—Señor —fingió Tumblety cierto enfado—, le digo que podrán examinar el artefacto a su antojo. Y efectivamente, es la obra con la que Maelzel recorrió toda Europa hace treinta años, siendo pasmo de las mentes más lúcidas de su tiempo.
—Eso no es posible —sentenció Hamilton-Smythe—. Creo haber leído que esa máquina desapareció tras un incendio en los Estados Unidos.
—Les aseguro que obra en mi poder, pueden comprobarlo, si no les asusta...
—Además — prosiguió el teniente—, me parece recordar que el señor Poe, el escritor norteamericano, descubrió el fraude tiempo atrás.
—Bien, suponía que hablaba con caballeros más osados...
—Señor mío...
—No, no quiero hacerles perder más el tiempo.
Tumblety dio dos tirones a sus perros y los tres se alejaron unos pasos, lentos y medidos. Los dos fusileros se mostraron indignados, ambos eran jóvenes aventureros y la provocación del americano no podía quedar sin respuesta. Torres, algo más joven y con tanto o más coraje que ellos, era de carácter sosegado y miraba el reto desde la distancia del escepticismo, más fundado que el del puritano Hamilton-Smythe, por sustentarse en el conocimiento científico.
—Aguarde —espetó iracundo Hamilton-Smythe—, caballero, no toleraré que dude de mi hombría.
—He de entender entonces que aceptan la apuesta.
—No se ha inventado ninguna que mi camarada y yo no hayamos aceptado —dijo De Blaise.
—Soberbio. Esta misma noche puedo mostrárselo, a menos que estén ocupados.
—Es perfecto para nosotros —dijo De Blaise—, y espero que usted, Torres, nos acompañe, ya sea para participar en el desafío o como testigo.
—Ya lo puede jurar, teniente —respondió Torres—, no creo que pudiera resistirme a ver la solución de este encuentro tan extraordinario.
—Magnífico —continuó Tumblety—, se avecina una interesante velada entre caballeros, con un dilema filosófico de por medio, ¿qué más podemos pedir? Ya lo sé. Prologuemos ese encuentro con una cena en mi casa, beberemos y discutiremos de todo esto antes de enfrentarnos al reto. Resido en Liverpool, pero durante mi estancia aquí me hospedo en casa del señor Hall Caine, en el setenta y dos de Brook Street. Espero verles a todos a las siete —dirigió entonces por primera vez su mirada a mi persona—. Pueden traer a su... criado, si así lo desean.
Y se fue. No me había reconocido, me inundó un alivio dichoso, que disimulé lo mejor que pude. Durante toda la conversación había sentido miedo, más que en lo más crudo de la guerra. El Monstruo estaba allí, hablando de no sé qué apuestas... yo solo veía sus ojos de demonio voraz ardiendo, siempre ardiendo en mis recuerdos. Aguanté la respiración esperando que esos ojos se detuvieran en mí, y vieran lo que yo sabía, y soltara al engendro que llevaba dentro. No, el Monstruo no me había visto, ¿cómo iba a ser de otro modo? ¿Cómo iba a recordar ese pequeño encuentro en medio de lo que seguro era una larga vida de iniquidades?
—¿Y bien, señores? —dijo Torres—, ¿qué se puede hacer en esta ciudad hasta las siete?
Los dejé... siempre he...
Siempre he sabido cuál es mi sitio, y entre esos buenos caballeros y sus complicados rompecabezas sobraba. Torres se empeñó en que los acompañara, insistió en que me necesitaba como traductor y ofreció pagarme por este servicio, pero... era evidente que el español se entendía bien con esos dos militares, que por demás no parecían nada interesados en que yo siguiera con ellos... No lo acepte, ya era hora que la rata volviera al lugar que le pertenecía. No... no tuve en cambio reparo alguno en coger el medio soberano, ¡medio soberano!, que me ofreció correspondiendo a mis molestias. Tenía que vivir de algún modo. Torres se despidió de mí.
—En fin, don Raimundo...
—Raimundo.
—... me alegro de haberle conocido. Ha sido extraordinario encontrarme con casi un compatriota aquí, un feliz encuentro. Espero que alguna vez se repita.
No.
Lo natural era que jamás nos volviéramos a ver. Los nuevos cicerones de Torres, más presentables y seguro que más conocedores de lugares que el español gustara de visitar, se encargarían de él. Yo... yo... No. Yo debía volver otra vez al hediondo callejón, a mi hedionda vida.
Observé cómo los tres caballeros se iban comentando el extraño encuentro con T... no. Con Tumblety, haciendo planes para almorzar y pasar la tarde juntos en espera de los misteriosos descubrimientos que la noche les deparara. Les di la espalda y caminé por la calle contemplando a toda esa gente pasear, salir de Spring Gardens hacia otros destinos civilizados, pasando tan cerca del callejón del fin del mundo y tan lejos a un tiempo.
Vi... a un par de raterillos acercarse despacio al trío, creyéndose sigilosos, cubriendo su avance tras los vuelos del gabán de un transeúnte alto y saliendo justo para tropezar con uno de los oficiales. Estuve a un suspiro de salir en su socorro... Torres interceptó a los muchachos y creo que les dieron unos chelines tras algún breve sermón y dos suaves cachetes... Los niños se fueron trotando y riendo, y yo me sentí muy triste.
No podía...
... comprender lo que me pasaba, ¿por qué... por qué el ver a todos esos señores pudientes no abría en mi mente codiciosa una infinitud de posibles hurtos... robos, y asaltos, sino una... extraña melancolía?, la misma clase de tristeza que sentí cuando desperté en el hospital de campaña de Jacksonville... entre yanquis y sin cara; otra vez esa tristeza...
Mi andar errático... me llevó hacia la fea guarida de mi hogar, como un toro a los toriles, que diría Torres, y antes de entrar en ella me atacó un hombre lobo...
Non Omnis Moriar
Miércoles
Irving vino por mi izquierda, el muy cobarde me conocía bien. Me golpeó en los riñones tan fuerte que dejé de respirar. Caí al suelo y recibí otro bastonazo en la parte aplanada de mi cabeza. Incapacitado para reaccionar como estaba, no encontró dificultad en cogerme por la pechera y arrastrarme hacia el callejón, cerrado ahora en espera de las sesiones de la tarde. Supongo que allí mismo, entre las jaulas, me propinó un par de patadas, yo ya no sentía nada. Me espabiló la humedad de su escupitajo en mi cara.
—Bastardo —decía mientras sobaba la moneda que Torres me diera—, ¿pa qué quiés tú esto? —Vestido, sin los colmillos falsos y apoyándose ufano en el bastón de Potts era aún más terrible que con sus «galas»; ahora se veía con claridad que no era una pobre criatura deforme y asilvestrada, era un canalla peludo. Yo no tenía miedo, solo ira. Traté de saltar sobre él, y el dolor de mi espalda me detuvo, unido a una oportuna patada en el vientre—. No quiero matarte, asín que para quieto. Ya has hecho bastante el idiota por hoy, no lo estropees más. ¿Crees que pues mandar al infierno a unos clientes como esos, y luego ganar dinero por tu cuenta? —Me pisó la mano, la de los dedos tiesos, y agitó ante mi cara el medio soberano—. Se te da comía, cobijo y tú lo devuelves asín, robándonos. —Me golpeó una vez más y escuché risotadas viniendo de las jaulas. Ahora era yo el espectáculo para los fenómenos de feria. Potts se acercó, sujetando por el brazo a una puta borracha y desdentada.
—Sí Ray —dijo con un arrastrar de palabras ebrio. De un manotazo recuperó su bastón de manos del cerdoso Irving—, ¿así me pagas lo que hago por ti? No solo ofendes a un cliente especial, sino que conoces a un buen primo y pretendes aprovecharlo tú solo. ¿Es esto camaradería? ¿Acaso no soy un padre para todos vosotros?
Potts alzó los brazos con teatralidad, dejando caer a su amiguita. Giró en torno a mí, aplaudido y vitoreado por los monstruos, recogiendo el agradecimiento de la concurrencia por todas las degradaciones recibidas. La voz chillona de Edna, la profunda de George, los sonidos abúlicos de las siamesas; todas aclamaban al señor de los monstruos, al monarca absoluto del universo grotesco donde vivíamos.
—¿Ves, Ray? —continuó el patrón, apoyando su bastón sobre mis genitales—, ellos lo entienden: juntos viviremos. Fuera de aquí... no seríais nada sin mí. —Aumentó la presión con el bastón, yo grité y todos rieron. Se arrodilló y me susurró—. La última vez, ¿oyes? —Se volvió a incorporar alzando la voz para que todos lo oyeran—. Te perdono, Ray, porque eres como un hijo para mí, el hijo pródigo que vuelve con nosotros. Todos te queremos, ¿verdad?
Con gritos, salivazos, burlas, me expresaron su amor, me mostraron el cariño de mi hogar, que yo había caldeado con pródigos golpes y maltratos. Potts se fue, cogió a su putita y a Irving y juntos los tres subieron tambaleando los seis escalones que conducían a su cuarto del final del callejón, a disfrutar de alguna nueva fiesta de crueldades. Me dejaron allí tirado, consumido por la ira, jurando para mis adentros que esas serían las últimas carcajadas de Irving.
Me levanté dolorido, esperando la próxima tortura que cobró forma en Eliza. Borracha, abotargada y llorosa, la mujer apareció en el callejón tan furiosa como yo. Allí la había echado su hombre, que se disponía a gozar de carnes más jóvenes, aunque igual de deterioradas. Eliza preparó el espectáculo para la tarde con desgana, maldiciendo, tirando adoquines del suelo contra los inquilinos de las celdas y volcando su frustración sobre mí.
—¡Cara Podría! ¿Qué haces ahí, haragán? Anda y ponte a da de comé a estos desgraciaos.—Me dio un puntapié apenas sin fuerza y siguió su sermón—. Hijo de puta. Maldita sea la hora en que te parió la cerda de tu madre. Tan cerda como la puta madre de mi marío. ¿Me oyes Potts? ¡Maricón! Y se fue a buscar una esquina donde seguir bebiendo y quejándose, ya en voz baja, como para sí misma—. Sigue así, maricón inútil. Sigue así y yo... yo le contaré cómo haces tus cuentas, claro que se lo contaré... así ardas en el infierno, así te queme...
Yo estaba rabioso. Volvía allí tras rozar el mundo civilizado, tras haber intentado ayudar a ese español, tras hacer algo bien por una vez, y recibí semejante recompensa. Lo había visto irse en compañía de un demonio, del peor que había conocido en una vida larga de convivencia con las más abominables criaturas; eso tampoco era poco tormento, y sí acicate para mi furia. Oí la música de Eddie, estaba al fondo, al pie de la escalera de madera vieja y quejosa, tocando y vigilando el sueño del siempre tranquilo
Pete
. Su música triste me calmó. Él allí, cojo como era, tocando para sí y para el arrullo de su animal, me pareció la imagen de la serenidad que tanto me hacía falta. Pese a su cojera, se valía bien con una prótesis que apenas se le notaba al caminar, y así avanzó hacia mí, sin dejar de tocar.
—Vamos, Ray —dijo—, ve a hacer lo que tengas que hacer, no causes más problemas.
Sí, atender mis quehaceres, la mente simple se siente más cómoda volviendo a los lugares conocidos en situaciones críticas, repetir el comportamiento habitual cuando nada cobra sentido, eso me aportaba calma. Dar de comer a todos, menos a Burney, eso era lo que había que hacer; un mal día y una paliza más que ya había pasado, no tardaría en olvidar. Fui a por la comida, empapando la sangre de mi frente con un pañuelo sucio. Nadie hablaba. El callejón solía ser un lugar bullicioso, los monstruos tratan de sus cosas, como el resto del mundo, pero ese día todos callaban, una especie de luto porque el viejo Raimundo había perdido el favor de Potts. Este era el único que hacía ruido con sus risotadas y las de su amiga, acompañadas por la concertina de Eddie.
Entré primero en la jaula que compartían Mary y Jane, las siamesas ahora liberadas del arnés que las mantenía unidas por un costado, un ingenio que había construido Eddie, hombre muy hábil con las manos, y que daba el pego perfectamente haciendo que desapareciera uno de los brazos de cada mujer como si realmente estuvieran pegadas: un solo cuerpo bicéfalo. Las dos, calvas y retrasadas, se arrullaban riéndose de mí, la más pequeña y gorda en brazos de la otra, nadie sabía cuál era Mary y cuál Jane, y a nadie le importaba mientras se mantuvieran allí acariciándose sumidas en su estulticia. Las moví a patadas, que les provocaron aún más risas. Dejé su comida y un cubo de agua. Luego visité al gordo George de mirada en perpetua fuga, asustado como siempre que alguien entraba en su celda, incapaz de moverse, vulnerable y temeroso, toda la vida cargando con un miedo que pesaba más que sus muchas libras. Dejé allí la ración de costumbre de patatas con gorgojos, el triple de la del resto. Amanda estaba durmiendo, en sueños se movía con la suavidad de un gato. Los dibujos de su piel estaban húmedos, lamenté la oportunidad perdida, y no entré. Me limité a tirar un mendrugo por los barrotes y a mirarla con dolor, o tal vez cierta nostalgia. No creo que en su cerebro alcoholizado quedara un solo trazo de nuestra violenta noche nupcial interrumpida por mis remilgos, o eso me gusta pensar. Ella olvidaba abrazada a su licor, mientras que la rutina balsámica no surtía en mí el efecto esperado.
Era el turno de Lawrence, el que más trabajo me daba. Lo desenganché de su tenderete, cargué con él en brazos hasta la parte de atrás de la celda y me ocupé en desmontar el tinglado, para hacer sitio.
Hola, Ray; dicen que tienes problemas... —Le di una patada, furioso, y antes de que dejara de gritar lo levanté y lo senté en el cubo para sus deposiciones. Lo até con la cadena que había en la pared, pasándola por debajo de sus diminutos brazos para evitar que se cayera del cubo, y le volví a pegar.
—C... c... caga —dije, y luego me senté junto a él, cogí pan, lo mojé en las patatas que Eliza había preparado, y empecé a trocearlo y a metérselo en la boca con violencia—. C... come.
Lawrence obedeció en silencio. Estaba acostumbrado a mis arranques de ira, a que desahogara con él mi frustración; seguro que prefería mi violencia a la de otros.
—Otro mal día para el viejo Ray, ¿eh? —dijo, con ese refinado tono de señorito suyo. Ahora, pasado el tiempo, me pregunto: ¿de dónde lo sacó? ¿Cómo sumergido en las degradaciones de la más sórdida barbarie pudo ese monstruo cultivar el espíritu de un poeta? ¿Acaso Lawrence tenía un pasado opuesto a este negro presente? ¿Dónde nació? ¿Quién, tras darle cierto lustre, le lanzo a la barbarie de las calles? Tal vez fuera el heredero de una familia pudiente, que avergonzado por su aspecto terminó... quién sabe. Cuántas sorpresas tiene la vida para el ojo observador... sí, claro que respondí. Dije:
—Sí.
—¿Has puesto furioso a Potts? Tienes que quitarte de su camino, ya te lo he dicho. Yo procuro apartarme, y eso que no puedo moverme mucho. —Se rió, y yo con él—. ¿Qué hiciste? He oído que has ido a Spring Gardens.