—Nnn... no. —A mi mente olvidadiza volvieron los cuidados que el Monstruo derrochó con Bunny Bob doce años atrás.
—Venga, don Raimundo —me dijo Torres—, está perdiendo sangre. El corte del brazo no es nada, pero el de la pierna parece feo. Deje que le vendemos esas heridas mientras llega la policía.
—¿Quiénes eran esos? —preguntó De Blaise, que seguía vigilando en la puerta.
—Bribones —dijo Tumblety, tapando de nuevo al Ajedrecista, en vista de que sus cuidados por mí eran rechazados—, gentuza.
—De no ser por usted, don Raimundo, nos hubieran atrapado aquí dentro. —Torres mismo me hizo un rudimentario vendaje—. Una vez más tengo algo que agradecerle, lo tenemos todos. Seguro que hubieran robado su autómata de haberlo encontrado, señor Tumblety.
—Rrrrr... Raimundo.
Nos fuimos antes de que llegara ningún policía, si es que alguno había escuchado el silbato de Tumblety. No creo que esta urgencia en marcharse fuera por atender mis heridas, parecía más que Tumblety temía que mis compañeros de fealdad volvieran con un grupo más nutrido y enfadado. Difícil sería eso, conociéndolos como los conocía.
—¿Y dejará el autómata aquí? —preguntó Hamilton-Smythe—. Pueden volver por él...
—No se preocupe, está a salvo —respondió el americano agitando el candado de la puerta mientras la cerraba. Mucha fe ponía este médico indio en cierres y cadenas, que tan fácilmente son violentadas por los que saben. Añadió luego que no serviría de nada hablar con la autoridad del incidente, que se trataba de delincuentes de poca monta que habrían ya desaparecido en cualquier callejón. En cambio, afirmó, no era conveniente que el Ajedrecista trascendiera demasiado, supondría un cúmulo de molestias para unos y otros que no precisó. Hamilton-Smythe, tras la sorpresa inicial, estuvo en todo punto de acuerdo. Solo Torres señaló mi malestar y que debíamos esperar al coche, faltaba aún una hora para que regresara.
—Puede caminar, ¿no? —dijo Hamilton-Smythe refiriéndose a mí—. Ese vendaje provisional valdrá de momento. Volvamos por nuestros pasos, cuando nos encontremos con el cochero de camino, le daremos el alto. En casa de lord Dembow este buen hombre será atendido. —Luego me miró con sus ojos azul cielo—. Señor, es usted un valiente, no olvidaré esto, jamás.
Así hicimos. Caminamos en la oscuridad, yo apoyado en Torres, todos en silencio, vigilando. Ahora la noche y esos almacenes parecían cargados de un peligro conocido, algo que todos podíamos entender, no ese desasosiego que nos invadiera al llegar. Nada pasó. Torres, animado, empezó a charlar conmigo, casi susurrando, pues el ambiente tenía algo que invitaba a la confidencia. Yo no dije nada, mi tartamudeo sería más molesto que otra cosa, y así dejé que el español hablara, contándome lo ocurrido en casa del señor Hall Caine, con la confianza que tendría con un viejo camarada. Qué feliz y extraño me sentí a la vez. ¿Por qué me trataba así? No esperaba nada de mí, eso era evidente, y entonces ¿qué bien obtenía contándome lo sucedido esa jornada?
A no mucho tardar apareció nuestro coche y pudimos subir a él. Nadie hablaba del desagradable encuentro, que supongo todos creerían fruto del azar, peligro habitual en una ciudad como aquella, cuando en verdad era causa de la infinita codicia de Efrain Pottsdale, guiada por mi torpeza. Tampoco se dijo más sobre el Ajedrecista ni del resultado de la apuesta en liza durante todo el trayecto. No le di importancia, no recordaba ya nada del autómata ni del interior de ese almacén, solo sentía dolor y miedo, y no sabía bien de qué.
Dejamos a Tumblety en casa de Henry Hall Caine sin que yo viera que se pagara el envite por una u otra de las partes. Luego seguimos en el mismo coche hacia la casa de lord Dembow. Allí despertamos con prisa al mayordomo, quién nos acompañó hasta dentro y llamó a sus señores. En efecto, curaron mis heridas sin necesidad de llamar a un doctor; parece que entre el servicio del lord había hombres capaces y experimentados en remendar cuchilladas, incluyendo su propio hijo. Tanto Cynthia como su tío se preocuparon mucho por lo ocurrido, especialmente por el señor Torres, a quien lord Dembow invitó con insistencia a quedarse en su casa.
—No es preciso señor —respondió este—, un buen amigo de la embajada de mi país me ha proporcionado hospedaje confortable...
—No hay discusión —sentenció el lord—, no me perdonaría dejarle ir a estas horas de la madrugada.
—Se lo agradezco, pero no es necesario...
—No admitiremos un no. —Para sorpresa de Torres, quien se mostró así de categórico fue Percy, quien, para la mía, había acabado por atender mis heridas con buena mano.
—No discuta con mi familia —intervino Cynthia—, no están acostumbrados a recibir negativas. Mañana vendrá el doctor Greenwood y examinará a este hombre. Puede quedarse esta noche y las que precise mientras se encuentre en nuestro país.
—En dos días parto para el mío, les agradezco sus atenciones pero...
—No hay más que hablar —zanjó lord Dembow—. No puedo consentir que tras un feo encuentro como el que ha pasado se lleve mala opinión de esta tierra y de mis compatriotas. Tomkins, disponga cuanto antes un cuarto de invitados para el señor Torres.
A mí también se me ofreció refugio en las cocinas al que me negué, pese a no tener lugar a donde ir.
—Usted ha salvado la vida a Henry —me dijo Cynthia cogiéndome las manos, una mujer tan hermosa y en sus ojos al mirarme no vi otra cosa que gratitud—, no vamos a dejarle en la intemperie. Puede quedarse aquí cuanto precise... ¿Padre, no podíamos tomarlo a nuestro servicio?
Acepté, el pernoctar en tan buen resguardo, no el entrar en la casa de lord Dembow, cosa que nunca se me ofreció formalmente, tan solo fue el entusiasmo agradecido de esa preciosa joven. Me dieron un colchón abajo, cerca de la despensa, lugar que tuvieron la precaución de cerrar con dos llaves. Durante toda la conversación vi los ojos de Torres fijos en mí; él sabía que no me iba a quedar allí, de algún modo lo sabía. Cuando todos se durmieron, me levanté y salí por la puerta trasera con sigilo, maestro soy, más bien era, en el difícil arte de no hacerse notar.
—Don Raimundo. —Torres estaba allí, en el fresco jardincillo junto a las cocinas, esperándome.
—Rrr... Raimundo.
—¿Dónde piensa ir, alma de Dios? ¿De vuelta a ese horrible lugar? —Me encogí de hombros. Torres no había reconocido a nuestros agresores, era imposible, apenas había entrado en el callejón y allí solo habló con Eliza, no podía saber que no había retorno a casa para mí, ahora que estaba enfrentado con mi amo. Si antes el callejón fue una cárcel, ahora era la muerte. Estaba otra vez solo, otra vez en medio del mundo y solo. El que eso no fuera una novedad quitaba poca desesperanza a mi situación—. Ha mostrado valor y buen fondo, no debe regresar allí. Ande, ¿por qué no se queda con estas personas?
Callé de nuevo.
—No se encuentra cómodo, ¿cierto? —Suspiró, dando por terminado sus esfuerzos para convencerme.
Siempre fue así, capaz de saber lo que yo pensaba sin hablar una palabra; amigos singulares los que hace la vida. Era cierto, yo tenía el corazón negro de un delincuente, no podía quedarme ahí, temía morder la generosa mano de lord Dembow antes o después, o traicionar la confianza de la preciosa Cynthia, lo que me dolería aún más. Estos u otros reparos similares supuso Torres que yo tendría, y aun queriendo ayudar, no era hombre que impusiera su voluntad sin tener en cuenta las opiniones del resto, y conocía a las personas y sabía lo difícil que es cambiar hábitos arraigados en el ser, así como torcer el orgullo de los miserables, que en personas de mi calaña es el único tesoro que podemos guardar.
De su bolsillo sacó algo de dinero y trató de meterlo en mi chaqueta. Sé que no era una limosna, era un regalo o así lo sentí, pese a lo que algo en mi interior me hizo apartarme y decir:
—No.
Torres sonrió y no insistió más. Luego dijo:
—Qué día tan extraño, ¿verdad? —Y repitió más bajo, pensativo—: Qué extraño...
Salté la verja y miré al bosque. Un hombre patrullaba; no me vio. Otra cosa sería superar el enrejado que cerraba toda la propiedad, salir a la calle; ya lidiaría ese toro. Miré a Torres, le hice un gesto a modo de despedida y antes de irme un pensamiento fugaz se formó en mi mente yerma.
—¿Qqqq... quién ga... ganó la ap... apu... apuesta?
—Quedó interrumpida, y dudo que yo sea testigo del final si se reanuda, ya es hora de volver a casa. Qué extraño. —Luego me miró fijamente, y me tendió la mano—. Don Raimundo, no creo que nos volvamos a ver. Sé que haber charlado durante un día no es conocerse, pero es más que ser unos desconocidos. Que Dios le guarde.
Y no volví a verlo durante diez años, y no tendría que haberlo visto jamás, pero escribí aquella carta, aquella que Torres se volvería a meter en el bolsillo mientras iba hacia casa en compañía de su señora, en el fresco valle de Iguña.
—Leonardo, ¿me escuchas?
—Perdona. —La voz de su mujer debió traer a Torres de Inglaterra a los montes cántabros en un parpadeo—. Pensaba en él. Lo vi un día, un día muy peculiar, y ahora me escribe y me manda esto...
—¿Qué tuvo ese día?
—Mentiras, había mentiras por todos lados.
—Uy, me parece a mí que ya estás pensando en tus cosas. —Luz sería capaz de notar la intranquilidad en su marido. Si era esposa de alguien como él, tan poco hablador para lo suyo, debió de aprender el idioma de sus gestos y sus ánimos y repararía en cómo Torres arrugaba mi carta o en el modo que hacía girar en la mano el trozo de pipa—. ¿Es muy importante eso?
—Es parte de una máquina prodigiosa... si fuera cierto... «en perfecto estado de funcionamiento», dice...
—Pues... ve a verla como te pide.
—¿A Inglaterra?
—¿Por qué no? ¿Por qué...? A menos que pienses que ese hombre pueda causarte...
—No, tiene dignidad y honor, a su manera. Es que dejarte aquí por ir tras algo que puede ser una fantasía... y por el que no pagaré semejante disparate.
—Vamos... yo estaré bien, Leonardo. Tú eres quien parece distante, seguro que ni siquiera estás pensando en ninguna de tus ideas, ¿verdad? —Torres no tenía que responder para que ella supiera—. ¿Tardarías mucho en ese viaje?
—No creo... una semana o dos a lo sumo.
—Nosotros estamos bien aquí. La tristeza no se ira, lo sé, pero el tiempo la calmará, y eso solo puede ocurrir si vuelves a ser el de antes... Ve a por esa cosa, esa máquina y... y piensa.
—Tal vez... ni siquiera le encuentre, la carta está... fechada...
—Ve Leonardo... ve...
Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro
Jueves
Los dos visitantes están junto a la puerta de vaivén, mientras Celador atiende a Aguirre, que duerme agotado. La sesión del día anterior parece haberlo cansado más de lo conveniente, se excedieron en el tiempo por encima de lo acordado, y su enfermero se esmera en los cuidados al despertarlo.
—Tres días —dice Alto, mientras muestra el asco que le provoca lo que ve a su alrededor con muecas melindrosas. La decoración, o la ausencia de ella, el abandono y la suciedad continúa aquí, en este corto pasillo abovedado, al igual que en la habitación del anciano. Las paredes desconchadas, la ausencia de adornos o siquiera muebles, los dos candiles que mal alumbran la sala, la suciedad, las telarañas viejas, el aire pesado, la soledad, la vejez; no hay nada acogedor, y es difícil pensar que nunca lo hubo, ni cuando este lugar era nuevo—. Tiempo suficiente para que nos quede claro que esto es una estafa ¿No? Creo que con el primero bastaba...
—No estoy seguro.
—Por Dios —ríe—. No digo que no sea un buen engaño, pero es imposible. Sin necesidad de entrar en otros errores fehacientes, nos ha contado conversaciones en las que él no estaba presente, y con detalle...
—Dijo que tenía la historia en la cabeza, la ha mejorado, la ha... como se dice... inventado no, la ha...
—Dramatizado. Nada, tiene usted ganas de creerle, y ese entusiasmo suyo nos cuesta dinero y tiempo. ¿No tenía Torres problemas con el inglés? Parece que se le ha olvidado ese pequeño detalle en medio de la historia, ¿o es que lo ha aprendido por arte de magia?
—Ya sabemos que él era traductor, ahorra el repetir. Le digo que parece haber reconstruido la historia, incluso la modifica un poco. Eso no es mentira.
—Esto es una locura, ¿cómo puede ser verdad?
—Si se refiere a lo de Aguirre y todo eso... sí, no soy tan crédulo. ¿Pero algo de lo que ha dicho contradice lo que usted conoce del Ajedrecista?
—Ardió en Filadelfia...
—Que sepa.
—Vamos, olvidémonos de lo que dice o deja de decir. No tiene sentido nada de esta situación, es un desvarío por su parte darle el mínimo crédito, y un timo por la del golfo que nos cobra a cada visita. Si no es todo un juego de títeres, como el que nos cuenta de Tumblety.
—Ahí dentro hay algo raro, seguro. ¿No?
—Raro no, falso. ¿Quién puede creer ese absurdo? Y si coincide conmigo que esto es una artimaña, si el que habla es un farsante, ¿por qué vamos a creer en lo que dice? Yo se lo diré: por el deseo que tiene de que todo sea verdad. Yo también querría que esto fuera cierto, en el fondo. Encontrar al asesino donde todos han fallado... es una ilusión infantil.
Seguiré viniendo.
—Por usted, hasta que se apee de su obsesión.
—Ya. —Lento busca nervioso tabaco entre los bolsillos de la levita. Incómodo, continúa—. Tenemos que entrar sin vigilancia. Esta noche... —Las puertas se abren antes de que Alto conteste. Celador las atraviesa y tiende la mano y sonríe.
—Cuando gusten.
Lento saca más dinero del habitual de su bolsillo.
—Querríamos... más tiempo.
—Ayer casi lo matan. Dejé claro la importancia de cumplir el tiempo exacto... Eso que hicieron estuvo mal. Solo yo puedo atenderlo, ¿entienden? Si los doctores, si mi jefe se entera, estoy en la calle...
—Pararemos en cuanto esté cansado. No nos gusta que ese anciano sufra, y pienso que nuestras visitas son buenas para él. —Celador recapacita, cuenta con cuidado los billetes.
—Muy bien, mientras el dinero dé, no hay problema. Ya pueden pasar, está preparado para continuar su historia.
El éxito del Asesino
Jueves, a continuación
Pese a la encomiable labor del servicio de correos, tanto británico como español, que consiguió llevar una carta casi lanzada en una botella desde Londres a Madrid y desde allí a la pequeña localidad de Portolín en Santander, la misiva tardó más de lo previsto, tres meses más. Ese retraso postal, quién sabe si no fruto de la beatífica intervención del Señor, hizo que cuando Leonardo Torres puso sus pies de nuevo en la capital del Imperio, el cinco de septiembre de mil ochocientos ochenta y ocho, yo hubiera olvidado casi por completo el contenido de aquella misiva. Acababa de abandonar una vez más el sistema penitenciario inglés, mi domicilio más común en los diez años que mediaron entre nuestros dos encuentros.