Pese a tener por fin una familia, acabé cansándome de partir cabezas y dar puñaladas. Les puedo asegurar que ser secuaz cuando se tiene mi aspecto no es plato de gusto, pronto comprendes que ese romper brazos y marcar caras es todo el futuro que te espera, y poco beneficio obtienes tú de tu trabajo. Así, mis relaciones con los líderes del Green Gate se convirtieron a no mucho tardar en algo parecido a lo que fue mi vida con Efrain Pottsdale. Esa fue mi perdición, el sentir que podía servir para otra cosa más allá de las crueles labores para las que tan dotado estaba. Y la culpa de esta ilusión no fue del todo mía.
No voy a aburrirles con mis penurias, así que ahorro detalles escabrosos, al igual que se los ahorré a Torres en aquel momento. Baste decir que mis camaradas andaban tirantes con los chicos de la calle Dover, que yo supe por casualidad de una trampa tendida a mi jefe, Joseph Ashcroft, por estos, que pensaban sorprenderlos en una falsa reunión para parlamentar llevando más efectivos de los acordados, y mucho mejor armados. Así pensaban descabezar al Green Gate, matar a Joe y a Dick Un Ojo. Como leal miembro conté tales intenciones al mismo Ashcroft. Y ya puestos a contar, fui a la calle Dover y dije a los de allí que mis amigos sabían de sus intenciones, e incapaz de refrenar mi lengua delatora, fui a la policía y advertí que se avecinaba una buena trifulca entre ambas bandas, con sus gerifaltes capitaneando las huestes.
No añadiría nada de momento si les explico mis razones para hacer esto, pero no quiero que me tomen por un traidor. Sepan que fui impulsado a semejante felonía por el estricto sentido de autopreservación, si es que necesitan alguna justificación de actos tan mezquinos para seguir con el relato. Lo importante es que el resultado fue una batalla campal en el West India Dock entre las bandas de Green Gate y de la calle Dover, junto con la Policía Metropolitana, en la que se emplearon piedras, ladrillos, cuchillos, garras, lanza dardos, puños de acero, brazos hidráulicos, látigos automáticos y todo el arsenal del que disponíamos. Hubo muertos, heridos en cuantía y detenciones, la del mismo Ashcroft entre ellas, y mis problemas hubieran desaparecido de no ser por mi falta de discreción y sutileza para estos menesteres.
Lo dejamos aquí, quedando yo solo y enemistado con mis anteriores camaradas, y llegamos a mi segundo encuentro con el Ajedrecista, tan casual como el primero y mucho menos interesante. Hacia marzo de ese mismo año de mil ochocientos ochenta y ocho andaba yo urdiendo cualquier bribonada que me permitiera subsistir, pues mi golpe de mano, tan torpe como ruin, me dejó sin nada. Mi vagar, entre escondido y hambriento, me llevó a Millwall. No había vuelto allí en años, y nunca había repasado los hechos que allí nos ocurrieron. Todos regresaron a mí de golpe.
No tardé en encontrar el emplazamiento del almacén donde vi por primera vez al autómata de von Kempelen. Ahora habían edificado dependencias de una planta envasadora o algo similar, y como es natural, la máquina no estaba allí. No sé si guardaba alguna esperanza de encontrar otra vez al turco mecánico, ni siquiera había pensado en él al dirigirme hacia allí.
Sin embargo, ese hallazgo, o la falta de él, me trajo los recuerdos de Torres, que imaginé fuera del país, y de Cynthia William. A ella no la había olvidado, incluso en mis momentos de delirios de alcohol y sangre, permanecía en mí su imagen, su brillante cara suspendida en mi memoria sin relación alguna a los hechos y nombres que debieran acompañarla. Aquella hermosa aparición llenaba mis noches más pesarosas. Su sonrisa y su cordialidad me había acompañado esos años y ahora, como por ensalmo, se unía al cuadro su ofrecimiento para que me quedara con su tío. Comencé a imaginar cómo habría sido mi vida de haber aceptado aquella oferta, cómo debía ser la existencia viendo todos los días el rostro de aquella mujer, sus ojos... Esa era mi salvación. Sentí dolor físico cuando me di cuenta de ello: podía pedir ayuda a lord Dembow. No, ayuda no, una vez me ofrecieron entrar a su servicio, eso iba a solicitar. Ahí estaría a salvo de los del Green Gate y los de la calle Dover que sospechaban de mis trapacerías, a salvo, y junto a la señorita Cynthia, que ya debía estar casada.
A la mañana siguiente me planté en la cancela, esta vez cerrada, de Forlornhope.
—Q... q... quiero trabajo —dije a quien custodiaba la puerta, un mozo que de inmediato me echó con cajas destempladas. Yo insistí los siguientes días, asegurando con mi mal hablar que el señor ya me conocía, que tiempo atrás le hice un gran servicio, y durante una semana fui expulsado, apedreado y amenazado con llamar a la policía. En la calle tuve un mal encuentro con mis antiguos compañeros, del que salí con bien de milagro y que me mostraba de forma apremiante la necesidad de conseguir un trabajo con Dembow, bajo su protección.
A la semana me sonrió la fortuna. Llegó el día en que hallé la verja franca, costumbre hospitalaria inusitada que tenían en Forlornhope, y llegué caminando por el bosque hasta la trasera, a aquel jardincillo que daba a las cocinas y a las dependencias del servicio. La cocinera, la señorita Trent, salió a verme. Muy atractiva en su sencillez, a sus cuarenta años conservaba cierta frescura de mocedad, incluso a través del rígido uniforme negro que gastaba. Era triste ver a una mujer con tan buen corazón sumida en tan hondo pesar y envuelta en luto, sin razón conocida— Trent escondía un corazón tierno oculto en modales duros, fingidos. Tal vez ese alma cándida suya, conmovida por mi insistencia o mi aspecto herido hicieron que me atendiera. Me dijo que no encontraría trabajo allí, que nunca tomarían a servicio en esa casa a alguien como yo, que fuera a los astilleros, que allí el joven lord contrataba gente para algún que otro peonazgo. Efectivamente, allí me emplearon para labores no muy distintas a las que hacía con los Green Gate, y lo hizo el mismo Tomkins, más avejentado y cubierto de quemaduras que deformaban su expresión hasta parecerse casi a la mía. Afortunadamente no me reconoció al verme. No es que mi aspecto hubiera cambiado mucho, pero él apenas había cruzado mirada conmigo, y esta es una de las virtudes de la mendicidad, del pertenecer a lo más bajo de la estructura social: nadie repara en ti.
Estuve un mes trabajando con ellos y mis obligaciones se repartían entre las labores de intimidación o vigía, acordes a mi corpulencia y mi espantoso físico, y trabajos más propios de estibadores, llevando y trayendo bultos de un almacén a otro.
Un día lluvioso de finales de marzo andaba yo faenando en Cubitt Town, al sudeste de la Isla de los Perros, quitando y poniendo lienzos para proteger alguna mercancía. Me pidieron que buscara más tela al fondo, en un lugar donde se amontonaban las cajas abandonadas. Allí topé con el Ajedrecista bajo una colcha, desecho y almacenado de mala manera en un par de viejos cajones, apolillándose ahí los ropajes del Turco y medio herrumbrados los metales. Al principio no sabía lo que era, ya les hablé de mi débil memoria. Reconocí su cabeza enturbantada al verla entre todas esas piezas y maquinarias dispersas, y creí que ahí estaba mi oportunidad. Era fácil entender cómo había llegado esa chatarra allí: muchos de los almacenes portuarios se alquilaban a Dembow, por lo que pude saber mientras serví al lord, y en muchas ocasiones, para satisfacer deudas de morosos, se tomaban a cuenta de lo debido lo allí guardado. Así, ese almacén donde andaba buscando cubiertas para la lluvia, estaba lleno de mercaderías requisadas de distinta procedencia, sirvieran para algo o no, como los restos de esa marioneta.
A mi memoria volvió el pasmo con que aquellos caballeros comprobaron las evoluciones del Turco tiempo atrás. Este hallazgo era valioso, sí. Tal vez reparé un momento en Tumblety, el anterior propietario del muñeco, y pensé que teniéndolo yo ahora y sacando provecho de esa situación, tomaría por fin revancha del monstruo. Incluso era posible que si el turco de metal estaba en tan mal estado, su dueño no corriera mejor fortuna. Me reí. Era el momento de Raimundo Aguirre.
Recordé a Torres y corrí al consulado español para escribir la carta que me traería de vuelta, así lo esperaba, cincuenta libras y el fin de mis penurias. Entre la salida del mensaje y su llegada a destino, resultó que mis antiguos compañeros de banda dieron conmigo y cerraron un círculo de dagas a mi alrededor. No sabiendo cómo escapar, cometí un burdo robo, procurando ser descubierto; el del propio Turco. Así fue, hombres de Tomkins me sorprendieron despistando el bulto del almacén. A los dos días me acusaron de hurto, y no queriendo perder mi fortuna, confesé el robo de seis barriles de licor, que había perpetrado con anterioridad y con éxito. Dije que esos barriles eran los que me habían visto sacar, y no al autómata. Caí en prisión. Mejor ahí que hacerlo en manos de los de Green Gate. Pasé mi condena y acabé olvidando por completo al Ajedrecista.
—Mmm... mejor así. Sé algo más...
—¿Todavía conserva el autómata? —El español mostraba más interés que yo por el muñeco.
—Ss... sé dónde está. Pero eso ya no imp... importa. Tengo inffffformarión mmmmás interesante.
—He notado que habla mucho mejor, don Raimundo.
—Raimundo. Uss... usted también habla ing...
—¿Me dice que tiene información... sobre el Ajedrecista?
—Nnnno... tiene que ver...
Lether Apron
, D... Delantal de Cuero; sé quién es.
Torres me miró atónito. No esperaba una declaración así de su amigo, don Raimundo. Dos meses después me diría: «Siempre que nos cruzamos ocurren cosas extrañas. Es usted un catalizador para lo extraordinario...», y tenía razón. Cada uno de nuestros encuentros... veo que empiezo a desviarme... y no nos queda mucho tiempo. Torres estaba pasmado, y dijo:
—¿Delantal...? Ese es el asesino del que hablan los... periódicos, ¿no?
—Ssssí, el hombre mmmás odiado de Londres, y yo sssé q... q... quién es. Ssssscotlanyard no tiene ni idea y yo ssssé quién...
Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Jueves, la puerta se abre
La puerta se abre con brusquedad, y salen por ella ambos visitantes, empujados de los brazos por Celador, con muy malos modales.
—No, aguarde —ruega Lento—, no puede... a punto va a decir...
—Dijo que nos daría más tiempo... —dice Alto.
—¿Es que no ven lo cansado que está? —Celador los suelta y se encara furioso. Es muy corpulento, más bajo que Alto pero le dobla en peso. Su mirada y su voz profunda están diseñadas para achantar al más bravo—. Por el amor de Dios, señores —rebaja el tono amenazante—, ¿es que no tienen caridad? Después de lo que abusaron ayer... aún no ha pasado la hora y ya está...
—Usted aceptó dinero —dice Lento—. Se comprometió. —Aguarda mientras Celador refunfuña y escarba como un toro manso—. Si es como asegura, no creo que le pueda hacer daño, solo tiene que...
—Muy bien. Pero en cuanto yo diga que paren, tienen que dejarlo. Aguarden un minuto aquí.
Entra en el cuarto del señor Aguirre. Los visitantes respiran tratando de apaciguarse tras la brusca interrupción. Alto mira por el ventanuco, luego a su compañero, por el ventanuco una vez más y dice:
—¿Qué quería decir antes? —Lento pone cara de no entender—. Con lo de que hay que venir de noche...
—Sí. Aquí estamos... como se dice... hay que creer de lo que este señor quiera contarnos, y por crédulo que me considere, no imaginará que no doy cuenta que aquí no hay nadie más que nosotros y este... ladrón. Y los insectos y...
—Concrete —apura Alto—, que está a punto de salir.
—Esta noche, con cuidado, entramos y vemos a mr. Aguirre, sin que el señor...
—Y de paso, registramos todo el lugar.
—Vaya, no le tenía por tan... tan osado.
—Ya está aquí. —Alto se aparta de golpe de la puerta.
—¿Entonces? —susurra Lento—, ¿venimos esta noche?
—Cuente conmigo.
—Muy bien —irrumpe Celador, estirándose la bata roñosa—. Entren. Les ruego que sean compasivos y miren por la salud de mi paciente. Yo estaré aquí, observando como siempre. Adelante, pueden continuar con la historia.
El éxito del Asesino
Jueves, apenas diez minutos más tarde. Si es que llega a tanto
¿Eh? Ah, sí. Mi conversación con Torres. Claro, claro que sabía quién era el asesino. El dijo:
—Bien, bien, vayamos con calma. —No le interesaba, lo noté enseguida... al contrario que a ustedes. Fue amabilidad lo que lo empujó a seguir preguntando—. ¿Quién es?
—El mmm... mmm... mmmonstruo. —No me entendió—. El doctor indio.
—¿Aquel hombre? ¿El que tenía el Ajedrecista? Tumblety se llamaba, ¿cierto?
—Sí.
—No sé, don Raimundo, a mí me pareció un truhán en el peor de los casos, ¿qué le hace pensar que es un asesino?
Alcé la mano pidiendo paciencia para con mi torpe habla. Era mucho lo que tenía que explicar y no estaba dotado para las largas exposiciones. Debía presentar toda mi tesis, mi teoría de los crímenes de Whitechapel, nacida tras la noticia de la muerte de aquella pobre mujer, Mary Ann Nichols, hacía cinco días. Para apoyar mi supuesto, saqué de debajo del abrigo una resma de papeles, periódicos y hojas que en cinco días había ido compilando, aunque apenas sabía leerlos. Añadiendo dato a dato, rumor tras rumor, junto con los recuerdos de mi memoria, había construido un sólido caso contra Francis Tumblety, Delantal de Cuero, el asesino de Whitechapel. Despacio y con claridad fui desplegando mis ideas ante la paciente atención de Torres.
La «causa» se sustentaba sobre hechos conocidos por los dos y sobre aquellos que solo yo sabía. Le hablé de mi encuentro con Tumblety en Washington, hace tanto que parecía que le hubiera ocurrido a otro. Le expliqué su implicación en el magnicidio de Lincoln, que ahora creía a pies juntillas. Le conté el asesinato de Bunny Bob, aunque no mencioné mi omisión de auxilio, había confeccionado mentiras al respecto durante todos estos años, mentiras que acabé creyendo y que me hacían dormir mejor. Le recordé luego aquella velada en casa del escritor Henry Hall Caine, quien por cierto a esas alturas ya había publicado varias novelas, donde Frank Tumblety estalló en ese arrebato de ira hacia el género femenino tan fuera de lugar y donde todos vieron su colección de órganos. No pasé por alto cierta velada mención a que el trato entre estos dos caballeros, Caine y Tumblety, no me pareció apropiado, sugiriendo que el falso doctor pudiera ser un invertido. Aquí quedaba clara la naturaleza monstruosa del canadiense y su odio irracional hacia las mujeres, patente como en la ponencia de un senador, aunque los conceptos de «odio irracional» o «naturaleza monstruosa» no cabían en mi pobre vocabulario ni en mi cerebro demediado.