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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los gritos del pasado (35 page)

BOOK: Los gritos del pasado
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—Pues eso, vaqueros, creo. Una especie de camiseta ajustada y una rebeca. La rebeca era azul y la camiseta blanca, creo, o quizá al contrario. Ah, sí, y un bolso de color rojo.

Patrik y Martin intercambiaron una mirada muy elocuente, pues Linda acababa de describir la vestimenta que Tanja llevaba el día que desapareció. La rebeca era blanca y la camiseta azul, no al contrario.

—¿A qué hora de la tarde la visteis?

—Temprano. Sobre las seis, quizá.

—¿Sabes si Jacob le abrió la puerta y la dejó entrar?

—Nadie le abrió cuando llamó a la puerta, desde luego. Después rodeó la casa y la perdimos de vista.

—¿No os disteis cuenta de cuándo se marchó, si es que lo hizo? —preguntó Patrik.

—No, la carretera no se ve desde el cobertizo. Y ya os digo que yo no estoy tan segura como Johan de que fuese ella.

—¿Se te ocurre qué otra chica podría ser? Quiero decir que no es habitual que los desconocidos vengan a llamar a vuestra puerta.

Una vez más, Linda se encogió de hombros, indiferente. Tras unos minutos de silencio, respondió:

—No, no sé quién podría ser, pero podría tratarse de algún vendedor, qué se yo.

—¿Y Jacob no mencionó después ninguna visita?

—No.

Linda no abundó más en la respuesta y tanto Patrik como Martin comprendieron que estaba más preocupada por lo que había visto de lo que en realidad quería darles a entender a ellos, quizá también a sus padres.

—¿Pueden decirme qué es lo que buscan? Como ya he dicho antes, empiezo a pensar que esto se asemeja bastante al acoso, ¡como si no hubiese bastante con la exhumación del cadáver de mi hermano! Por cierto, ¿qué tal fue eso? ¿Estaba vacío el ataúd?

Formuló la pregunta con sorna manifiesta y Patrik no pudo por menos de darse por aludido.

—No, había un esqueleto en el ataúd. Probablemente, su hermano Johannes.

—Probablemente. —Gabriel resopló despectivo al tiempo que se cruzaba de brazos—. ¿Van a ir también por el pobre Jacob?

Laine miraba a su marido horrorizada. Era como si acabase de comprender las consecuencias de las preguntas de la policía.

—¡Pero… no, no creerán que Jacob…! —exclamó más que preguntó, llevándose las manos a la garganta.

—Por ahora no creemos nada, pero nos interesa mucho saber cómo y por dónde se movió Tanja antes de desaparecer, de modo que Jacob puede ser un testigo importante.

—¡Testigo! Desde luego que lo están haciendo con discreción; ese mérito, al menos, se lo he de reconocer; pero no crean que vamos a caer en la trampa. Se han propuesto terminar lo que los inútiles de sus colegas iniciaron en el 79, les da lo mismo a quién le endosan el muerto, ¿verdad?, con tal de que sea un Hult. Primero se empeñan en que Johannes aún está vivo y ha empezado a matar muchachas tras una pausa de veinticuatro años y luego, cuando resulta que está en su ataúd tan muerto como se pueda estar, van por Jacob. —Gabriel se levantó y les señaló la puerta—. ¡Fuera! No quiero volver a verles por aquí a menos que traigan papeles y que yo haya podido llamar a mi abogado. ¡Mientras tanto, ya se están yendo al infierno!

Las palabras fuera de tono surgían con creciente fluidez de su boca y, en las comisuras de los labios, se apreciaban pequeñas burbujas de saliva. Patrik y Martin sabían cuándo su presencia no era deseada en un lugar, recogieron velas y se encaminaron a la puerta. Cuando ésta se cerró a sus espaldas con un golpe seco, oyeron la voz de Gabriel, que preguntaba con un rugido a Linda:

—¿Y qué coño has estado haciendo tú, eh?


D
onde menos lo esperas…

—Pues sí, la verdad es que no me imaginaba que bajo esa tranquila apariencia acechase semejante actividad volcánica —corroboró Martin.

—Ya, bueno, pero yo lo comprendo. Desde su punto de vista… —los pensamientos de Patrik se desviaron nuevamente hacia el fracaso de aquella mañana.

—Ya te he dicho que no pienses más en eso, hombre. Hiciste lo que pudiste y no puedes andar martirizándote y compadeciéndote de ti mismo por más tiempo —le recriminó Martin.

Patrik lo miró perplejo. Martin sintió que fijaba en él su mirada y se encogió de hombros al tiempo que se disculpaba:

—Lo siento. Supongo que el estrés también empieza a hacer mella en mí.

—No, qué va, si tienes toda la razón. No es el momento adecuado para compadecerse de uno mismo —apartó la vista de la carretera un instante para mirar a su colega—. Y nunca pidas perdón por ser sincero, Martin.

—Vale.

Se hizo un silencio desconcertante que duró unos minutos pero que Patrik rompió cuando pasaban por el campo de golf de Fjällbacka, para atenuar la tensión:

—¿Por qué no te sacas el carnet verde de una vez? Así podremos jugar una partida juntos.

Martin sonrió, provocador.

—¿Te atreverías? Quién sabe si no tengo un talento natural y te fundo en el campo.

—No creo. Yo tengo bastante habilidad para los deportes de pelota.

—Bien, pues ya podemos darnos prisa, porque después tendrá que pasar mucho tiempo antes de que podamos jugar unas partidas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Patrik, un tanto desconcertado.

—Puede que con tanto follón se te haya olvidado, pero tienes un hijo en camino que llegará dentro de un par de semanas. Y cuando eso ocurra, no te quedará mucho tiempo libre para disfrutar de ese tipo de distracciones, ¿no crees?

—Bah, ya me las arreglaré. Cuando son tan pequeños, se pasan el tiempo durmiendo, así que a alguna partida sí que podremos escaparnos. Y Erica comprenderá que yo tengo que salir a alguna actividad mía de vez en cuando, claro. Eso fue lo que acordamos cuando decidimos tener hijos, que cada uno debía concederle al otro un espacio para que se dedicase a lo que le apeteciera y no estar siempre enfrascados en ser padres.

Para cuando Patrik había llegado al final de la frase, Martin ya llevaba un rato llorando de risa y negando con la cabeza.

—Sí, sí, seguro que tenéis un montón de tiempo de sobra para dedicaros a vuestras cosas. Como los bebés duermen tanto… —dijo remedando a Patrik, lo que le hizo reír de más buena gana aún.

Patrik, que sabía que la hermana de Martin tenía cinco hijos, empezó a preocuparse un poco y a preguntarse qué sería lo que Martin sabía y que él parecía ignorar. Sin embargo, antes de que tuviese tiempo de formular la pregunta, sonó el móvil.

—Aquí Hedström.

—Hola, soy Pedersen. ¿Llamo en mal momento?

—No, en absoluto. Espera que encuentre dónde aparcar.

Acababan de dejar atrás el camping de Grebbestad, y sus rostros se ensombrecieron enseguida. Patrik avanzó unos cien metros hasta llegar al aparcamiento del muelle de Grebbestad, donde giró para detenerse.

—Bien, ya he aparcado. ¿Habéis encontrado algo?

No podía ocultar la ansiedad, en tanto que Martin lo observaba con gesto tenso. Fuera del coche no cesaban de pasar montones de turistas que salían y entraban en los comercios y en los restaurantes. Patrik se percató con envidia del semblante de felicidad inconsciente que los caracterizaba a todos.

—Sí y no. Vamos a efectuar un análisis más exhaustivo dentro de un rato pero, dadas las circunstancias, pensé que te resultaría muy agradable saber que algo bueno ha salido de tu, según decían, precipitada exhumación.

—Pues sí, no te lo voy a negar. Me siento un poco como un idiota, así que todo lo que puedas decirme me interesa —aseguró Patrik, conteniendo la respiración.

—Para empezar, hemos comprobado la placa de identificación dental y el tipo del ataúd, y es, sin duda, Johannes Hult, así que sobre ese particular no tengo, por desgracia, ninguna noticia interesante. Sin embargo —el médico no pudo resistir la tentación de hacer una breve pausa para aumentar el efecto dramático—, es absurdo decir que murió ahorcado. De hecho, su fallecimiento se debió a un fuerte golpe que recibió en la nuca con un objeto contundente.

—¿Qué me estás diciendo? —gritó Patrik, haciendo saltar a Martin del asiento—. ¿Qué tipo de objeto contundente? ¿Le atizaron con un bate en la cabeza, o qué quieres decir?

—Sí, algo así. De todos modos, en estos momentos lo tenemos en la mesa y, en cuanto sepa algo más, vuelvo a llamarte. Pero hasta que no lo haya analizado detalladamente, no puedo darte más detalles. Lo siento.

—Te agradezco que me hayas avisado tan pronto. Dime algo, por favor, en cuanto tengas más datos.

Patrik cerró la tapa del móvil con gesto triunfante.

—¿Qué te ha dicho? Dime, ¿qué te ha dicho? —lo apremió Martin, con una curiosidad que lo hacía balbucear.

—Que no soy un completo idiota.

—Sí, bueno, para constatar algo así es precisa la intervención de un médico…, pero ¿aparte de eso? —dijo Martin con sequedad, pues no le gustaba que lo tuvieran en ascuas.

—Dice que Johannes Hult fue asesinado.

Martin bajó la cabeza hasta las rodillas y se frotó el rostro con las manos en una especie de parodia de la desesperación.

—Mira, ¿sabes que te digo?, que me doy por despedido de toda la investigación. Esto no es normal. ¿Quieres decir que el principal sospechoso de la desaparición de Siv y de Mona, e incluso de su muerte, resulta ahora que también fue asesinado?

—Eso es exactamente lo que acabo de decir. Y si Gabriel Hult cree que puede chillar lo suficiente como para que nos abstengamos de rebuscar en sus cosas, está totalmente equivocado. Si hay algo que demuestre que esa familia nos oculta algún asunto, es esto. Alguno de ellos sabe cómo y por qué fue asesinado Johannes Hult, y qué relación guarda su muerte con los asesinatos de las chicas, ¡te apuesto lo que quieras! —exclamó golpeándose con el puño la palma de la mano, mientras notaba que la apatía de aquella mañana se iba reemplazando en su interior por una ola de renovada energía.

—Lo único que cabe esperar es que sepamos resolverlo con la rapidez necesaria. Lo digo por Jenny Möller —observó Martin.

Aquel comentario fue para Patrik un contundente jarro de agua fría. En efecto, no debía permitir que lo venciese el instinto de competitividad. No podía olvidar por qué estaban haciendo su trabajo. Permanecieron un rato sentados, observando pasar a la gente. Después, Patrik volvió a poner el coche en marcha y siguieron camino a la comisaría.

K
ennedy Karlsson creía que todo empezó por culpa de su nombre. En realidad, no había muchas más razones que aducir. La mayoría de los otros chicos tenían buenas excusas, como que los padres bebían y los maltrataban. En su caso era, pues eso, sólo el nombre.

Su madre había pasado varios años en Estados Unidos después de terminar el colegio. Antes habría causado sensación en el pueblo que alguien se fuese a Estados Unidos. Sin embargo, a mediados de los ochenta, cuando su madre se fue, ya hacía tiempo que un billete para Estados Unidos había dejado de significar un viaje sólo de ida. Eran muchas las personas cuyos hijos adolescentes se marchaban a la ciudad o al extranjero. Lo único que no había cambiado era que si alguien abandonaba la seguridad del pueblo, las malas lenguas empezaban a decir que aquello no podía terminar bien. Y en el caso de su madre, habían acertado, en cierto modo. Después de un par de años en la tierra prometida, volvió con él en la barriga. De su padre no supo nunca nada, pero ni siquiera esa era una buena excusa pues, antes de que él naciera, su madre se había casado con Christer, que había funcionado muy bien como un verdadero padre. No, era lo del nombre. Suponía que su madre había querido hacerse la interesante y demostrar que ella, pese a haber tenido que volver a casa con el rabo entre las piernas, había visto mundo y él debía convertirse en la prueba viviente de ello. De modo que su madre nunca perdía la ocasión de contar que el mayor de sus hijos se llamaba Kennedy, por John F. Kennedy, «puesto que durante los años que pasó en Estados Unidos aprendió a admirar a aquel hombre». Él se preguntaba por qué, en tal caso, no eligió ponerle simplemente John.

Christer y su madre les habían otorgado mejor destino a sus hermanos y hermanas. Así, para ellos sí valieron nombres como Emelie, Mikael y Thomas. Nombres suecos normales de toda la vida, lo que hacía que él destacase más aún entre la prole. El hecho de que su padre, además, fuese negro, no mejoraba en nada las cosas, pero Kennedy no se creía raro por eso, no; estaba convencido de que era el maldito nombre.

Lo cierto es que él tenía muchas ganas de empezar la escuela. Lo recordaba perfectamente: la excitación, la alegría, la ansiedad por empezar algo distinto, por ver cómo se abría ante él todo un mundo nuevo. Sólo les llevó un día o dos aplastar sus ansias a causa del maldito nombre. No tardó en aprender lo grave que era el pecado de diferenciarse de la mayoría: un nombre raro, un peinado llamativo, ropa pasada de moda, tanto daba; eran detalles que indicaban que no eras como los demás. En su caso, como añadido, lo empeoraba todo el que creyesen que se consideraba superior por tener ese nombre tan original. ¡Como si lo hubiese elegido él! Si hubiese podido elegir, habría querido llamarse algo así como Johan, Oskar o Fredrik, algo que le permitiese el acceso al grupo de forma automática.

Tras el infierno de los días iniciales en primer curso, nada cambió. Las pullas, los golpes y el vacío hicieron que construyese a su alrededor un muro resistente como el granito, y la acción no tardó en seguir al pensamiento. Toda la ira que había ido acumulando intramuros empezó a filtrarse por rendijas y ranuras que fueron agrandándose más y más, hasta que su cólera se hizo patente a ojos de todos. Y entonces ya era demasiado tarde. A aquellas alturas ya había abandonado la escuela, había perdido la confianza en su familia y, además, sus amigos no eran los amigos que hay que tener.

Kennedy se había resignado al destino que su nombre le había otorgado. «Problemas» era el lema que llevaba tatuado en la frente y lo único que tenía que hacer era cumplir las expectativas. Una forma de vivir fácil y, paradójicamente, también difícil.

Todo aquello cambió el día en que, en contra de su voluntad, fue a la granja de Bullaren. Fue una de las condiciones que le impusieron cuando lo pillaron por el desafortunado robo de un coche después del cual decidió, en un principio, adoptar la actitud de oponer la mínima resistencia para salir de allí lo antes posible. Después conoció a Jacob y gracias a él conoció a Dios.

Sin embargo, a sus ojos, los dos eran prácticamente lo mismo.

No medió ningún milagro. No había oído una voz celestial atronadora ni había visto el rayo caer desde las alturas ante sus pies, como prueba de que Él existía. Fue gracias a las horas que pasó con Jacob, las conversaciones que mantuvo con él, como la imagen de Dios fue perfilándose a sus ojos paulatinamente. Como un rompecabezas que, muy despacio, fuera configurando la imagen que mostrara la caja que lo contiene.

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