Los horrores del escalpelo (15 page)

Read Los horrores del escalpelo Online

Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

BOOK: Los horrores del escalpelo
5.01Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Está muy delicado lord Dembow? —preguntó Torres de camino.

—Así es —dijo Hamilton-Smythe—, padece innumerables dolencias, de no ser por su fuerte constitución, ya nos habría dejado hace tiempo. Esa fortaleza no impide que sufra muchos dolores, y esos padecimientos lo llevan a relacionarse demasiado con mercachifles como Tumblety.

—Por suerte nos tiene a nosotros —dijo De Blaise—, para escarmentar a truhanes, como vamos a hacer ahora mismo.

—Y por fortuna también tiene a Cynthia, que lo adora y cuida como a un padre.

—¿Y a su hijo...? —La pregunta retórica del español quedó colgada en el exiguo habitáculo del birlocho, mientras que los tenientes cruzaban miradas de complicidad. Fue De Blaise quien habló, eligiendo, a juzgar por su tono, cada palabra con sumo cuidado.

—Percy Abbercromby es un hombre noble y capaz, lamentablemente la muerte de su madre le sumió en una tristeza enfermiza.

—Lo lamento. ¿Falleció hace mucho?

—Cinco años, tras una penosa convalecencia —sentenció Hamilton-Smythe—, la familia no comenta ese desagradable suceso. —Y de nuevo se impuso un incómodo silencio, hasta que Torres probó a aligerar el ambiente.

Por cierto, teniente —dijo—, permítame darle la enhorabuena por su compromiso, su prometida es una criatura encantadora.

Ya lo creo —dijo De Blaise—, encantadora, aunque me reafirmo en su pésimo gusto para los hombres.

—Y parece muy abnegada para con su tío.

—Sí —contestó Hamilton-Smythe algo ausente.

—Esa enfermedad que lord Dembow arrastra ha empeorado en los últimos años —aclaró De Blaise—. Está mermando también el ánimo de Cynthia, aunque se muestra alegre y dispuesta, sé que cada año va a peor. Y aunque crea que la elección de prometido no es apropiada —sonrió—, he de reconocer que su futuro enlace lo anima, y su sonrisa nos anima al resto. Ruego porque tanto desvelo por lord Dembow no la apague jamás...

—Parece una joven muy fuerte, no ha heredado la delicada salud de su tío...

—Sería un milagro, amigo Torres, puesto que no son parientes. El capitán William era un gran amigo de lord Dembow, que al morir muy joven dejó a su única hija al cuidado de su camarada. Desde muy niña la ha tratado como una hija más que como a su pupila. ¿No es así, Harry?

—Ya llegamos.

A la puerta de una casa pequeña y sencilla nos recibió un joven con algo de ese desaliño propio de la intelectualidad, que inquieta sin llegar a resultar ofensivo. Se presentó como Henry Hall Caine de Liverpool, un amigo de Tumblety con el que pasaba estos días en Londres. Mis ojos se cruzaron con el doctor indio cuando este salió a las escaleras y de nuevo temblé. Tumblety fijó su mirada en mí con desagrado, no porque me reconociera, sino por lo inapropiado de mi presencia en esa reunión. Nadie parecía interesado en que yo me uniera a la cena, y Torres, sensible a mi situación por esa rara cualidad empática suya, me aconsejó que los esperara a la salida, junto al coche. Yo acepté el consejo sin dudarlo un momento.

El cochero llevó su vehículo a un pequeño callejón anejo y allí quedé yo, en medio de la calle, observando al farolero que repasaba la luminosidad de las luces, escrutando cada hueco donde alguien pudiera esconderse, aquí y allá, en las calles adyacentes, bajo cada adoquín de ese Londres hostil donde empezaba a llover. Nada vi y mucho creí ver.

Entretanto, dentro transcurrió la reunión dirigida en cada punto por la férrea batuta de Francis Tumblety. El señor Caine se mostró hospitalario y atento, un intelectual de fluida conversación, algo radical tocando según qué temas para el gusto de Torres, pero un hombre muy interesante en cualquier caso. Ejercía de crítico teatral, aunque su amigo Tumblety dejó entrever que sus inquietudes literarias iban más allá de la mera crítica o la erudición, y eso lo traía con frecuencia a Londres, a asistir a las temporadas de teatro, ocasiones para las que un amigo común, el señor Stoker, que era representante del afamado actor sir Henry Irving, les prestaba aquella casa.

—Gracias a él —comentaba Caine—, no pienso perderme el debut de Irving en el Lyceo. Es un genio. ¿Lo ha visto actuar en alguna representación, señor Torres?

—No he tenido esa suerte. Además, me temo que mi inglés no es suficiente para disfrutar de su Shakespeare. Pero ¿el señor... Stoker no estará con nosotros? —Torres esperaba poder agradecer la hospitalidad al dueño de la casa.

—No gozaremos de su compañía hoy—respondió Caine—. El señor Stoker va a casarse en unos meses, y me temo que eso le tiene algo ocupado, aparte de sus labores como agente teatral...

—Sé de lo que habla —dijo De Blaise—. Nuestro amigo Harry también anda atareado con cuestiones de desposorio.

—Enhorabuena, teniente. —Hamilton-Smythe acogió la felicitación con una sonrisa, felicitación a la que se unió Tumblety.

—Le deseo lo mejor. La cabeza del más sensato de los hombres pierde su rumbo ante la mujer amada, espero que solo sea momentáneo en su caso, y en el del señor Stoker... me refiero a que sea pasajera su... «desorientación romántica», claro, para su enlace le deseo todas las bienaventuranzas imaginables. Comamos algo, no quiero que la velada se extienda demasiado y olvidemos el asunto que nos ha traído.

Fue una cena espantosa en lo tocante a lo gastronómico, si hacemos caso al gusto de Torres, y no lo pongo en duda. Comer allí después de haberlo hecho aquí, es siempre un desagradable contraste. En tanto a la conversación, eso fue otro cantar. Caine la guió al principio con buena maestría, aunque siempre orientando los temas hacia sus intereses. Se mostraba muy preocupado por la conservación de edificios en Londres, que al parecer peligraban debido a una política urbanística un tanto agresiva con las antigüedades. Poco a poco, fue eclipsado por su expansivo amigo, dotado de mucho más carisma. Torres pasó la mayor parte del tiempo cayado, siempre fue de las personas que gustaban más escuchar que hablar. Por el contrario el americano lo hizo y mucho. Agotó varias botellas de vino humedeciendo su gaznate seco por tanta charlatanería incontenible. Empezó glosando un asombroso currículo de proezas médicas, comentando los portentos de la medicina india, lo menospreciada y perseguida que era en su país natal, y cómo él aprendió tal ciencia de grandes maestros quienes a su vez habían aprendido de los mismos apaches, y la practicaba con pericia y asombroso éxito. Mencionó de pasada su amistad con personalidades de más allá del atlántico a las que había administrado sus remedios con éxito, aportando cartas personales del general Grant y del propio Lincoln, que elogiaban su eficiencia y buena conducta como médico militar, y terminó recordando fugazmente su carrera política en el Canadá, donde rechazó un puesto de parlamentario porque:

—He nacido para sanar, señores, y les aseguro que tratar de desempeñar una tarea similar desde la política es de lo más frustrante.

La solemnidad con la que el americano hablaba de su pasado, la vehemencia con la que defendía sus ideas, la firmeza de su mirada lo dotaba de la sinceridad que tienen los hombres seguros de sí mismo. Era comprensible el triunfo social del médico indio.

A los postres se suscitó un enconado debate entre el teniente Hamilton-Smythe y el mismo Tumblety sobre la ciencia y los males y bienes que al hombre trae. Ambos polemistas no eran muy doctos en la materia que trataban; el oficial disparaba con andanadas de pobres argumentos nacidos de su recalcitrante puritanismo y Tumblety se defendía, bastante bien por cierto, con cargas de evidencias de lo más disparatadas. Amparaba la ciencia sin conocerla y sus ideas eran una mezcla de extrañas teorías entresacadas de certezas medio oídas y apenas entendidas, y simples mentiras de buhonero. Torres se limitó a asentir en ocasiones, interviniendo lo menos posible, pese a que sabiendo Tumblety de la educación científica del español, insistió una y otra vez en que tomara parte y opinara, tal era su atrevimiento.

—Dice que ha recorrido el continente, señor Torres, y seguro que ha notado que allí está en auge cierta corriente que concilia antiguas medicinas, llamémoslas «naturales», con los últimos descubrimientos. Si ha estado en Alemania habrá oído...

—No, no he tenido la fortuna de pasar por allí. Por otro lado no sé gran cosa de medicina.

Terminada la cena, pasaron a una pequeña salita a tomar un licor antes de comenzar el juego, todos menos Caine, que dijo tener que ocuparse de su correo.

—El pobre Hommy Beg se encuentra algo cansado —excusó el doctor indio a su amigo, empleando ese cariñoso apelativo infantil—. Es un artista en el fondo, y los artistas suelen sumirse en el tedio cuando la conversación torna hacia la ciencia.

En la sala estaban los sabuesos negros de Tumblety, y lejos de sacarlos para que no molestaran durante la conversación, los mandó sentarse y allí permanecieron a sus pies, gruñendo de cuando en cuando. Los tres invitados, una vez superada la molestia de esos grandes y amenazadores animales, notaron un par de extraños ornamentos sobre la repisa de la chimenea, tan turbadores como los perros. Allí descansaban dos urnas de cristal selladas, llenas de algo sumergido en un líquido ambarino, custodiando un pequeño cuadro, un bordado en el que fulgían en letras rojas cuatro estrofas de un poema enardecido, tan grandilocuente como el propio Tumblety. Sin que estuviera clara la naturaleza de los objetos que rodeaban esas rimas, su aspecto y su colocación, fuera de lugar en la decoración tan cálida del cuarto, resultaban incómodos.

—Oh —exclamó Tumblety mientras ofrecía tabaco—, veo que han reparado en mis... mmm... ¿cómo llamarlos? —«Monstruosidades es lo que yo les llamaría», susurró De Blaise al oído de Torres en francés—. Los considero mis trofeos, muestras de la maravilla que es el organismo del hombre, mi modo de rendir homenaje a esa creación divina que usted tanto respeta y defiende, teniente.

—¿Qué son? —preguntó De Blaise alzando uno de los frascos al trasluz.

—Ese que usted sujeta contiene un páncreas, teniente De Blaise, este otro guarda un útero en perfecto estado de conservación.

De Blaise dejó caer el tarro, que recogió antes de que llegara al suelo un sonriente Tumblety. Hamilton-Smythe a su vez soltó un «Santo cielo» espantado.

—Vamos caballeros, somos todos hombres civilizados. Es solo parte de mi colección de órganos.

—¿Y lo considera una colección normal? —preguntó Hamilton-Smythe.

—En un hombre de ciencia y un médico como yo, sí. No se trata de un capricho, los necesito para mis estudios. Bien, ¿una copa antes de ir para allá? —Y se dispuso a servir el whisky, que De Blaise apuró en un solo trago.

—¿Está lejos su Ajedrecista? —preguntó Torres mientras se sentaba junto a la chimenea.

—Como era de esperar nuestro amigo el ingeniero español parece muy impaciente por empezar este pequeño juego. No se apure, no tardaremos mucho.

Perdone que insista en este punto, doctor Tumblety —dijo Hamilton-Smythe, que se mantenía en pie—. ¿Afirma que está en posesión del ajedrecista de Maelzel?

—En efecto, ya lo vieron ustedes mismos.

—Tenía entendido que ardió en los Estados Unidos hace veinte años.

—Es indudable que este no es el caso. No me es posible revelarles cómo tan importante objeto ha llegado a mis manos, no porque haya nada siniestro en ello, es simple ética en los negocios. Las personas por medio de las cuales obtuve el Ajedrecista deben mantenerse en el anonimato.

—No veo la necesidad de ese secretismo —dijo De Blaise.

—La discreción es siempre una virtud en estos asuntos, discúlpenme, pero prefiero no desvelar la identidad de personas que puedan comerciar con tan importantes objetos. En todo caso es irrelevante para lo que nos ocupa. Lo importante es que obra en mi poder la prodigiosa máquina que fabricó Johann Maelzel...

—No —zanjó Hamilton-Smythe con excesiva sequedad.

—¿No?, ¿insinúa que miento, teniente?

—No pretendo ofenderle en su casa, Tumblety, pero no es correcto lo que ha dicho. Primero no es tan prodigiosa la tal máquina y dentro de unos minutos lo probaremos, y segundo, Maelzel no fue quién construyó al Ajedrecista. Aunque se le conozca muy a menudo con ese nombre, Maelzel compró el Ajedrecista a su creador, Wolfgang von Kempelen, un funcionario del Imperio Húngaro del siglo pasado, un ingeniero, como usted señor Torres, matemático, físico, lingüista; un hombre sobresaliente.

—Favor que usted me hace, teniente, no gozo yo de tanta «sobresaliencia».

—Sonrió Torres, y luego añadió—: Parece admirar mucho a ese von Kempelen.

—No. Era muy brillante por lo que yo sé, pero ha pasado a la historia por ese gran fraude que es el Ajedrecista. —Tumblety sonrió displicente ante esa afirmación, y apuró su copa—. Lo vendió a Maelzel pocos años antes de morir, después de décadas de pasearlo por toda Europa, exhibiendo esa burda imitación de la vida.

—¿Y cuándo dice que construyó la máquina?

—Allá por el mil setecientos setenta, más o menos, no recuerdo bien la fecha. Fue fruto de un reto, por cierto, como lo que hoy nos ha reunido aquí a nosotros. La emperatriz María Teresa, monarca muy interesada en las ciencias, recibió a un famoso prestidigitador francés, un tal
monsieur
Pelletier, miembro de la Academia de las ciencias de París, que entretenía a su público con una serie de «juegos magnéticos». Tras la representación del francés, a la que asistió Kempelen, y en la que desveló todos los artificios que el galo presentó gracias a su perspicacia y a sus profundos conocimientos científicos, su Alteza Imperial pidió a su súbdito que realizara un prodigio que superara todos los trucos de todos los magos del momento. Kempelen, incapaz supongo de hacer nada mejor, apareció a los seis meses presentando ese falso Ajedrecista, y ahí empezó este gran embuste.

—¿En qué sentido era un embuste? —siguió preguntando Torres, que parecía el más interesado en el tema. Tumblety se limitaba a poner irónicas expresiones.

—Durante las exhibiciones, von Kempelen, o Maelzel, o quien fuera que estuviera en posesión del Ajedrecista y lo explotara...

—¿Hubo más poseedores? —esta vez fue De Blaise.

—Sí, a la muerte de Maelzel sus propiedades se subastaron, y el Ajedrecista acabó en manos de un médico americano, un tal doctor Mitchell, que también trató de lucrarse con la estafa... ah, y por supuesto tenemos a nuestro doctor Tumblety.

El aludido inclinó la cabeza burlón, y matizó:

Other books

First Time Killer by Alan Orloff, Zak Allen
Dearest Rose by Rowan Coleman
My Dog Doesn't Like Me by Elizabeth Fensham
Knight Errant by Rue Allyn
Claire of the Sea Light by Edwidge Danticat
Glamour in Glass by Mary Robinette Kowal
Booty for a Badman by L'amour, Louis - Sackett's 10