—No hay nada malo en que aceptes la invitación de un amigo. Y si lo haces por tu reputación —hizo una pausa levísima—, nos citamos a la salida del pueblo y nadie se entera.
—Es que yo no soy tu amiga.
—Bien, pero todo tiene arreglo. ¿Te ofendí una vez? Te pido perdón. Y como tú no me guardas rencor…
Clara le interrumpió.
—Eso es cierto. No te guardo rencor.
—¿Ves? Sin rencor, sin mala voluntad, dos personas como nosotros pueden llegar a mucho.
—¿Llegar a qué?
A ser buenos amigos.
Clara, de pronto, se echó a reír.
—¿Es así como engañas a tus víctimas? ¡Buenos amigos! —se acercó al mostrador, mirando de frente a Cayetano, y golpeó la madera pulida con las palmas de la mano—. Las cosas claras. Vienes a proponerme que me acueste contigo y te digo que no.
Cayetano aguantó la mirada, el cigarrillo entre los dientes y una sonrisa leve, un poco cínica, en las comisuras de los labios.
—¿Soy acaso peor que otros?
—Tendrías que ser mejor que todos.
—No veo razón para que me exijas más.
—Soy la que puede hacerlo, ¿no?
—Es que suelo dar mucho.
—Nunca bastante para mí.
Cayetano, de un movimiento rápido, la sujetó por las muñecas.
—Has dicho que las cosas claras.
Ella no hizo fuerza. Le miró a los ojos y dijo tranquilamente.
—Suéltame.
—¿Gritarás?
—No, porque vas a soltarme.
—¿Y si no lo hago?
—Me darás asco.
Cayetano aflojó la presión de los dedos.
—Estoy acostumbrado a que me tengan miedo; pero eso no me lo había dicho nadie todavía.
—Tampoco te lo diré yo, si me sueltas —Cayetano retiró las manos con parsimonia—. Así es mejor. Y sin insultos.
Las manos de Clara no se apartaron del mostrador. Las juntó, una encima de otra, con seguridad.
—Bien. Ahora, si has terminado ya, márchate. Tengo que cerrar.
—No he empezado todavía —arrojó violentamente al suelo la colilla y la pisoteó—. No he empezado…
—¿Por qué no te atreves? Muy bien. Si quieres, lo hago yo por ti. A ti te pasó algo con la francesa y vienes a que yo pague los platos rotos.
—¿Por qué supones eso?
—Hace ocho meses que he puesto la tienda y no se te ha ocurrido’ venir a ella hasta hoy. Me has visto mil veces sola por ahí y no te acercaste. ¡Qué casualidad! Lo haces la tarde del día en que mi prima, como tú dices, ha comido en tu casa; el día en que todas las comadres de Pueblanueva están haciendo’ cábalas acerca de lo que pasará y de si pasará… ¡Está bien claro, hijo mío! Debieron de salirte mal las cosas cuándo vienes a batir la luna conmigo.
Dio un golpecito a Cayetano en el hombro.
—¿Qué? ¿Te ha dicho que no? ¿O es que tu madre no te permitió insinuarte?
Rió brevemente y golpeó de nuevo el hombro de Cayetano.
—Hazme caso. Ahí pierdes el tiempo. No sé si es una santa o una zorra, pero nosotros no existimos para ella.
—Tú no la quieres bien, ¿verdad?
—Ni mal tampoco. Pero deseo que se vaya cuanto antes.
—¿Te estorba?
Clara se encogió de hombros.
—No me gusta.
—¿Es por Carlos?
—Es por ella, que se me ha atragantado. Y Carlos, también. Y tú, si no pones otra cara y me miras con otros ojos —golpeó el mostrador con el puño cerrado—. No soy una puta, y en este mostrador se vende otra clase de mercancía. Si la francesa te ha soliviantado, a otra puerta, que ésta se cierra a las ocho y no se abre de tapadillo.
Cayetano miró su reloj tranquilamente.
—No son más que las siete y cuarto. Y acabo de descubrir que me gusta hablar contigo.
—Para hablar hay que contar con el gusto de dos.
—¿Y para más cosas que hablar?
—Esas, ni mentarlas.
Cayetano recogió el sombrero.
—Me parece que he perdido el tiempo.
—Menos mal, si lo reconoces.
—No me refiero a éste. Por el contrario, me alegro de haber venido, porque volveré.
—No pasarás de esa puerta.
Cayetano se encasquetó el sombrero y sonrió.
—¿Quién iba a sospechar que Clara Aldán fuese la única mujer digna de doña Mariana? Me encontraba sin pareja desde su muerte. Pero ahora ya sé dónde estás. Volveré mañana. Y no a pelear contigo.
Tendió la mano encima del mostrador.
—Vamos a ser amigos.
Clara cruzó los brazos.
—Entonces, espera a que lo seamos para darme la mano. De momento…
—Está bien. Hasta mañana, Clara.
—Adiós.
El notario les hizo esperar lo indispensable para darse importancia, pero el plumífero que les atendió les había tratado con deferencia, casi con adulación. Les dejó solos en un saloncito cuyas paredes se adornaban de títulos universitarios en marcos de caoba. Germaine se sentó en una butaca tapizada de grandes flores azules sobre gris; el padre Eugenio prefirió llegarse a la ventana y curiosear la calle. Para entretener la espera, encendió un pitillo; pero el notario no le dejó terminarlo: apareció por una puertecita y les invitó a pasar. Tenía las gafas alzadas, sujetas en la frente, y les sonreía con ojos vivos. Hasta que los hubo sentado en un gran tresillo de cuero —Germaine, en el sofá; el padre Eugenio, en un sillón— no dejó de reiterar saludos, plácemes. Mandó al padre Eugenio que tirase el pitillo, que él le daría tabaco habano, y preguntó a Germaine si fumaba, porque también tenía, para esos casos, cigarrillos ingleses. Germaine le respondió que no, sin darle explicaciones. Durante la espera, se había inhalado la garganta un par de veces.
—Pues le aseguro, señorita, que ya me tardaba su visita. Aún ayer, a la hora de cenar, se lo decía a mi mujer. «¿Cómo no habrá aparecido por aquí la sobrina dé doña Mariana? ¿Será que le parece bien el testamento?» Y mi mujer apostó que cualquier día la veríamos llegar. ¡Y no se equivocó, caray! Las mujeres no sé qué tienen que adivinan allí donde nosotros nos equivocamos. Porque bien llegué a creer que usted se conformaba.
Hablaba con voz gruesa, apresurada, y al hablar le temblaba la sotabarba color de rosa, apuntada de pelillos plateados. Alzó las manos ante una posible objeción.
—Y no crean ustedes que hablo de esas cosas con mi mujer faltando al secreto profesional. ¡Nada de eso! Soy una tumba, pero el testamento de doña Mariana lo conoce todo el mundo. Ha dado mucho que hablar. ¿Viene usted dispuesta a rechazarlo?
Germaine, antes de responder, miró al padre Eugenio.
—Sí. Es decir, lo que yo quiero es que se abra el codicilo.
—Naturalmente. Pero antes hay que cumplir ciertas formalidades que se deducen del propio texto del testamento. Usted firma un acta en que lo rechaza. Inmediatamente procederemos a la apertura de ese pliego misterioso. Ante testigos, claro. ¿Conforme?
—Usted sabe mejor que yo lo que hay que hacer.
El notario se levantó.
—Permítame, entonces, que encargue al pasante la redacción del acta. De dos actas, mejor dicho: ésta, y otra en que conste la apertura del sobre y su contenido. Cosa de dos minutos.
Abrió una puerta y habló en voz baja con el plumífero. Volvió a cerrar. Germaine tendía hacia él la mano.
—Es que yo, antes de decidirme, quisiera un consejo.
—¿Un consejo? Particularmente puedo dárselo, aunque eso corresponde más bien a un abogado. Sin embargo, he aconsejado tantas veces a la tía, que me honra la confianza que la sobrina deposita en mí.
Se inclinó en el asiento, hacia delante. Las gafas le habían resbalado de la frente y ahora caían sobre el pecho, sujetas por un cordón negro.
—¿Qué es lo que se le ofrece?
—¿Cree usted que hay algún riesgo en mi determinación?
—¿Un riesgo?
El notario se levantó y empezó a pasear. Llevaba en la mano una estilográfica y golpeaba con ella la palma de la otra mano. Fue y vino, del sillón a la esquina más lejana, dos o tres veces.
—Supongo lógicamente que su determinación obedece a falta de inteligencia con don Carlos Deza. ¿Me equivoco? Pues no me extraña. Doña Mariana Sarmiento fue una mujer extravagante, pero don Carlos Deza es un chiflado. ¿Le han contado a usted el gran negocio que hizo con la venta de las acciones? ¿No? Pues yo se lo diré en pocas palabras. Las ha vendido a Cayetano Salgado cuando una firma de Vigo le ofrecía por ellas justamente doble cantidad. ¿Se hace usted idea?
Dejó de mirar a Germaine y encaró al fraile.
—Un verdadero disparate. ¿Y por qué? ¿Qué razones tuvo para hacerlo?
Chi lo sa?
Aunque no quiera pensar mal, es evidente que ese trato de favor a un sujeto como Cayetano Salgado hace altamente sospechoso al señor Deza, dicho sea con todas las salvedades.
Germaine miró también al padre Eugenio: con asombro, con irritación.
—Yo no sabía esto.
El notario arrastró una silla y se sentó enfrente de ella.
—Es del dominio público: no levanto ninguna calumnia. Así que no me extraña su disconformidad. La daba por descontada. Ahora bien: yo no puedo engañarla. Existe un riesgo.
Su mirada fue de Germaine al fraile; la cara gorda, brillante, seguía a la mirada:
—Tengo sesenta años, y desde hace treinta conozco a doña Mariana Sarmiento. He sido depositario de sus secretos… —sonrió pícaramente; esta vez miró sólo al fraile—, y creo haberla conocido a la perfección. Gran mujer, sí, señor. Inteligente, decidida, valiente. No tuvo miedo a nadie en este mundo. Y buena en el fondo. Pero ¿cómo les diría…? Extravagante, sí, ya lo dije antes.
Empezó a palparse los bolsillos. La estilográfica rodó al suelo. Se levantó, cogió de encima de la mesa una pitillera de plata, sacó un cigarrillo y ofreció otro al fraile.
—Le pido mil perdones, pero no había vuelto a acordarme de mi ofrecimiento. Están liados ya, y el tabaco es habano: me lo envía un hermano que es allí propietario de un ingenio. ¡Tipo inteligente! ¡Con decirle que aguantó el
crack
sin vender y que ha rehecho su fortuna…!
En un retrato colgado en la pared aparecía un sujeto de buena planta, a caballo, con un guajiro que le llevaba de las riendas.
—Ése es. ¡Gran tipo! Soltero, sultán y dueño de un fortunón —guiñó un ojo—. No tiene más herederos legales que mis hijos.
Fray Eugenio esperaba con el cigarrillo apagado. El notario le pasó las cerillas.
—Pues, como le decía… Doña Mariana era una mujer de voluntad. Una mañana llegó, se sentó en ese sofá, ahí mismo, en el lugar que usted ocupa, y me dijo: «Federico, rompe mi testamento y hazme otro conforme a esas instrucciones (las traía en un papel); pero de tal modo que no pueda deshacerlo nadie más que yo». «Pero, señora —le pregunté—, ¿cómo va a deshacerlo después de muerta?» Entonces sacó del bolso un sobre y lo echó encima de la mesa. «Lo que va en este sobre puede deshacer el testamento.» «¡Ah! —le respondí—, la existencia de un sobre secreto obliga a una redacción especialísima.» «Muy bien. Tú sabrás lo que hay que hacer. El sobre, que lo lacren aquí mismo, delante de mí, y mételo en caja fuerte, también delante de mí. No quiero que nadie sepa su contenido ni pueda saberlo.» Bueno. Lacraron el sobre y ella misma lo selló con su sello, una sortija que no se ponía nunca, pero que siempre llevaba en el bolso, con las armas de los Sarmiento y de los Moscoso. Por cierto que…
Se levantó de un salto, abrió una puerta de madera que ocultaba la de una caja fuerte. Hurgó en el interior y regresó con un sobre grande, lacrado. Mientras, el padre Eugenio preguntó a Germaine si se aburría, y Germaine contestó que sí.
—Éste es. Si se fija usted, señorita, en ese cuartel, ése que yo señalo con la estilográfica, verá una especie de águila con las alas cortadas. Son las armas de los Aguiar. Pues bien: mi abuela materna se llamaba Aguiar de segundo apellido, Rodríguez y Aguiar. Una vez dije a su señora tía que éramos parientes. ¿Y sabe usted qué me respondió? «Vete a paseo, Federico. Mis parientes los escojo yo.»
Germaine se había apoderado del sobre, lo apretaba contra el pecho, sus dedos acariciaban los goterones de lacre rojo, aplastados.
—¿Lo abrimos?
—Espere. Falta el acta, y falta también el consejo. El acta la traerán en seguida. Lo malo es el consejo.
El notario, al hablar de pie, tenía una especie de tic: alzaba la mano izquierda, con el puño cerrado y el índice extendido, la mantenía unos instantes a la altura del hombro, y la bajaba luego.
—¿Qué habrá escrito su tía en ese sobre? No puedo ocultarle mi desazón. Parece lógico que le entregue la herencia limpia de condiciones. Pero ¿y si no es así? Le doy mi palabra de honor de que no tengo la menor pista que me permita dar seguridades. Hay que entregarse a la suerte, y, en este caso, la suerte estuvo en manos de una dama un poco extravagante, sobre todo en sus afectos. ¿Quién le dice que este sobre no es una bomba de espoleta retardada?
A Germaine le temblaban las manos.
—Entonces, ¿no lo abrimos?
—¡Ah, eso, allá usted! Pero, señorita, si vino decidida a hacerlo, hágalo, aunque no bajo mi responsabilidad. No puedo aconsejarla.
La mirada de Germaine, incomprensiva, iba del notario al fraile.
—¡Dios mío!
Entonces el padre Eugenio alargó una mano y detuvo el nuevo párrafoprevisto por el notario. Éste se limitó a decir:
—¿Va a hablar usted? Me parece bien. Usted también es un Churruchao, ¿verdad? Lo pensé nada más verle: «Este fraile pelirrojo no puede ser más que un Churruchao. Y así, en concepto de pariente, acompaña a esta señorita». Diga, padre.
—Quizá si usted conociera todos los detalles de la situación pudiera aconsejar. Esta señorita rechaza los términos del testamento porque no quiere quedarse en Pueblanueva cinco años, sino venderlo todo y regresar a su país. Don Carlos Deza no está conforme, pero se aviene a una transacción: él entrega ahora mismo a la señorita el dinero contante y sonante, y el resto de la herencia queda ahí, en espera de que ella cambie de idea o de que transcurra el tiempo y entre en plena posesión de sus bienes.
El notario se puso las gafas y se las quitó inmediatamente.
—¿Es mucho el dinero?
—Alrededor de medio millón.
—Pudo ser el doble si las acciones se hubieran vendido bien, pero eso no tiene remedio, ni hay manera legal de pedir cuentas a don Carlos —se plantó ante Germaine, erguido, los brazos caídos y las palmas abiertas—. Pues yo aceptaría. Medio millón. Es una bonita suma. Al tres por ciento, mil,quinientas pesetas al mes, más o menos. Se le puede sacar más.