—Puede... puede que los hayan detenido —dijo.
—¿Detenido? —Edna suspiraba con una espantosa congoja—. ¿Por qué dices eso...? ¿Dónde...?
—No sé dónde, y no sé por qué, ni quiero ni quise nunca saber nada de los asuntos de Potts. Ya visteis lo que hizo a Larry, y cómo trató a Ray. Yo tuve que seguir a unos tipos hasta una mansión en Kensington, e imagino que allí fue Potts y los demás, allí había mucho dinero, y muchos guardias armados vigilando con disimulo... han debido meterse en líos y ahora los habrán trincao...
—¿Y qué vamos a hacer nosotros? —preguntó George, Edna ya era incapaz de articular palabra.
—Sobrevivir. —Dudo que el amigo Burney fuera tan teatral y dramático en ese momento. Así me lo contó, acostumbraba a darse aires cuando no estaba asustado.
—¿Cómo...? Eliza... ella no pue... Necesitamos comer. —En especial él.
—Escaparemos. Antes de que vuelva, saldremos de aquí y no...
—¿A dónde vamos a ir? —Edna se sentó llorosa en el suelo de su celda, del escenario que simulaba una casa a su medida, que ahora más que nunca le parecería una prisión—. Míranos, Burney, ¿qué podemos hacer afuera, solos?
—Vayamos al campo, buscaremos una casa abandonada y viviremos... —Imagino que la realidad se imponía a sus ilusiones a cada palabra, y que tal vez el corazón del Hombre más delgado del Mundo, la única víscera carnosa entre tantos huesos, le impidió sincerarse y decir que sus intenciones eran, comprendida ya la situación, salir por su cuenta, buscarse él el sustento y dejar a los monstruos a merced de algún otro Pottsdale, Dios quiera que más misericordioso que el anterior. Esto lo imagino yo, por supuesto, no lo tomen como verdad objetiva.
—Burney... ¿por qué no vas tú fuera y traes comida? —dijo Mary mientras acariciaba a su falsa siamesa con una ternura entre idiota y lúbrica, y del todo grotesca.
—Sí, Burney, ¿por qué no vas tú fuera y traes comida? —repitió Jane.
Siguió contándome, sin darse tiempo ni a respirar, cómo los monstruos le suplicaban, cómo lloriqueaban y cómo su tierno corazón se ablandó y así el Esqueleto Humano, la Araña Humana, nació a una nueva paternidad que le impidió huir... no creí nada, y del mismo modo, dudé entonces de sus palabras cuando empezó a contar cómo ese grupo de parias se liberó asesinando a su torturadora, las señora Pottsdale.
No desvelo gran cosa, se lo aseguro, de un modo u otro esa despreciable mujer estaba condenada a la muerte, y su fin o su supervivencia no tiene peso alguno en esta historia. ¿Por qué lo cuento entonces, se preguntan, si ni siquiera se lo conté a Torres? Porque ahora me siento en la obligación de dar un final a cada uno de los personajes que han formado mi vida, por olvidables que fueran, por insignificantes y merecedores de la muerte completa, que es la desaparición no solo de esta fea materia, sino de la memoria de los hombres. Ahora ustedes los recordaran...
Divago una vez más, discúlpenme. Lo que Burney me contó, ahora a la luz de mis años, parece más verosímil, aunque entonces no lo creí. Aquellos que allí estaban eran débiles y medrosos, sí, pero el miedo se torna en ira con más facilidad de lo que creemos. Si al cobarde se le potencia su cobardía, estalla en una cólera atroz. Por eso no me es inconcebible pensar que cuando Eliza llegara esa madrugada, el terror fermentado en ese callejón sellara su sentencia de muerte.
La mujer regresó de peor humor que el que tenía al irse, quejándose por la suciedad del lugar, la misma que había dejado, preguntando por su marido y el resto de los golfos una vez más, tirando trastos, dando patadas... muy borracha, sin nada en los bolsillos y gritando.
—¿Dónde estáis, vagos? Pensáis que vamos a manteneros sin que trabajéis. ¡Potts! ¿Dónde...? —Tropezó y casi cayó de bruces en su esfuerzo de no perder la botella de licor que apretaba contra su pecho. El resto de los habitantes andarían a buen cobijo entre las sombras de sus inmundas celdas, incluso Burney, cuya ternura le había hecho permanecer con sus compañeros, según contaba.
Tanto jaleo despertó de su modorra a mi dulce Amanda, quién sumida en sopores narcóticos desde hacía un día ignoraba el cambio en el estado de las cosas en l'exhibition. Miró entre los barrotes y vio a Eliza y a su botella.
—¡Burney! Maldito huesudo... ¿aónde andas? —El Hombre Araña dejó ver su temblorosa figura y respondió como pudo a las preguntas y a los golpes de su ama. Que dónde estaba Potts, que dónde estaba el dinero de la recaudación de hoy... ¿Cómo? ¿Qué no habéis trabajado...? Golpes y más golpes. Todo observado por los fenómenos asustados, y por Amanda entre ellos. Por mucha atrofia que el alcohol de alcanfor, la morfina y hasta el arsénico hubieran causado a su cerebro tuvo que entender cómo estaban las cosas. Ya no estaba Potts ni Irving ni yo, a quienes temía y odiaba. Solo esa vieja puta borracha, que lucía una botella de ginebra en la mano.
Mi hermosa Venus ofídica se deslizó en silencio entre los barrotes y se acercó al centro del pasillo donde se escenificaba la humillación de Burney, caminando despacio, cadenciosa, como Salomé tentando al Bautista.
—¿Tú qué quiés? —Amanda no dijo nada, no acostumbraba a hablar, o nunca tenía mucho que decir, no sé. Se limitó a señalar la botella Vaya... la señorita quiere un trago. ¡Puta asquerosa!, ve fuera, a vender el coño, a ver si te dan un trago por él... ahora que tu «novio» no está, ¿quién va a querer na...? —Amanda echó mano hacia el licor, sin atender ni ofenderse por tanto insulto. Eliza apartó la mano y la golpeó con la otra en la cara, haciéndole brotar sangre del labio al chocar este contra sus dientes afilados. El golpe le gustó a la señora, ahora viuda, de Potts, y decidió repetirlo. Esta vez Amanda esperaba, atrapó el brazo de su agresora, y le arrancó parte del bíceps de un mordisco.
Eliza gritó espantada, la mujer serpiente no se detuvo. Era más joven, mucho más fuerte y quería esa bebida por encima de todo. Cayeron al suelo. Amanda la golpeó en la cara, y se la mordió con sus dientes afilados, arrancando trozos de carne vieja y borracha a cada bocado. La pobre Eliza gritaba como presa del infierno, y era un buen remedo de tortura diabólica lo que en verdad estaba sufriendo. Mi Amanda no se cebó demasiado, al cuarto o quinto bocado volvió su atención hacia la botella, y dejó el cuerpo convulso de Eliza, rezando y musitando en medio del delirio y el dolor.
La cólera había escapado y nadie podía ya detenerla. Burney, con el valor del cobarde tomó una piedra, Edna un espetón, George se arrastró fuera de la celda ayudado por las siamesas cacareantes. No ofenderé sus sensibilidades regodeándome en los detalles de esta ejecución, entre otras cosas porque no hice referencia de ella a Torres. Me gustaría, no obstante, que supieran que la justicia puede caer sobre los culpables de forma muy desagradable. Que los monstruos, a veces, se comportan como monstruos.
Eliza cayó bajo el tribunal de parias y así quedó todo en el callejón. Terminada la fiesta de la muerte, los seis volvieron a sus celdas, dejando los restos del ama esparcidos de punta a punta, una alfombra roja de vísceras pasto ahora de las pequeñas criaturas de la noche.
Pasaron dos días enteros y tampoco voy a detenerme en lo que pudo pasar en ese angostillo ocupado por siete esperpentos alejados del mundo, encerrados sin alimento ni esperanza junto a los despojos de su torturadora. Al tercer día tras la marcha de Potts llegó la policía. Por la mañana entraron como una tromba un buen número de agentes sacudiendo sus porras y aireando los miasmas acumulados tras meses de iniquidades.
Y con ellos, casi capitaneándolos, estaba Francis Tumblety.
Aquí es, claro está, cuando esto entronca con nuestra historia. Tumblety entró como un huracán, como la luz de Dios salvador, montado en un brioso corcel blanco, abriendo las cortinas de par en par, arrancándolas, tirando al suelo las brillantes palabras francesas y gritando a voz en cuello.
—¡Aquí lo tiene, mi muy respetado inspector: el fruto de los errores de su gobierno! ¡Miré! —señalaba a los inquilinos del pestilente infierno, quienes como conejos sorprendidos en la noche por una luz, se movían amilanados, en espera de un desenlace a sus vidas que no apuntaba a ser piadoso—, miren los frutos de esta política desalmada, vean cómo una gestión inhumana, que trata a los más desdichados...
Bien —ordenó el citado inspector, acallando la inminente diatriba del americano contra la corona—. Saquen a estas personas de aquí.
—Yo me ocuparé de ellos —seguía Tumblety, cabriolando sobre su montura—, ofrezco mi humilde ayuda, mis conocimientos a estas pobres criaturas...
Pueden imaginarse la pedante verborrea del Monstruo desatada en interés de conseguir la custodia de estos otros monstruos. Nada dije a Burney, pero para mí estaban claros los motivos del yanqui, y entre ellos no veía altruismo alguno. Buscaba venganza, o sacar algo en limpio tras el fiasco de su marioneta jugadora de ajedrez, quédense con el motivo que más se les acomode al carácter del doctor indio. Yo creí que, habiendo ardido el almacén y tal vez el autómata en él, así pensaba yo entonces, y siendo responsables nuestra troupe de phénoménes de dos ataques o intentos de robo, Tumblety no podía dejar pasar sin administrar justo y cruel castigo.
Según me contaba mi compañero de presidio, todos fueron llevados al hospital de Bethlem, e internados como enfermos mentales allí. La llegada fue un auténtico desfile, liderado por el propio Tumblety, que sin ahorro de alardes aseguraba que se ocuparía de esos pobres desdichados, ponía sus humildes conocimientos y su patrimonio al servicio de la sufrida población de Londres y tal y tal...
—¿Y Am... Amanda? —pregunté yo preocupado por el destino de mi amante.
No supo contestarme. Tumblety se ofreció con sinceridad a encargarse del grupo, pero, repito, sus actos no los movía la generosidad y la misericordia. Burney no discrepaba en esto. Recordaba haber visto al doctor indio a la puerta del Spring Gardens, donde Potts le había hecho apostarse en espera de que saliéramos Torres y yo. Fue una visión fugaz, pues cumpliendo órdenes siguió al trío de primos a los que se debía desplumar, Torres y ambos oficiales de fusileros. Por breve que sea el encuentro que tenga uno con el falso médico, su imagen no desaparece de la memoria, y así Burney se hizo cruces preguntándose a qué venía este sujeto y a qué su interés por ellos. No pudo concretarme el destino del resto de sus compañeros, si en verdad Tumblety se ocupó de ellos o si solo fue una ostentación de generosidad para engatusar a su posible clientela inglesa, y si fue el primer caso, también ignoraba la suerte que corrieron al amparo del Monstruo, imagino yo que acabaron con sus partes internas en sendos recipientes de vidrio. Desee que ese no fuera el caso de Amanda. Rogué por la suerte de mi amante fugaz, la mujer más hermosa, sí, hermosa, que pude tener. Pedí a Dios su protección para ella, y no soy amigo de rezos, o al menos que le hubiera dado un final dulce y rápido, pues esperanza de otra cosa no podía tener. Su natural escurridizo puede que la hubiera permitido escapar, y así encontrar su alcohol y el desfogue de su infinita pasión. Abrazada a alguna botella, dejándose llevar a ese mundo tan plácido que le proporcionaba, puede que se fuera en silencio, en calma. Descanse en paz, y que mis faltas cometidas contra ella me sean perdonadas.
En cuanto Burney, loco no estaba y la desnutrición era algo congénito ya en él, así que al día siguiente salió del hospital, y allí lo esperaba Tumblety. Lo cogió y lo interrogó con violencia, olvidados ya sus deseos de hacer el bien y la caridad de la que hiciera gala; solo le interesaba saber el paradero de Efrain Pottsdale. ¿Ven como tenía razón? La venganza, o la ira por perder su preciado muñeco, esos eran los combustibles de su motor. ¡Qué alegre me puse al saber que en mi poder estaba lo que tanto deseaba ese demonio, y por tanto yo mismo era la fuente de su frustración! Total, tres zarandeos y otras tantas intimidaciones después, y lo dejó ir, sin poder obtener ninguna información sobre su difunto amo. Sin embargo, el miedo caló en los ostensibles huesos de mi camarada.
—El hijo de demonio, Ray —me decía—, eso es lo que era. Me enteré que allí en América lo buscaban por muchos crímenes. Cuentan que un día cayó de un caballo y estuvo muerto durante tres días. Tres días, como lo oyes. Y resucitó justo cuando el enterrador le iba a cortar la pierna para que cupiera en la fosa, pues el malnacido es bien largo. ¿Y sabes que lo persigue la ley de su país por matar a un carpintero? Un carpintero...
Aquí hice una pausa dramática en mi relato, y Torres se quedó mirándome, sin saber qué pensar.
—Qué historia tan extraña... —terminó por decir—. No veo...
—¿N... no lo v... v... ve? Ress... resssss... resucitó al tercer d... día. Como nuestro S... Señor. Y mató a un c... c... carpintero. Es el mismo d... d... demonio.
—Por Dios...
—Arr... arranca las tr... tripas y las g... guard... Un ador... un bruj...
—Déjese de brujerías y zarandajas. —Suspiró con paciencia—. Mire, don Raimundo...
—R... Raimundo.
—... aunque el señor Tumblety tuviera rabo y pezuñas hendidas, no le haría más sospechoso de esos crímenes. El que usted encontrara otra vez el autómata no implica que Tumblety esté siquiera en la ciudad, ¿le ha visto?
—Nnnno... el aut... autómata era suyo...
—Hace diez años. Reconozco que aquel encuentro fue extraño, nada más. Vaya —consultó su reloj—, entre tanta charla se nos ha echado la noche encima. ¿Quiere un poco más de té, o tal vez algo de cenar?
Acepté la bebida. Torres pretendía limitarse a ser amable conmigo y marchar a casa, volver a España. La amabilidad está bien cuando uno no está acostumbrado a ella, no es camaradería, pero me bastaba. Eso es lo que había, y eso tomé.
—¿Es b... b... bonita su casa? —pregunté—. Su casa de Esp... Esp... España.
—Mucho, vivo en la tierra más hermosa del mundo. Me casé, ¿sabe? — Empezó a hablarme de su tierra y de su vida, de que tuvo hijos, de la muerte de su primogénito, de su trabajo, sus teleféricos, de máquinas voladoras; de su vida. Una vida normal, más que normal, una vida llena de brillantez que yo nunca podría siquiera imaginar, que nunca he tenido. Nunca... ¿Qué ocurre? Aún puedo...
Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Jueves, acto seguido
—¡Ya basta! —sentencia Celador—. Están abusando de mi buen corazón.
Los tres están de nuevo fuera, a las puertas de la habitación del anciano. Celador bloquea el paso con los brazos enjarra, y en su gesto hay una mezcla de decisión y miedo.