Quedó con los brazos alzados por encima de la cabeza, tensos, y las manos crispadas. El fraile no se había movido, ni le movió el grito final. Poco a poco la tensión de los brazos se fue aflojando, y la del rostro, y los bajó hasta dejarlos caer. El fraile, entonces, se levantó y se acercó a Carlos.
—Muy bien. Y del dinero, ¿en qué han quedado?
Carlos se abrochó la chaqueta y ocultó las manos en los bolsillos.
—Tendrá que ir usted con ella al notario. Quiere que se abra el codicilo.
—Y usted, ¿no va?
—No. Yo ahora estoy conforme con el testamento y le hice una oferta que rechazó. Claro que también puede ir ella sola, o con su padre, pero no me parece conveniente. Es mejor que la acompañe usted por varias razones, entre otras, porque usted es su único paladín.
El padre Eugenio le echó la mano a un hombro y lo atrajo afectuosamente.
—Está usted dolido, Carlos, pero injustamente. Cada cual es como es, y no tenemos derecho a preguntar al cielo por qué no hace a las gentes a la medida de nuestro gusto. Sobre todo, cuando, como en el caso de usted, es el gusto de un esteta incorregible. Porque usted es un esteta y a mí me gustaría que fuese un ser normal capaz de respetar a los demás como son, ya que no puedo hacer de usted un hombre religioso que vea a los demás como criaturas de Dios, como seres en los que Dios palpita y arde. Ahora bien: lo que no debo permitir es que su disgusto influya en el arreglo de la situación de Germaine. Olvide su vulgaridad y ofrézcale una solución justa.
—Esta mañana le propuse entregarle todo el dinero. Casi medio millón’ de pesetas, o quizá más. Y ha dicho que no.
Encogió el torso y bajó la cabeza.
—No lo ha dicho, o al menos a mí, pero supongo que su inmensa vulgaridad le hace creer que me muevo por interés, y usted sabe que no es así.
Volvió a erguirse e hizo frente al fraile.
—Me opongo a que se venda la casa de doña Mariana, a que se vendan sus objetos. Me opongo porque, en conciencia, creo que el dinero ofrecido a Germaine es suficiente para sus necesidades y que no le frustraré la carrera si impido esa venta. Me opongo mientras pueda hacerlo. Ahora bien, si los términos del codicilo la autorizan…
Se encogió de hombros y sonrió.
—Vaya usted con ella, vean al notario. Mañana mejor que pasado. Yo me desentiendo de todo. Y no pierda el tiempo en explicarle que mis motivos son honrados y que, aunque no lo crea, soy un caballero. Su opinión me importa un bledo.
—¿Por qué la desprecia, Carlos?
—¿Yo? ¿Despreciarla yo?
Dio rápidamente la vuelta, corrió a la ventana y se quedó allí. El fraile permaneció quieto unos instantes; luego, sin hacer ruido, abrió la puerta y salió.
Por encima de las colinas, más allá de la ría, caía el sol, y el dorado de su luz se hacía púrpura. La mar se había oscurecido y parecía tranquila. Los árboles del jardín estaban quietos; pero, allá, hacia el Suroeste, asomaban nubes blancas de niebla que resbalaban por las colinas.
—Sí. Mañana va a cambiar el tiempo. Está ahí la niebla.
El
Relojero
hablaba desde la puerta y su mano agitaba un papelito verdoso. Carlos fue hacia él.
—¿Qué pasa ahora?
—Trajeron esto.
Era un telegrama. Carlos lo abrió apresuradamente.
«Lucía muerta. Estoy desconsolado. Llegaremos mañana.»
Y firmaba: «Baldomero».
La sirena del astillero sonó a las cinco y media. Cayetano se hallaba en un extremo de las gradas, bajo la popa: los obreros montaban las hélices. Al sonar la sirena siguieron trabajando. Cayetano les rogó que terminasen la tarea y pasasen luego por la oficina a cobrar un extraordinario. Le dieron las gracias. Llamó a un turno de retén y mandó que trajesen luces, y a un guarda encomendó que fuese a la cantina y encargase vino. El conserje llegó diciendo que la señora le esperaba.
—Dígale que tardaré un poco, que vayan merendando.
Esperó la llegada del vino y bebió un vaso con los trabajadores. Después pasó por la oficina y dio algunas órdenes. Martínez Couto le dijo que la señora había vuelto a preguntar por él.
Entró en su despacho y se encerró por dentro. Se sentó en un sillón, encendió un cigarrillo, que apagó apenas encendido. Tenía la boca seca y la cabeza revuelta. Se levantó, se sirvió un whisky y bebió un trago.
Ardía un buen fuego en la chimenea, llamas largas y fulgurantes de un tronco hecho ascuas: lo golpeó con el hierro y se desprendieron fragmentos rojizos, casi transparentes, que caían en la ceniza y oscurecían. De un costado del tronco brotó, de pronto, una llama más blanca que las otras, como un chorro de fuego, y hacía ruido como si el tronco resoplase por aquella grieta; hasta que se agotó el palito y el chorro quedó reducido a una llamita débil, asumida inmediatamente por las otras. Cayetano, de pronto, dio una patada a los morrillos y los derribó sobre el hogar. Bebió otro trago. Del fuego alborotado ascendían vahos calientes. Apagó las luces y abrió una ventana; vio por la rendija, allá lejos, en medio de un espacio iluminado, el ajetreo de los que montaban las hélices, y sombras que iban y venían alrededor. Llegaba de la mar un aire fresco que sorbió ávidamente. Sonó el timbre del teléfono y lo dejó sonar.
A aquella hora, en aquel instante, estarían reunidas, alrededor de Germaine, las amigas de su madre. Doña Angustias la tendría sentada a su derecha, y le enviaría sonrisas y zalemas, y le recomendaría este bollo o aquel pedazo de bizcocho, los mejores. Seguramente, Germaine habría cantado ya, y su madre, y las señoras, y quizá también las criadas, estarían como bobas y se comunicarían en voz baja su admiración por la francesa. Las veía, casi las oía cuchichear, intercambiar exclamaciones de asombro por lo bonita que era y por lo bien que cantaba.
A su madre y a todas sus invitadas doña Mariana las había despreciado.
Sentía su corazón hundido, pero en calma. Podía pensar fríamente, aceptar la realidad: « La puñetera Vieja me ha vencido. Le quedaba en el mundo esta mema con voz bonita para humillar a mi madre y humillarme a mí». ¡Había dicho, había pensado tantas veces que también Germaine pasaría por su cama, como las otras…! Y aunque después había dejado de decirlo y de pensarlo, aunque incluso había dejado de desearlo, ahora, al ver cómo su madre olvidaba las ofensas y agasajaba a Germaine y reconocía con su conducta la superioridad de aquella muchachuela, el viejo pensamiento renacía y urgía como un deber: urgía, apremiaba en vano, porque la francesa apenas se había fijado en él, porque nada en la conducta de Germaine hacía presumir que pudiera conquistarla y obtener de la conquista el triunfo que lo pacificaría para siempre, que le haría olvidar. ¡Y la había tenido por segura, había llegado a imaginar con qué palabras contaría en el casino los detalles de su victoria!
Cerró de golpe la vidriera. En los paneles brillantes de las paredes bailaba el reflejo de las llamas, y una luz difusa, agradable, llenaba el despacho. Lo atravesó hacia una puertecilla lateral y salió por ella a una escalera. Empezó a subirla, se detuvo, siguió subiendo. Al llegar al pasillo oyó, tras la puerta de la salita de estar, rumor de voces, algunas risas.
En puntillas se acercó a su cuarto, abrió con sigilo, entró y cerró. Sin encender las luces empezó a cambiarse de ropa. Cuando estuvo vestido recordó que había traído consigo el vaso de whisky y lo apuró. Buscó a tientas, en el armario, una gabardina y se la echó al brazo. Alguien caminaba por el pasillo, quizá la criada. Se quedó quieto, hasta que los pasos se alejaron. Entonces salió. Al fondo, detrás de la puerta iluminada, le esperaban. Se sintió tentado de entrar, de sumarse al cortejo de Germaine y hasta de preguntar a su madre si verdaderamente quería que hipotecase los astilleros para comprar los bienes de la Vieja. «Sí, mamá: tenemos que hipotecar nuestro negocio y, además, dejar que la gente pase hambre.» Doña Angustias no lo comprendería nunca y tampoco podría comprender que su hijo, en aquel momento, huyese sin hacer ruido sólo por no estar otra vez delante de la francesa callado como un buen chico.
En el garaje, el chófer charlaba con un guarda-almacenes. Se levantaron al llegar Cayetano.
—¿Qué haces aquí?
El chófer aplastó la colilla del cigarro contra la pared de cemento.
—La señora me mandó esperar. Tengo que llevar a alguien a su casa.
—Cuando te llame, le dices que el coche me lo he llevado yo.
—Sí, señor.
Se metió en el automóvil y abrió el conmutador: el garaje se iluminó. El guarda-almacenes y el chófer abrían la puerta. Cayetano iba a poner el motor en marcha, pero se detuvo. El guarda-almacenes y el chófer, uno a cada lado de la puerta, esperaban su salida. Cayetano apagó los faros y descendió.
—He cambiado de opinión. Cuando hayas terminado, traes el coche al garaje y llenas el depósito. Echa un vistazo al motor, de paso, y luego puedes marcharte.
—¿Saldrá el señor de viaje?
—Quizá.
Olvidaba la gabardina en el automóvil y la recuperó. El guarda-almacenes le ayudó a ponérsela.
—Si alguien pregunta por mí, no me habéis visto.
—¿Aunque sea la señora?
Aunque sea la señora.
La misma orden dio al vigilante de la puerta.
Había caído sobre Pueblanueva una niebla opaca y fría. Los grandes focos que alumbraban allá arriba la entrada del astillero parecían distantes, perdidos en las nubes. Cayetano se subió el cuello de la gabardina, bajó el ala del sombrero y echó a andar pegado a la tapia de la factoría, hacia arriba, hacia el pueblo. Entró por una calleja de casuchas bajas y blancas apenas alumbrada. Tropezó con una mujer que salía de casa. Se apartó.
—¡Bien podía mirar por dónde camina! ¿En qué irá pensando…?
Todavía dijo la mujer algunos denuestos más y explicó a una vecina que ya no se podía salir de noche a la calle, y que los hombres de ahora no tenían educación.
En el ámbito oscuro de la plaza la niebla había espesado. Las torres, los soportales, la balconada del Ayuntamiento, perdían sus perfiles y se fundían en una masa negruzca y húmeda, uniforme, sin relieve. Al entrar Cayetano en la plaza se encendieron las luces y la niebla se animó de resplandores impotentes. Parecía vacía. Las suelas de goma resbalaban en las losas del empedrado.
Se detuvo a encender la pipa y avanzó bajo los soportales. A la puerta de la estación de autobuses un montón de fardos estorbaba el camino. Salió a la plaza y volvió a meterse por el soportal siguiente. La tienda de Clara lanzaba al suelo un rectángulo alargado de luz, un poco alterado en los bordes por la sombra de los géneros colgados en el quicio. Se detuvo ante la puerta, con las manos en los bolsillos y la cabeza levantada. No se veía a nadie. Entró. Clara, más allá del mostrador, cosía. Levantó la cabeza, vio a Cayetano y saltó del asiento.
—¡Satanás en persona!
Cayetano se acercó al mostrador y se apoyó en los codos. Sostenía la pipa entre los dientes, un poco ladeada hacia la izquierda.
—Buenas tardes.
Clara, con brazo enérgico, señaló la salida.
—¡Ya estás largándote a la calle!
—Es una tienda, ¿no? Puedo venir a comprar… o a ver qué tienes.
Clara, erguida, seria, le hacía frente con mirada dura. Dejó caer el brazo y adelantó un paso.
—Pues compra lo que quieras, pero pronto.
—No tengo prisa.
—Entonces, quítate el sombrero. Mis visitas suelen ser bien educadas.
Cayetano dejó el sombrero encima del mostrador.
—Ya está. ¿Y ahora?
—Tú dirás.
—¿No me ofreces asiento?
—No.
Cayetano cruzó los brazos, sonriendo.
—No vengo a comerte.
—No me dejaría.
—Quería ver esto, ¿sabes? Curiosidad por saber qué habías hecho con mi dinero.
Ella se encogió de hombros.
—Con el mismo derecho puedo preguntarte qué has hecho de mi casa.
—No me sirve para nada.
—Ni te obligué a comprarla ni te pedí que la comprases. Más bien fuiste tú quien me obligó a venderla.
—Eso no la hace más útil.
—Pues si esperas un poco, cualquier día te la vuelvo a comprar.
—¿Tanto ganas?
—Me defiendo.
Cayetano golpeó la pipa en la arista del mostrador. Cayeron al suelo cenizas y briznas de tabaco encendidas.
—Pasaba por aquí y se me ocurrió hacerte una visita. Recordaba que la última vez que nos vimos no estuviste muy amable y entré con precauciones.
Clara levantó hasta la cara la mano derecha y miró a Cayetano a través de los dedos abiertos; luego la cerró con fuerza.
—No sé qué tiene que le gustan las bofetadas.
Cayetano quiso agarrársela y Clara la retiró. «¡Quieto!» La mano de Cayetano, sin presa, se movió interrogante.
—Para las caricias, ¿es tan diligente?
—En eso le falta práctica.
—No lo dice la fama.
—¡Si fuéramos a hacer caso de lo que se dice de ti y de mí!
—Luego, ¿no crees en mi reputación?
—Alguna exageración habrá. Como en la mía.
—Somos dos incomprendidos.
—Puede…
Cayetano volvió a acodarse al mostrador y ella se retiró un poco. Metió las manos en los bolsillos del mandil y se apoyó en el anaquel. Cayetano la señalaba.
—Estás muy bien vestida. ¡Quién te lo diría hace un año! Daba pena verte. Parecías…
—Lo que parecía, te lo callas, y no me lo recuerdes.
—Perdona.
—Y dime a qué has venido.
—Ya te lo dije.
—No te creo. Y no quiero que te vean de palique conmigo.
Cayetano se enderezó y buscó tabaco en los bolsillos. Mientras encendía un cigarrillo, dijo a Clara, un poco inclinado el rostro:.
—¿Quieres de verdad saberlo?
—Si no te vas en seguida, sí.
Cayetano arrojó la cerilla a la calle.
—¿Conoces a tu prima?
—No es mi prima.
—Bueno. Sois de la misma camada. La conoces, ¿verdad? Una superferolítica remilgada que dicen que canta bien. Pues le vengo escapando.
Y se me ocurrió pasar a verte.
—¿Para qué?
Cayetano cruzó los brazos y recogió el cigarrillo con la mano derecha.
—¿Quieres venir conmigo a La Coruña? Te convido a cenar y a bailar.
Clara, sin moverse, silabeó la respuesta.
—Estás equivocado.
Él sonrió y echó una bocanada larga; el humo se disolvió en el aire antes de alcanzar a Clara. Cayetano se apretó contra el mostrador.