo y le empujó.

—Anímese. Abriré el paraguas y le taparé. Tengo ganas de hablar, y ahora, desde que don Carlos apenas aparece por el casino, no hay con quien cruzar una palabra que no sean barbaridades.

—Es que… llevo zapatos finos y no querría mojarme.

—¡A buen lugar viene con zapatos finos! Vamos.

Metió a Juan debajo del paraguas enorme. La lluvia tecleaba en la tela tensa y se escurría a chorros delgados por las puntas de las varillas. Juan sorteó los charcos y sus zapatos alcanzaron el pórtico sin pérdidas importantes para el brillo; pero en los pies sentía la humedad.

—Voy a dejar aquí el paraguas. No lo llevará nadie. ¡La gente ya no viene a la iglesia, querido Aldán! Y no le falta razón, como va a ver en seguida.

Dejó el paraguas escurriendo en un rincón.

—Entre, y le explicaré cómo los hombres son instrumentos de Dios, aunque no se lo propongan. O, ¿quién sabe?, del demonio. Porque detrás de la Cruz está el demonio muchas veces, y uno no sabe distinguir…

Sólo estaba encendida la lámpara del santuario, y en la nave de la Epístola, frente al Crucificado, unas docenas de velas en candelabros de hierro negro. Un resplandor suave lanzaba contra la oscuridad las sombras más oscuras de las columnas. Juan quedó sobrecogido.

—Es bonito esto.

Don Baldomero se había santiguado, pero no se arrodilló.

—Ya lo creo. Sobre todo sin luz. Pero la luz trae sorpresas. Acérquese, ya verá.

Echó a correr por el pasillo central y subió al presbiterio. Juan le siguió con calma: vio cómo se escondía, oyó un chasquido y el presbiterio quedó iluminado.

—Y ahora, ¿sigue pareciéndole bonito?

La luz súbita había ofuscado a Juan. Se restregó los ojos y parpadeó hasta acomodarse a la fuerza de la luz.

—No veo bien.

—Aléjese, tome perspectiva. Ahí es el lugar. ¡Lo tengo tan estudiado…!

Juan se había detenido en la tumba de doña Mariana y no paró mientes en ella. Con la cabeza semialzada contemplaba el Cristo. Hizo visera de las manos y se estuvo así un rato. Don Baldomero llegó hasta él con pasitos menudos, quedó a su lado y no dijo nada.

—No entiendo mucho de pintura, pero debe ser bueno. Lo pintó el fraile, ¿no?

—Eso cree la gente; pero, entre nosotros, estoy convencido de que lo pintó el demonio.

Juan se volvió hacia él.

—¿Es que no le gusta?

—¡No se trata de eso, Aldán! ¡No podemos plantarnos ante una imagen de Cristo y decir que es bonita o fea! El problema es de si eso puede ser Cristo o de si es todo lo contrario. Porque yo tengo mis dudas.

Daba la espalda al presbiterio, y la cara le quedaba en penumbra.

—Yo no me planteo ese problema —insinuó Juan—; ya sabe que yo…

—Usted, dígame la verdad: si mira esa cara, ¿no se siente acusado?

—¿Acusado? ¿De qué?

—De sus pecados; porque usted tendrá pecados. Acusado en última instancia, acusado en el Juicio Final, cuando la cosa no tiene remedio y de aquí sale uno con pasaporte para el infierno.

Juan daba vueltas al sombrero.

—Pues, no.

—¿No le da al menos inquietud? ¿No se siente molesto de mirar?

—¿Por qué? Aunque fuera lo que usted dice, tengo la conciencia tranquila.

—¡La conciencia tranquila! ¡Ni los santos la tienen! La conciencia tranquila es el mayor engaño del demonio; pero lo de ese cuadro es otro engaño. Dice que no hay perdón, eme comprende?, y el que no cree en el perdón acaba perdiendo todo interés en ser perdonado. Mi querido Aldán, cuando vi por primera vez esa pintura, me prometí no entrar jamás en esta iglesia. Pero ya ve, he vuelto. Me siento atraído. Me paso aquí todos los días una hora escuchando… ¡Sí, no se ría! Porque, para mí, habla. Yo soy un pecador y tengo mucho de qué arrepentirme… ¡Quién sabe si hasta de crímenes! Pues vengo aquí y escucho la voz que me dice: «La suerte está echada y tú estás condenado». Y siento una gran paz interior. ¡Con decirle que bebo menos…!

Cogió a Juan del brazo y lo arrastró hacia la nave de la Epístola.

—Las drogas deben de ser algo así. Porque, cuando me marcho, empieza el miedo, y de noche, ya no es miedo, es terror. Se me aparece mi difunta y me dice que no volveremos a vernos, y, a veces, doña Mariana me grita desde el infierno que ya tengo sitio a su lado. ¡Espantoso! Y todo por el puñetero cuadro.

Se había arrimado a una pilastra, fuera de la luz.

—Por ahí, la gente quema iglesias. Dios me perdone, pero agradecería que quemasen ésta. Si no, caeré del todo en la trampa del demonio. ¡No sabe usted, querido Aldán, qué dulce es! Llego, me siento, y nada me importa ya. Un hombre como yo debería ahora estar bramando contra esos bárbaros que nos gobiernan. Mi obligación hubiera sido echarme al monte y levantar la santa bandera de la Tradición. A veces lo pienso… Tengo en casa una carabina, y hay media docena de amigos en toda Galicia que me seguirían. Pero, después, vengo aquí, y los bárbaros me importan un pito, y otro tanto la Santa Tradición.

Echó las manos a los brazos de Juan y lo sacudió.

—Usted, que es anarquista, podía quemar la iglesia, o, por lo menos, esas pinturas.

—Yo no quemo iglesias, don Baldomero.

—¡Ya lo sé! Aquí no hay nadie que queme iglesias. El amo lo ha prohibido. No hay más esperanza que vengan de fuera… Y, a propósito, usted, ¿a qué ha venido? ¿Es por lo de su hermana?

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