Un cuarto de hora después llegaron Dan y Maria, y apenas se habían sentado en la terraza, después de saludar a Lars y a Bittan, cuando Erica oyó la voz de Emma dando gritos de contento por la cuesta que subía hasta la casa. Salió a recibirlos y, tras abrazar a los niños, pudo por fin conocer al nuevo hombre que Anna había puesto en su vida.
—¡Hola! ¡Por fin nos conocemos!
Le estrechó la mano y saludó a Gustav af Klint que, como para confirmar sus prejuicios en la primera impresión, tenía exactamente el mismo aspecto que los demás niños de Ostermalm que se movían por Stureplan: cabello oscuro, en una melena corta peinada hacia atrás, camisa y pantalones de estilo aparentemente informal, aunque Erica sabía cuál era el precio, y el obligatorio jersey sobre los hombros y anudado por delante. Se hizo la advertencia de no prejuzgarlo pues, pese a que el hombre apenas había abierto la boca aún, ella ya lo estaba colmando con su desprecio. Por un instante se preguntó algo inquieta si no sería envidia pura y simple lo que la movía a sacar las uñas contra las personas que habían nacido con la cuchara de oro en la boca. Y deseó que ese no fuera el caso.
—¿Cómo está mi sobrino favorito? ¿Te portas bien con mamá?
Anna aplicó el oído a la barriga de Erica, como para escuchar la respuesta a su pregunta, pero enseguida se echó a reír y abrazó cariñosamente a Erica. Hizo lo mismo con Patrik y fueron juntos a la terraza, donde les presentaron al resto de los invitados. Los niños se pusieron a correr por el jardín mientras que los mayores tomaban vino o, en el caso de Erica, refresco, y empezaron a asar la carne. Como de costumbre, los hombres se reunieron en torno a la parrilla, mientras las mujeres hablaban. Erica nunca había comprendido la relación de los hombres con las parrillas. Ellos, que en condiciones normales no dudaban en afirmar que no tenían ni idea de cómo freír un filete en la sartén, se consideraban verdaderos virtuosos a la hora de conseguir que la carne quedase en su punto sobre una parrilla al aire libre. A las mujeres podía confiárseles como mucho la guarnición y tampoco funcionaban mal como portadoras de cervezas.
—¡Dios! ¡Qué casa tan bonita tenéis! —Maria iba por la segunda copa de vino, mientras que los demás apenas lo habían probado.
—Sí, gracias, estamos muy a gusto aquí.
A Erica le costaba mostrarse algo más que correcta con la novia de Dan. No se explicaba qué veía en ella, sobre todo si la comparaba con Pernilla, su ex mujer, pero suponía que se trataba de otro de esos misterios sobre los hombres que las mujeres no lograban descifrar. Lo único que se sentía capaz de afirmar sin la menor duda era que no la había elegido por su conversación. Era evidente que la joven despertó el instinto maternal de Bittan, que se dedicó a ella, con lo que Erica y Anna pudieron hablar un poco por su cuenta.
—¿A que es guapo? —preguntó Anna, contemplando a Gustav con admiración—. ¡Figúrate, que un hombre así se interese por mí…!
Erica miraba a su guapísima hermana menor preguntándose cómo una persona como ella podía perder la confianza en sí misma hasta ese punto. Hubo un tiempo en que Anna había sido un espíritu fuerte, independiente y libre, pero los años de convivencia con Lucas y los malos tratos recibidos la habían destrozado. Erica contuvo las ganas de zarandearla para que espabilase. Contempló a Emma y a Adrian, que corrían como locos a su alrededor, y se preguntó cómo podía su hermana dejar de sentirse orgullosa de los dos hijos tan bellos y educados que tenía. Pese a todo lo que habían sufrido a lo largo de sus cortas vidas, eran alegres y fuertes, y amaban a la gente que tenían a su alrededor. Todo ello era, naturalmente, mérito de Anna.
—Todavía no he podido hablar con él, en realidad, pero parece agradable. Ya te daré una calificación más precisa cuando me haya familiarizado un poco más con tu hombre. Aunque parece que no os ha ido mal encerrados en el reducido espacio de un velero, supongo que eso es una buena señal.
Acompañó el comentario de una sonrisa forzada, artificial.
—Bueno, tan reducido no es —objetó Anna entre risas—. Un amigo suyo le ha prestado un Najad 400, donde cabría sin problemas una pequeña armada.
Vinieron a interrumpirles la conversación la carne, ya sobre la mesa, y el frente masculino del grupo, que se sentó a la mesa orgulloso de haber ejecutado la variante moderna del sacrificio de un tigre salvaje.
—Y vosotras qué, chicas, aquí charlando, ¿eh?
Dan pasó el brazo por los hombros de Maria, que se le acercó arrullándolo. Las caricias no tardaron en convertirse en puro morreo y, aunque hacía ya muchos años que Dan y Erica habían dejado de ser novios, a ella no le agradó lo más mínimo ver sus lenguas retorciéndose. Gustav también parecía incómodo, pero Erica no pudo evitar observar que aprovechaba la ocasión para mirar de reojo el generoso escote de Maria, que se había abierto un poco más.
—Pero, Lars, no te pases poniéndole salsa a la carne, por Dios, ya sabes que has de tener cuidado con el peso.
—¿Qué dices? Si yo estoy fuerte como un toro, esto que ves son músculos —declaró el padre de Patrik en voz alta, dándose palmaditas en la panza—. Y Erica me ha dicho que esta salsa lleva aceite de oliva, así que es muy sana. Hoy por hoy puede leerse en todas partes que el aceite de oliva es bueno para el corazón.
Erica se reprimió las ganas de señalar que un decilitro no podía calificarse, tal vez, como la cantidad más saludable. Ya habían discutido sobre el mismo tema infinidad de veces, pero Lars era un experto a la hora de asumir exclusivamente los consejos alimentarios que le convenían. La comida era una de sus grandes aficiones en la vida y cualquier intento de recortar su consumo lo interpretaba como un ataque personal. Bittan se había resignado hacía ya mucho tiempo, pero de vez en cuando intentaba lanzarle alguna que otra indicación sobre qué opinión le merecían sus hábitos alimentarios. Toda tentativa de ponerlo a dieta había resultado en que se dedicase a comer a escondidas en cuanto ella volvía la espalda y, después, al constatar que no perdía peso, abría los ojos de par en par para expresar su asombro pues, según él, no comía prácticamente nada.
—Oye, ¿conoces a E-Type? —Maria acababa de interrumpir su examen oral de la boca de Dan y miraba a Gustav con absoluta fascinación—. Es que sale con Vicky y sus colegas, y Dan me dijo que tú conoces a la familia real, así que pensé que lo conocerías a él también. ¡Es que es tan guay!
Gustav parecía estupefacto, no se explicaba que a alguien pudiese resultarle más interesante conocer al cantante E-Type que al rey, pero se sobrepuso y contestó comedido a la pregunta de Maria:
—Yo soy un poco mayor que la princesa heredera, pero mi hermano pequeño los conoce tanto a ella como a Martin Eriksson.
Maria quedó un tanto confusa.
—¿Quién es Martin Eriksson?
Gustav lanzó un suspiro y, tras una breve pausa, dijo contrariado:
—E-Type.
—Ah, vale, está guapo —respondió ella entre risas, claramente impresionada.
Por Dios, se dijo Erica, ¿tendría de verdad veintiuno como les había asegurado Dan? A ella le parecía más acertado diecisiete. Aunque no pudo por menos de reconocer que era guapa. Algo apenada, miró sus orondos pechos y constató que los días en que sus pezones, como los de Maria, apuntaban al cielo, pertenecían para siempre al pasado.
La reunión no fue de las más logradas que habían celebrado. Erica y Patrik hicieron cuanto pudieron por mantener viva la conversación, pero era como si Dan y Gustav proviniesen de dos planetas distintos y Maria bebió de más y demasiado rápido, le entraron náuseas y se pasó el rato en el baño. El único que estuvo a gusto fue Lars, que, muy concentrado en su tarea, devoró los restos de todos los platos, ignorando tranquilamente las miradas matadoras de Bittan.
A las ocho de la tarde ya se habían marchado todos y Patrik y Erica se quedaron solos con la vajilla.
Decidieron dejarlo para después y se sentaron en el sofá, cada uno con su copa.
—¡Ah, qué ganas de tomar vino! —exclamó Erica mirando apenada su refresco.
—Sí, después de esta cena, comprendo que necesites una copa. Madre mía, ¿cómo conseguiste reunir a un grupo tan heterogéneo? ¿En qué estábamos pensando?
Se echó a reír meneando la cabeza.
—¿Conoces a E-Type?
Patrik imitaba la voz en falsete de Maria y Erica no pudo por menos de soltar una risita.
—¡Dios, qué enrollado! —seguía hablando con voz chillona hasta que las risitas de Erica desembocaron en puras carcajadas—. Mi mamá dice que no importa ser un poco boba, siempre que seas mona…
Patrik imitaba a la joven con la cabeza algo ladeada y Erica se echó mano a la barriga y, resoplando, le rogó:
—Para ya, no puedo más. ¿No eras tú el que me pedía que yo fuese amable con ella?
—Sí, ya lo sé, pero es que resulta difícil contenerse —admitió Patrik, antes de adoptar una expresión grave—. Oye, ¿a ti qué te ha parecido el tal Gustav? No daba la sensación de ser el hombre más cálido del mundo, precisamente. ¿Crees que le conviene a Anna?
Erica dejó de reír bruscamente y, con el ceño fruncido, contestó:
—No, la verdad es que estoy bastante preocupada. Claro que cabe pensar que cualquier cosa es mejor que un maltratador, y sí, bueno, lo es, pero yo habría querido… —no encontraba el modo de expresarlo— … yo habría querido algo mejor para Anna. ¿No viste la cara que ponía cuando veía a los niños correr y alborotar? Estoy por creer que es de los que piensan que los niños han de verse, pero sin notarse, y eso a Anna no le conviene. Ella necesita a alguien que sea amable, cálido y cariñoso, alguien que la haga sentirse bien. Y, diga lo que diga, ahora no la veo feliz. Pero ella misma piensa que no merece más.
El sol descendía sumergiéndose en el mar como un disco de fuego purpúreo ante sus ojos pero, por una vez, no disfrutó de la inmensa belleza del atardecer. El desasosiego que le infundía la situación de su hermana la apesadumbraba demasiado, y era tal la responsabilidad que sentía que le costaba respirar. Si le agobiaba sentirse tan responsable de su hermana, ¿cómo iba a soportar la responsabilidad de otra nueva vida?
Apoyó la cabeza sobre el hombro de Patrik, dispuesta a recibir con él la oscuridad del ocaso.
E
l lunes empezó con una buena noticia: Annika había vuelto de sus vacaciones. Tostada por el sol y resplandeciente, relajada después de mucho vino y amor, ocupaba de nuevo su puesto en la recepción y, cuando vio entrar a Patrik, lo acogió con una esplendorosa sonrisa. Por lo general, él detestaba las mañanas de los lunes, pero ver a Annika le alegró el día. Ella era, en cierto modo, el centro alrededor del cual giraba toda la comisaría. Ella era la que organizaba, debatía, reconvenía y loaba, según las necesidades. Cualquiera que fuese el problema, uno siempre podía confiar en recibir de ella consuelo y un juicioso consejo. Incluso Mellberg había empezado a tenerle cierto respeto y ya no se atrevía a darle pellizcos a hurtadillas ni a lanzarle esas miradas de cordero, tan frecuentes durante sus primeros meses en el trabajo.
Patrik no llevaba ni una hora en la comisaría cuando Annika fue a llamar a la puerta de su despacho y, con semblante compungido, le comunicó:
—Ahí fuera hay una pareja que viene a denunciar la desaparición de su hija.
Los dos cruzaron una mirada cómplice.
Annika hizo pasar a los preocupados padres que, abatidos, se sentaron frente a Patrik. Se presentaron como Bo y Kerstin Möller.
—Nuestra hija Jenny no volvió anoche a casa.
Fue el padre quien tomó la palabra. Era un hombre menudo y enjuto que rondaba la cuarentena. Mientras hablaba, se tironeaba nervioso los pantalones cortos de un estampado muy llamativo y miraba fijamente el tablero de la mesa. La realidad de, por fin, verse en la comisaría para denunciar la desaparición de su hija parecía hacer que el pánico aflorase en ellos. Se le hizo un nudo en la garganta, por lo que su mujer, también menuda, pero regordeta, fue la que continuó:
—Vivimos en el camping de Grebbestad y Jenny había quedado en Fjällbacka con unas amigas a las que se había encontrado. Creo que iban a salir por ahí, pero nos había prometido que estaría de vuelta hacia la una. Irían allí en autobús y el regreso lo tenían arreglado. —También la voz de la mujer empezó a quebrarse y tuvo que hacer una pausa, antes de seguir—: Cuando vimos que no llegaba, empezamos a preocuparnos. Fuimos a llamar a casa de una de las amigas y la despertamos a ella y a sus padres. Nos dijo que Jenny jamás se presentó en la parada del autobús y que pensaron que había decidido no ir con ellas. Entonces supimos que había ocurrido algo grave. Jenny jamás nos haría una cosa así. Es nuestra única hija y siempre nos avisa si va a llegar tarde. ¿Qué puede haberle pasado? Hemos oído lo de la chica que encontraron en Kungsklyftan, ¿creen que…?
En este punto, la voz la abandonó y dio paso a un sentido llanto de desesperación. Su esposo la abrazó para consolarla, pero tampoco él pudo reprimir el llanto.
Patrik estaba preocupado. Incluso muy preocupado, pero intentó no dejar traslucir su inquietud en presencia de la pareja.
—No creo que haya motivo para establecer ningún paralelismo aún.
«Joder, qué frialdad la mía», se dijo a sí mismo, pero le costaba mucho enfrentarse a ese tipo de situaciones. La angustia de las personas que tenía enfrente le hacía un nudo en la garganta de compasión, pero no podía permitirse ceder a ese sentimiento y su reacción era, curiosamente, una corrección casi burocrática.
—Empezaremos por recabar algunos datos sobre su hija. Se llama Jenny, ¿no? ¿Cuántos años tiene?
—Diecisiete, pronto cumplirá dieciocho.
Kerstin seguía llorando, con el rostro oculto en la camisa de su marido, así que fue Bo quien proporcionó la información a Patrik. Cuando él preguntó si tenían alguna foto reciente de ella, Kerstin se enjugó las lágrimas con un pañuelo de papel y sacó una foto a color que llevaba en el bolso.
Patrik la tomó y la estudió con atención. Era una chica normal de diecisiete años, demasiado maquillada y con una expresión un tanto rebelde en la mirada. Después miró a los padres con una sonrisa, esforzándose por dar una imagen de absoluta confianza.
—Una hija muy guapa. Entiendo que estén orgullosos de ella.
Ambos asintieron vehementes y al rostro de Kerstin asomó incluso una cauta sonrisa.
—Es una buena chica. Claro que los adolescentes tienen sus ratos. Este año, por ejemplo, no quería venir con nosotros de vacaciones con la caravana, aunque lo hacemos todos los veranos desde que ella era pequeña, pero insistimos y le dijimos que, seguramente, sería el último verano que podríamos hacer algo juntos, así que al final aceptó.