Trató de hacerse entender, de explicar que necesitaba inspeccionar un momento la cocina. Ofreció sin tacto, ni falta que hacía, algo de dinero, y la cara del vigilante no paró de poner muecas. A medida que la conversación avanzaba, por llamarla de alguna manera, Torres tenía más ganas de olvidarse de todo e irse a casa de una vez. Para más desgracia, su charla había atraído algún que otro cliente que empezaba a opinar sobre Dios sabe qué, y que eran espantados por Evans de mala manera. En medio del guirigay sonó una voz estridente.
—El señor quiere que le permita ver sus cocinas. —Era Juliette, que en silencio se había ido acercando a la entrada—. Dice que trabaja para la Charity Organization Soviety. Dice que si se lo permite le compensará con dinero las molestias.
Evans ya había captado la esencia de lo que Torres quería antes de la intervención de la chiquilla, pero ahora, expresado todo con más claridad, entendía menos. ¿Un extranjero que trabajaba para la Organización de Caridad? Había benefactores y filántropos que ocasionalmente se acercaban a lugares como ese, para ayudar o tal vez tranquilizar a sus conciencias, ¿pero un extranjero? Y si eso era mentira... ¿qué podía querer de sus cocinas? No podía ser policía, ¿quién era? ¿No le había entendido en medio de tanto galimatías que ahí había algo suyo? ¿En la cocina?
—Le daré una libra. —Eso fue un error. Y mostrar una moneda, uno aún mayor. Evans la cogió rápido, en medio de un silencio creado en torno a ese soberano.
—Venga.
—Tú quédate aquí —insistió Torres y la niña obedeció haciendo tímidos pucheros.
Con la moneda ya en el bolsillo, Evans lo guió por ese hogar en el fin del mundo. Es posible que de estar Donovan, el asunto no hubiera sido tan fácil, la fortuna sonreía en esta ocasión a Torres y a su aventura. Tras el arco había un pequeño escalón que bajaba a lo que era un semisótano, donde se amontonaban habitaciones atestadas con veinte o veinticinco camas cada una. A derecha las dedicadas a las mujeres y a izquierda aquellas para varones. Si fuera el ambiente era malo, aquí se hacía irrespirable. Se cruzó con personas que allí habían pasado el día, o que se disponían a pasar la noche, moviéndose despacio, como abotargados por tanta inmundicia. Algunos cuartos mostraban separaciones entre las camas, intentos torpes de conseguir intimidad con un par de tablones, tabiques que no llegaban hasta el techo, pero la mayoría se amontonaba en un tormento continuo al pudor y la discreción.
Al final el pasillo ascendía y daba a una escalera que llevaba a más camas. Junto a esa escalera una puerta conducía al comedor, que hacía las veces de sala común y cocina. A esa hora no se veía muy concurrido, un par de hombres sentados en las mesas corridas que cabizbajos ignoraron la aparición de Torres. Uno de ellos tenía un trozo de pan en la mano y por mantequilla usaba un puñado de sal que estaba sobre la mesa, no muy limpia. Té, algo de sopa muy clara, un pescado raquítico; ese era el desayuno de aquella gente.
La cocina estaba formada por tres fogones de leña viejos y sucios bajo un tiro de chimenea, donde cada inquilino se guisaba lo que quisiera, siempre que pudiera pagar la leña. Ahora estaban apagados, salvo uno sobre el que se calentaba una tetera desportillada. Yo había sido preciso explicando dónde escondí al turco de metal. Una pequeña leñera, en la que se adormecían tres o cuatro troncos, estaba junto a los fuegos. Tras los troncos había que levantar un par de tablas, y allí se ocultaba mi tesoro. Torres se preguntaría sin duda cómo había podido esconder allí nada, ese era un lugar público y siempre había alguien, las más de las veces mucha gente.
—Quisiera mirar ahí detrás —señaló el español a la leñera y Evans no pudo contenerse, pese a la importante mordaza que era la libra que ahora calentaba su bolsillo.
—¿Qué demonios está buscando? Ahí solo hay troncos...
Torres extrajo de su chaqueta la piqueta para ayudarse en la tarea y retiró un par de maderos. El ver esa «arma» superaba la paciencia de Evans, que detuvo al español.
—Oiga, me da igual para quién trabaje usted, no puede romper nada, no sé... —No continuó. Un tremendo griterío venía de fuera. Tenía que cuidar de los intereses de su negocio—. Espere aquí un momento, tome té si se le apetece, pero NO toque nada. —Salió del comedor junto con todos los que allí estaban, menos Torres.
Por supuesto, mi amigo no permaneció quieto. El ser hombre educado y cumplidor de la ley no es sinónimo de pusilánime. Si quería ver al autómata una vez más, satisfacer cierta inquietud y dar algún sentido a ese viaje, no podía andarse con zarandajas. Esto no era un robo, en absoluto, había pagado de más por las molestias. Quitó la leña, levantó el par de tablas casi sueltas junto a la pared con ayuda de la herramienta y tras ellas, a salvo pese a lo precario del escondite, había un saco de considerable tamaño. Lo que quedaba del Turco, aun siendo un bulto importante, no era mucho. Torres recordaba bien su anterior encuentro con el muñeco y entonces le pareció un artefacto aparatoso, difícil de mover y transportar.
Apresurado, miró el interior del saco bajo la escasa luz que daban los candiles del comedor. Todo eran ruedas dentadas y palancas, tubos de caucho y medio tablero de ajedrez. Al ingeniero no le eran ajenas esas piezas; los engranajes, volantes, las pequeñas placas y arandelas de cobre pulimentadas y marcadas con pequeñas cisuras radiales, rodamientos, cilindros... Llevaba tiempo interesado en las máquinas de precisión capaces de resolver problemas más o menos sencillos, pero los restos del Ajedrecista estaban demasiado deteriorados como para determinar la finalidad de cada componente a simple vista. Sí, parecía indiscutible que la máquina había sido desmontada hacía tiempo, las piezas mostraban herrumbre y deterioro, e incluso hollín, y en ese escondite no se habían conservado bien, y eso las que lo habían hecho, que allí solo quedaban los mecanismos internos del autómata, ni rastro del mueble y partes voluminosas del artefacto. El desgaste que padecían no indicaba que las piezas tuvieran más de cien años, como lo tendrían las originales de la máquina de von Kempelen. Claro está que aunque fuera esta la máquina original, es razonable que en tanto tiempo el autómata sufriera reparaciones, algún mantenimiento, y sus piezas por fuerza tendrían que ser reemplazadas por otras nuevas. Entre estas partes, además del tablero blanco y rojo que identificaban al autómata, destacaba la cabeza.
Volvió a meter todo en el saco y se dispuso a volver con el «tesoro» a casa de la viuda Arias. Pensaba salir con el bulto bajo el brazo; pesaba, pero podía cargar con él. Al salir se quejaría de que no tenía tiempo que perder y trataría así de escamotear el autómata, tal vez soltando otra libra como cortina de humo. Era imposible disimular su botín bajo la ropa, Torres no era bueno en estas lides y no se le ocurría forma de escapar de semejante embrollo. Lo mejor, sin duda, sería enseñar los restos mecánicos al vigilante, que viendo solo chatarra herrumbrosa no pondría muchas pegas si sacaba algo a cambio. No le dio tiempo a pensar más.
—¿Qué llevas ahí? —Un hombre renegrido por la suciedad, gordo y con sonrisa a medio terminar le hablaba, lo amenazaba con paródica cordialidad. Se mantenía doblado por el peso de las pintas bebidas, supongo, en medio del pasillo que dejaban las hileras de mesas hasta la salida.
—Ya me iba...
—Claro que te irás, claro. Antes quisiera quedarme con ese reloj que llevas al bolsillo de recuerdo. —Le había visto el imprudente gesto de sacar ese soberano para contentar a Evans en la puerta, y ahora quería algo para él. Menos mal que solo fue uno el que vio aquí su oportunidad, o si fueron más, estaban también distraídos con el tumulto exterior.
Torres dio un paso y el individuo sacó un cuchillo pequeño.
—El reloj y te irás tranquilo. Los dos no saldréis...
El español le dio un golpe con el saco del autómata, que le hizo trastabillar. Era un hombre de ciencia, sí, pero en su juventud había estado en peleas y hasta defendiendo un asedio, era muy capaz de actuar si lo forzaban a ello. Así, aprovechando que el otro se sujetaba de mala manera en una de las mesas, tirando bancos a su alrededor, tomó un tronco de la leñera y se lo encasquetó en la cabeza. El tipo cayó y Torres se fue ligero.
Su único pensamiento ahora era para Julieta. ¿Estaría bien la chiquilla? ¿Le había hecho caso o su temperamento la había llevado a meterse en algún problema? Al cruzar la arcada no la vio. Fuera había gente amontonada, algunos llamando a la policía, un hombre sujetándose la nariz con un pañuelo ensangrentado, una mujer gritando desaforada en el suelo; de la niña ni rastro. Oyó gritos de «¡Asesino!» y el nombre de Delantal de Cuero, tan repetido en sus oídos desde que llegara a Londres.
Torres se sintió morir. Si por esa estúpida aventura Julieta había sufrido algún daño...
Las cabezas de todos miraban calle abajo, ignorándolo a él y a su equipaje. Miró en la dirección que tanto interés suscitaba en el gentío: se veían algunas carreras y al fondo, junto a la siguiente bocacalle vio a la niña, que lo saludaba con la mano. Un hombre grande de andares torpes se levantaba a su lado con la boca ensangrentada, dejando en el suelo a un joven con chaleco verde que gritaba desaforado. El monstruo era yo mismo, efectivamente, un monstruo acosado que no tuvo otra que coger la mano de Juliette y salir de allí.
El español suspiró más tranquilo. Me honra pensar que ya entonces me había ganado su confianza, no me pregunten cómo. Caminó entonces hacia el lado contrario, saco al hombro y con paso vivo. Se cruzó con Evans, que lo miró pasmado, y antes de que este dijera nada, le habló:
—Señor, ya he visto cuanto quería. Gracias. —Entonces le metió la moneda de más en el bolsillo y salió caminando hacia Commercial Street, sin atender al tartamudeo sorprendido del encargado ni a las voces que oyó a su lado. Se cruzó, ya llegando al final de la calle, con un policía que venía corriendo y que lo ignoró, tanto por su aspecto en nada sospechoso aunque fuera de lugar, como por el jaleo que aún se oía a las puertas del Crossingham.
De este modo, Torres recuperó los restos del Ajedrecista de von Kempelen...
No me digan más, están sorprendidos y un tanto indignados por mi oportuna aparición en esta aventura. También había guardado algunos datos lejos de su atención esta vez, para aumentar la tensión del momento. Ya basta de trampas, ahora mismo les cuento qué fue de mí y cómo aparecí tan oportuno en Dorset Street.
Terminando estaba el sepelio de Polly, de vuelta ya íbamos todos del cementerio, cuando un agitarse de caballos y carruajes me sorprendió. Un animal desbocado, un carro cruzándose, cualquier incidente de esta índole era habitual; accidentes ocurren, y en las vías urbanas es bueno siempre estar vivo para evitar ser arrollado por transportes sin control. Nada tan lamentable ocurrió entonces, un mal cruce, problemas con la aglomeración de gente, lo que fuera me hizo apartarme rápido. Un animal blanco pasó y vigoroso a mi lado, me rozó haciendo que perdiera mi siempre precario equilibrio. Sobre el corcel cabalgaba un individuo cubierto de un ostentoso abrigo que flameaba tras de sí, guardándolo de los insultos y recriminaciones que los viandantes asustados le lanzaban.
Un sujeto estrambótico montando un caballo blanco.
En el entierro de Polly.
Era él, tenía que ser él. El Monstruo, el anticristo.
No, en realidad no le vi el rostro, ni siquiera puedo asegurar si era moreno o rubio, si llevaba bigote o no, y a la luz de lo que sucedió después creo que no era él. Hay más caballos blancos en Londres, y locos temerarios que los desboquen. Esto lo entiendo ahora, entonces estaba convencido que por fin tenía mi prueba de que Tumblety estaba en la ciudad, y por tanto era él el asesino. Yo testificaría, yo...
Ahora podía convencer a Torres, ahora tenía un argumento irrefutable: YO había visto al Monstruo cabalgar exhibiéndose, burlándose en las exequias de su víctima. Tenía que encontrarlo, ¿dónde...? ¡Ah sí!, me dijo que iba por el autómata y yo le había dejado ir solo, enfurruñado por no acceder a seguir mis pesquisas y así obtener la recompensa por el asesino, que antes o después tenía que llegar. Sentí una cierta desazón por abandonarlo en esa aventura, y a un tiempo decidí traerle para esta otra, la mía. Salí del cementerio y me dirigí como alma huyendo de su castigo hacia Dorset Street, esperando tener fortuna y encontrar todo resuelto, ya fuera porque se había hecho con el Ajedrecista o porque el muñeco no estuviera allí.
La providencia divina me condujo a llegar en el momento justo. Encontré un jaleo importante ante la entrada del Crossingham. Un grupo de tipos, entre los que pude distinguir a «mi amigo» Evans, se arremolinaban en torno de alguien. Algún torpe había sido sorprendido aligerando a un primo, cortándole el bolsillo, alguien había pescado a una puta robándole, o una mujer sacaba a golpes a su hombre borracho; el pan nuestro de cada día.
Me acerqué pensando que Torres pudiera estar en medio, y vi entonces como de entre el jaleo salía un muchacho zarandeado, que al perder la gorra dejó ver una melena cobriza desaliñada. Los ahí reunidos quedaron pasmados y yo no fui menos. En mi caso estaba acostumbrado a sacar provecho de las dudas ajenas. Me acerqué más, por ver qué pasaba.
—¡Es una mocosa! —dijo un tipo feo y congestionado—. Es lo mismo, se va a llevar lo suyo. —Tiró una patada, con ganas, que dio en la pantorrilla de la chica.
—Venga —se interpuso Evans—, que es una chiquilla.
—¡Eh, Brummy! —Ese era el mote con el que llamaban a John Evans—. ¡Si la he pillado con la mano en mi bolsillo!
—Tráela aquí, Tom, que me meta a mí la mano en el bolsillo y verás lo que se encuentra.
—Déjamela, yo la enseñaré...
—Dejad vosotros a esa pobre niña...
No reconocí a la hija de la viuda Arias, no la había dirigido ni una mirada cuando me crucé con ella en las escaleras de la pensión, y hasta había eludido en todo lo posible los ojos escrutadores de la niña mientras nos siguió hasta el cuarto de Torres. En ningún momento me sentí empujado a ayudar a esa ladronzuela, que ahora chillaba y lloriqueaba frotándose su pierna magullada; cada uno apechuga con lo que hace, así piensa quién no ha recibido nunca caridad alguna. Mi aproximación al tumulto fue causada por la simple curiosidad, temiendo que Torres se viera envuelto en algún mal lance. Curiosidad cauta, porque allí donde me acercaba solía verme implicado en lo que fuere. Cuanto peor era el asunto, más fácil que yo acabara pagando culpas de otros.