—¿Tienen idea de cuál pudo ser el móvil?
La rauda respuesta de Gabriel pareció interrumpir a Laine, que había abierto la boca para decir algo.
—No, ninguna, salvo la repetida envidia habitual. A la gente siempre le ha molestado que sea nuestra familia la que tenga esta finca y, a lo largo de los años, hemos sufrido bastantes ataques de borrachos y gente así. Esto habrá sido una inocente gamberrada de muchachos, y en eso se habría quedado si mi esposa no hubiese insistido en que la policía debía tener conocimiento de ello.
Le dedicó una mirada displicente a Laine que, por primera vez durante la conversación, dio muestras de tener algo de sangre en las venas e, indignada, se la devolvió.
Ese acto de rebelión pareció encender en ella una chispa, pues, sin mirar siquiera a su esposo, le dijo a Patrik con total tranquilidad:
—En mi opinión, deberían mantener una conversación con Robert y Johan Hult, los sobrinos de mi marido, y preguntarles dónde estuvieron ayer noche.
—Laine, eso es totalmente innecesario.
—Tú no estabas aquí, así que no sabes lo horrible que es que te lancen dos piedras por la ventana y que caigan a un metro de ti. Podían haberme dado. ¡Y sabes tan bien como yo que fueron esos dos idiotas!
—¡Laine! Habíamos acordado que… —se dirigió a ella con la cara y las mandíbulas en tensión.
—¡
Tú
lo acordaste! —Sin prestarle más atención, se volvió a Patrik, envalentonada por su inusual alarde de valor—: Ya digo que no los vi, pero podría jurar que eran Johan y Robert. Su madre, Solveig, estuvo aquí horas antes, el mismo día, y se condujo de un modo muy desagradable. Además, esos dos muchachos son dos manzanas podridas, así que… Bueno, ya lo saben ustedes porque han tenido más de un asunto con ellos.
La mujer gesticulaba mirando a Patrik y a Gösta, que no pudo más que asentir. Era cierto que, con regularidad alarmante, habían tenido que vérselas con los celebérrimos hermanos Hult desde que no eran más que unos adolescentes con acné.
Laine se volvió con mirada retadora hacia Gabriel, como para comprobar si se atrevía a contradecirla, pero él se encogió de hombros resignado, en un gesto que indicaba que se lavaba las manos.
—¿Cuál fue la causa de la disputa con la madre de los muchachos? —quiso saber Patrik.
—No es que esa mujer necesite muchos motivos para buscar pelea, siempre nos ha odiado, pero lo que la hizo perder los papeles ayer fue la noticia de que la policía había encontrado los esqueletos de aquellas dos muchachas en Kungsklyftan. Con su limitada inteligencia, creyó que eso probaba que Johannes, su marido, había sido acusado a pesar de ser inocente y culpaba de ello a Gabriel.
Su indignación iba en aumento y hablaba señalando con la mano a su marido, cuya mente, por otro lado, parecía haberse abstraído ya de la conversación.
—Sí, bueno. El caso es que yo estuve revisando los archivos relativos a la desaparición de las chicas y leí en ellos que usted denunció a su hermano ante la policía como sospechoso. ¿Podría decirme algo más al respecto?
El rostro de Gabriel se contrajo de forma apenas perceptible, una mínima evidencia de que la pregunta lo incomodaba, pero su voz se oyó sosegada cuando contestó:
—De eso hace muchos, muchos años. Pero si lo que quiere saber es si mantengo que vi a mi hermano en compañía de Siv Lantin, la respuesta es sí. Yo volvía en coche del hospital de Uddevalla, de ver a mi hijo, que estaba enfermo de leucemia. Por el camino hacia Bräcke, me crucé con el coche de mi hermano. Pensé que era un tanto extraño que anduviese fuera de casa a aquellas horas de la noche, así que me fijé y, entonces, vi a la chica en el asiento del acompañante, con la cabeza apoyada en el hombro de mi hermano. Parecía estar dormida.
—¿Cómo sabía que era Siv Lantin?
—No lo sabía. Pero, en cuanto vi la fotografía en el periódico, la reconocí enseguida. Sin embargo, me gustaría señalar que yo nunca dije que mi hermano las hubiese matado ni lo acusé de asesino, que es la versión que le gusta dar a la gente del pueblo. Lo único que hice fue dar cuenta de que lo vi con la joven, porque consideré que era mi deber de ciudadano. No tuvo nada que ver con el supuesto conflicto que existiese entre nosotros ni fue por venganza, como han afirmado algunos. Conté lo que vi y dejé la interpretación e investigación de mi testimonio a la policía. Es evidente que nunca encontraron la menor prueba contra Johannes, de modo que la discusión es, a mi entender, absurda.
—Pero ¿qué creía usted? —Patrik miraba a Gabriel lleno de curiosidad. Le costaba comprender que alguien fuese tan concienzudo con sus deberes civiles como para comprometer a su propio hermano.
—Yo no creo nada, simplemente me atengo a los hechos.
—Pero conocía a su hermano, ¿no? ¿Cree que habría sido capaz de asesinar?
—Mi hermano y yo no teníamos mucho en común. Éramos tan distintos que a veces me preguntaba si tendríamos los mismos genes. Me pregunta si yo creo que fuese capaz de matar a alguien… —Gabriel se encogió de hombros—. No lo sé, no lo conocía tan bien como para poder responder a esa pregunta. Y, además, a la luz de los últimos acontecimientos, parece superflua, ¿no cree?
Con esas palabras dio a entender que, para él, había terminado la conversación, así que se levantó del sillón. Patrik y Gösta comprendieron el gesto, nada sutil por otro lado, y se despidieron dando las gracias.
—¿Qué me dices? ¿Nos acercamos a tener una charla con los chicos sobre lo que estuvieron haciendo ayer noche?
Se trataba de una pregunta retórica, pues Patrik ya había puesto rumbo a la casa de Johan y Robert sin aguardar respuesta por parte de Gösta. Lo irritaba la apatía de que su colega había hecho gala durante el interrogatorio. ¿Qué hacía falta para infundir algo de vida en aquel viejo carcamal? Cierto que no le quedaba mucho para la jubilación, pero aún estaba en activo, caramba, y se esperaba de él que cumpliese con su obligación.
—Bueno, dime, ¿qué opinas tú de todo esto? —le preguntó Patrik, a todas luces irritado.
—Que no sé qué opción es peor: o bien tenemos a un asesino que ha matado a tres jóvenes en veinte años y no tenemos ni idea de quién es, o de verdad fue Johannes Hult quien torturó y mató a Siv y a Mona, y ahora hay otro que lo está copiando. En el primer caso, tal vez deberíamos echarle una ojeada a los archivos de prisiones por si hay alguien que haya estado encerrado desde que Siv y Mona desaparecieron, hasta el asesinato de la joven alemana. Eso explicaría el largo lapso transcurrido —Gösta hablaba como para sí y Patrik lo miró asombrado. Al parecer, el viejo no estaba tan sumido en el limbo como él pensaba.
—Pues no debe de ser muy difícil comprobarlo. En Suecia no hay tanta gente que haya estado encerrada durante veinte años. ¿Lo compruebas tú cuando lleguemos a la comisaría?
Gösta asintió y, a partir de ahí, volvió a guardar silencio y se dedicó a mirar por la ventanilla.
La carretera que conducía hasta la vieja cabaña del guardabosques iba empeorando cada vez más, aunque el trayecto que separaba la residencia de Gabriel y Laine de la casa de Solveig y sus hijos era bastante corto. A pesar de todo, teniendo en cuenta el estado de la carretera, el viaje resultaba mucho más largo. El terreno que rodeaba la casa parecía un desguace. En efecto, había allí tres coches destrozados y en distinto grado de descomposición, como si aquel fuese el lugar apropiado para desecharlos, además de otros muchos residuos de diversa índole. Los miembros de aquella familia eran auténticas ratas de almacén y Patrik sospechaba que, si hacían un registro somero, encontrarían también algunos de los objetos robados en las casas de veraneo de la zona. Pero no era ese el motivo que los había llevado allí. Tenían que elegir qué cartas jugar.
Robert salió de un cobertizo donde había estado trasteando con uno de los coches desvencijados. Llevaba un mono mugriento de color gris muy desgastado, tenía las manos cubiertas de grasa y se notaba que se las había pasado por la cara, también llena de manchas grasientas. Se las fue limpiando en un paño mientras se acercaba adonde ellos se encontraban.
—A ver, ¿qué queréis? Si pensáis hacer un registro, quiero ver los papeles antes de que toquéis nada —les habló con familiaridad, y con razón, pues habían tenido muchos encuentros a lo largo de los años.
Patrik alzó las manos para tranquilizarlo.
—Tómatelo con calma. No hemos venido a buscar nada. Sólo queremos hablar.
Robert los miró con suspicacia, pero terminó por asentir.
—Y también queremos hablar con tu hermano. ¿Está en casa?
Robert volvió a asentir, aunque con disgusto, y se volvió gritando hacia la casa:
—Johan, ha venido la poli, quieren hablar con nosotros.
—¿No podríamos entrar y sentarnos un rato?
Patrik se encaminó a la puerta sin esperar respuesta, con Gösta pisándole los talones. A Robert no le quedó más opción que seguirlos. No se molestó en quitarse el mono ni en lavarse las manos. Y, después de haber hecho allí varias redadas al alba, Patrik sabía que tampoco había razón alguna para que lo hiciese. La suciedad se acumulaba en todos los rincones de aquel lugar. Seguramente, hacía muchos años, la casa donde vivían, aunque pequeña, era un sitio acogedor, pero tras lustros de desidia, todo parecía estar a punto de venirse abajo. Los papeles pintados de las paredes eran de un triste color marrón, con algunos cantos sueltos y un montón de manchas y, además de la mugre, todo parecía estar cubierto de una fina membrana grasienta.
Los dos policías saludaron con un gesto a Solveig, que estaba sentada ante la desvencijada mesa de la cocina, totalmente inmersa en sus álbumes. El cabello oscuro y greñudo le caía sobre los hombros y cuando, con un ademán nervioso, fue a apartarse el flequillo de los ojos, vieron brillar la grasa de los dedos. En un acto reflejo, Patrik se limpió las manos en el pantalón antes de sentarse con cuidado en el borde de una de las sillas. Johan salió de una de las habitaciones contiguas y fue a acomodarse a regañadientes al lado de su hermano, en el sofá de la cocina. Al verlos allí sentados, uno junto al otro, Patrik comprobó lo mucho que se parecían. La antigua belleza de Solveig pervivía como un eco en los rostros de sus hijos. Según había oído, Johannes también había sido un hombre apuesto y, si sus hijos llegaban a enmendarse, tampoco estarían nada mal. Por ahora, empañaba sus personas un halo de veleidad que inspiraba una sensación un tanto escurridiza; de falta de honradez, diría Patrik, si es que un rostro podía ser deshonesto: ese sería el modo de describirlo, por lo menos en relación al de Robert. Con respecto a Johan, Patrik aún tenía cierta esperanza. En las ocasiones en que se había visto con él, siempre por cuestiones de trabajo, el hermano menor le había causado la impresión de ser menos recalcitrante. A veces había creído intuir en él una especie de ambivalencia, como si vacilara sobre el camino que había elegido en su vida, como si sólo estuviese siguiendo la estela de Robert. Lástima que éste ejerciese sobre él tal influencia, de lo contrario Johan habría podido llevar una vida muy distinta. Pero así estaban las cosas.
—¿Qué demonios pasa? —preguntó Johan, tan visiblemente molesto como su hermano.
—Pues queríamos saber qué estuvisteis haciendo anoche. No iríais, por casualidad, a la casa de vuestros tíos para divertiros un poco tirando piedras a sus ventanas, ¿verdad?
Los dos hermanos cruzaron una fugaz mirada cómplice que enseguida quedó oculta bajo una máscara del más absoluto desconocimiento al respecto.
—No, ¿por qué íbamos a hacer algo así? Ayer estuvimos aquí todo el día, ¿no es cierto, mamá?
Ambos miraron a su madre, que asintió sin decir nada. Había cerrado los álbumes por un momento y escuchaba atenta la conversación entre sus hijos y la policía.
—Sí, aquí estuvieron los dos. Estuvimos viendo la tele juntos. Una agradable velada familiar.
La mujer ni siquiera se molestó en disimular la ironía.
—¿Y no salieron ni un rato? ¿Sobre las diez más o menos?
—No, no salieron ni un minuto. Ni siquiera fueron al lavabo, que yo recuerde. —Solveig persistía en el tono burlón y sus hijos no pudieron contener la risa—. Vaya, así que alguien les destrozó unas ventanas ayer. Estarían todos muertos de miedo, ¿no? —La risa se convirtió en una expresión de auténtica burla.
—Bueno, no, sólo a vuestra tía, la verdad. Gabriel estaba fuera, así que ella era la única que se encontraba en la casa.
La decepción se leía en sus semblantes. Al parecer, habían ido allí con la esperanza de asustarlos a los dos y no contaban con que Gabriel no estuviese.
—Solveig, tengo entendido que tú también les hiciste ayer una breve visita en la finca y que los amenazaste. ¿Qué tienes que decir a eso?
Fue Gösta quien preguntó y tanto Patrik como los hermanos Hult lo miraron atónitos.
Ella soltó una risa sarcástica.
—Vaya, ¿te dijeron que los había amenazado? Puede, pero no les dije nada que no mereciesen. Fue Gabriel quien acusó a mi marido de ser un asesino. Él fue quien le quitó la vida, igual que si le hubiese puesto la cuerda al cuello con sus propias manos.
Al oír mencionar cómo murió su padre, el rostro de Robert se contrajo ligeramente y Patrik recordó enseguida haber leído que fue él quien lo encontró después de que se hubiese colgado.
Solveig continuó con su perorata.
—Gabriel siempre había odiado a Johannes. Le tenía envidia desde que eran niños. Johannes era su cara opuesta, y él lo sabía. Ephraim siempre favoreció a Johannes y lo comprendo. Cierto que uno no debe hacer diferencias entre sus hijos —dijo señalando a los chicos que estaban sentados a su lado, en el sofá—, pero Gabriel era frío como un pez, mientras que Johannes rebosaba vida. Yo sé lo que digo porque estuve prometida primero con uno y después con el otro. A Gabriel no había forma humana de excitarlo; siempre era condenadamente correcto porque había que esperar a estar casados, decía. Me sacaba de quicio. Después llegó su hermano y empezó a rondarme y aquello ya era una cosa muy distinta. Sus manos eran capaces de estar en todas partes al mismo tiempo, él sí sabía encenderte con una simple mirada…
Rompió a reír a carcajadas, con la mirada perdida, como si estuviese reviviendo sus ardientes noches de juventud.
—¡Joder!, cállate ya, mamá.
Un gesto de repugnancia asomó al rostro de sus hijos. Al parecer, no deseaban oír los detalles del pasado amoroso de su madre. Patrik recreó en su mente la figura de Solveig desnuda, retorciendo de placer su grasienta anatomía y cerró los ojos para deshacerse de la imagen.