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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los gritos del pasado (31 page)

BOOK: Los gritos del pasado
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—Bueno, en ese caso está claro que ha llegado la hora de ponerle remedio. ¿Cuándo podéis venir?

Erica lo oyó intercambiar unas palabras con alguien que tenía a su lado y no tardó en volver a ponerse al auricular.

—No tenemos nada especial que hacer, de modo que podríamos pasarnos ahora mismo, si no hay inconveniente.

—¡Perfecto!

Erica sintió renacer su entusiasmo al ver interrumpida su monotonía. Les facilitó una breve descripción del camino y se apresuró a poner una cafetera. Cuando llamaron a la puerta, cayó en la cuenta de que había olvidado preguntarle cómo se llamaba. En fin, empezarían por las presentaciones.

Tres horas después estaba a punto de echarse a llorar, no cesaba de pestañear e invocaba sus últimas reservas con objeto de parecer interesada en la conversación.

—Uno de los aspectos más interesantes de mi trabajo es precisamente controlar el flujo de los CDR. Como te decía, los CDR,
Call Data Record
, son los valores portadores de la información relativa a la duración y el destino de las llamadas de los usuarios, entre otras cosas. Una vez compilados todos los datos procedentes de los CDR, éstos constituyen una increíble fuente de información acerca de los modelos de conducta de nuestros clientes…

Erica tenía la sensación de que el sujeto llevaba hablando una eternidad y no parecía dispuesto a terminar nunca. Jörgen Berntsson era tan aburrido que a Erica se le saltaban las lágrimas, y su esposa tampoco le iba a la zaga. No porque se entregase al mismo tipo de largas exposiciones sin interés, sino porque, desde que llegó, no había pronunciado una sola palabra, salvo su nombre.

Cuando oyó los pasos de Patrik en la escalinata, se levantó de un salto y fue aliviada a su encuentro.

—Tenemos visita —le susurró.

—¿De quién? —le preguntó él en el mismo tono.

—Un amigo tuyo de la infancia, Jörgen Berntsson, y su esposa.

—No, por favor, dime que estás de broma… —rogó Patrik con un lamento.

—No puedo, por desgracia.

—¿Cómo demonios han venido aquí?

Erica bajó la mirada, llena de remordimientos.

—Los he invitado yo para darte una sorpresa.

—¿Cómo, fuiste tú…? —levantó un poco la voz sin darse cuenta y volvió a cuchichear—: ¿Por qué los has invitado a casa?

Erica alzó los brazos con gesto abatido.

—Estaba tan aburrida… y me dijo que erais amigos de la infancia, así que pensé que te alegraría verlo.

—¿Tienes idea de cuántas veces me peleé con él cuando éramos niños? Y te aseguro que entonces no era mucho más divertido de lo que lo será ahora.

De pronto cayeron en la cuenta de que llevaban ya un rato sospechosamente largo en el vestíbulo y ambos respiraron hondo, como para hacer acopio de fuerzas.

—¡Hombre, hola! ¡Qué sorpresa!

Erica quedó impresionada de la actuación de Patrik. Ella, por su parte, no pudo hacer más que exhibir una apagada sonrisa cuando volvió a sentarse junto a Jörgen y Madeleine.

Una hora más tarde, estaba dispuesta a hacerse el haraquiri. Patrik llevaba un par de horas de ventaja y aún lograba aparentar cierto interés por la conversación.

—¿Estáis de paso?

—Así es, pensábamos recorrer en coche la costa. Le hicimos una visita a una antigua amiga del colegio de Madde que vive en Smögen y a un compañero mío de Lysekil. Lo mejor de dos mundos: ¡irse de vacaciones y restablecer antiguos lazos de amistad, todo en uno!

Jörgen retiró una pelusa inexistente de sus pantalones e intercambió con su esposa una mirada cómplice, antes de dirigirse de nuevo a Patrik y a Erica. En realidad, no habría sido necesario que abriese la boca, pues ambos sabían lo que estaba a punto de preguntar.

—Bueno…, ahora que hemos visto la casa tan bonita que tenéis, y tan amplia, por cierto —observó admirando la sala de estar—, se me ocurre preguntaros si no podríamos quedarnos a pasar una o dos noches. La mayoría de los hoteles están completos.

La pareja miraba esperanzada a Patrik y a Erica, que no necesitaba recurrir a la telepatía para adivinar las oleadas de ideas de venganza que Patrik le dirigía mentalmente. Sin embargo, la hospitalidad era como una ley natural. No había modo de eludirla.

—Por supuesto que podéis quedaros si queréis. Tenemos una habitación para las visitas.

—¡Magnífico! ¡Qué bien lo vamos a pasar! Bueno, por dónde iba… ¡Ah, sí!, pues cuando ya hemos recopilado la cantidad suficiente de material CDR para emprender un análisis estadístico sobre su base…

La tarde pasó como en una nebulosa. Pese a todo, aprendieron más de lo que nunca habrían soñado acerca de las técnicas subyacentes en el mundo de las telecomunicaciones.

U
n tono tras otro se oía en la línea, pero ninguna respuesta salvo el contestador, que repetía su «Hola, soy Linda, deja un mensaje después de oír la señal y te llamaré lo antes posible». Johan colgó el teléfono, irritado. Ya le había dejado cuatro mensajes, pero ella no lo había llamado aún. Con cierta reserva, marcó el número de la finca de Västergården. Esperaba que Jacob estuviese en el trabajo y tuvo suerte, pues fue Marita quien respondió.

—Hola, ¿está Linda en casa?

—Sí, está en su habitación. ¿Quién la llama?

Vaciló de nuevo pero decidió que lo más probable era que ella no lo reconociera, aunque le dijese su nombre.

—Johan.

Acto seguido oyó que Marita dejaba el auricular y subía las escaleras. Recreó mentalmente el interior de la casa, con mayor claridad que antes puesto que la había visto hacía poco por primera vez después de tantos años.

Un par de minutos más tarde la voz de Marita, ahora suspicaz, volvió a oírse en el auricular.

—Dice que no quiere hablar contigo. ¿Podrías decirme con qué Johan hablo?

—Gracias, tengo que irme —dijo colgando sin más.

Johan se deshacía en oleadas de sentimientos encontrados. Jamás había amado a nadie como amaba a Linda. Si cerraba los ojos, podía revivir la sensación del tacto de su piel desnuda. Al mismo tiempo, sin embargo, la detestaba. La reacción en cadena se había puesto en marcha cuando se enfrentaron como dos combatientes en Västergården. El odio y el deseo de hacerle daño fueron entonces tan intensos que estuvo a punto de no poder contenerse. ¿Cómo podían coexistir dos sentimientos tan opuestos?

Tal vez había sido un iluso al creer que tenían una buena relación, que para ella era algo más que un juego. Y allí, sentado junto al teléfono, se sintió como un imbécil, lo que no hizo sino echar más leña al fuego de su ira. Sin embargo, algo podía hacer para transmitirle a ella parte de su sensación de oprobio. Linda lamentaría haber creído que podía hacer con él lo que se le antojase.

Johan contaría lo que había visto.

A
Patrik jamás se le habría ocurrido pensar que sentiría un respiro ante el hecho de ir a abrir una tumba, pero tras la tormentosa y prolongada noche anterior, incluso lo consideraba una actividad agradable.

Mellberg, Martin y Patrik contemplaban en silencio el macabro espectáculo que se les ofrecía en el cementerio de Fjällbacka. Eran las siete de la mañana y reinaba una temperatura agradable, aunque ya hacía un buen rato que había salido el sol. Muy de tarde en tarde pasaba un coche por la carretera que discurría al otro lado del cementerio y, salvo el gorjeo de los pájaros, lo único que se oía era el ruido de las palas contra la tierra.

Era una experiencia nueva para los tres. La apertura de una tumba representaba un fenómeno insólito en el día a día de un policía, y ninguno de ellos tenía la menor idea de cómo iba la cosa en realidad. ¿Habría que ir extrayendo la tierra con una pequeña excavadora y eliminando las distintas capas hasta llegar al ataúd o contarían con un equipo de enterradores profesionales que ejecutasen manualmente la siniestra tarea? La última opción era la más verosímil. Los mismos hombres que cavaban las tumbas para los enterramientos tendrían que intervenir ahora, por vez primera, para sacar de debajo de la tierra lo que ya había sido inhumado en su día. Con entereza y resolución, clavaban en la tierra sus palas sin decir una palabra. ¿De qué iban a hablar? ¿De los resultados deportivos del día anterior? ¿De la parrillada del fin de semana? No, la solemnidad del momento extendía una fina capa de silencio sobre su trabajo, que persistiría hasta que por fin pudiesen izar el féretro y arrancarlo de su descanso.

—¿Estás seguro de que sabes lo que haces, Hedström?

Mellberg parecía inquieto y Patrik compartía su preocupación. El día anterior había hecho uso de todo su poder de convicción —entre ruegos, amenazas y súplicas— para conseguir que los molinos de la justicia moliesen más rápido que nunca, con el fin de obtener el permiso necesario para la exhumación del cadáver de Johannes Hult. Sin embargo, su sospecha no era por ahora más que una sensación y poco más.

Patrik no era un hombre religioso, pero la idea de perturbar la paz de una tumba lo incomodaba. Había algo sagrado en la quietud del cementerio y esperaba de todo corazón que las razones para perturbar esa paz de los muertos resultasen fundadas.

—Stig Thulin me llamó ayer, de la secretaría municipal, y has de saber que no estaba nada satisfecho. Al parecer, alguna de las personas a las que te dedicaste a llamar ayer por la autorización se puso en contacto con él y le contó que delirabas no se sabía qué acerca de una conspiración entre Ephraim Hult y dos de los hombres más respetados de Fjällbacka, que aludías incluso a sobornos y a Dios sabe qué más. Estaba terriblemente indignado. Ephraim está muerto, pero el doctor Hammarström aún vive, al igual que el entonces dueño de la funeraria, y si al final se comprueba que andábamos sirviéndonos de acusaciones infundadas…

Mellberg alzó los brazos, pero no era preciso que terminase la frase; Patrik sabía cuáles serían las consecuencias. En primer lugar, recibiría la mayor reprimenda de su vida y, por añadidura, corría el riesgo de convertirse en el hazmerreír de la comisaría.

Mellberg pareció leerle el pensamiento.

—Así que mejor será que tengas razón, Hedström.

Con su grueso índice señaló la tumba de Johannes, mientras pateaba el terreno en un nervioso ir y venir. El montón de tierra superaba ya el metro de altura y los enterradores estaban anegados en sudor. Ya no podía faltar mucho…

El hasta ahora excelente humor de que Mellberg había hecho gala últimamente no lo era tanto aquella mañana y dicho cambio no parecía guardar relación sólo con lo intempestivo de la hora y lo desagradable de la misión; había algo más. La irascibilidad, que por lo general constituía una característica constante y distintiva de su personalidad pero que durante un par de semanas fuera de lo común parecía disipada, había vuelto a ocupar su puesto. Aún no había cobrado toda su fuerza, pero iba por el buen camino. En efecto, el comisario no había hecho otra cosa que protestar, perjurar y quejarse todo el tiempo que estuvieron esperando. En cierto modo, y por extraño que pudiera parecer, esa actitud suya resultaba más agradable y familiar que el breve período de cordialidad. Mellberg se marchó, aún entre exabruptos, para acercarse a lisonjear al equipo de Uddevalla que acababa de llegar como refuerzo. Martin susurró por la comisura de la boca:

—Fuese lo que fuese, parece que ya ha pasado.

—¿Y tú a qué crees que se debía?

—Enajenación mental transitoria —le siseó Martin.

—Annika oyó ayer una historia bastante cómica.

—¿Cómo? ¡Cuenta! —lo apremió Martin.

—Antes de ayer, Mellberg se marchó temprano…

—Bueno, eso no es nada insólito.

—No, claro, tienes razón, pero Annika lo oyó llamar al aeropuerto de Arlanda. Y después parece que le entró una prisa terrible.

—¿Arlanda? ¿Sugieres que iba a recoger o a despedir a alguien al aeropuerto? Por otro lado, sigue aquí, así que tampoco era él el que salía de viaje…

Martin estaba tan desconcertado como Patrik e igual de intrigado.

—Sobre lo que pensaba hacer allí no sé yo más que tú, pero la intriga crece por momentos…

Uno de los enterradores les hizo seña de que se acercasen hasta el gran montón de tierra. Ambos lo hicieron con recelo y miraron en el agujero que había al lado. Se veía un ataúd de color marrón.

—Ahí tenéis a vuestro hombre. ¿Lo sacamos?

Patrik asintió.

—Pero tened cuidado. Llamaré al equipo de la científica, que se hará cargo del ataúd en cuanto lo hayáis sacado de ahí.

Se acercó a los tres técnicos de Uddevalla que, con semblante circunspecto, hablaban con Mellberg. El coche de la funeraria había aparcado en el sendero de gravilla y aguardaba con la puerta trasera abierta, listo para transportar el féretro con o sin cadáver.

—Ya está terminado. ¿Lo abrimos aquí o preferís hacerlo vosotros en Uddevalla?

Torbjörn Ruud, jefe del equipo de policía científica, no contestó de inmediato, sino que le ordenó a la única mujer del grupo que fuese a tomar algunas fotografías. Una vez terminada la sesión fotográfica, se dirigió a Patrik:

—Lo abriremos aquí. Si tienes razón y no hallamos dentro ningún cadáver, lo sabremos enseguida y si, por el contrario, ocurre lo que a mí se me antoja más plausible, es decir, que sí haya un cadáver ahí dentro, lo llevaremos a Uddevalla para identificarlo. Porque me figuro que, de ser así, eso es lo que pretendéis, ¿no? —Su bigote de morsa subía y bajaba mientras le hacía la pregunta a Patrik.

Patrik asintió.

—Sí, si hay alguien en el ataúd, me gustaría tener la confirmación irrefutable de que se trata del cadáver de Johannes Hult.

—Bueno, podremos arreglarlo. Solicité sus placas para la identificación dental ayer mismo, así que no tardarás mucho en tener la respuesta. Parece que hay prisa…

Ruud bajó la vista. Tenía una hija de diecisiete años y no necesitaba que le dijesen explícitamente lo importante que era el factor tiempo. Bastaba con imaginarse por un segundo el horror que debían de estar viviendo los padres de Jenny Möller.

En medio de un gran silencio, observaron cómo el féretro se acercaba al borde de la tumba hasta que por fin vieron la superficie de la tapa. A Patrik le pinchaban las manos de impaciencia y excitación. ¡Pronto lo sabrían! De repente, por el rabillo del ojo, percibió un movimiento al otro extremo del cementerio. Volvió la vista hacia el lugar. ¡Maldita sea! En efecto, tras cruzar la verja de la estación de bomberos de Fjällbacka, Solveig se les acercaba echando humo, a toda máquina. No era capaz de correr, sino que avanzaba balanceándose como un buque en el oleaje, con el rumbo puesto directamente hacia la tumba junto a la que ahora se veía todo el ataúd.

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