Había pasado los dos últimos meses en la prisión de Pentonville, caminando de arriba abajo por el patio, encadenado a otros compañeros que expiaban entre esos muros sus faltas, y enmascarado no por mi fealdad, que a todos nos ponían una careta que no nos dejaba ver más que el suelo por donde andábamos; separados y en silencio. El no hablar con nadie, solo lo hice con uno de entre los quinientos o seiscientos hombres que allí penábamos, ni casi ver a nadie era el mejor bálsamo para las heridas de mi espíritu. Rezaba porque ninguno de mis enemigos acabara encerrado conmigo, enemigos que seguro me esperaban a la salida. No me fue mal, en tres ocasiones recibí treinta y seis latigazos por mi irredenta violencia, en una decena más fui confinado un par de días en la «celda oscura», sin apenas comida, supongo que a causa de desórdenes cometidos durante los servicios religiosos o por hablar con algún compañero, insultarle más bien; salvo por esos incidentes menores, mi vida en la cárcel era preferible a la que me deparaba la calle.
No voy a entrar, de momento, en el motivo de mi reclusión, uno de tantos, la memoria no puede almacenar tanta pequeña fechoría. El peor de mis actos, el que cometí contra Kelly, del que antes o después tendremos que hablar, no era el que en esa ocasión pesaba sobre mí, al menos a ojos de la justicia. Lo importante es que cumplí mi condena, el primer día de septiembre estaba de nuevo en la calle, y el segundo había llegado a Londres, sin dinero ni techo en el que cobijarme, situación que no me era en nada ajena. Tampoco les aburriré con los detalles de mis andanzas en los tres días siguientes, que les aseguro fueron muy atareados, corriendo tras un caldero de oro que imaginaba cada vez más cerca.
En esto Torres se presentó el citado día cinco, entrada ya la tarde, ante Timothy Donovan, el encargado de la Pensión Comunal de Crossingham en la calle Dorset, hombre amable y educado, más teniendo en cuenta lo triste de su ocupación, quien de seguro lo conduciría a su oficina y allí le diría algo semejante a:
—¿El Cara Podrida? Me debe seis chelines, así que espero que esté en la mazmorra más oscura de los infiernos... —Tras abonar el español mi deuda, cantidad acrecentada con intereses que consideró apropiados para apaciguar las iras del guardés, el tono del señor Donovan tuvo que ser más explícito—. Creo que está en Pentonville cumpliendo condena, o allí deberían encerrarlo. Mala gente ese Ray, no debiera mezclarse usted con semejante calaña. Está siempre acompañado de la «aristocracia» de esta ciudad, no sé si usted me entiende.
Esa advertencia no estaba fuera de lugar, como apreció Torres, más que incómodo en ese barrio. Quedó varado en medio de lo más deprimido de Londres, preguntándose si aquel viaje absurdo no era una necedad desde un principio. No había imaginado un lugar así, tan triste y gris comparado con sus queridos verdes cántabros. Las miradas que recibía a cada momento de buena parte del vecindario no le auguraban nada bueno. En la calle buscó la presencia de un policía con avidez; la encontró, que los había haciendo rondas, y no le tranquilizó demasiado.
Al día siguiente iría a la estación Victoria, cogería un tren, cruzaría el canal y se olvidaría de toda esa locura. Todavía era hoy, y tenía que buscar el modo de pasar el día lejos de esas calles, si era posible. Iría a por el billete, tal vez en la legación española. Don Ángel Ribadavia, que con tanta diligencia le había proporcionado alojamiento confortable, podía gestionarle los trámites. Había recibido un trato excepcional en la embajada desde que pusiera pie en tierras británicas, en especial por parte de este singular caballero. Mejor ir a hablar con él de nuevo. Entretanto podría...
—De todas formas, señor—dijo Donovan a su espalda, que lo había acompañado un trecho, tal vez temiendo la suerte que un caballero tan desprendido podía correr en el barrio—, si ese malnacido anda por aquí, lo podrá encontrar en el Ringers, a veces paraba por ahí, no creo que haya otro lugar donde permitan entrar a un sujeto como ese. —Torres miró aturdido—. Sí, lo habrá visto, un pub al principio de la calle. —Lo cierto es que yo no frecuentaba demasiado ese lugar, no más que otros; mi cara y mis actos me hacían persona non grata incluso en los burdeles del infierno. No era menos cierto que alguna vez había reposado mis huesos maltrechos allí, acompañado de una cerveza y de compañeros de fechorías. Puede que en una de esas ocasiones me viera Donovan o que le dijera alguien, cuando andaba buscándome por moroso, que paraba por el pub. Esa imprecisa indicación salvó mi vida y permitió nuestro segundo encuentro.
El ingeniero fue para allá. A falta de otro plan mejor para gastar esas horas perdidas en el Reino Unido decidió dar una oportunidad más a aquel precipitado viaje. Hacía una tarde agradable, aunque las nubes amenazaban descargar, como es costumbre en esa ciudad. En su corto paseo hasta el establecimiento pudo contemplar el East End, el «abismo», lugar abandonado por Dios, el hombre, y las políticas urbanísticas de Laboristas y Tories. Mujeres y niños sin hogar sentados en la calle, suciedad, pobreza, vocerío, más pobreza. Toda la zona era un babel de etnias, en especial se notaba clara la presencia de gran número de judíos. A sus oídos llegaron diferentes sones de lenguas eslavas: ruso, polaco... no abundaban los latinos, solo vio a un italiano vendiendo helados en su colorido carrito. La calle Dorset estaba llena de pensiones y casas de mala muerte que daban una cama por el precio de dos cervezas, y que suponían el único hogar ocasional que muchos desdichados podían costearse.
Un par de muchachos se le acercaron a pedir unos peniques, atraídos por su porte de persona acomodada. Torres vivía con holgura, tanto que podía permitirse no trabajar y dedicar su tiempo en «pensar en sus cosas», como le gustaba decir. Unas parientes que le criaron de niño, las señoritas Barrenechea, y que seguro lo colmaron de atenciones y mimos, disponían de buen capital y no de descendencia. A su muerte, Torres heredó una considerable suma. Benditas estas buenas mujeres, porque gracias a esa posición cómoda que dejaron a su querido Leonardo pude yo encontrarme con él. Este desahogo no lo alejaba sin embargo del dolor de los menos favorecidos; un corazón caritativo por naturaleza lo empujaba siempre a estimar el mal ajeno, y en el East End londinense ese mal era imposible de ignorar para alguien incluso diez veces más endurecido que él.
El Britannia, que era el nombre real del pub al que se refería Donovan, hacía esquina con Commercial Street, una calle ancha y bulliciosa. Allí era difícil circular rodeado de puestos de fruta, carboneros, vendedores de lanas o comida para gatos, arrieros en sus carros o que portaban mercancías al hombro, el tranvía que recorría la calle arriba y abajo y un centenar de personas que se agolpaban, enredados en sus quehaceres. Al otro lado de la calle, frente a la bonita fachada del pub en madera, acristalada y con anuncios de cerveza (no tenía licencia para vender bebidas espirituosas), estaban los jardines de Christ Church, cementerio abandonado y ahora lugar donde se hacinaban los menesterosos a pasar los días y las noches entre mantas mugrientas y llantos de niños, por lo que la gente conocía el parque como Itchy Park, un triste sitio cuya única finalidad era oscurecer más el barrio que tanto espantara al señor Jack London. Y hacia el noreste, proyectando su sombra sobre el viejo camposanto, la propia iglesia—, mi querida iglesia, grande y fría, alta y seria, muy seria, como apartándose de la fealdad del suelo, mostrando a los londinenses que ni siquiera la mirada de nuestro Señor se posaba sobre ese barrio, demasiado abajo para que su misericordia lo alcanzara.
Sopesó Torres si entrar o no en el Britannia, por dar una última oportunidad al imposible encuentro conmigo. A punto estaba de marcharse y de que mi historia acabara aquí, cuando las voces de un muchacho vendiendo prensa llamaron su atención. El titular que encabezaba el enorme montón de periódicos que acarreaba el crío, que casi doblaban su peso, no podía ser menos llamativo:
'DELANTAL DE CUERO'
EL ÚNICO NOMBRE RELACIONADO CON LOS
ASESINATOS DE WHITECHAPEL
EL TERROR SILENCIOSO DE MEDIANOCHE
Un extraño individuo que deambula por Whitechapel
después de medianoche. Tiene aterrorizadas a todas las
mujeres. Pies ligeros y cuchillo afilado.
Torres adquirió un ejemplar. En su interior el diario relataba, de modo tan escandaloso o más que la cabecera que lo prologaba, las andanzas de ese tal Delantal de Cuero, un judío fabricante de zapatillas que, según el gacetillero de turno, había abandonado su profesión en pos de molestar y torturar a las prostitutas por la noche. Parece que el reportero relacionaba a este sujeto, de quien nadie conocía su nombre real, con una serie de tres horribles asesinatos acaecidos recientemente sobre putas de los barrios de Whitechapel y Spitalfields, lugar donde estaba el Britannia. Torres entró en el local, distraído y sin mirar a la concurrencia. Pidió una cerveza en la barra, por pedir algo, no tenía hábito de beber.
El artículo proporcionaba una descripción minuciosa y sobreadjetivada del sujeto: un hombre bajo y grueso, entre treinta y ocho y cuarenta años, pelo negro muy corto y negro bigote, cuello macizo, de expresión siniestra y vestido siempre con la prenda que le daba su sobrenombre. Gente que decía conocerlo aseguraba cosas como: «está completamente loco» o «cualquiera que se lo encuentre cara a cara lo nota... sus ojos nunca están quietos, siempre moviéndose de un lado a otro y nunca mira a nadie directamente».
Delantal de Cuero atormentaba a las prostitutas, entrando con sumo sigilo en sus habitaciones golpeándolas, martirizándolas y robando lo poco de que disponían. Aunque testigos aseguraban haberlo oído amedrentar a alguna diciendo que las iba a acuchillar, no se le conocía ningún delito de sangre, su puñal no había cortado mujer, que se supiera, cosa que desde luego no coincidía con los recientes crímenes, de naturaleza cruenta en extremo. Pese a eso, el diario mencionaba a un testigo que aseguraba haberlo visto en compañía de la mujer hallada muerta el treinta y uno de agosto, hacía cinco días, en una calle llamada Buck's Row, al otro extremo del barrio donde ahora se hallaba Torres.
Encontró otro periódico en la barra, el Morning Advertiser. En él se hablaba más de «el asesino de Whitechapel». Con poco detalle aseguraba que la policía andaba sin pistas de ese criminal sanguinario, que no había detenciones aunque se repetían los interrogatorios...
—¿Es usté extranjero? —preguntó la mujer que atendía tras la barra, la señora Ringer, causa del nombre con el que se conocía al establecimiento. La interrupción en la lectura devolvió al español a donde estaba. La tabernera tenía cierto aire de rusticidad bondadosa que le agradó, pese a que lo tratara con recelo. Ojeó el local, abarrotado a esas horas, lleno de mujeres gastando lo conseguido con tantas penurias, acompañadas de tipos mal encarados y con la mirada ensombrecida por los vapores alcohólicos.
—Sí.
—¿Le interesan los crímenes? —siguió la mujer suspicaz, señalando los diarios que leía—. Sí, a tos les interesan. Dicen que ese mostruo no es daquí, un judío, dicen.
—Ya... —Le costaba entender a los
castenders
, de acento tan marcado y lleno de modismos, pero aun así intentó hacerse comprender—. Discúlpeme, ¿frecuenta por aquí un hombre... Raimundo Aguirre se llama? —La dueña del local no dejó esa mirada desconfiada por un minuto—. Es tuerto, desnarigado, tiene una gran cicatriz en la cara... supongo que llevará una máscara o... no tiene confusión posible.
Mencionar «una máscara», no fue la mejor elección posible entre las palabras a utilizar, menos en una ciudad acosada por la muerte en su más siniestra forma. Es disculpable a la vista del conocimiento del inglés que tenía Torres, muy superior al de diez años atrás, pero aún deficiente. La señora Ringer se estremeció, y algo fue a decir cuando una de las parroquianas, una mujer con trazas de estar ebria que se sentaba en una mesa junto a una joven pelirroja, se aproximó a la barra.
—Sé de quién habla —dijo con acento germánico, acercándose demasiado al español para su gusto, tanto que el olor a alcohol le hizo dar un paso atrás—. ¿Qué pue buscá un caballero como usté en alguien como Drunkard Ray?
—¿Le conoce? Es un viejo amigo mío. ¿Sabe de él?
—Es posible —dijo con burda coquetería—. ¿No me vas a invitá a algo, guapo?
—Déjale en paz, Julia —dijo su amiga, más joven y muy atractiva, acercándose a su vez—. Este caballero no quiere saber nada de ti, solo se interesa por los asesinatos, como todos, ¿ha leído lo que dicen...?
—¡Déjame tú a mí, Ginger! —gritó la otra, evidenciando su borrachera—. A ti qué te va...
—¡Vale, me voy! —dijo la pelirroja, y con andar algo menos bebido que Julia fue a la puerta—. Luego te quejarás de que si Harry... —Y salió del Britannia, por evitar una pelea con su amiga borracha, supongo.
—Dicen que Delantal de Cuero sacó las tripas a esa Nichols —siguió la tal Julia, creyendo tener un posible cliente—, ¿y crees que eso le importa a la policía?
—Supongo que...
—¡Na! Ese asesino seguirá ahí, matándonos y haciéndose cinturones con nuestras entrañas.
—Es lamentable, pero...
—Tal vez la próxima sea yo. Tengo miedo, ¿sabes? —Se apoyó en su brazo—. Necesito que un hombre fuerte como tú me proteja, ¿te gustaría protegerme esta noche?
—Disculpe señora, pero debo irme. —Torres pago su consumición con prisa manteniendo la compostura en lo posible, pagó otra para Julia y decidió volver a España de inmediato. Ese viaje había sido un acto poco sensato, empujado por lo extraño de aquel encuentro diez años atrás, ya olvidado o quizá almacenado entre ese grupo de hablillas curiosas para comentar en el café.
Al salir no acabaron las molestias. Se vio sorprendido, y casi atropellado, por un airado tumulto que bajaba por Commercial Street, inundando la calle ya de por sí siempre concurrida. Mujeres y hombres corrían gritando, agitando las manos, arrollando a los transeúntes que de inmediato se unían a la carrera. Oyó gritos:
—¡¡Delantal de Cuero!!
—¡¡Asesino!!
—¡¡Otra muerta!!
Torres se apartó a un lado, eludiendo en lo posible al gentío. Esos crímenes de los que hablaba la prensa parecían haber soliviantado mucho a la ciudadanía, más en aquella zona de Londres, donde se estaban produciendo los asesinatos. Se podía apreciar la mezcla de ira y miedo entre los que corrían en pos del asesino.