En él los tres caballeros compartieron sus experiencias, poniendo todo en común. Abberline se mostró tajante en asegurar la limpieza e independencia de Scotland Yard, empeñaba su palabra, y con ella su honor, en que la policía no estaba implicada en lo que fuera que rodeaba a lord Dembow y a su familia. La independencia con la política era norma para él y los suyos, según afirmaba, y respondía por todos. Pese a lo que no podía negar que había algo extraño en el modo en que se procedió la noche anterior en los jardines de Forlornhope.
Perceval Abbercromby manifestó a su vez su total desconocimiento de los asuntos en que su padre estaba involucrado. Siempre había sido apartado de todo en su familia, el pequeño Ramrod actuaba más de hijo primogénito que él mismo. No era su padre sobre el que descargaba todos sus reproches; su odio hacia John De Blaise era inquebrantable.
Abberline, ya cuando se despedían, aseguró que indagaría entre las fuerzas policiales lo ocurrido anoche, quiénes estaban allí y a quién rendían cuentas. El inspector era un hombre estricto en su proceder, no por hábito, por tradición o por cumplir a rajatabla lo que ha aprendido, sino porque creía a pies juntillas que los procedimientos, la jerarquía y el buen hacer se sustentaban en verdades, que las cosas había que hacerlas de una determinada forma no porque sí, sino porque de ese modo el peligro siempre era menor, sufría menos gente, moría menos gente. Entonces, ¿por qué se atrevía a confiar es dos extraños, un noble diletante apartado de los suyos y un extranjero de estrafalarias ideas, en lugar de obedecer y callar? Bien podemos atribuirlo a su experiencia y a su instinto de investigador, cualidades estas que se mostraron inútiles al día siguiente, sin ir más lejos, cuando Frederick Abberline fue en persona a visitar a su superior, sir Charles Warren.
El comisario, sobre cuyas espaldas llovían tantas críticas, tuvo que afrontar también el serio y decidido temple de Abberline. Warren fue un hombre de acción desde su juventud, y el mar de la política se le antojaba, no bravo, sino incomprensible. Pese a la cordialidad con la que recibió al detective del CID en su despacho, se notaba que se sentía incómodo ante lo que tenía que decirle. Pues para las preguntas de Abberline solo tenía una respuesta: lo ocurrido en Forlornhope era ya asunto pasado, carpetazo y a archivarlo.
—No es asunto nuestro, inspector.
—¿Cómo no, señor? Hubo un asalto y...
—Se trata de una situación especial. Cuestiones políticas, no de orden público. No tenemos más que decir en el tema.
—No estoy de acuerdo, señor. Lo que vimos allí merece una investigación...
—Y los departamentos pertinentes la estarán llevando a cabo, imagino. Inspector Abberline, sé tanto de esto como usted, tal vez con la salvedad de que yo conozco cuál es mi lugar, y desde luego no está dentro de la casa de lord Dembow... —La fruición con la que limpiaba su monóculo mientras decía estas palabras, entre dientes, daban a entender que ese sitio que decía corresponderle le había sido indicado por alguien, alguien ante el que no se podía discutir, y Warren no era precisamente sumiso.
—No puedo creer lo que estoy oyendo, señor, no viniendo de usted. ¿Me está diciendo que cerremos los ojos?
—Le estoy diciendo, inspector, que usted y yo tenemos asuntos más importantes que atender, como la captura de ese maldito asesino.
—Tengo claro mis prioridades, señor, y lo que ocurrió ayer está relacionado con el caso. Ese individuo que entró, con tan extraño equipamiento, tengo fuertes indicios de que es el asesino...
—¿Un individuo que salta como un maldito canguro y trepa por las paredes, envuelto en carroña es Jack el Destripador?
—Prefiero no utilizar ese nombre señor, pero sí, tengo casi la certeza de que anoche nos enfrentamos al asesino, y que algo tiene que ver lord Dembow y su familia, que, y en esto estoy seguro que coincidirá conmigo, por mucho abolengo que tenga, no va a quedar al margen de la ley.
Sir Charles carraspeó. Un aventurero que había llevado peligrosas excavaciones en Jerusalén, que había peleado en África contra nativos y boers, que había mediado en reyertas tribales, se veía torpe e incómodo entre confabulaciones políticas y secretismos.
—Abberline, ese Destripador, llámelo como usted desee, es un loco, un carnicero, un judío asesino, un profesor homosexual y degenerado que abusaba de sus alumnos; lo que sea, pero en nada tiene relación con lo ocurrido ayer ni con lord Dembow. De ese asunto, nos guste o no, se encargan otros. Ahora, seguro que tiene mucho que hacer. Ese caballero extranjero...
—Señor Torres.
—Sí, se irá a su país pronto. Olvídese de él. Atrape al asesino.
El inspector se levantó seco y enfadado. Ni siquiera le había preguntado cuáles eran esos indicios que había manifestado tener. Era evidente que habían apartado a Warren como le apartaban ahora a él. Tuvo entonces un atisbo del futuro, vio como antes o después un chivo expiatorio, algún pobre desgraciado de los muchos que se autoinculpaban, sellaría el silencio de las autoridades. Antes de irse, Warren lo detuvo. Era un hombre que sabía de secretos, no en vano era masón desde muy joven, y sabía cómo motivar a los suyos. Dijo:
—Inspector... si le dijera que de la firme adhesión a un compromiso depende la seguridad de... la Corona, ¿se sentiría más cómodo en mirar hacia otro lado y ocuparse de su trabajo?
—Por supuesto, señor. Si me disculpa, voy a capturar a un asesino. —El problema es que Abberline sospechaba que la Corona no tenía que ver en nada con esto, al menos no su seguridad. No había por tanto lugar para apelar a altas instancias, acudir a su superior, Swanson, o incluso al subcomisario del CID, doctor Anderson, ya en Inglaterra, no surtiría efecto alguno. Estaba solo. Podía confiar en sus compañeros, Moore, Andrews, pese a que este andaba de los más atribulados en su obsesiva caza tras Tumblety. Godley, Dew... cualquier inspector del departamento H, cualquier agente de la Metropolitana, pero apuntar más arriba era inútil, y empezaba a pensar que peligroso.
Por su parte... durante el desayuno del martes en los vetustos salones del Marlborough, el joven lord se ofreció a mantener los ojos abiertos entre los suyos, y hacer de espía para ese grupo de juramentados que espontáneamente se había formado. En efecto, sin mediar palabra formal entre ellos, los tres caballeros decidieron unir sus fuerzas y despejar la bruma que oscurecía Londres ese otoño. Así... los pasos de estos tres camaradas a lo largo de ese octubre tormentoso fueron siempre puestos en común, y los planes a seguir fueron decididos en conciliábulo, en asamblea improvisada por fugaces llamadas y encuentros. El enemigo parecía poderoso, o... eso intuían, y ellos, solo tres, eran poca fuerza para enfrentarlo, y con todo en ningún momento contemplaron la posible rendición. Tenían que conocer la verdad... debían acabar con Jack.
LaBt ihn unenthüllt!
Sábado, después
Les estaba hablando de Perceval Abbercromby. Sé que hasta el momento lo he presentado como un sujeto gris y antipático. A partir de ahora mucho habrá que contar de él, pues su papel de quintacolumnista fue esencial en esta historia. De todos los valientes decididos a desenmarañar esta trama, sin duda él era el que más sufría. Mantuvo su desabrida forma de ser, pero el martes día dos, tras dejar a sus invitados al club, su frialdad no podía ser más que apariencia. Estaba seguro que el destino de su prima Cynthia era el más fatídico posible, y el hecho de que su padre insistiera en aguardar unos días, ¡unos días!, a dar noticia de su desaparición a las autoridades, cuando él lo apremió al respecto, aumentaba lo fúnebre de su ánimo.
Si la pesadumbre se cebaba en él, había aniquilado por completo a lord Dembow. Su hijo lo vio como la personificación de la decrepitud. Apenas pudo contestarle, sus mejillas hundidas y grises se movían con temblores enfermizos, se acurrucaba en su silla de ruedas que parecía arrullarlo con su mecánico cuchicheo. Un ánima en pena, un triste recuerdo de grandezas pasadas, como quién no pide la muerte porque ya no tiene ni fuerzas para rogar ni esperanzas de que sus ruegos sean oídos.
—Déjame, Percy. No puedo ocuparme de tus quejas.
—¿Ni siquiera puedes ocuparte de tu sobrina desaparecida? Te aseguro que yo lo haría en tu lugar, y contento de quitarte esa carga que tanto te pesa, pero bien te has asegurado de que nadie de esta casa escuche mi voz.
—Vete ya. —Bajó despacio la mano, hasta la maquinaria de su silla. Manipuló allí el mecanismo, casi acariciándolo, y la silla empezó a agitarse un poco más—. Quiero dormir hasta esta noche, hoy tendremos visitas... aún tengo en mis manos el poder... aquí...
—¡Cynthia no está! —Se echó sobre el inválido Dembow y lo zarandeó con violencia—. ¡Nadie sabe dónde ha ido! ¿Vas a dejar las cosas así? ¡Respóndeme! Dile a De Blaise que organice una búsqueda, ya que él es para ti más hijo que yo, ¡haz algo...!
La puerta se abrió y por ella entró Ramrod, serio e imponiendo su personalidad muy por encima de su estatura, como de costumbre.
—Señor Abbercromby. Ya hubo demasiada agitación en esta casa ayer, demasiada para la salud de lord Dembow. Le ruego que le deje descansar, su padre tiene una importante reunión esta noche, y precisa reposo.
Percy respiró profundo e hizo esfuerzos por relajarse. Arregló con parsimonia la ropa y la manta que cubrían el maltrecho cuerpo de su padre, y salió de la vieja biblioteca.
—Cuídele bien, Ramrod, es usted más merecedor de su legado que yo.
Subió hasta el tercer piso, hacia sus habitaciones, buscando un refugio para encerrar su frustración y su pena. Vio las puertas de las dependencias de Cynthia abiertas, y su corazón se aceleró más que el mío con el máximo de cuerda. La esperanza se disipó al atravesar esas puertas. Sobre la cama, quien estaba era John De Blaise, acompañado solo por una botella medio vacía.
—Querido primo —dijo—, si buscabas a mi mujer... no está... no creas que eso me ofende... Su ausencia del tálamo conyugal no es prueba de infidelidad, es la virgen eterna... Cynthia, prístina diosa inmaculada de la luna, ahora... —La tos y la risa se mezclaron para interrumpir su diatriba, tal vez salvando así su vida.
El primer impulso de Percy fue coger esa botella y estamparla en la cabeza de De Blaise, impulso que apenas duró un suspiro, desapareció en cuanto su mirada se extravió por la habitación, entre los objetos de tocador, la ropa insinuada a través de los armarios entreabiertos, los perfumes, el olor de todo lo que había pertenecido a ella.
—Está muerta, Percy —dijo De Blaise, llorando—. No la busques más.
—Así es como deberías estar tú, no ella.
—Si Dios me diera el valor para hacerlo... te juro que...
—No creo que Dios quiera saber nada de ti. Por suerte, estoy yo para escucharte. —Empuñó su Lancaster, de la que desde hacía días no se despegaba. De Blaise abrió los ojos mucho, rompiendo la modorra que el alcohol imponía, mientras su primo político cargaba con parsimonia los cuatro cañones del arma—. Toma —se la tendió—, no hace falta demasiado valor, solo apoyarla contra el pecho y apretar el gatillo.
Muy despacio, Percy puso el arma en la mano de De Blaise, cambiándole esta por la botella.
—Animo De Blaise, un poco de carácter. Es usted un Fusilero de la Reina.
Lo dejó allí, con su arma, y pasó el resto del día rezando, rogando a Dios, o al licor que ahora consumía, por el dulce sonido de una detonación en la habitación del fondo; sonido que no llegó.
A la tarde despertó en medio de los dolores de quien no acostumbra a abusar del alcohol. Tomó la Biblia que reposaba junto a la cama, su compañera de tanta tristeza no le traía ya consuelo alguno. Fuera, el cuarto de Cynthia estaba abierto, De Blaise se había ido y su pistola reposaba en la almohada. La tomó, y un par de cabellos rubios se enredaron entre los dedos. No podía estar un segundo más en esa casa.
Abajo, oyó el timbre de la puerta principal y a Tomkins abriendo. La biblioteca estaba muy concurrida, un grupo de ocho caballeros, nueve incluyendo el recién llegado, eran recibidos allí por lord Dembow. Conocía a muchos, viejos amigos de su padre, próceres del país, magnates, como los muy envejecidos sir Samuel Morton Peto o John Rylands, el industrial textil y filántropo que no paraba de toser, presentando tan mal aspecto, si no peor, que el propio Dembow. Incluso políticos, como el mismo secretario Matthews, el que acababa de llegar. También había un par de extranjeros desconocidos, pero que parecían tratar al resto con familiaridad. Llamaba la atención, no al joven lord, que ya conocía a la mayoría, sino a Torres y Abberline cuando más adelante les contaran de esta reunión, la decrepitud de la asistencia. Salvo el propio secretario de estado, el persistente doctor Greenwood, que parecía mantenerse algo al margen, y el señor Ramrod, todos eran octogenarios, o lo aparentaban.
Percy entró, interrumpiendo la sería conversación con la que los señores agriaban el brandy de sus copas. En ese preciso instante, Matthews hablaba al tiempo que buscaba la conformidad con sus palabras en la mirada de un elegante caballero de innegable origen indio. Estaba diciendo:
—La señora Brown está al tanto de todo, y desde luego nuestra opinión es...
Todos dirigieron sus miradas al inoportuno Percy, pero solo Ramrod fue quién habló.
—Señor Abbercromby, no creo que haya nada de su interés en esta reunión. Seguro que le distraemos de sus lecturas piadosas...
—Puede que sea el secretario de mi padre, incluso puede que se haya convertido en su heredero —ambos se encararon con fiereza, y Ramrod no se amilanó pese a la notable diferencia de estatura—, pero de momento no está usted, señor mío, en disposición de decirme qué o quién no es de incumbencia en esta casa...
—Me limito a cumplir las instrucciones de lord Dembow.
—Es suficiente, Gordon —retuvo el anciano lord a su pequeño perro de presa—. Hijo, por supuesto que puedes andar por donde te plazca en esta casa, que a no mucho tardar será ya la tuya. Dime, ¿qué quieres?
Todos aquellos caballeros poderosos, pudientes y circunspectos, de allí y del continente, miraron a Percy esperando alguna repuesta, esperando que la impertinente interrupción a sus asuntos que causaba su presencia, cesara pronto— ¿Qué les importaba a todos su dolor? Allí, en pie, bajo el feo blasón de los Dembow, junto a todos esos libros de arte y ciencia, como si fueran ellos los que defendían ese mausoleo del saber del hombre, los guardianes de la humanidad.