La actitud de Gun había ido evolucionando hacia la ira que en ella despertaban las injusticias de las que se consideraba víctima, y no se calmó hasta que Lars, con tanta suavidad como firmeza, posó la mano sobre su hombro y se lo presionó expeditivo, animándola a que se controlase.
Patrik se abstuvo de hacer ningún comentario. Sabía que Gun Struwer no habría apreciado lo más mínimo su parecer. ¿Por qué, en nombre del cielo, tendría que mandarle a ella dinero el padre de la criatura? ¿Acaso no veía lo absurdo de su exigencia? Era evidente que no, pues en sus bronceadas y ajadas mejillas se perfilaban claramente dos flores rojas de indignación pese a que su nieta llevaba muerta más de veinte años.
Hizo un último intento por averiguar algún otro dato personal de Siv.
—¿Tiene, por casualidad, alguna fotografía?
—No creo, la verdad es que no le hice muchas fotos, aunque, bueno, alguna podré desempolvar.
La mujer se levantó y dejó solos en la sala de estar a Patrik y a Lars. Ambos guardaron silencio durante unos minutos, hasta que Lars tomó la palabra, eso sí, en voz baja, para que Gun no lo oyese.
—No es tan fría como parece. Gun tiene muchas facetas positivas.
«¡Eso es, di que sí!», se dijo Patrik. Aquello era lo que él llamaría la apología de un loco. Pero, claro, Lars hacía sin duda lo posible por justificar su elección de esposa. Patrik calculó que él era unos veinte años mayor que Gun y la suposición de que en tal elección había intervenido la guía de un miembro de su cuerpo distinto de la cabeza quedaba bastante clara. Aunque, por otro lado, Patrik se vio obligado a admitir que tal vez su profesión lo hubiese vuelto un tanto cínico, que tal vez hubiese entre ellos amor verdadero; ¡qué sabía él!
Gun regresó a la sala de estar, aunque no con gruesos álbumes de fotos, como Albert Thernblad, sino con una única instantánea en blanco y negro que la mujer, arisca, le plantó a Patrik en la mano. En ella se veía a una Siv que, con rebeldía adolescente, sostenía a su niña en los brazos, pero, a diferencia de las fotos de Mona, no había en su semblante ni rastro de alegría.
—Bueno, ahora tenemos que ponernos a ordenar todo esto. Acabamos de llegar de Provenza, donde vive la hija de Lars.
De la forma en que Gun pronunció la palabra «hija», dedujo Patrik que no era precisamente el cariño lo que las unía. Asimismo se percató de que su presencia no era ya del agrado del matrimonio, por lo que les dio las gracias para despedirse.
—Ah, y gracias también por prestarme la fotografía. Prometo que la devolveré en buen estado.
Gun lo despedía con la mano cuando, de pronto, recordó de nuevo su papel y, con la cara retorcida en un mohín de supuesto dolor, le dijo:
—Por favor, avísenme en cuanto lo sepan con certeza. Me gustaría tanto poder enterrar por fin a mi pequeña Siv…
—Por supuesto, en cuanto sepa algo, volveré.
Patrik respondió con una frialdad innecesaria, pero aquel teatro le infundía una tremenda sensación de malestar.
De nuevo en Norra Hamngatan, vio cómo el cielo se abría sobre su cabeza. Se detuvo un momento para ver si la lluvia le limpiaba aquel regusto pegajoso que le había dejado la visita a los Struwer. Lo que ahora necesitaba era llegar a casa y abrazar a Erica para, al posar la mano sobre su vientre, sentir la vida que latía en su interior. Necesitaba sentir que el mundo no era ese lugar tan cruel y malvado que a veces parecía. Simplemente, no podía ser así.
S
entía como si hubiesen transcurrido meses, pero sabía que no podía ser tanto. Aun así, cada hora pasada en aquella oscuridad le parecía toda una vida.
Demasiado tiempo para pensar. Demasiado tiempo para sentir cómo el dolor retorcía cada uno de sus nervios. Tiempo para pensar en todo lo que había perdido… lo que iba a perder.
Ahora sabía que no saldría de allí. Nadie podía huir de tal padecimiento. Pese a todo, jamás había sentido unas manos más suaves que las suyas. Nunca la habían acariciado con tanto amor, un amor que la hacía desear su tacto. No el tacto odioso y doloroso que venía después, sino el tacto dulce que lo precedía. Si hubiera experimentado antes un tacto así, todo habría sido distinto, ahora estaba segura. La sensación que experimentaba cuando él recorría su cuerpo con las manos era tan limpia, tan inocente, que alcanzaba incluso ese duro núcleo de su corazón al que nadie había logrado llegar con anterioridad.
En la oscuridad, él lo era todo para ella. No habían pronunciado una sola palabra, pero ella soñaba con cómo sonaría su voz: paternal, cálida… Pero cuando el dolor se hacía presente, lo odiaba. Entonces hubiera podido matarlo… si fuese capaz.
R
obert lo halló en el cobertizo. Se conocían tan bien…, y sabía que Johan solía refugiarse allí cuando tenía alguna cavilación. Al ver que la casa estaba desierta, fue derecho allí, donde, en efecto, encontró a su hermano en cuclillas en el suelo, abrazado a sus rodillas.
Eran tan distintos que, en ocasiones, a Robert le resultaba increíble que fuesen hermanos de verdad. Él, por su parte, estaba orgulloso de no haber dedicado un minuto de su vida a meditar sobre ningún asunto, ni siquiera a intentar prever las consecuencias de nada. Él era un hombre de acción, fuese cual fuese el resultado. «El que esté vivo lo verá», ese era su lema; y no había ningún motivo para andar cavilando sobre aquello que uno no podía gobernar. La vida lo engañaba a uno en cualquier caso, de un modo u otro: era, por así decirlo, el orden natural de las cosas.
En cambio, Johan era demasiado profundo para procurarse lo mejor para sí mismo. En algún momento aislado de clarividencia había sentido Robert un punto de arrepentimiento por haber guiado a su hermano por el mal camino, pero, por otro lado, tal vez fuese mejor así. De lo contrario, Johan habría sido víctima de la mayor de las decepciones. Los dos eran hijos de Johannes Hult y era como si pesase una maldición sobre toda esa rama de la familia. No existía la menor posibilidad de que ninguno de ellos triunfase en empresa alguna, así que ¿para qué intentarlo siquiera?
No lo reconocería ni bajo tortura, pero amaba a su hermano más que a nadie en el mundo y sintió un pinchazo en el corazón al ver su silueta en la semipenumbra del cobertizo. El joven parecía hallarse sumido en su pensamiento, a miles de kilómetros de allí, y su persona irradiaba la melancolía que Robert entreveía de vez en cuando. Era como si una nube de pesar se cerniese sobre el estado de ánimo de Johan y lo obligase a buscar el abrigo de un lugar oscuro y lóbrego durante semanas. No lo había visto así en todo el verano, pero en cuanto cruzó la puerta experimentó la sensación física de que estaba de ese modo.
—¿Johan?
Este no respondió. Robert siguió adentrándose en la oscuridad sin hacer ruido. Se acuclilló junto a su hermano y le puso una mano en el hombro.
—Johan, ¿otra vez estás así?
Su hermano asintió sin más. Cuando volvió el rostro hacia Robert, éste vio con asombro que lo tenía hinchado por el llanto. Aquello no era habitual durante los períodos de melancolía de Johan y la desazón se apoderó de él.
—¿Qué pasa, Johan? ¿Qué ha sucedido?
—Papá…
El resto de la frase se ahogó en sollozos mientras Robert se esforzaba por oír lo que decía.
—Johan, ¿qué dices de papá?
Johan respiró hondo un par de veces para calmarse y continuó:
—Ahora todos comprenderán que papá era inocente de la desaparición de aquellas dos chicas. ¿Lo entiendes? Ahora todo el mundo sabrá que no fue él.
—¿Qué delirio es ese? —le preguntó zarandeándolo, aunque sentía que el corazón se le paraba en el pecho.
—Mamá ha estado en el pueblo y se ha enterado de que encontraron a una chica muerta y que, junto a su cadáver, hallaron también los esqueletos de las dos que desaparecieron. ¿Lo pillas? Han asesinado a una chica
ahora
y nadie puede decir que fue nuestro padre quien lo hizo.
Johan rompió a reír con un punto histérico. Robert seguía sin comprender de qué hablaba. Desde que encontró a su padre en el cobertizo con una cuerda al cuello, había soñado y fantaseado con oír las mismas palabras que Johan acababa de pronunciar.
—¿No estarás quedándote conmigo, verdad? Porque, si es así, te vas a enterar de lo que es bueno.
Cerró el puño, pero Johan seguía riendo histéricamente mientras sus lágrimas, que brotaban de alegría, según comprendió Robert, no cesaban de recorrer sus mejillas. Johan se dio la vuelta y abrazó a su hermano con tal fuerza que éste apenas podía respirar y, cuando por fin vio claro que le decía la verdad, le devolvió el abrazo con todas sus fuerzas.
Por fin se haría justicia con su padre. Por fin su madre podría caminar por el pueblo con la cabeza bien alta, sin oír las habladurías a su espalda y sin ver los dedos que, discretamente, los acusaban cuando la gente creía que ellos no los verían. Ahora se arrepentirían todos aquellos borregos parlanchines. Durante veinticuatro años habían ido contando mentiras de su familia, pero ahora tendrían que enfrentarse a la vergüenza de haberlo hecho.
—¿Dónde está mamá?
Robert se desprendió del abrazo y miró inquisitivo a Johan, que estalló en risitas incontroladas entre las que dijo algo indescifrable.
—¿Qué dices? Cálmate y habla como hay que hablar. Te pregunto que dónde está mamá.
—En casa del tío Gabriel.
El rostro de Robert se ensombreció.
—¿Qué coño hace en casa de ese tío?
—Decirle la verdad a la cara, creo. Nunca la he visto tan enojada como cuando llegó del pueblo y me contó lo que había oído. Así que decidió ir a la finca a explicarle a Gabriel qué clase de persona era, me dijo. De modo que a estas alturas, le habrá soltado una buena. Vamos, que tendrías que haberla visto. Con el cabello revuelto, casi despedía fuego por las orejas, que lo sepas.
La imagen de su madre con los pelos de punta y echando vaharadas de humo por las orejas hizo reír también a Robert. La mujer había sido una sombra que se arrastraba murmurando desde que él tenía uso de razón, con lo que resultaba difícil imaginarla en pleno acceso de ira.
—Habría dado cualquier cosa por ver la expresión de Gabriel cuando mamá entró arrasando en su casa. ¿Y te imaginas a la tía Laine?
Johan ejecutó una perfecta interpretación, con la expresión angustiada y retorciendo las manos junto al pecho mientras con voz chillona, declamaba:
—Pero, Solveig, querida Solveig, no deberías usar ese vocabulario, ¿no te parece?
Los dos hermanos se dejaron caer al suelo entre convulsas risotadas.
—Oye, ¿tú piensas en papá alguna vez?
La pregunta de Johan los devolvió a la seria realidad y Robert permaneció en silencio unos minutos antes de responder.
—Sí, claro que sí. Aunque me cuesta pensar en otra imagen que la del aspecto que tenía aquel día. Ya puedes estar contento de haberte librado de verlo. Y tú, ¿piensas en él?
—Sí, muy a menudo. Sólo que es como si estuviese viendo una película, no sé si me entiendes. Recuerdo lo contento que estaba siempre y cómo solía bromear, bailar y hacerme dar vueltas en el aire, pero lo veo como desde fuera, como en una película.
—Sí, entiendo a qué te refieres.
Estaban tumbados uno al lado del otro, mirando al techo, mientras la lluvia golpeaba el latón del tejado.
Johan dijo en voz muy baja:
—¿Verdad que nos quería, Robert?
Éste respondió en el mismo tono quedo:
—Por supuesto que sí, Johan, claro que nos quería.
O
yó a Patrik sacudir un paraguas en la escalinata, así que se levantó como pudo del sofá para ir a la puerta y salir a su encuentro.
—¿Hola?
Patrik entró preguntando y mirando con curiosidad a su alrededor. La calma y la silenciosa tranquilidad no eran, al parecer, lo que esperaba encontrar. En realidad, ella hubiese debido estar un tanto enfurruñada con él, pues no la había llamado en todo el día, pero la alegría de verlo en casa superaba sus deseos de reñirle. Sabía, además, que nunca se encontraba muy lejos y tampoco dudaba de que hubiese pensado en ella mil veces a lo largo del día, tal era la seguridad que reinaba en su relación, y era maravilloso poder confiar en lo que eso significaba.
—¿Dónde están Conny y los bandidos? —susurró Patrik, pues seguía sin saber si estaban o no.
—Le puse a Britta un plato de macarrones con salchicha en la cabeza y no quisieron quedarse. ¡Desagradecidos!
Erica disfrutaba al ver el desconcierto pintado en la cara de Patrik.
—Sencillamente, exploté. Algún límite había que poner. Pero no creo que recibamos ninguna invitación de esa parte de la familia en los próximos cien años. Claro que no lo lamento. ¿Y tú?
—¡No, por Dios! —exclamó alzando la vista al cielo—. ¿De verdad que lo hiciste? ¿Le pusiste un plato de comida en la cabeza?
—Te lo juro. Toda mi buena educación se esfumó volando por la ventana. Ahora seguro que ya no iré al cielo.
—Mmm, tú eres ya un trocito de cielo, así que no tienes que…
La acarició juguetón en el cuello, exactamente en el lugar donde sabía que le hacía cosquillas, y ella lo apartó entre risas.
—Voy a preparar un chocolate caliente y luego me cuentas todo sobre «el gran altercado» —dijo Patrik tomándole la mano y llevándola a la cocina, donde la ayudó a acomodarse en una silla.
—Pareces cansado —comentó ella—. ¿Qué tal va la cosa?