Hizo una pausa. Germaine había bajado la cabeza y se agarraba las manos sin sosiego. Carlos empezó a pasear. Iba y venía, abría los brazos o los echaba a la espalda, movía las manos o las guardaba en los bolsillos.
—Además, te sentías superior, o quizá sólo lo necesitabas. Seguramente en París hay unas cuantas personas que admiran tu voz, que ven en ti a la futura diva triunfante. Y tu padre también te admira, como admiró a tu madre, que cantaba tan bien como tú. Pero París es muy grande, y cuando atraviesas la plaza del Tertre nadie se vuelve a admirarte, sino, todo lo más, a mirarte, porque eres muy bonita y caminas con majestad. La invitación a cantar en la iglesia te hizo feliz, y el estupor evidente de los que te escucharon, los aplausos, te hicieron sentirte ya como en la ópera la noche de tu triunfo. Tuviste, desde aquel momento, garantizada la admiración de Pueblanueva. La conjuración de monstruos se desvaneció ante el encanto de tu voz. Era muy difícil que entonces te dijese: Has cantado muy bien, pero…
Germaine levantó la cabeza con furia.
—¿Es que no canté bien?
—¡Oh, sí! Maravillosamente. Por eso no podía decirte que no me gusta la ópera, que la encuentro aburrida y falsa, que es un género artístico inferior y que la voz humana, tu hermosa voz de mujer real, la considero digna de un destino mejor que divertir a los que pagan y aplauden. Todo esto te hubiera sorprendido, te hubiera asustado, te hubiera hecho perder la seguridad encantadora con que, hasta hoy, hasta ahora, te has movido entre nosotros. ¿Valía la pena decepcionarte también? ¿Qué más da que me tengas por un artista o por un patán?
Abrió los brazos y los dejó caer.
—Ésta es la verdadera razón de mi engaño. Si es que puede llamarse engaño a lo que no fue más que una ocultación o, como diría un militar, un repliegue. Te pido perdón.
Germaine, ahora, le miraba y movía la cabeza. No, no, no. Carlos se sentó en el brazo de la butaca, dio al cigarrillo apagado una chupada inútil y lo arrojó a las brasas.
—Todo eso me parece innecesario, retorcido. Yo he mentido alguna vez por necesidad, ya lo sabes, porque nuestra vida fue muy dura y había que salir adelante, pero tu mentira es una burla. No puedo perdonarte. Eres malo.
A Carlos le temblaron los párpados, y sus dedos se encogieron rápidamente. Esquivó la mirada de Germaine.
—Quizá.
Ella se acercó, un poco inclinada hacia delante, levantada la voz y conmovida.
—Y no es cierto que lo hayas hecho por cortesía, sino por rabia de que no fuese una pobre muchacha a la que enamorar tocando la
Pavana a una infanta difunta
. Es lo que te hubiera gustado.
—¿Enamorarte?
—Exactamente. No ignoro que mi tía, que no pudo apoderarse de mí en vida, proyectaba hacerlo después de muerta valiéndose de ti. Su testamento no es más que una trampa para que me case contigo.
Carlos castañeteó los dedos.
—Esta Clara, a veces, se va de la lengua. ¡Con un poquito de hipocresía sería perfecta! Hubiera preferido que lo ignorases. Aunque, sabiéndolo, el testamento resulta ya explicable. Tu tía, que despreciaba las leyes, sabía aprovechar la fuerza de las situaciones legales, y quiso hacer de mí tu guardián legítimo. De esa manera, tú y sus bienes estabais a cubierto.
Germaine hizo una mueca de incomprensión.
—Estamos, casi, en 1936 —dijo—. Las personas, al menos en Europa, se casan con quien quieren.
—Tu tía jamás pensó en obligarnos, ni siquiera en sugerirlo. Esperaba que, a estas alturas, se repitiese una situación remota: la de mi padre, enamorado de ella. Lo esperaba, lo deseaba y estaba casi segura de que sucedería. Quizá con eso pretendiera el pago de una deuda que nadie le reclamó, pero a la que se consideraba obligada.
Germaine se encogió de hombros.
—Es un curioso modo de meterse en las vidas ajenas.
Carlos asintió.
—Sí. Porque aunque no nos hayamos enamorado ni estemos dispuestos a casarnos, el caso es que la voluntad de doña Mariana ha influido en las nuestras e incluso ha llegado a transformarlas. La tuya, poniendo condiciones a una herencia; la mía, obligándome a quedarme en Pueblanueva, de donde ya me hubiera ido si no me sintiese en el deber de estar aquí y de hacer cumplir esas condiciones.
Aclaró:
—No me refiero, naturalmente, al matrimonio, que no es una condición, sino una finalidad tácita. No tenemos por qué volver a recordarla.
Germaine quedó un momento pensativa.
—Me he irritado un par de veces, y siento haberlo hecho. No es el mejor camino de llegar a un acuerdo. Porque deseo que lleguemos a un acuerdo.
Arrastró un sillón hasta la chimenea y se sentó. Hizo señal a Carlos de que se acercase.
—Si, como dices, la idea de nuestro matrimonio hace explicable el testamento; si ha sido pensado y redactado así para que nos casemos, al estar de acuerdo, como estamos, en que mi tía se equivocó acerca de lo que había de suceder, ¿no crees que el testamento se convierte en letra muerta?
Carlos la miró con inquietud.
—¿Adónde vas a parar?
—Una de dos: o usas de las facultades que el testamento te concede y lo pones todo en mis manos, por medio de la fórmula legal que sea preciso, o…
Se interrumpió. Carlos seguía observándola. Su pie derecho golpeaba los morrillos de la chimenea.
—… o rechazamos los términos del testamento y nos atenemos al codicilo.
—¡No!
La respuesta de Carlos fue casi un grito.
—¿Te da miedo? —le preguntó Germaine.
—Sí. Lo confieso.
—A mí no. Lógicamente contendrá unas disposiciones parecidas, aunque no condicionadas. Soy la única heredera de mi tía. Espero que en el codicilo sea más generosa contigo, y hasta lo encuentro natural. Si tanto te quería, y admito que te quiso mucho, allí constará claramente lo que consideró justo que pase a tu poder, pero, con la misma claridad, dirá lo que es enteramente mío.
Levantó la cabeza pausadamente. Volvía a sonreír con dureza, como si hubiese triunfado. Cruzó las piernas, bajó la falda y abrió los brazos.
—¿Quién sabe, Carlos? A lo mejor te conviene más poseer un poco que gobernarlo todo. Si de veras eres un artista, el cargo de administrador no es muy conforme con tus verdaderas facultades.
Carlos se sentó también. Sacó la pipa y empezó a jugar con ella. Mantuvo la cabeza inclinada, la mirada en las brasas del hogar.
—Tienes veintiún años, Germaine. Nada hay más torpe que un adolescente que se cree cargado de experiencia.
Se irguió rápido y apuntó a Germaine con la pipa, a guisa de pistola. —Te hago una oferta: todo el dinero que pagaron por las acciones,, más el que pueda quedar en la cuenta corriente, deducidos los gastos previsibles. El resto de la hacienda queda ahí, a mi cargo, hasta que pasen cinco años. Entonces, volvemos a hablar.
—No.
—Es mucho dinero, Germaine, más del que te autorizarán a sacar del país, y más del que necesitarás durante esos cinco años, por mucho que gastes, por grandes que sean tus necesidades. Pasa bastante, según mis cálculos, de medio millón. Si quieres, puedo también enviarte anualmente las rentas de lo que aquí queda.
—No.
—¿Por qué?
—Porque lo quiero todo. Y porque no deseo más relaciones contigo, ni que te sacrifiques administrando lo mío, ni que lo mío esté en tus manos. Me apetece la independencia.
Carlos guardó la pipa y hurgó en las brasas del hogar.
—Está bien. A tus intenciones pasadas unes la antipatía que he sabido ganarme a pulso en los pocos días que duró nuestro trato. No tengo nada que objetar —se levantó—. Diré al padre Eugenio que te acompañe a visitar al notario. Yo no tengo nada que hacer allí, porque yo no rechazo los términos del testamento. Lo haces libremente, conscientemente, porque eres una mujer de experiencia y sabes que tu tía te ha constituido en heredera universal, salvo el pequeño legado que me destine, porque me quería mucho. Son tus palabras.
Se volvió de espaldas, caminó hasta la ventana y estuvo allí unos instantes. Luego regresó.
—Personalmente te deseo la mejor suerte. Cuando tenga noticias de tu triunfo, cuando hayas paseado tu nombre cargado de gloria por los grandes escenarios internacionales, me dolerá el corazón por haber sido, durante unos días, un estorbo en tu camino. Ahora me duele sólo por mi torpeza, por haberme portado de tal modo que te lleves de mí un mal recuerdo. Sin embargo, no olvides que me debes tu primera noche gloriosa y que los primeros aplausos los escuchaste en mi compañía. Esto quizá te haga recordarme alguna vez.
Movió la cabeza, frunció la boca. Su mirada parecía vuelta al interior y hablaba como consigo mismo.
—Estoy adquiriendo ya mentalidad de fracasado. Me las compongo siempre para estropear la vida de los otros sin provecho alguno para mí. Y no lo hago voluntariamente, créeme, sino que es ya una especie de manera inconsciente de conducirme. ¡El daño que le habré hecho a Clara no queriéndolo hacer! Sin embargo…
Se encogió de pronto, como si se hubiera doblado sobre sí mismo, y quedaron sus ojos a la altura de los de Germaine, que le miraba con estupor.
—… Sin embargo, esto ha sido irremediable. Lo comprendí al verte en la estación, el día de tu llegada, cuando sacaste del bolsillo el inhalador y empezaste a usarlo. ¡Floc, floc! ¡Ya ves, un acto inocente, un acto vulgar! En aquel momento adiviné que las cosas entre nosotros no marcharían bien. ¿Por qué no habrás sacado el inhalador media hora más tarde, cuando ya te hubieras metido en mi corazón y todos tus actos me parecieran buenos? Fue un caso imprevisible de mala suerte o, si lo prefieres, de destino adverso. No tuyo, ¿eh?, sino mío. Mi vida está sembrada de actos como ése, pequeñeces que se agigantan en mi fantasía, que cobran significados anormales, que tuercen mi voluntad porque me crean presentimientos o temores irracionales a los que obedezco. Si fuéramos amigos, te contaría que estoy aquí a consecuencia de un sueño. ¡Cómo se reía doña Mariana cuando se lo explicaba! Soñé algo relacionado con esta habitación, con esa puerta, con mi padre, y aquel sueño me sacó de Berlín, de la compañía de una mujer que me facilitaba la vida y me hubiera facilitado también la muerte, y me metió en una danza todavía inacabada, una danza en la que entraste para ser protagonista y de la que vas a salir sin más que un papel secundario. Yo continúo bailando.
Había seguido encogiéndose mientras hablaba, y al terminar quedaba de rodillas. Se levantó de un salto y dijo:
—En fin, para terminar, ¿quieres que toque para ti la
Pavane…
? Es una pieza solemne y muy apropiada al caso.
Germaine se levantó también.
—No, gracias. Es tarde y hay una casa donde me esperan. Lo siento.
Carlos se adelantó a abrir la puerta.
—¡Oh, no lo sientas! No creas que soy un mago y que mi ejecución iba a embrujarte y quizá a retenerte aquí contra tu voluntad. Soy un pianista bastante vulgar, sin el menor poder de encantamiento. Los Churruchaos no somos seductores, salvo tú, con tu voz. Y tu voz no nos pertenece. Por cierto que…
La miró y una ráfaga de temor atravesó sus ojos.
—¿Qué?
—Nada, nada —se hizo a un lado y dejó salir a Germaine—. En esta tierra vemos brujas fácilmente y yo acabo de vislumbrar una, pero está muy lejos todavía.
Durante el almuerzo, don Jaime había pronunciado sólo las palabras indispensables, pero no había dejado de mirar a Germaine: una mirada cargada de asombro y de fatiga, una mirada sin brillo, casi sin vida, como lejana, como obsesionada. Doña Angustias, locuaz, servicial, no lo había advertido. Cayetano, sí, y también había buscado en el rostro de Germaine lo que su padre hallaba o recordaba. Para don Jaime, Germaine era el pasado: Mariana había sido así, la había visto así la primera vez que se habían hablado. Cayetano no le encontraba parecido con la Vieja, salvo en el aire y en la figura.
Tampoco hablaba apenas Cayetano. Doña Angustias había sacado a relucir la vajilla inglesa, los cubiertos de plata, el cristal de Bohemia, los manteles de hilo, y a todo se había referido y todo lo había puesto de relieve por si Germaine, distraída, no advertía su calidad y valor. Hacía la historia de cada cosa y recordaba la ocasión en que Cayetano se la había regalado, si tal santo o tal cumpleaños: porque todo era regalo de Cayetano, y también el comedor de caoba, y el juego de café, que ya lo vería, venido de Dinamarca, y tantas, tantas cosas más, que no podía enumerar, pero que ya tendría ocasión de ver algunas de ellas, al menos.
—No es porque esté delante, pero no hay en el mundo hijo más bueno que el mío. Aunque a usted le hayan dicho que es malo…
—¡Señora, por favor! Nadie me ha dicho nada y ya veo que son ustedes encantadores.
Cayetano aguantaba impávido. A veces sonreía a su madre o a Germaine, a cuya derecha le habían sentado. Le había servido vino un par de veces, instado por su madre… «Sírvele vino, hijo.» Y también le había servido una porción del enorme flan traído por la criada en recipiente de plata. «Una fuente preciosa, ya lo ve usted. Me la trajo de América cuando cumplí sesenta años. Es india, ¿verdad, hijo?»
—No, mamá. Peruana.
—¡Ah, bueno, para mí es lo mismo! Negros los de Cuba, indios todos los demás.
Les sirvieron el café en la salita de estar. Don Jaime quedó rezagado en el comedor y no volvió a comparecer. Doña Angustias se las compuso para sentar a Germaine entre ella y Cayetano. Y cuando la criada dejó sobre la camilla la bandeja con el servicio, repitió las alabanzas a la porcelana de Dinamarca.
—Usted también tiene muchas cosas como éstas, ¿verdad?, y mejores. Por lo que pude ver el otro día… Y la difunta de su tía tenía fama de que su casa estaba llena, como un huevo, de loza antigua y de plata —se inclinó un poco para mirar a Cayetano—: ¡Si vieras, hijo! El salón. es una preciosidad. ¡Aquella lámpara y aquella alfombra! .
—Ya los he visto, mamá, varias veces. El salón, y la lámpara, y la alfombra, y muchas cosas más.
—¿Se lo va a llevar todo? Porque es mucho lo que hay en esa casa.
—No, señora. ¿Cómo lo voy a llevar? No tendría dónde meterlo.
—Pues será una lástima que lo deje aquí. En las casas cerradas los muebles se estropean.
Germaine aclaró:
—Tampoco voy a dejarlo. Pienso venderlo todo.
Doña Angustias no manifestó más que una discreta sorpresa, expresada con un abrir de ojos y una inclinación de la cabeza.