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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los gritos del pasado (33 page)

BOOK: Los gritos del pasado
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—Estuve utilizándolo hasta 1984 o 1985, creo. Después no sé qué demonios de consejo de medio ambiente llegó a la conclusión de que podía «ejercer una influencia negativa sobre el equilibrio ecológico» —hablaba con voz chillona y acompañó sus palabras del signo de las comillas—, así que hubo que cambiar a un abono diez veces peor que, además, también era diez veces más caro. ¡Imbéciles de mierda!

—¿Durante cuánto tiempo utilizó ese abono?

—Pues unos diez años, tal vez. Seguro que tengo las fechas exactas en mis libros de cuentas, pero creo que empecé a mediados de los setenta. ¿Por qué les interesan esos datos? —preguntó, dedicándoles a Gösta y a Ernst una mirada maliciosa.

—Guardan relación con una investigación en curso.

Gösta no dijo más; sin embargo, el campesino empezó a asociar y a comprender.

—Tiene algo que ver con las chicas, ¿verdad? Con las chicas de Kungsklyftan y con la que ha desaparecido. ¿Creen que yo estoy involucrado en eso? ¡Eh!, ¿es eso lo que se les ha ocurrido pensar? Ah, no, eso sí que no.

Dicho esto, se levantó y se apartó de la mesa con pie vacilante. Rolf Persson era un hombre corpulento que, al parecer, aún no se había visto afectado por ninguno de los signos de decrepitud propios de su edad, pues bajo las mangas de la camisa se apreciaban unos músculos tensos y fuertes. Ernst alzó las manos para calmarlo y se levantó también. En situaciones así, Lundgren podía ser realmente útil, se dijo Gösta lleno de gratitud. Su colega vivía para momentos como aquel.

—Bueno, vamos a tranquilizarnos. Tenemos una pista y hemos de seguirla, y no es el único al que vamos a visitar. No hay razón para sentirse señalado de ninguna manera. Pero querríamos echar un vistazo a la finca, sólo para poder borrarlo de la lista.

El agricultor lo miró con desconfianza, pero al fin asintió. Gösta aprovechó para pedirle:

—¿Puedo usar el lavabo?

Su vejiga no era lo que fue en otro tiempo y había ido aguantando las ganas hasta que la situación empezó a ser urgente. Rolf asintió y le señaló una puerta con las iniciales WC.

—Desde luego, la gente se dedica a robar como buitres. ¿Qué podemos hacer las personas honradas como nosotros…?

Ernst se interrumpió al ver que Gösta volvía, una vez cumplida su misión. La copa vacía que había ante Ernst evidenciaba que por fin se había tomado el trago que tanto deseaba, y él y el campesino parecían ahora viejos amigos.

Media hora después, Gösta se armó de valor y empezó a reprender al colega.

—¡Joder, cómo apestas a alcohol! ¿Cómo crees que pasarás desapercibido delante de Annika con ese aliento maloliente?

—Bah, venga, Flygare, no reacciones como una maestra de escuela. Sólo me tomé un trago, no hay nada malo en ello. Y no es de buena educación rechazar un trago cuando te invitan.

Gösta soltó una risita, pero no añadió más comentarios. Se sentía abatido. La media hora que habían pasado revisando la propiedad del campesino no había dado el menor resultado. No había ni rastro de la joven ni tampoco de que se hubiese excavado ni de que hubiesen desenterrado ningún cadáver recientemente, y tenía la sensación de haber malgastado la mañana. Ernst y el campesino, en cambio, parecían haber congeniado en el breve lapso en el que Gösta fue a aligerar su vejiga y, mientras recorrían la finca, fueron charlando amigablemente. En opinión de Gösta, habría sido mucho mejor que hubiese mantenido la distancia con un posible sospechoso de un caso de asesinato, pero, como era habitual, Lundgren seguía sus propias reglas.

—¿No te ha dicho Persson nada de provecho?

Ernst ahuecó la mano y echó el aliento para olerlo. En un primer momento, pasó por alto la pregunta de su colega.

—Oye, Flygare, ¿no podrías parar aquí un momento? Quiero comprar caramelos de menta.

Gösta no contestó, sino que giró algo enojado para detenerse ante la estación de servicio de OKQ8 y aguardó en el coche mientras Ernst se apresuraba a comprar algo con lo que remediar sus problemas de aliento. Hasta que no volvió al coche, no contestó a la pregunta de Gösta.

—No, ahí hemos ido a picar en piedra. Un tío estupendo y juraría que no tiene nada que ver con el asunto. No, de hecho, opino que podemos desechar esa teoría ahora mismo. Lo del abono seguro que es una pista infructuosa. Esos malditos técnicos forenses se pasan el día sentados en el laboratorio y pierden la vida analizando cosas mientras nosotros, que trabajamos fuera, en el mundo real, vemos lo ridículas que resultan sus teorías, el ADN, el análisis de cabellos y de abono, las huellas de neumáticos y todas esas cosas con las que se entretienen a todas horas. ¡Quita! Lo mejor es una buena paliza en el momento adecuado, eso es lo que hace que los misterios de un caso se desvelen ante uno como las páginas de un libro, Flygare —terminó su intervención con el puño cerrado, a fin de ilustrar su punto de vista. Satisfecho al haber tenido ocasión de demostrar quién de ellos dos sabía mejor cómo había que desarrollar el trabajo policial, apoyó la cabeza en el reposacabezas y cerró los ojos unos segundos.

Gösta siguió conduciendo en silencio rumbo a Tanumshede. Sin embargo, él no estaba tan seguro de que su colega tuviese razón.

L
a noticia había llegado también a oídos de Gabriel la tarde del día anterior. Toda la familia se había reunido en silencio en torno a la mesa del desayuno, cada uno sumido en sus propios pensamientos. Para sorpresa de todos, Linda había vuelto la noche antes con sus cosas para pasarla en la casa y, sin decir palabra, se fue a dormir a su habitación, que siempre estaba preparada.

Laine rompió el silencio, con cierta aprensión.

—¡Qué bien que hayas vuelto a casa, Linda!

Ella farfulló una respuesta ininteligible, con la mirada fija en la tostada que estaba untando de mantequilla.

—Habla más alto, Linda; es de mala educación murmurar de ese modo.

Laine le lanzó a Gabriel una mirada aniquiladora, pero a él no pareció preocuparle lo más mínimo. Aquella era su casa y no tenía la menor intención de hacer ningún papel ante la jovencita, sólo por conseguir el dudoso placer de tenerla allí una temporada.

—Digo que sólo pasaré aquí una o dos noches y que luego volveré a Västergården. Necesitaba cambiar de aires, eso es todo. Allí siempre están dando la murga con los aleluyas. Y la verdad es que deprime ver cómo lo hacen con los niños. Es un horror oírlos hablar de Jesús a todas horas.

—Sí, yo ya le he dicho a Jacob que me parece que están siendo un poco estrictos con los niños. Pero su intención es buena y la fe es importante para Jacob y Marita, eso es algo que hay que respetar. Por ejemplo, sé perfectamente que Jacob se enfada muchísimo cuando te oye maldecir como lo haces. Te diré que no es lenguaje apropiado para una señorita.

Linda alzó la vista al cielo, muy irritada. Lo único que quería era librarse por unas horas de Johan, porque allí no se atrevería a llamar, pero ya la estaban sacando de quicio con el rollo de siempre. Al final, terminaría volviendo a casa de su hermano aquella misma noche. Así no se podía vivir.

—Bueno, supongo que en casa de Jacob habrás oído lo de la exhumación. Mi padre llamó y lo contó todo justo después de que la policía se hubiese puesto en contacto con él, ¡habrase visto mayor tontería!, pensar que todo era un plan tramado por Ephraim para que pareciese que Johannes estaba muerto. Es lo más absurdo que he oído en mi vida.

Unas manchas de rojo encendido fueron apareciendo en el pecho de Laine, que no paraba de juguetear con el collar de perlas que llevaba, y Linda tuvo que reprimir el impulso de abalanzarse sobre ella, arrancarle el collar y dejar rodar las malditas perlas por el suelo.

Gabriel se aclaró la garganta para contribuir con su autoritaria voz a la discusión. Todo aquel asunto de la exhumación lo molestaba profundamente. Alteraba sus círculos y levantaba polvo en el orden de su mundo, algo que le disgustaba enormemente. Ni por un momento había creído que las afirmaciones de la policía tuviesen el menor fundamento, pero ese no era el problema. Tampoco le importaba que, con la exhumación, perturbasen el reposo de su hermano, aunque, claro está, no era una idea agradable. No, lo que en realidad le irritaba era el desorden que conllevaba todo aquel proceso: los ataúdes estaban para inhumarlos, no para exhumarlos. Las tumbas, una vez cavadas, debían quedar intactas y los ataúdes, una vez cerrados, no deberían abrirse de nuevo. Así tenía que ser: debe y haber, orden y concierto.

—A mí me resulta un tanto curioso que la policía pueda actuar así por iniciativa propia. No sé a quién le habrán retorcido el brazo para conseguir la autorización para hacer algo semejante, pero pienso llegar hasta el fondo en mis averiguaciones, podéis creerme. No vivimos en un estado policial, ¿no?

Una vez más se oyó murmurar a Linda, que no alzó la cabeza del plato.

—Perdón, ¿qué has dicho, cariño?

—Preguntaba si no deberíais considerar al menos la idea de cómo deben estar pasándolo Solveig, Robert y Johan. ¿No comprendéis cómo deben de sentirse ellos, que saquen de la tumba a Johannes de ese modo? No, qué va, lo único que vosotros sabéis hacer es protestar y lamentaros de vosotros mismos. Ya podíais pensar en otra persona, para variar.

Arrojó la servilleta sobre el plato y se levantó de la mesa. Las manos de Laine volvieron a juguetear con el collar y parecía como si dudase si ir o no en busca de su hija, pero una mirada de Gabriel la clavó en la silla.

—En fin, ya sabemos de quién ha heredado ese carácter tan crispado.

Dijo aquellas palabras en un tono acusador. Laine no replicó.

—Mira que ser capaz de decir que no nos preocupamos de cómo lo estarán pasando Solveig y los chicos. Por supuesto que sí, pero ellos han demostrado una y otra vez que no quieren nuestro aprecio, y uno recoge lo que siembra…

Había ocasiones en que Laine odiaba a su marido. Allí estaba, tan pagado de sí mismo, comiéndose el huevo sin que le fallase el apetito. Recreó en su mente una escena en que se levantaba, cogía el plato de Gabriel y se lo aplastaba contra el pecho muy despacio, pero lo que hizo en realidad fue levantarse y empezar a quitar la mesa.

Verano de 1979

A
hora compartían el dolor. Como dos siamesas, se apretaban la una contra la otra en una simbiosis mantenida por la misma proporción de odio que de amor. Por un lado, infundía seguridad el no tener que estar sola en la oscuridad. Por otro, el mal generaba la enemistad natural, el deseo de librarse, de que fuese la otra la que sufriese el dolor la próxima vez que él llegase.

No hablaban mucho. Las voces resonaban aterradoras en aquella ceguera subterránea. Cuando los pasos se acercaban de nuevo, se separaban en el acto perdiendo ese contacto de la piel que constituía su única protección en las tinieblas. Ahora, lo único que importaba era huir del dolor y se arrojaban la una sobre la otra, luchando cada una por no ser la primera en caer en manos del perverso.

En esta ocasión fue ella quien ganó y empezó a oír los gritos. En cierto modo, librarse era casi igual de terrible. El crujido de los huesos al romperse estaba grabado en su tímpano y cada grito que profería la otra lo sentía ella en su cuerpo maltratado. Además, sabía lo que sucedía a los gritos. Después del dolor, las mismas manos que retorcían y doblaban, que pinchaban y herían, se transformaban y se posaban cálidas y dulces sobre el lugar en que el dolor era más intenso. Ella conocía ya aquellas manos tan bien como las suyas. Eran grandes y fuertes, pero, al mismo tiempo, suaves, sin rugosidades ni protuberancias. Esos dedos, largos y sensibles como los de un pianista y, pese a que nunca los había visto, era capaz de recrearlos en su mente.

De pronto empezaron a intensificarse los gritos y deseó poder alzar los brazos para cubrirse las orejas con las manos. Pero sus brazos colgaban flácidos e inútiles a ambos lados de su cuerpo y se negaban a obedecer sus instrucciones.

Cuando cesaron los lamentos y la trampilla que había sobre su cabeza se abrió para volver a cerrarse enseguida, fue arrastrándose sobre la fría y húmeda superficie hacia la fuente de los gritos.

Era el momento de procurar consuelo.

M
ientras la tapa del ataúd empezaba a deslizarse, todos guardaban silencio. Patrik se sorprendió al darse cuenta de que, nervioso, se volvía a mirar hacia la iglesia. No sabía qué esperaba ver. Un rayo que surgiese de la torre y que los abatiese a todos en plena práctica hereje. Sin embargo, no sucedió nada semejante.

Cuando vio el esqueleto en el ataúd, se le encogió el corazón. Se había equivocado.

—Bueno, Hedström, vaya embrollo que has organizado con este asunto.

Mellberg movía la cabeza de un lado a otro, como lamentándose, y sólo con esa frase logró que Patrik se sintiera como si hubiesen colocado su cabeza de diana. En cualquier caso, su jefe tenía razón. Menudo embrollo.

—Bien, entonces, nos lo llevamos para constatar que es el tipo que creemos. Aunque no creo que nos llevemos ninguna sorpresa al respecto, porque no tendrás también alguna teoría sobre intercambio de cadáveres o algo así, ¿verdad?

Patrik no respondió, sólo meneó la cabeza al tiempo que se decía que, seguramente, merecía tanta ironía. Los técnicos hicieron su trabajo y, cuando el esqueleto, poco después, viajaba camino a Gotemburgo, Patrik y Martin se acomodaron en el coche para regresar a la comisaría.

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