Los horrores del escalpelo (99 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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»Entre por el techo, atravesando la bóveda que coronaba el patio de butacas, arrastrando con mi ímpetu la lámpara de mil cristales que colgaba de ella y escupiendo fuego, por primera vez en mi vida. La furia es mala consejera, en especial si el asunto son temas tácticos. Mis rivales, más sibilinos y cobardes, iban bien pertrechados en espera de cualquier sorpresa. Me recibieron con una descarga de fusilería que me dejó tendido en el centro del escenario. Tendido y escupiendo fuego sin control. La lámpara se estrelló en el suelo con el estruendo de la cristalería de Dios cayendo desde el firmamento, espero que alguno ascendiera a ese cielo entonces. Mis llamas saltaron a los palcos y las butacas de patio, al telón y la tramoya, todo ardió en segundos.

»Tardé en recuperarme, mi persona no era todavía perfecta, y nunca, hasta entonces, había preparado mi cuerpo para el combate. Estaba en medio del infierno, las llamas me lamían, habían calentado mis fluidos, la presión dentro de algunos de los pistones era alarmante; y estaba solo. Iba a dejar de existir, no de morir, eso ya lo hice, sino de pasear por este extraño limbo que yo mismo me creé.

»Su recuerdo me hizo reaccionar. Tenía la sensación de haber estado allí, en el cetro del escenario, durmiendo acunado por el fuego durante horas. No podía ser, el fuego hubiera calcinado ya del todo las tablas sobre las que me incorporé. Corrí entonces, derribando paredes a mi paso, a la calle, al Museo. También ardía; los dos edificios eran antorchas, hermosas luminarias en la noche de Filadelfia. Los bomberos ya se aprestaban con valor y disciplina cuando entré en la guarida de mi amor. Los asesinos escapaban, creo que los vi huir, indemnes. Estaba desnudo, ardiendo, expuesto al asombro de los ciudadanos, pero tenía que entrar.

»Ella solo era un amasijo de madera y metal ardiendo. La habían quemado, o lo que es peor, mis propias iracundas llamas, desbocadas, habían causado esto. Vi sus restos consumiéndose, incluso puedo jurar que la oí musitar: «¡Échec! ¡Échec!», por última vez. Desee morir otra vez y ya no podía.

Se sentó, agotado. Frustrado porque su cuerpo artificial ni toleraba ni expresaba con propiedad todos esos recuerdos, esas emociones. No tuve que insistir esta vez para que prosiguiera.

—Sin embargo, aún la recordaba. Aún podía decir su nombre y tal vez ver el color de su pelo en el reflejo del sol, o en la noche estrellada, no lo sé. No recuerdo cómo nos conocimos, ni el día que encontré valor para confesar mis sentimientos, ni siquiera las causas que hicieron germinar ese amor, ni el tiempo que lo regó e hizo madurar. ¿Nos casamos tal vez? ¿Tuvimos descendencia? ¿Fue un amor largo y reposado o por el contrario una pasión desbordada que quemó pocos días de nuestra vida? Nada. Entonces sí, entonces su recuerdo era dolor. La rabia me llevó a volver con el muchacho que abandonara tullido en Nueva York. Lo curé, suplí las partes dañadas por mi ataque a cambio de que me contara lo que fuera sobre el asesino que la había incinerado.

—¿Le salvó?

—Sí, el daño no era mucho. Reparé ciertos desperfectos en su médula, mi primer trabajo de reconstrucción, después del de ella y el mío propio. Perdió toda sensibilidad, pero vivía. Entonces me contó la verdad. Me dio su nombre, el odiado nombre de Dembow, y me habló del monstruo que era. Desde entonces dediqué mi vida a arruinar la suya. Ataqué como las siete plagas cada proyecto, cada esperanza de su familia.

—¿Y él? ¿Aquel hombre...?

—Odiaba tanto a Dembow como yo, si no más, y se unió a mí. Entró en el ejército británico, era inteligente y capaz, así que pronto ascendió, aunque su amargura le impidió medrar lo que sus habilidades prometían... cuánto sufrimiento en torno a mí, siempre... Imagine mi sorpresa cuando, tras años de hostigar a mi enemigo, llegan a mis oídos noticias de la resurrección del Ajedrecista de Maelzel. Increíble, ella estaba viva. Dembow la había robado y dejado en su lugar un señuelo para confundirme, esperando obtener de ella la tecnología que yo le negaba. Incapaz de sacar provecho de su robo, decidió airearlo, como cebo para atraparme.

—Y usted se dejó atrapar.

—Por supuesto. Reclamé el favor que me debía Williams, que con inesperada facilidad, ya le dije que era hombre de muchos talentos, se incorporó al servicio de lord Dembow, como mi espía. Con el tiempo conseguí averiguar el paradero de ella, y ataqué. El resultado fue su muerte.

—De nuevo.

—En efecto. El dolor de la esperanza rota, una vez más, fue excesivo, y aun así me reitero en que aún me aguardaba uno mayor. Mi alocado temperamento, mi rabia infinita me hizo descuidado. Ataqué otra vez y fui capturado, no sin arrasar todo lo que encontré a mi paso. No me mataron, ni siquiera me tomaron prisionero. Dembow había aprendido mucho en estos años. Me robó mis recuerdos de ella, así de cruel puede ser este hombre, que no solo mata el amor, si no la memoria del amor. Me los devolvería, dijo, si yo reparaba su cuerpo de viejo enfermizo y castrado. Tendría a mi amada si le daba la eternidad. Accedí a hacer una demostración, ya le he contado, pero siguió exigiendo más. He luchado por ella con todas mis armas, he seguido zahiriendo al noble mezquino tanto como he podido, he soltado las furias sobre esta ciudad sin resultado. Hasta hoy. Hoy es el día de mi venganza, en el que me temo, querido amigo, que usted no participará.

Dejé caer las seis bolas que mantenía en el aire, con emociones combinadas de frustración y alivio; no quería entrar en esa vorágine vengativa que era la vida de este Dragón. El se acercó al bulto cubierto de tela roja, y apartó el lienzo. Un maniquí, un muñeco de aspecto humano y digno quedó mirándome, con soberbia. De no ser por su rostro de porcelana y su mirada de hielo, parecería un hombre vivo, el único vivo en esa habitación.

—Esta noche será el triunfo. El triunfo y el dolor.

—¿Yo he de esperar aquí?

—Sí. Cuando sea preciso irás por el monstruo.

—¿Cuándo, cómo lo sabré?

Dio media vuelta.

—¿No le sientes? —dijo.

—No.

—Eso es que duerme... lo notarás en tu corazón. Lo hice para eso, un fuerte corazón con un cohesor de Branly... cuando llegue el momento lo sabrás, y encontrarás a Jack.

El resto de la jornada detuve mi cuerpo. No del todo, pues todavía conservaba demasiadas partes humanas. Entré en una noche sin sueño, ese descanso innecesario, vacuo, que ahora conozco tan bien.

La mañana del siguiente día, el veintidós, seguí ejercitándome. Las dependencias secretas del lupanar parecían desiertas y el silencio excesivo. Por la noche, hubo jaleo en la casa. Los lunes suelen ser jornadas de mucho trabajo en un burdel, la forzada abstinencia de la víspera desbordaba. Al margen del bullicio habitual, ese lunes en concreto ocurrió algo. A través de pasadizos secretos y tabiques falsos oí como la gobernanta del lupanar buscaba a alguien. Oí voces de hombres, también ocupados en registrar la casa de arriba abajo, algunas de ellas me resultaban familiares, incluso juraría que una era la de Perkoff, el líder de los Tigres. Lo ignoré. Me ocupaba de lo mío, esperando mi ocasión, que llegó de forma inesperada.

Entrando en un cuarto, me topé con una joven. Una muchacha pelirroja, que por su expresión de susto, parecía ser el objeto de la agitación de la casa.

—¡Señor Ewigkeit! —dijo sorprendida al verme. Iba envuelto en mi abrigo, como me había acostumbrado a ir en esos días, y sin duda por mis andares me había confundido con el diabólico señor de la casa—. ¿Se acuerda de mí? Todos le están buscando... —Se estiró para mostrarse. Era muy joven, atractiva y parecía algo bebida. Había llegado hasta allí, las dependencias secretas del burdel, y eso no podía hacerlo cualquiera—. Soy Mary Kelly. Estuve con usted en París, ¿recuerda? Siempre cumplí con mis obligaciones bien, nunca hice preguntas...

—Sí —dije siguiéndole el juego.

—Necesito ayuda. ¿No podría entrar de nuevo con usted, a su servicio? Necesito dinero, ya no bebo —mientras lo decía estaba tambaleándose—. Por favor...

—No sé...

—Estuve ya aquí hace casi un mes, ¿no se lo dijeron? Atendí a una amiga suya... —Se puso de rodillas de pronto, tomándome por los faldones de mi gabán—. Por amor de Dios, señor, ayúdeme—. Me aparté, temía que oyera mis latidos, que abriera el abrigo y viera... me enfurecí. Otra vez temiendo por mi aspecto, por las reacciones que mi apariencia pudieran provocar. Me acerqué rápido a un buró que había al lado, el mismo que registraba la muchacha cuando entré. En él había un abrecartas, de plata parecía. Lo cogí y se lo tendí.

Ella se levantó, con media risa alcohólica.

—¿Un regalo? Pfff.... Gracias señor... pero...

—Sácame de aquí. —La chica quedó muy sorprendida, luego volvió a reír.

—¿Quiere hacer una «escapadita» con Mary? Claro... sin que le vea nadie, como en París... venga.

Conocía muy bien el lugar y, en efecto, fue capaz de sacarme de allí por una puerta trasera, sin que nadie se diera cuenta, pese a que toda la casa la buscaba. Sospecho que no sabían que la tal Kelly conocía tan bien las partes secretas del lupanar.

Fuera encontré tanto follón como en el interior, si no más. Carros se agolpaban en la fachada delantera, podía verlo a través de un callejón, y el trasiego de bultos era continuo. Había otra chica esperándola. Kelly la abrazo y la besó en la boca casi con violencia, mientras me miraba.

—Maria —dijo—, este señor me ha regalado este cuchillito. —Se reía mientras enseñaba el abrecartas, acariciando con su filo la cara de su amiga—. Me lo ha dado para que me defienda de Jack, ¿verdad? —Al hablar del asesino, su diversión terminó, su semblante palideció aún más. La otra muchacha parecía más sobria y tímida, y ahora muy apurada—. ¿Viene con nosotras, señor? Podríamos divertirnos...

—No —procuraba hablar lo menos posible—. Otro día. Te daré dinero.

—¡Cuánta generosidad! —No podía seguir con ella, tenía que irme, no paraba de reír y estaba a un paso de volverse escandalosa—. No creo que pueda volver por aquí, esas putas envidiosas... perdón.

—Yo te buscaré, mañana. —Y me marché andando rápido.

—¡Estoy en el trece de Miller's Court! ¡Pregunte allí por mí! —me gritó mientras me iba.

Era de noche, una noche muy fría, pero las inclemencias del tiempo ya no eran de mi incumbencia. Caminé sobre los tejados de todo Londres. Mis extremidades aceradas se aferraban a las paredes, trepaba, saltaba, corría feliz viendo las calles de mi ciudad, a las gentes que por ellas caminaban ocultándose en paraguas en cuanto empezó a llover. Estuve en el Puente, en Westmister, viendo todo lo que antes solo veía a la mitad, oyendo la lluvia cayendo a mi alrededor, no solo a mi derecha. Fui feliz. Descubrí el inmenso placer de mirar Londres desde lo alto, por encima de sus olores y miedos, por encima de su asesino, y comprendí que pasara lo que pasase, esa ciudad sobreviviría al Destripador, a todos nosotros.

Llegué a la casa de la viuda Arias ya de madrugada. Me pareció más hermosa y acogedora de lo que recordaba. No podía llamar a la puerta, no con mi nuevo aspecto, y menos viendo al torvo sujeto que la rondaba. Un hombre recio, tocado de chistera vieja y medio rota, que no se esforzaba en disimular su misión de vigilancia. ¿Quién era? ¿Por qué custodiaba la pensión de la viuda? Tampoco tenía una idea clara de lo qué pensaba hacer, no todas las lagunas mentales se han de solventar con la resurrección. ¿Seguiría Torres allí? Lo natural es que no, que hubiera vuelto a su patria, sin embargo, el Dragón había hablado de él... Si no seguía allí, ¿a qué ese guardia? ¿Un policía? ¿Un hombre de Dembow? ¿Qué sabía yo? Sabía que tenía que, de seguir aquí, pedir a Torres que se fuera, que volviera a España, a la paz de sus montañas.

Esperé a que el vigilante se ausentara, él tenía necesidades de las que yo carecía. En efecto, pasado poco tiempo me dio mi oportunidad. Trepé por una de las paredes, hacia la ventana del saloncito junto a la habitación del español, por ahí podría entrar. Estaba oscuro, no me costó esfuerzo alguno llegar hasta allí arriba. La ventana tampoco se me resistió. Era nueva, la habían cambiado, y tuve cuidado en no estropearla.

Entré en el cuarto. Encaramado en el alféizar, con los faldones de mi largo abrigo agitados bajo la lluvia, giré la llave de mi pecho hacia la izquierda. El mundo se hizo muy rápido, las gotas parecían relámpagos a mi lado. Entré tan despacio que el polvo, el poco polvo que la hacendosa viuda dejaba en la casa, no se dio cuenta de mi presencia. Mis pies tardaron una eternidad en posarse en el suelo y no me costó esfuerzo quedar así, en posición tan antinatural, agarrado con los brazos al marco de la ventana.

Cerré con igual lentitud. Miré a mi alrededor. Todo parecía como siempre, impoluto, tranquilo. No debía dispersar mi atención. En algún momento tendría que despertar a Torres, que anunciar mi presencia. Entonces, un terrible pensamiento me invadió: y si, como era de esperar, ya no se alojaba allí, ¿qué pensaba hacer? Si eso suponía que había vuelto a su país, bien, ¿pero y si le había perdido la pista, y solo la recuperaba cuando lo viera entre las garras del Dragón o en medio de las maquinaciones de Dembow?

La puerta de su cuarto se abrió. Aún estaba lento. Mi sombrero había caído, mi cabeza calva y metálica brilló a la luz de una vela. Alguien disparó. No sentí dolor, supe que me había alcanzado por el ruido metálico en mi cuerpo.

Me dejé caer, era lo único que podía hacer rápido. Oí una carrera y otra puerta se abrió, la que daba a la escalera. Por allí entró una niña, que chilló.

—Juliette —dije mientras echaba mano a mi tórax, tratando de acelerarme antes de que me acribillara a tiros. Oí la voz de Torres, repitiendo mis palabras con mucha más fuerza y autoridad.

—Julieta! ¡Sal de aquí!

—Señor... yo...

—¡Sal inmediatamente y cierra la puerta! —La niña obedeció. Él se dio la vuelta, sin dejar de apuntarme, se acercó a una lámpara. El haber pronunciado el nombre de la niña salvó mi vida, si es que estaba vivo—. No se mueva, sea lo que sea —dijo en inglés.

—Soy... yo... señor... Torres —dije yo en español. Se quedó parado, bajó algo la pistola con imprudencia. Abrió la espita del candil, mientras se oían voces fuera, subiendo la escalera.

—¿Quién es?

—Yo... don Raimundo —dije otra vez en español, sin dejar de girar la llave de mi corazón. Se persignó. Su pistola cayó al suelo. Creí ver sus ojos lagrimear.

—Cristo redentor... ¿qué han hecho con usted? —No me dio tiempo a responder. Me indicó que me quedara allí mientras rápido acudió a la puerta. Fuera estaba ya la viuda.

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