Estaba a punto de coger el auricular para llamar a Alemania, cuando se le adelantó el timbre chillón del teléfono. Al saber que llamaban del Instituto Forense de Gotemburgo, se le aceleró el pulso y extendió el brazo para echar mano del bloc de notas, que tenía lleno de apuntes. En realidad, le dijeron, tendrían que comunicarle el informe a Patrik directamente, pero, puesto que aún no había llegado, se lo darían a él.
—Parece que las cosas empiezan a ponerse feas para los que estáis en las zonas rurales.
El forense Tord Pedersen se refería a la autopsia de Alex Wijkner, practicada por él hacía un año y medio, que se convirtió en el primero de los, hasta el momento, escasísimos casos de asesinato de la comisaría de Tanumshede.
—Sí, cabe preguntarse si es alguna sustancia extraña que nos han puesto en el agua… Si seguimos así, no tardaremos en alcanzar a Estocolmo en la estadística de asesinatos.
El tono un tanto jocoso de la conversación era para ellos, como para tantos otros profesionales que trataban a diario con la muerte y el dolor, un modo de soportar los problemas con los que se enfrentaban cotidianamente en su trabajo, pero nada que les hiciese restar gravedad a lo que tenían delante.
—¿Le habéis hecho la autopsia tan pronto? Yo pensaba que, con este calor, la gente se mataba más que nunca —prosiguió Martin.
—Sí, en realidad tienes razón, ya hemos notado que los nervios están menos templados a causa del bochorno, pero los últimos días ha aflojado un poco la cosa, la verdad, así que pudimos ponernos con vuestro caso antes de lo que creíamos.
—Bien, cuéntame —dijo Martin conteniendo la respiración, pues gran parte del éxito de la investigación se basaba y dependía de lo que tuviese que ofrecerles el Instituto Forense.
—Pues, desde luego, está claro que el tipo con quien tenéis que véroslas no es ningún encanto. La causa de la muerte fue sencilla de establecer: la estrangularon, pero lo que le hicieron antes de su muerte es lo que más nos llama la atención.
Pedersen hizo una pausa para, según le pareció oír a Martin, ponerse las gafas.
—¿Y bien? —insistió Martin sin poder ocultar su impaciencia.
—Veamos… Esto os llegará también por fax… Mmmnm —Pedersen iba leyendo de pasada y Martin notó que empezaba a sudarle la mano por la fuerza con que agarraba el auricular.
—Sí, aquí lo tenemos. Catorce fracturas en distintas partes del esqueleto. Todas ellas anteriores al momento de la muerte, a juzgar por el diverso grado de consolidación ósea.
—¿Quieres decir…?
—Quiero decir que le estuvieron rompiendo los brazos, las piernas, los dedos de las manos y de los pies durante, calculamos, una semana.
—¿Lo hicieron al mismo tiempo o en varias veces, según lo que habéis averiguado?
—Como ya te he dicho, hemos comprobado que las fracturas presentan diferente grado de consolidación, lo que, según mi opinión profesional, indica que se las infligieron durante todo un período. He hecho un borrador del orden en que creo que se produjeron las fracturas; va en el fax que os he enviado. Además, tenía una buena cantidad de cortes en el cuerpo, también en distinto grado de curación.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Martin sin poder contenerse.
—Estoy dispuesto a suscribir esa declaración —la voz de Pedersen sonó muy seca al teléfono—. Debió de sufrir un dolor indescriptible.
Ambos consideraron en silencio la maldad humana, hasta que Martin se recobró y siguió preguntando:
—¿Habéis encontrado en el cadáver alguna huella que nos pueda ser útil?
—Sí, hemos encontrado esperma. Si encontráis un sospechoso, el ADN puede relacionarlo con el asesinato. Por supuesto, nosotros haremos una búsqueda en la base de datos, pero rara vez encontramos algo ahí. El registro es, por ahora, demasiado reducido. El día que tengamos introducido el ADN de todos los ciudadanos será un sueño. Entonces la situación será muy distinta.
—Sí, un sueño es la palabra adecuada, porque la merma de las libertades del individuo y esas historias le pondrán todo tipo de obstáculos.
—Pues si lo que le ocurrió a esta mujer no puede llamarse merma de la libertad del individuo, no sé qué podrá…
Fue una reflexión inusualmente filosófica tratándose de Pedersen, por lo general tan pragmático, y Martin comprendió que, en contra de lo habitual, se había visto afectado por el terrible destino de la pobre mujer. Normalmente no era una actitud que se pudiese permitir ningún forense si quería dormir bien por las noches.
—¿Puedes darme una fecha aproximada de su muerte?
—Sí. Tengo los resultados de las pruebas que la policía científica tomó en el escenario del crimen y que luego completé con mis propias observaciones, así que puedo dar un intervalo bastante fiable.
—Cuéntame.
—Según mi valoración, murió entre las seis y las once, la víspera de la noche que la encontraron en Kungsklyftan.
Martin replicó, algo decepcionado:
—¿No puedes precisar un poco la hora?
—En Suecia la praxis impone, en estos casos, no dar un margen de tiempo inferior a cinco horas, así que esto es lo mejor que puedo ofrecerte. Sin embargo, la verosimilitud del intervalo es del noventa y cinco por ciento, así que es bastante fiable. En cambio, puedo confirmarte algo que seguramente habréis sospechado y es que Kungsklyftan es secundario como lugar del crimen: la asesinaron en otro sitio, donde la tuvieron después un par de horas, lo que hemos podido deducir por las manchas de lividez.
—Bueno, algo es algo —suspiró Martin—. ¿Y qué me dices de los esqueletos? ¿Nos revelan algo? Supongo que te llegaría la información de Patrik sobre quiénes sospechamos que pueden ser.
—Sí, me llegó. Pero aún no estamos listos con eso. No es tan fácil como podría creerse encontrar fichas dentales de los años setenta, pero estamos trabajando al máximo con ello y, tan pronto como sepamos algo más, os lo comunicaremos. Lo único que podemos deciros por ahora es que se trata de dos esqueletos de mujer y que la edad es más o menos la que necesitáis. De las caderas de una de las mujeres se deduce, además, que tuvo algún parto, lo que encaja con la información de que disponemos. Y, lo más interesante de todo, los dos esqueletos presentan fracturas similares a las del cadáver. Entre tú y yo, casi me atrevería a decir que las fracturas de las tres víctimas son prácticamente idénticas.
A Martin se le cayó el bolígrafo al suelo de puro asombro. ¿Qué era, en realidad, lo que tenían delante? Un asesino sádico que dejaba pasar veinticuatro años entre sus crímenes. La otra posibilidad, que ni siquiera quería plantearse, era que el asesino no hubiese esperado veinticuatro años, sino que ellos no hubiesen encontrado a las demás víctimas.
—Las otras dos mujeres, ¿también habían sido acuchilladas?
—Puesto que no tenemos ningún material orgánico que utilizar, resulta difícil de decir, pero los huesos presentan ciertas marcas de raspaduras que podrían indicar que sufrieron el mismo trato, sí.
—¿Y cuál fue, en su caso, la causa de la muerte?
—La misma que en el de la muchacha alemana. Los huesos deprimidos a la altura del cuello coinciden con las lesiones que aparecen en casos de estrangulamiento.
Martin iba tomando notas durante la conversación.
—¿Tienes algo más que pueda interesarnos?
—Nada, salvo que es probable que los esqueletos hayan estado enterrados, pues hallamos en ellos restos de tierra de cuyo análisis quizá saquemos algo. Pero aún no hemos terminado con ellos, así que tendréis que ser pacientes. También había tierra en el cadáver de Tanja Schmidt y en la manta sobre la que yacía, que compararemos con la de los dos esqueletos. —Pedersen hizo una pausa, antes de continuar—: ¿Es Mellberg quien dirige la investigación?
Martin creyó percibir cierto desasosiego en su voz y sonrió para sus adentros, pero lo tranquilizó enseguida al respecto.
—No, Patrik es el responsable. Aunque otra cosa es quién se atribuirá los honores si resolvemos el caso…
Los dos se echaron a reír ante el comentario, aunque a Martin se le atragantó la risa en la garganta.
Concluida la conversación con Tord Pedersen, fue a buscar el fax y cuando, minutos más tarde, llegó Patrik, él ya lo había leído. Le hizo un resumen a Patrik, que quedó tan abatido como él. La cosa se presentaba como una auténtica maraña.
A
nna se dejaba tostar por el sol en la proa del barco, donde se había tumbado. Los niños dormían la siesta abajo, en el camarote, y Gustav llevaba el timón. Cada vez que la proa golpeaba la superficie del agua, las pequeñas gotas saladas salpicaban su cuerpo, proporcionándole una deliciosa sensación de frescor. Si cerraba los ojos, podía olvidar por un instante sus problemas y persuadirse de que aquella era su verdadera vida.
—Anna, te llaman por teléfono —la despertó de su meditación la voz de Gustav.
—¿Quién es? —preguntó, haciéndose sombra con la mano mientras él blandía su móvil.
—No me lo ha querido decir.
¡Vaya, hombre! Comprendió enseguida de quién se trataba y, con el estómago encogido de desasosiego, se levantó y se dirigió hacia donde se encontraba Gustav.
—Aquí Anna.
—¿Quién coño es ese? —farfulló Lucas.
Anna vaciló un instante.
—Ya te dije que iba a salir a dar una vuelta en barco con un amigo.
—¿Y quieres que me crea que ese era «un amigo»? —respondió Lucas inmediatamente—. ¿Cómo se llama?
—Eso no es algo que…
Lucas la interrumpió bruscamente:
—¿Cómo se llama, Anna?
Su entereza se quebrantaba por segundos, a medida que oía esa voz y, al fin, respondió en silencio:
—Gustav af Klint.
—¡Huy, qué elegante suena eso! —replicó Lucas, pasando de la sorna a la amenaza—. ¿Cómo te atreves a llevarte de vacaciones a mis hijos con otro hombre?
—Tú y yo estamos divorciados, Lucas —le recordó Anna cubriéndose los ojos con la mano.
—Pero tú sabes tan bien como yo que eso no cambia nada, Anna. Tú eres la madre de mis hijos, un lazo que siempre nos unirá a los dos. Tú eres mía y los niños también son míos.
—Entonces, ¿por qué intentas arrebatármelos?
—Porque tú eres inestable, Anna. Siempre has sido débil de carácter y, para ser sincero, no confío en que puedas cuidar de mis hijos como se merecen. Fíjate qué vida lleváis. Tú trabajando todo el día y ellos en la guardería. ¿Eso es bueno para los niños, Anna? ¿A ti qué te parece?
—Ya, pero yo tengo que trabajar, Lucas. Y, además, ¿cómo ibas tú a resolver ese problema si estuvieran contigo? Tú también tienes que trabajar. ¿Quién iba a encargarse de ellos?
—Hay una solución, Anna, y tú lo sabes.
—¿Estás loco? ¿Crees que yo iba a volver contigo después de haberle roto el brazo a Emma? Por no mencionar lo que me hiciste a mí —empezaba a quebrársele la voz cuando, instintivamente, supo que había ido demasiado lejos.
—¡No fue culpa mía! Fue un accidente. Además, si tú no te hubieses empeñado en ir siempre en mi contra, yo no habría perdido la paciencia tan a menudo.
Era como hablar con una pared. No tenía sentido. Anna sabía, después de tantos años con él, que Lucas estaba convencido de tener razón. Él nunca tenía la culpa. Todo lo que sucedía era siempre culpa de los demás. Cada vez que él la golpeaba, la hacía sentirse culpable porque ella no había mostrado la suficiente comprensión, el suficiente cariño, la suficiente sumisión.
Cuando, recurriendo a una fuerza suya mucho tiempo oculta, emprendió la separación, se sintió, por primera vez en muchos años, fuerte, invencible. Por fin podía reconquistar su vida. Ella y los niños podrían empezar de nuevo. Sin embargo, había sido demasiado fácil. Lucas quedó sinceramente impresionado al ver que, durante uno de sus accesos de ira, le había roto el brazo a su hija y se comportó de un modo razonable y atípico en él. Gracias al desenfreno de su nueva vida de soltero después de la separación, dejó en paz a Anna y a los niños durante un tiempo, mientras estuvo ocupado conquistando a una mujer detrás de otra. Sin embargo, justo cuando Anna empezaba a sentir que había conseguido liberarse, Lucas se empezó a cansar de su nueva vida y volvió a acordarse de su familia. Y al ver que de nada servían flores, regalos y súplicas de perdón, se desprendió de los guantes de seda… y exigió la custodia de los niños basándose en una serie de acusaciones infundadas sobre la supuesta ineptitud de Anna para ser madre. Ninguna de esas acusaciones era cierta, pero Lucas podía ser tan convincente y encantador cuando se lo proponía que Anna temía la posibilidad de que se saliese con la suya. Por otro lado, sabía muy bien que no eran los niños los que le interesaban. Sería imposible casar su vida laboral con la custodia de dos niños pequeños, pero tenía la esperanza de infundir en Anna el temor necesario para que volviese con él. Y, de hecho, en momentos de debilidad se sentía inclinada a hacerlo. Al mismo tiempo, comprendía que era imposible, eso la destruiría; y entonces se reafirmaba en su decisión.
—Lucas, esta discusión no conduce a nada. Yo he sabido seguir adelante después de la separación y tú deberías hacer lo propio. Es cierto que he conocido a otro hombre, es algo que tendrás que aceptar. Los niños están bien y yo también. ¿Por qué no intentamos comportarnos como adultos?
Dijo aquello en un tono de súplica, frente al compacto silencio procedente del otro lado del teléfono. Pero enseguida comprendió que había sobrepasado el límite. Cuando oyó la señal de que Lucas había colgado, supo que, de algún modo, tendría que pagarlo… y muy caro, por cierto.
A
quel dolor de cabeza infernal le hacia arañarse la cara. Y el dolor que a su vez le causaban los arañazos abiertos en su piel era casi una satisfacción comparado con el bombear de su cabeza, porque le ayudaba a centrarse.
Todo seguía a oscuras, pero algo la había hecho despertar de su profundo y estéril letargo. Por encima de su cabeza vio cómo crecía una pequeña rendija de luz mientras, con los ojos entrecerrados, miraba hacia arriba. Puesto que no estaba habituada a la luz, no veía nada, pero oyó que alguien entraba a través de la rendija, ya convertida en abertura, y bajaba la escalera, alguien que se acercaba cada vez más en la oscuridad. El aturdimiento le impidió saber si debía sentir miedo o alivio. De hecho, sentía una mezcla de ambos: ya dominaba el uno, ya el otro.
Los últimos pasos hasta donde ella se encontraba, hasta donde yacía encogida en posición fetal, fueron prácticamente mudos. Sin que mediara ninguna palabra, sintió una mano que le acariciaba la cabeza, un gesto que tal vez debería haberla tranquilizado, pero su sencillez hizo que el temor se apoderase de su corazón como una garra convulsa.