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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los gritos del pasado (2 page)

BOOK: Los gritos del pasado
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—¿Cuánto llevan los técnicos inspeccionando el lugar?

—Llegaron hace una hora. La ambulancia fue la primera en acudir y enseguida confirmaron que no podían hacer nada por ella. A partir de ese momento, los técnicos pudieron empezar a trabajar libremente. Anda que los técnicos no son tiquismiquis, ¿sabes? Yo sólo iba a mirar un poco y te diré que me respondieron con muy malos modos. En fin, supongo que uno se vuelve un poco animal cuando se pasa el día arrastrándose y buscando fibras con unas pinzas.

Patrik empezaba a reconocer a su jefe. Aquello se ajustaba más al tono habitual de Mellberg. De todos modos, sabía por experiencia que no valía la pena intentar corregir sus opiniones. Era más fácil dejar que le entrase por un oído y saliese por el otro.

—¿Qué sabemos de la mujer?

—Nada, por ahora. Unos veinticinco años. La única prenda, si es que puede llamársela así, es un bolso; por lo demás, completamente desnuda. Buenas tetas, la verdad.

Patrik cerró los ojos y repitió para sí, como si fuese un mantra: «Ya no falta mucho para que se jubile. Ya no queda mucho para que se jubile…».

Mellberg continuó imperturbable.

—No se aprecia la causa directa de la muerte, pero ha sido maltratada. Tiene moretones por todo el cuerpo y algunas heridas que parecen de cuchillo. ¡Ah, sí!, y está tumbada sobre una manta de color gris. El patólogo ya llegó y está examinándola en este momento, así que espero que no tarde en darnos un dictamen preliminar.

—¿No tenemos ningún desaparecido de esa edad aproximadamente?

—No, ni por asomo. Denunciaron la desaparición de un hombre hace unas semanas, pero resultó que se había cansado de apretarse con su parienta en la caravana en la que vivían y se largó con un pimpollo que conoció en Galären.

Patrik vio que el equipo de técnicos que había alrededor del cadáver se preparaba para introducirlo con cuidado en un saco de plástico. El cuerpo llevaba las manos y los pies metidos en bolsas, según ordenaba el reglamento, para que no se perdiesen posibles huellas, y el equipo de la policía científica de Uddevalla ayudaba a meter a la mujer en el saco de la manera más eficaz posible. Hecho esto, también introdujeron en una gran bolsa de plástico la manta sobre la que yacía el cadáver, para someterla a un examen exhaustivo.

La expresión de sorpresa de sus rostros y el modo en que se estremecieron le indicaron a Patrik que habían hecho un descubrimiento inesperado.

—¿Qué sucede?

—Pues no os lo vais a creer, pero aquí hay un montón de huesos y dos calaveras. Por la cantidad de piezas, yo diría que se trata de dos esqueletos.

Verano de 1979

I
ba haciendo auténticas eses en la bicicleta mientras pedaleaba a casa aquella noche de San Juan. La fiesta había sido mucho más fuerte de lo que ella esperaba, pero daba igual. Era una mujer adulta, así que hacía lo que quería. Lo mejor de todo había sido verse libre de la niña por un rato. Sus gritos, su necesidad de atención y ternura, y sus exigencias de aquello que ella no podía darle. Era culpa suya que aún tuviese que vivir en casa de su madre y que la vieja apenas la dejase salir al porche de la puerta, pese a que tenía ya veinte años. Era un milagro que le hubiese permitido irse aquella noche a celebrar San Juan.

De no ser por la niña, podría vivir sola a aquellas alturas y ganar su propio sueldo. Podría salir cuando quisiera y volver a casa cuando se le antojase, sin que nadie se metiese en sus asuntos. Pero con la niña no era posible. Por ella, la habría dejado en adopción, pero la vieja no quería y era ella quien tenía que pagar el pato. Si tanto quería a la niña, ¿por qué no la cuidaba ella misma?

La vieja se enfadaría lo suyo cuando la viese entrar trastabillando de madrugada. Le apestaba el aliento a alcohol y seguro que se lo haría pagar al día siguiente. Pero había merecido la pena. No se lo había pasado tan bien desde que nació la maldita cría.

Atravesó la rotonda de la gasolinera en línea recta y continuó pedaleando por la carretera. Después, giró a la izquierda en dirección a Brácke y estuvo a punto de caerse a la cuneta. Pero logró enderezar la bicicleta y pedaleó con más fuerza, para entrar con algo más de impulso en la primera gran cuesta. El viento le arremolinaba el cabello y la noche era clara y tranquila. Por un instante, cerró los ojos y rememoró la luminosa noche de verano en la que el alemán la dejó embarazada. Fue una noche maravillosa, prohibida, pero no valió el precio que había tenido que pagar.

De repente, volvió a abrir los ojos. Algo hizo que la bicicleta se detuviese en seco y lo último que recordaba era la tierra que se le venía encima a toda velocidad.

Y
a de vuelta en la comisaría de Tanumshede, Mellberg se sumió, raro en él, en honda cavilación. Patrik, sentado frente a su jefe en la pequeña cafetería, tampoco decía gran cosa, pues también él reflexionaba sobre los sucesos de la mañana. En realidad, hacía demasiado calor para tomar café, pero necesitaba algo fuerte y el alcohol no era lo más adecuado. Ambos se abanicaban con los faldones de las camisas para refrescarse un poco. El aire acondicionado llevaba tres semanas estropeado y aún no habían conseguido encontrar a nadie que fuese a repararlo. Por la mañana todavía era soportable, pero hacia el mediodía, el calor alcanzaba cotas realmente agobiantes.

—¿Qué coño está pasando? —Mellberg se rascaba meditabundo algún punto impreciso del nido de pelo que llevaba enroscado encima de la coronilla para ocultar la calva.

—No tengo ni idea, si quieres que te diga la verdad. El cadáver de una mujer tendido sobre dos esqueletos. Si no hubiesen matado de verdad a alguien, pensaría que se trataba de la ocurrencia de algún gamberro. Que hubiesen robado los esqueletos de algún laboratorio o algo así, pero está claro que la mujer fue asesinada. Oí el comentario de uno de los peritos forenses y dijo que los huesos no parecían muy frescos. Aunque es evidente que eso depende de en qué condiciones hayan estado ahí, si estaban expuestos al aire y las inclemencias del tiempo o si estaban protegidos de algún modo. Esperemos que el forense nos proporcione una valoración aproximada del tiempo que tienen.

—Sí, eso, ¿cuándo crees tú que nos dará el primer informe? —Mellberg arrugó su sudorosa frente.

—Supongo que nos harán llegar un informe preliminar a lo largo de la jornada. A partir de ahí, me imagino que les llevará un par de días examinarlo todo a conciencia. Así que, hasta nueva orden, tendremos que trabajar con lo que podamos. ¿Dónde están los demás?

Mellberg lanzó un suspiro.

—Gösta se pidió el día libre hoy. Una de sus condenadas competiciones de golf o algo así. Ernst y Martin salieron para atender una emergencia. Annika está en Tenerife. Seguro que creía que este verano también iba a llover. ¡Pobre infeliz! No debió de resultarle nada fácil marcharse de Suecia con este tiempo tan bueno.

Patrik volvió a mirar con asombro a Mellberg preguntándose el porqué de aquella insólita expresión de empatía. Algo raro se estaba cociendo, eso era seguro. Pero ahora no merecía la pena perder el tiempo en adivinarlo. Tenían cosas más importantes en las que pensar.

—Ya sé que tienes vacaciones toda esta semana, pero ¿no podrías venir a ayudarnos en este caso? Ernst apenas tiene imaginación y a Martin le falta experiencia para llevar una investigación, así que nos va a hacer falta tu ayuda.

La pregunta resultó tan halagadora para la vanidad de Patrik que aceptó sin pensárselo. Seguramente Erica le armaría un escándalo, pero se consoló pensando que no estaba a más de un cuarto de hora de casa si ella lo necesitaba con urgencia. Además, últimamente y con el calor que hacía, estaban siempre irritados el uno con el otro, así que podía incluso venirles bien que él se ausentase de casa a ratos.

—En primer lugar, quiero comprobar si hemos recibido alguna denuncia de la desaparición de alguna mujer. Debemos organizar la búsqueda en un área bastante amplia; por ejemplo, desde Stromstad hasta Gotemburgo. Le pediré a Martin o a Ernst que lo comprueben. Me ha parecido oír que regresaban.

—Eso está bien, muy bien. Ese es el espíritu adecuado, ¡sigue así!

Mellberg se levantó de la mesa muy animado y le dio a Patrik una palmadita en el hombro. Este intuyó que, como de costumbre, al final él haría el trabajo y Mellberg cosecharía los méritos, pero esta era una realidad por la que ya no valía la pena enfadarse.

Con un suspiro, colocó su taza y la de Mellberg en el lavaplatos mientras pensaba que hoy no necesitaría ponerse crema solar.

—¡
A
rriba ahora mismo! ¿Creéis que esto es una pensión y que podéis quedaros remoloneando en la cama todo el día?

La voz penetró las gruesas capas de niebla y les retumbó hiriente en la cabeza. Johan abrió un ojo, con cautela, pero lo cerró tan pronto como se encontró con el brillo cegador del sol.

—¡Pero qué demonios…! —su hermano Robert, un año mayor que él, se dio la vuelta en la cama y se cubrió la cabeza con el almohadón que enseguida le arrancaron con un gesto brusco. Robert se sentó en la cama rezongando.

—¡Nunca puede uno levantarse tarde en esta casa!

—Vosotros dos os levantáis tarde todas las mañanas, so gandules. Son casi las doce. Si no anduvieseis por ahí de juerga todas las noches haciendo Dios sabe qué, quizá no tendríais que pasaros los días durmiendo. Venga, que necesito que me ayudéis. Dos tíos tan mayorcitos y vivís y coméis gratis, así que no me parece que sea demasiado pedir que le echéis una mano a vuestra pobre madre.

Solveig Hult hablaba con los brazos cruzados sobre la enorme mole de su abdomen. Padecía obesidad mórbida y su rostro presentaba la palidez propia de alguien que nunca sale a la calle. Llevaba el cabello sucio y revuelto alrededor del rostro en desaliñados mechones.

—Tenéis cerca de treinta años y aún vivís de vuestra madre. Fíjate, vaya hombres hechos y derechos. A ver, si puede saberse, ¿cómo podéis permitiros salir de fiesta todas las noches? Trabajar no trabajáis y, desde luego, aquí no contribuís nunca con dinero. Claro que, si vuestro padre estuviese aquí, esto se habría acabado hace tiempo. ¿Sabéis algo de la oficina de empleo? ¿No ibais a pasaros por allí hace dos semanas?

Ahora fue Johan quien se cubrió la cabeza con el almohadón en un intento de aislarse del rollo de siempre, del mismo disco rayado, pero también a él se lo quitó la mujer de un tirón obligándolo a sentarse en la cama. La cabeza le retumbaba por la resaca como si tuviese toda una orquesta dentro.

—Ya he retirado el desayuno, así que tendréis que prepararos algo del frigorífico vosotros mismos.

El enorme pandero de Solveig salió balanceándose del pequeño dormitorio que aún compartían los dos hermanos, y la mujer cerró de un portazo. No se atrevieron a intentar volver a dormirse, así que sacaron un paquete de tabaco y se encendieron un cigarrillo. Sin el desayuno podían pasar, pero el tabaco les devolvía la vida y les producía una agradable quemazón en la garganta.

—¡Menudo golpe el de ayer, oye…! —Robert soltó una carcajada y se puso a hacer anillos de humo—. Ya te dije que tendrían buena mercancía. Es director ejecutivo de una compañía de Estocolmo y se permite lo mejor.

Johan no respondió. A diferencia de su hermano mayor, él no experimentaba ningún subidón de adrenalina cuando robaba, sino que, al contrario, se pasaba varios días, tanto antes como después de cada golpe, con el estómago encogido de angustia. Pero él siempre hacía lo que le decía Robert y ni siquiera se le ocurría la posibilidad contraria.

El golpe del día anterior les había procurado el mayor botín en mucho tiempo. Por lo general, la gente había empezado a tener cuidado y a no dejar chismes caros en las casas de veraneo, que solían amueblar con muebles viejos que a ellos no les servían para nada o con artículos de subasta, que al principio les daban la sensación de haber encontrado una ganga, pero que luego no valían una mierda. Ayer, en cambio, se habían llevado un televisor nuevo, un reproductor de DVD, una Nintendo y unas cuantas joyas de la señora de la casa. Robert lo vendería todo a través de sus canales habituales, y sacarían un buen puñado de dinero. Se diría que el dinero de los robos les quemaba en el bolsillo y, en un par de semanas, ya se lo habrían gastado en el juego, en salir e invitar generosamente a los colegas y en algún que otro cacharro que se comprasen. Johan observaba su lujoso reloj. Por suerte, su madre no servía para reconocer un objeto de valor aunque lo tuviese delante. Si ella supiese lo que le había costado, el sermón sería de órdago.

A veces tenía la impresión de estar atrapado en una rueda que giraba y giraba mientras pasaban los años. En realidad, todo seguía igual desde su adolescencia y tampoco ahora veía ninguna posibilidad de cambio. Lo único que le daba sentido a su existencia en aquellos momentos era también lo único que le había ocultado a Robert en toda su vida. Un arraigado instinto le decía que confiarse a él no le acarrearía nada bueno. Robert lo ensuciaría todo con sus burdos comentarios.

Por un instante, se concedió el respiro de pensar en la suavidad de su cabello al rozar su áspera mejilla y lo menuda que sentía la mano de ella cuando la sostenía entre las suyas.

—Oye, no te quedes ahí embobado. Tenemos negocios que hacer.

Robert se levantó con el cigarrillo colgándole de la comisura de los labios y se adelantó a salir del dormitorio. Como de costumbre, Johan lo siguió. Era lo único que podía hacer.

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