Los gritos del pasado (19 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: Los gritos del pasado
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—Así que cuando me enteré de lo de la chica que habían encontrado muerta y que también habían hallado los esqueletos de Siv y Mona, fui a verlos para decirles la verdad a la cara. Por pura envidia y por maldad, destruyó la vida de Johannes, la mía y la de mis hijos, pero ahora la gente tendrá que enfrentarse por fin a la verdad. ¡Ahora tendrán que avergonzarse cuando comprendan que prestaron oídos al hermano equivocado y espero que Gabriel arda en el infierno por sus pecados!

Solveig había empezado a enardecerse hasta los límites del día anterior en casa de Gabriel y su hijo Johan le puso la mano en el brazo para calmarla, pero también para prevenirla.

—En fin, sean cuales fueran los motivos, no está bien ir por ahí amenazando a la gente. Ni tampoco está permitido arrojar piedras contra las ventanas.

Patrik señaló a Robert y a Johan, para dejar claro que ni por un instante se había creído el testimonio de su madre, de que hubiesen estado en casa viendo la televisión. Ahora sabían que él estaba al corriente de todo y que les advertía de que pensaba tenerlos vigilados. Los dos muchachos mascullaron una respuesta apenas inteligible. Solveig, por su parte, pareció ignorar el aviso de Patrik, con las mejillas aún encendidas por la agitación.

—¡Por cierto, Gabriel no es el único que debería sentirse avergonzado! ¿Cuándo nos va a pedir perdón la policía, eh? ¡Cómo entrasteis a saco revolviéndolo todo y os llevasteis a Johannes en el coche policial para interrogarlo! También vosotros pusisteis vuestro granito de arena para obligarlo a buscar la muerte. ¿No es hora ya de que pidáis perdón?

Por segunda vez, fue Gösta quien tomó la palabra:

—Hasta que no hayamos aclarado por completo lo que sucedió con las tres chiquillas, aquí nadie va a disculparse por nada. Y hasta que le veamos el fin a este asunto, Solveig, quiero que te comportes como es debido.

La firmeza de su voz parecía originarse en un lugar recóndito y desconocido.

Ya en el coche, Patrik le preguntó, todavía sorprendido:

—¿Acaso os conocéis Solveig y tú?

Gösta lanzó un gruñido.

—Bueno, lo que se dice conocer… Tiene la misma edad que mi hermano menor y andaba mucho por mi casa cuando éramos niños. Después, cuando ya éramos adolescentes, todos conocían a Solveig. Era la muchacha más bonita del pueblo, para que lo sepas, aunque parezca mentira con el aspecto que tiene ahora. Sí, es una verdadera lástima que les fuese tan mal en la vida a ella y a los chicos —se lamentó meneando la cabeza con aire compungido—. Y ni siquiera puedo asegurarle que tiene razón y que Johannes murió sin culpa. ¡Si es que no sabemos nada, caramba!

Se golpeó el muslo con el puño, víctima de la frustración. Patrik pensó que aquello era como ver a un oso despertarse de un prolongado letargo.

—¿Comprobarás el registro de prisiones cuando lleguemos?

—¡Que sí, hombre, que ya he dicho que sí! No soy tan viejo como para no enterarme de las instrucciones a la primera. Mira que tener que recibir órdenes de un mocoso que apenas ha salido del cascarón… —Gösta se dio la vuelta y se puso a mirar por la ventanilla con aire sombrío.

Desde luego, aún les quedaba mucho camino por recorrer, se dijo Patrik agotado.

E
l sábado, Erica empezó a notar que tenía ganas de tener a Patrik en casa otra vez. Le había prometido que tendría libre el fin de semana, así que habían salido en su barca y ahora navegaban rumbo a las rocas. Habían tenido la suerte de encontrar un barco casi idéntico al de Tore, el padre de Erica. Era el único tipo de embarcación que a ella le apetecía tener. Nunca le había entusiasmado la vela, pese a que había seguido un par de cursos en la escuela correspondiente, y, claro, una lancha de motor navegaba más rápido. Pero, por otro lado, ¿para qué tanta prisa?

El sonido del motor del bote era, para ella, el de la infancia. De pequeña solía quedarse dormida en la cálida cubierta de madera, con el monótono ronroneo de fondo. Por lo general, prefería subir y sentarse en la proa elevada del barco, ante las ventanillas, pero en su actual estado, poco grácil, no se atrevía a intentarlo, así que se acomodó en uno de los bancos que estaban al abrigo de los cristales. Patrik llevaba el timón, con el cabello castaño al viento y el rostro iluminado por una sonrisa. Habían salido temprano para adelantarse a los demás turistas y, a aquellas horas, el aire era limpio y fresco. El agua del mar salpicaba el barco a cada vaivén y Erica podía sentir el sabor salado del aire que respiraba. Le resultaba difícil imaginar que, en su vientre, llevaba a una personita que, seguramente dentro de dos años, estaría sentada junto a Patrik en la popa, enfundada en un amplio chaleco salvavidas de color naranja con un gran cuello, igual que ella había acompañado a su padre tantas veces.

Al caer en la cuenta de que su padre jamás conocería a su nieto, notó que se le empañaban los ojos. Tampoco su madre, pero, puesto que ella nunca se había preocupado demasiado por sus hijas, no creía que un nieto le despertase ningún sentimiento especial. Además, recordaba que siempre se había conducido con rigidez y poca naturalidad con los hijos de Anna y cómo apenas los abrazaba cuando la situación lo requería y el entorno parecía exigírselo. La amargura la desbordó, pero tragó saliva para reducirla. En sus peores momentos, la atemorizaba pensar que la maternidad resultase una carga para ella igual que lo había sido para Elsy; que, de repente, se convirtiese en una madre fría e inaccesible. La parte lógica de su cerebro le decía que era ridículo pensar así, pero el miedo no seguía los dictados de la lógica y la acechaba de todos modos. Por otro lado, Anna se comportaba como una madre cálida y amorosa con sus hijos, Emma y Adrian, así que, ¿por qué no había de serlo ella también?, se decía en un intento de tranquilizarse. Al menos ella había elegido al padre adecuado para su hijo, constató observando a Patrik. La calma y la confianza que él emanaba compensaban su desasosiego como nadie lo había logrado hasta entonces. Patrik iba a ser un padre excelente.

Subieron a tierra en una pequeña cala recoleta, sobre cuyas lisas rocas extendieron las toallas. Aquello era algo que echaba de menos cuando vivía en Estocolmo. El archipiélago era allí muy distinto, con todo ese bosque, y, en cierto modo, le resultaba más bien excesivo, avasallador. «Un archipiélago abigarrado» solían llamarlo los habitantes de la costa oeste con un deje de desprecio. El de allí resultaba limpio en su sencillez: el granito rosa y gris reflejaba el resplandor de las aguas y se oponía con sobrecogedora belleza al limpio cielo sin nubes; las florecillas que crecían en las grietas de las rocas eran la única flora y, en aquel ambiente tan sobrio, la hermosura de las islas se realzaba sin reservas. Erica cerró los ojos y sintió cómo iba cayendo en una dulce somnolencia, al arrullo del sonido refrescante del agua y del discreto vaivén del bote allí varado.

Cuando Patrik la despertó dulcemente, no sabía dónde se encontraba. La intensa luz del sol la cegó unos segundos, al abrir los ojos, y Patrik no era más que una oscura sombra que, poco a poco, fue perfilándose ante su vista. Cuando se orientó, se dio cuenta de que llevaba casi dos horas durmiendo y que tenía unas ganas enormes de comer algo de lo que habían preparado para la excursión.

Se sirvieron el café del termo en dos grandes tazones y lo acompañaron de unos bollos de canela. En ningún lugar sabía tan bien una merienda como en una isla y ambos disfrutaron a lo grande. Erica no pudo contenerse y sacó a relucir el tema prohibido entre ellos.

—Dime, ¿qué tal va el caso?

—Más o menos. Un paso adelante, dos pasos atrás.

Patrik contestó con parquedad. Era evidente que no quería que el mal rollo de su profesión invadiese aquella soleada calma. Pero la curiosidad pudo con ella y no logró dominar sus ganas de averiguar un poco más.

—¿Os sirvieron los artículos que encontré? ¿Creéis que todo esto tiene algo que ver con la familia Hult? ¿O tal vez fue que Johannes Hult tuvo mala suerte y se vio involucrado…?

Patrik lanzó un suspiro con el cuenco entre las manos.

—Ojalá lo supiera. La familia Hult al completo parece un avispero y, la verdad, preferiría no tener que andar hurgando en sus relaciones internas. Pero hay algo en ellos que no acaba de gustarme, no sé si tiene o no que ver con los asesinatos. Tal vez es sólo la idea de que la policía probablemente contribuyó a que un inocente se quitase la vida lo que me hace conservar la esperanza de que no nos estemos equivocando. El testimonio de Gabriel fue, pese a todo, lo único sensato sobre lo que basarse cuando las dos muchachas desaparecieron. Aunque no podemos centrarnos sólo en ellas, tenemos que trabajar con amplitud de miras. —Patrik hizo una pausa de unos segundos, antes de continuar—: Pero prefiero no hablar de ello. En estos momentos lo que necesito es precisamente desconectar de todo lo relacionado con los asesinatos y pensar en algo muy distinto.

Ella asintió comprensiva.

—Te prometo que no volveré a preguntarte. ¿Quieres otro bollo?

No se lo despreció y, tras un par de horas leyendo al sol en la isla, vieron que era el momento de volver a casa y prepararse para la llegada de sus huéspedes. En el último minuto decidieron invitar también al padre de Patrik y a su mujer, así que, además de los niños, tendrían que proveer de carne a la parrilla a ocho adultos.

G
abriel se ponía nervioso cuando llegaba el fin de semana y se suponía que no debía trabajar, sino relajarse y descansar. El problema era que, si no trabajaba, no sabía qué hacer. El trabajo era su vida. No tenía ninguna afición, ni le gustaba salir con su mujer, y los hijos ya habían volado del nido, aunque el estatus de Linda aún era discutible. En consecuencia, lo que solía hacer era encerrarse en el despacho y zambullirse en sus libros contables. Las cifras eran lo que mejor se le daba en la vida. A diferencia de lo que les ocurría a las personas, tan irracionales y con esa molesta propensión a lo emocional, las cifras seguían unas reglas concretas. Siempre podía confiar en ellas y, en su mundo, se sentía cómodo. No era preciso ser un genio para comprender de dónde procedía ese anhelo suyo por el orden, Gabriel ya lo había achacado hacía tiempo a su caótica niñez. Sin embargo, no creía en la necesidad de ponerle remedio. Funcionaba bien y le había sido de utilidad, de modo que el origen de ese anhelo tenía poca importancia, por no decir ninguna.

Los años que pasó recorriendo caminos con el
Predicador
configuraban una época en la que intentaba no pensar. No obstante, cuando recordaba su niñez, siempre aparecía esa imagen de su padre: un personaje sin rostro, aterrador, que llenaba sus días de gente que gritaba o murmuraba histéricamente; hombres y mujeres que intentaban tocarlo a él y a su hermano Johannes, que los atrapaban con manos como garras con el fin de procurarse alivio para el dolor físico o psíquico que los atormentaba, que creían que él y su hermano tenían la respuesta a sus plegarias, que eran un canal directo de comunicación con Dios.

A Johannes le gustaron aquellos años. Disfrutaba con el protagonismo y se colocaba de buen grado bajo los focos. En alguna ocasión, por la noche, cuando ya se habían acostado, Gabriel lo sorprendió mirándose fascinado las manos, como para ver de dónde procedían en realidad todos aquellos sorprendentes milagros.

Y mientras que Gabriel experimentó una enorme gratitud cuando su don desapareció, Johannes cayó en la desesperación. No estaba dispuesto a reconciliarse con la realidad de ser un niño normal, sin ningún don especial, igual que cualquier otro. Johannes lloró y le rogó al
Predicador
que le ayudase a recuperar su facultad, pero su padre les explicó sin más que aquella vida se había terminado, que otros tomarían el relevo y que los caminos del Señor eran inescrutables.

Cuando se mudaron a la finca, cerca de Fjällbacka, el
Predicador
se convirtió para Gabriel en Ephraim, no en su padre, y desde el primer momento supo que amaba aquella nueva vida. No porque la relación con su padre se estrechase, ya que Johannes siempre había sido el favorito y así continuaron las cosas, sino porque, por fin, había encontrado un hogar: un lugar en el que quedarse y a partir del cual ordenar su existencia, un horario por el cual guiarse, unos plazos que respetar y una escuela a la que ir. Asimismo, amaba la finca y soñaba con llegar a regentarla él solo un día, según su propio criterio. Sabía que sería mejor administrador que Ephraim y que Johannes, y por las noches rogaba para que su padre no cometiese la tontería de dejarle la finca a su hijo favorito cuando fuesen mayores. A él no le importaba lo más mínimo que el padre le diese a Johannes todo su amor y que le prestase toda su atención, con tal de heredar él la finca.

Y así fue, aunque no como lo había previsto. En efecto, en sus previsiones siempre había contado con la presencia de Johannes. Hasta que murió, no comprendió Gabriel en qué medida necesitaba a su hermano, su desenfado, alguien por quien preocuparse y alguien que lo irritase. Y aun así, no le habría sido posible actuar de otro modo.

Al mismo tiempo, le había rogado a Laine que no dijese nada de sus sospechas de que Johan y Robert hubiesen arrojado las piedras contra sus ventanas. Y él mismo se sorprendió al hacerlo. ¿Acaso había empezado a perder su sentido de la ley y el orden, o sentiría, aunque de forma inconsciente, algún tipo de remordimiento por el destino de la familia? No lo sabía, pero, a toro pasado, se alegraba de que Laine hubiese resuelto llevarle la contraria y contárselo todo a la policía. Claro que su actitud también lo sorprendió. A sus ojos, su esposa era más una muñequita sumisa, caprichosa y pusilánime que una persona con voluntad propia, y el tono mordaz y contestatario y la mirada de rebeldía de su mujer no encajaban con esa imagen. Aquello lo llenó de inquietud. Con todos los sucesos de la semana pasada, empezaba a tener la sensación de que el orden natural de las cosas estaba cambiando. Para un hombre que odiaba los cambios, resultaba una preocupante visión del futuro. Gabriel se refugió en el mundo de las cifras, adentrándose más aún en él.

L
os primeros invitados llegaron muy puntuales. Lars, el padre de Patrik, y su esposa Bittan, se presentaron a las cuatro en punto con un ramo de flores y una botella de vino. El padre de Patrik era un hombre alto y corpulento, con una enorme panza. La que era su mujer desde hacía veinte años era de baja estatura y redonda como una bola, pero su aspecto no era desagradable y las arrugas que marcaban las comisuras de sus ojos indicaban que no le costaba mucho reírse. Erica sabía que, en muchos aspectos, a Patrik le resultaba más fácil la relación con Bittan que con Kristina, su propia madre, que era mucho más estricta y rígida. La separación había tenido intervalos amargos, pero, con el tiempo, Lars y Kristina habían llegado, si no a ser amigos, al menos sí a un entendimiento mutuo y podían incluso verse en distintos contextos sociales. Pero lo más sencillo era, en cualquier caso, invitarlos por separado y, puesto que Kristina había ido a Gotemburgo a visitar a la hermana menor de Patrik, no había razón para preocuparse por haber invitado sólo a Lars y a Bittan aquella tarde.

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