Los horrores del escalpelo (13 page)

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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—He vw... visto... un much... muchacho de mmmetal tocando la f... ffffflu... fffifflauta.

—¿Un muchacho de metal?

—Bonito.

—Sí, seguro que lo era. Y tocaba la flauta, ¿una de esas flautas de palo rosa?, de ellas salen notas tan dulces. ¿Era una de esas, Ray?

—Sss... sí.

—Seguro. Y el muchacho iba vestido como un joven caballero, ¿no es así? Claro, elegante como todos esos señores y las damas que lo contemplan allí, en Spring Gardens. Allí todo el mundo es elegante y amable, todos hablan y se comportan del modo más adecuado, ¿verdad?

—Sí.

—Por supuesto. Y todos esos caballeros y sus mujeres o sus hijas, o sus prometidas, guardan silencio mientras el muchacho de metal, allí sentado sobre un bonito cojín de terciopelo rojo, toca la melodía más dulce del mundo, tan bonita que hace saltar las lágrimas hasta a los almirantes y coroneles serios e importantes que han ido a verlo. Cuando termina, el muchacho de metal se levanta y hace una reverencia. ¿Fue así?

—Ssss...

—¿Y qué más has visto? ¿Viste a la bailarina dorada que estaba frente a él? Están enamorados, ¿verdad? El muchacho de metal y la bailarina. Un amor muy triste. Estoy seguro de...

Y así siguió, contándome cada detalle de cada autómata que no había visto, sentado dentro de un cubo de mierda seca, comiendo patatas rancias y pan duro, y sonriendo. Era una bendición para mí, porque narrarlo con mi facilidad de palabra hubiera sido un infierno. Lawrence siempre rememoraba mejor las cosas que a mí me pasaban, cantando mi vida al son de las teclas de Eddie. No era igual a la realidad, era mejor, más hermosa, más intensa. La belleza puede nacer de pozos como aquel, germinar en almas de poetas sin brazos, sí.

—Qué suerte haber sido testigo de todo eso, Ray. —Lo levanté del cubo, lo tumbé en su camastro y empecé a limpiar su jaula.

—Sí.

—Fue ese caballero con el que saliste el que te invitó a entrar al Gardens, ¿no? Parecía un hombre agradable.

—Sssí. El p... pa... patrón... se enfadó.

—Potts es un enfermo, un animal sin sentimientos. ¿Qué sabrá de cosas hermosas?

—Sí. —Recogí el cubo de inmundicias y coloqué de nuevo el teatrillo para la siguiente función, enganchando a Lawrence en su sitio—. Me... d... dio m... mmmedio sob... soberano. Q.. q... quiere que... que le ay... ayu... ayude aquí... es esp... esp... español como yo.

No creo que sea buena idea. Escucha, Potts no te dejará... espera. —Me detuve—. Creo que ha mandado a Burney a seguir a ese caballero. Si piensa que puede sacarle dinero... no debieras verlo otra vez. Le hará mal y el patrón te hará daño a ti.

Ya no le oía. Había mandado a Burney a... sabía lo que eso significaba, incluso mi cerebro lento era capaz de reconocer las familiares pautas de trabajo de ese bandido. Potts había visto en Torres a un «primo», a alguien del que sacar más que los diez chelines que me había robado. Iba a hacerle daño, a aquella persona que me había tratado tan bien. Si no se lo hacía antes Tumblety. El médico indio le iba a hacer mal, como decía Lawrence, y ahí llegaba mi patrón para rematarlo. Pueden decir que el español no hizo gran cosa por mí, pero no han vivido entre golpes, humillaciones y pecados, no saben lo que un gesto amable causa en uno de nosotros. No quería que sufriera daño alguno por mi causa y Potts podía ser muy peligroso, más incluso que el americano. Ese no era temible si uno se mantenía sano, pero Pottsdale era un consumado timador. No era listo, no mucho, un zote al lado de alguien como Torres. Lo que sí era capaz es de acabar con un español perdido en esta ciudad, robarle hasta el último penique y arrojarlo al Támesis. La maniobra perfecta para Potts: desplumar a un primo y darme a mí una buena lección. El pobre de Ray Cara Podrida no tiene esperanza, no puede hacer otra cosa que no sea estar junto a su querido patrón.

Salí de la jaula de Lawrence sin terminar de instalarle de nuevo en el teatrillo. Ya no se oía a Potts en su cuarto, Eliza andaba atusándose, trabajo baldío, para abrir las cortinas. Los demás tal y como los había dejado: Amanda borracha y magullada, George asustado, y Burney y las siamesas. Todos dispuestos a dar el espectáculo más terrible y repulsivo...

¡Burney! Estaba de vuelta, embutido en un largo abrigo que no ocultaba su delgadez, todo lo contrario, le daba el aspecto de muerto en vida. Estaban todos menos Tom e Irving. Tom, Irving... ¿y Potts? Ya no salían esos feos ruidos de su covacha, Habían salido de caza. Burney había seguido a los caballeros, habría vuelto con información y hacia allá corrían ahora la jauría de lobos deformes. Y yo ocupado en atender a esos monstruos... Me lancé furioso sobre el esqueleto, sin saber de qué parte de mi alma atrofiada salía tanta ira. Le di una patada, escuché sus huesos sonar.

—¿Dón... dónde...? —es todo lo que dije. Burney me miró aterrado, llorando, con sus ojos hundidos fijos en la cuenca oscura y retorcida del que fue el mío. No me costó que hablara, Burney siempre hablaba de más. Eso no impidió que le propinara dos golpes en su cara huesuda antes de que confirmara haber seguido a Torres y compañía. Me indicó la dirección de la casona hasta donde habían ido; la encontraría, no tenía pérdida.

Potts se ha marchado ahora mismo... Ray, me duele, no tienes por qué tratarme así, yo solo cumplo con lo que se me dice, ¿qué esperabas?, ¿acaso crees que puedo hacer otra cosa? Siempre he hecho lo que me dicen, lo que tú me dices también, y ahora me tratas así, me pegas, soy una persona muy frágil, estoy muy enfermo y tú... —Y siguió hablando y hablando...

Corrí perseguido de los chillidos de todos, excitados por el miedo y la violencia que acababa de descargar. Atravesé las calles enloquecido, empujando y asustando a los buenos londinenses. Un policía me detuvo, me preguntó por mis prisas y convencido de mi necedad al oírme, me dejó ir acompañado de admonitorias advertencias. Me dirigía sin saberlo hacia lo que era la residencia de la prometida de Henry Hamilton-Smythe, la encantadora señorita William. Llegué allí a eso de las cinco y media de la tarde, a Kensington, una zona que nada tenía que ver con el Londres que yo conocía; calles limpias, sin voces, sin olores. Observé alrededor. Las buenas gentes, personas que jamás habían visto los desechos del mundo que subsistían en precario entre callejones hediondos como el de Potts, apenas reparaban en mí, y los que lo hacían era para apartarse rápido o darme un caritativo penique, según el ser de cada cual. Ni rastro de Potts y su partida de asesinos, ni a la luz ni ocultos entre las sombras de la calle.

El edificio en cuestión era impresionante, en mi vida vi casa tan grande. No era en absoluto común casonas así en el barrio, y de este modo Forlornhope, este era su nombre, era como una isla de otro tiempo incrustado en el elegante suburbio Londinense. Ocupaba el centro de una gran parcela ajardinada, una vorágine vegetal que excitó mi alma de floricultor, en especial al contemplar los enormes robles y cipreses que allí crecían. Aun limpio y cuidado, no había orden en el jardín, casi parque o bosque por el tamaño, lo que a mis ojos lo hacía aún más hermoso, más salvaje. Por encima del telón vegetal se alzaba la casa, un titánico edificio de paredes blancas y rojas que avergonzaría a sus vecinos, todos edificios Victorianos, hermosos, pero más modestos, si pudieran compararse con él a través de la jungla ajardinada que lo rodeaba. Tenía tres pisos, varias buhardillas se veían a los extremos, centenares de ventanas horadaban su frontal.

Una verja negra de puntas doradas rodeaba la propiedad, con fin más decorativo que otra cosa. La puerta, amplia para permitir el paso de hasta dos carruajes, estaba abierta y sin custodia, con una hospitalidad en nada común en casas tan opulentas. Paseé mi andar torcido por el camino de guijo que llevaba hasta el edificio principal, apabullado por la inmensidad de lo que me rodeaba a medida que se acercaban a mí aquellas paredes blancas coronadas de más de cien chimeneas oscuras. Vi al personal de la casa afanándose en los cuidados tanto del bosquecillo, como de la casa. Nadie me dijo nada, aunque más de una cabeza se volvió hacia mí.

Llegué a la fachada y se me mostró elegante sin ostentación. Destacaba, sobre todo, un blanco tan luminoso, brillante con la luz mortecina de la tarde. ¿Cómo podía mantenerse así?, porque sin duda la casa había ganado esa solemnidad que las piedras nobles y bien alineadas adquieren con el paso del tiempo. Ese albor de lirio resaltaba aún más con los rojos de contraventanas y demás artesonados, y con el negro oscuro de la techumbre, allí en las alturas. Había cien luces en aquellas cien habitaciones, nunca vi Buckingham Palace, pero no tendrá tanta iluminación, seguro. Noté algo extraño en la disposición de las luces: de los tres pisos aparecían alumbrados el primero, mucho, y algo el último. El segundo formaba una faja de oscuridad en toda la mansión. Lo ignoré. Una pequeña escalinata conducía a dos magníficas puertas negras, que invitaban a ser llamadas pese a su seriedad. Todo parecía acogedor, aunque no estaba seguro que esa hospitalidad arquitectónica pudiera estar dirigida a mí. Me llamó la atención el adorno que coronaba la exquisita arquivolta que rodeaba esas puertas, en nada victoriana, lo que mostraba con más claridad que la finca cumplía ya el siglo largo. Hasta para un lego en cuestiones arquitectónicas, como un servidor, se veía que esa piedra que hacía de ápice del arco desentonaba con el resto. Allí arriba, un sillar demasiado pequeño para que mi único ojo pudiera ver con claridad lo que en él había grabado. Distinguí la figura de un esqueleto. Mal agüero sin duda, me persigné. Tenía una guadaña en una mano, y en la otra... solo podía ver una regadera. Mi amor por las plantas influía mis percepciones, digo yo.

Llamé a la puerta movido por un impulso irrefrenable, un extraño miedo que me asustaba, por lo desconocido e inhabitual en mí. Un criado de librea me abrió y puso la cara de desagrado que provocaba siempre mi máscara de cuero.

—El sssss... sssseñor Torres —dije.

—Se equivoca —dijo él con expresión adusta, rozando la repulsión—. Márchese...

—Un ex... extranjero. —Sin duda eso le hizo pensar en la visita que ahora tenían en casa y detuvo por un instante mi inmediata expulsión a patadas.

—Aguarde —dijo y luego recapacitó—. No, no se quede ahí, de la vuelta. Por atrás.

Cerró sin más, y antes que comprendiera qué se esperaba que hiciera ahora, la puerta se volvió a abrir y el lacayo apareció, esta vez con un mozo de menos de quince años, que me conduciría a ese «atrás».

Rodear todo el contorno de semejante mansión no se hacía en un minuto. Seguí al crío, que me miraba de hito en hito, a punto a veces de tropezar, movido por la curiosidad propia de su edad, más tolerable que el miedo o la repugnancia que veía en las miradas de otros más adultos. La planta de la casa tenía forma de te mayúscula con el trazo horizontal, en cuyo centro estaba la puerta principal, mucho más largo que el vertical. En la esquina de ambos tramos, había un pequeño cercado, otra verja que traspasamos y que daba a un jardín dentro del vergel exterior, más recoleto, más ordenado, cuajado de jazmines, lirios y rosas, y hasta un pequeño huerto con una tomatera, todo bien atendido por mano experta. Allí había una puerta trasera que daba a las cocinas.

Otro lacayo nos abrió la cancela y con cara avinagrada dijo que esperara allí. Desde mi estancia en los pantanos desarrollé un afecto especial hacía el mundo vegetal, lo habrán notado, así que mis premuras se desvanecieron un tanto en la contemplación de las flores y arbustos que tan bien atendía el jardinero de esa casa. De una voz me sacaron de mi ensimismamiento y a través de los rosales me condujeron adentro, donde un hosco mayordomo no dejó de recordarme que iba a ser recibido por caballeros, que debía comportarme con educación, que no escupiera, que me limpiara las botas antes de entrar.

Recorrí no sé cuántas puertas y corredores hasta que me recibieron en un salón, amplio y regio, adornado con cuadros de viejos muertos, lleno del aroma a tabaco y buen oporto. Estaban Hamilton-Smythe, De Blaise y Torres, los tres rebosando satisfacción, con esa expresión que solo surge cuando se comparte bebida y conversación con buenos amigos. Ejerciendo de anfitrión estaba el dueño de la casa, el tío de la prometida de Hamilton-Smythe: Robert James Graham Abbercromby, décimo lord Dembow, un caballero de aspecto majestuoso, escocés de nacimiento, envejecido, de ceño permanentemente fruncido por el dolor, atormentado por alguna enfermedad que le había cargado con más pesares que los que a su edad, en nada excesiva, correspondían. Postrado en un sillón presidía la tertulia rodeado de sus invitados en pie, al igual que hago yo ahora con ustedes. Y del mismo modo que mi abnegado enfermero nos observa por ese ventanuco de la puerta, quisiera yo pensar que preocupado por mi estado de salud, allí también había un observador más, en el que apenas reparé. El futuro décimo primer lord Dembow era un sujeto tan gris y anodino que el más insulso de entre los criados de su padre resultaba atractivo a su lado. Percy Abbercromby se sentaba en una esquina, estirado en la silla y leyendo un libro, no creo equivocarme al asegurar que se trataba de la Biblia, vestido con la austeridad de un riguroso luto por su madre, extendido ya en el tiempo hasta la exageración; un espartano en medio de una familia que era famosa por su ascetismo (miseria y tacañería lo llamaban los más audaces de sus enemigos). Hasta su padre parecía un cortesano versallesco a su lado. Era moreno, más joven que ambos tenientes, seguramente de la edad de Torres, aunque su simpleza en el vestir y el moverse y su cara carente de todo rasgo remarcable hacían difícil aventurar una edad. Lo único notable en él era la mirada; parecía incapaz de parpadear. En esa ocasión los textos sagrados de su regazo eran el objeto de esa fijeza inquietante.

He dejado para el final la presencia más perturbadora, una presencia inapropiada tal vez, la de una señorita en medio de caballeros fumando. Parece que el lord permitía a su sobrina ciertas licencias con tal de disfrutar de su alegría. Así la reunión estaba embellecida por la siempre encantadora señorita William. En ese instante creí ver a la criatura más exquisita del universo, y aún lo pienso, no es que la niebla del tiempo que suaviza tanto nuestros recuerdos haya alterado lo más mínimo la impronta de esa beldad en mi mente, en absoluto. Su imagen produjo tal efecto en mí, que ha permanecido intacta a través de los años. Era alta, quizá demasiado para una mujer, seguro que esa esbeltez había atormentado a la niña Cynthia, que al convertirse en mujer y florecer más que sus congéneres, transformó las timideces y pudores infantiles en un desparpajo y una alegría que en ocasiones rozaba las fronteras del buen decoro en la sociedad victoriana de entonces, tan pronta a escandalizarse. Era rubia, de mirada verde que inquietaría al más casto de los monjes, y armada con una sonrisa misteriosa, cuajada de promesas. No pude apartar la vista de esa mujer, tan opuesta a las siamesas o a la terrible Amanda, y el inevitable reparo que mi presencia le produjo me dolió más que los diez años de desprecios que ya cargaba a mis espaldas.

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