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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (31 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Esa noche no regresé. Eso incomodó a Torres. Era de esperar que yo me desenvolviera bien en esa ciudad, llevaba haciéndolo muchos años, nada le hacía pensar que me hubiera pasado algo malo. Sin embargo, ese cargo de «secuestro» que pendía sobre mí... un asunto desagradable. Todos los días desaparecen millones de niñas de las calles oscuras de todas las ciudades del mundo; y ese sórdido horror espantaba a todos y no movía a la compasión de las autoridades cuando atrapaban al supuesto degenerado que perpetraba actos de tamaña atrocidad. De aparecer, seguro que Juliette se ofrecería encantada a librarme de la ira policial, pero no daba señales de vida. Le molestaba la sensación de irse pasado mañana y no verme. Le hubiera gustado hablar una vez más conmigo y así despedirnos adecuadamente. Además, hubiera querido ayudarme de algún modo, más de lo que ya lo había hecho. No era su intención mostrarse caritativo en absoluto. Creo que ya le había demostrado bastante ingenio y perspicacia, y no me faltaba fortaleza física, así que pensaba que podría encontrar alguna buena salida para todas mis cualidades. Tuvo que contentarse con dedicarme una oración.

A... a la mañana siguiente madrugó mucho, hizo un buen día, brillante y más cálido que los anteriores. Era su costumbre comulgar todos los primeros viernes de mes. Tras cumplir con sus devociones dedicó la mañana a las obligaciones sociales que aún debía. Acudió a presentar sus respetos a lord Dembow, hola y adiós, no iba a ser más, y fue incluso más breve que eso.

Encontró la casa cerrada y el frondoso vergel que... que la rodeaba algo abandonado. Cruzando un espléndido barbecho desatendido, le recibió a la puerta de la casa del lord aquel mayordomo, Tomkins, que me disparara en las posaderas años atrás. Mostraba un aspecto horrible, con desagradables cicatrices ya envejecidas cruzándole toda la cara, las manos y el cuello. Tomkins anunció que su señor no se encontraba en casa.

Ha marchado a Escocia, señor, a una boda.

—¿Una boda?

—La de su sobrina, la señorita Cynthia, que ya se ha celebrado hace una semana. Creo que estarán aquí para principios de la que viene... solo se encuentra en casa el señor Abbercromby. —Se refería a Perceval Abbercromby, claro.

¿No asistió al casorio?

—No. Pero discúlpeme señor, acabo de darme cuenta que tampoco se encuentra aquí, pasará hoy y el fin de semana en su estudio, como suele acostumbrar.

—¿Estudio...?

—Sí, es un artista, señor.

—Oh... Yo... tengo que marchar ya. ¿Le... transmitirá mis saludos y mi enhorabuena por el feliz enlace a la pareja y a lord Dembow?

—Por supuesto, señor.

—Pues me marcho. —Antes de irse, añadió—: ¿Se acuerda de mí, Tomkins?

—Vagamente...

—Esas heridas suyas...

—Un accidente, señor.

—Del que espero esté recuperado.

—Ya... ya... ya me encuentro en perfecto estado, gracias señor. Es una vieja herida ya cicatrizada.

¿Y lord Dembow? ¿Cómo... se encuentra? Recuerdo de mi pasada visita que estaba delicado.

—Sigue enfermo, pero el ver a su sobrina feliz le alivia y le reconforta. Es de constitución muy fuerte, y eso ayuda.

—Trasmítale mis mejores deseos. Buenos días.

Se fue, algo incómodo, mientras el fiel mayordomo cerraba la puerta. Atravesó la parcela acompañado de un lacayo, que le abriría el portón para dejarle salir. Ya en la calle, distraído como iba comprobando la naturaleza sin domar que rodeaba... que rodeaba Forlornhope, tropezó con un hombre sanguíneo en extremo, de mirada hostil y de enorme corpulencia. Este musito...

Este musitó un rápido: «disculpe», a lo que Torres quiso responder con un «perdone usted...» que no tuvo tiempo a siquiera insinuar, porque el sujeto apretó rápido el paso y se perdió entre la gente. Un tropezón sin importancia, pero al español, que siguió un momento con la vista las enormes espaldas del otro hombre, le quedó la sensación de que aquel caballero tenía intención de hablar con él, de abordarle con algún asunto.

Lo dejó pasar.

Fue...

Fue un error, se lo aseguro. Por un momento le recordó a otro encuentro que tuvo diez años antes con otro sujeto... encuentro de carácter mucho más desagradable. Permítanme que mantenga algo el misterio, hasta que lleguemos al punto en que Torres me hizo referencia a aquel otro tropiezo que tuvo frente a la casa del teniente Hamilton-Smythe... estoy cansado... deberá ser la próxima sesión...

¿Usted... cree? Unos minutos más si acaso... A mí... a mí... me es lo mismo. Si pueden... ahí, por favor...

Esperen...

Aquí. Ya recuerdo. Estaba Torres a las puertas de Forlornhope. Así marchó, no dando importancia a los mensajes de su instinto, y aun así molesto, con la extrañeza que siempre sentía al encontrarse con esa familia. Y aquí reconoceré que esa sensación estaba motivada por más que su instinto. ¿Cynthia William se había casado la semana pasada? Diez años atrás estaba a punto de desposarse con su prometido, ¿qué pudo causar tanta demora? La muchacha estaría ahora cercana a la treintena, era una belleza hacía una década, de trato agradable, excelente posición... difícil era de imaginar la causa de su soltería. No es normal, desde luego, que una mujer joven, hermosa y de buena posición como ella deje pasar los años pudiendo tener ya familia.

Lo dejó correr. Decidió dedicar la mañana a la cultura. La molesta espina que sentía tras la visita frustrada a lord Dembow, le trajo la hermosa imagen de Spring Gardens. Fue para allá, y ya no existía. El lugar sí, y seguía sirviendo de museo y lugar de reunión para los ciudadanos, si bien la muestra de autómatas hacía muchos años que había terminado. Optó entonces por visitar el Museo Británico, elección más tradicional y en ningún aspecto menos satisfactoria.

Por la tarde escribió una carta a Luz, otra a sus parientes en Madrid y una más a su buen amigo Gorbeña, ésta contando en más detalle su paso por Londres y la triste situación en que se encontraba la ciudad. Luego cayó en la cuenta que en un día partía hacia casa, era una pérdida de tiempo mandar correo a España, sabe Dios cuándo llegaría. Pensó entonces en un telegrama, había oído mucho sobre las excelencias del servicio telegráfico británico, y aunque una cosa muy distinta era el cable nacional que mandarlo al continente, decidió probar. Así que fue a la oficina de telégrafos y puso una nota anunciando su llegada en un par de días.

Cayó la noche, y no había noticias mías.

Incómodo, Torres decidió que bien podía trasnochar por recuperar ese Ajedrecista, viendo que esa intranquilidad que sentía amenazaba por convertirse en insomnio. Lo cierto es que ese pensamiento no le había abandonado en todo el día, el referente al autómata, como la inquietud de un niño la víspera del día de Reyes. Acudió a la comisaría de Leman Street en torno de las diez y media. Allí estaba Moore, despachando con un joven inspector llamado Dew, que se mostró muy atento y muy curioso respecto al país de Torres. Mientras los dos charlaban tranquilos sobre viajes, Moore trajo al autómata, no había objeción alguna en devolverlo.

—Entonces, ¿no les ha aclarado nada sobre esos crímenes? —preguntó Torres conociendo la respuesta.

—No —dijo Moore—, ni sobre nada en concreto, para serle sincero. No parece más que un juguete de feria, puede quedárselo.

—Pues lo lamento. Deseo de corazón que cojan pronto a ese asesino.

—Seguro que lo haremos, espero que antes de que cometa otro.

—¿Son ya tres los crímenes o hay más? No es que me parezcan pocos, todo lo contrario, pero...

Moore cogió abrigo, sombrero y su sempiterno bastón, y mientras hablaba, tomó del brazo a Torres, y lo acompañó a la calle.

—Le diré, señor Torres, que el número de víctimas es más cosa de la prensa.

—¿Cómo es eso?

—Sí... el periodismo llena las páginas de sangre y muerte con mucha facilidad. Es lo que vende, al público le gusta leer sobre crímenes más que cualquier cosa.

—¿Me está diciendo que esos asesinatos no son...?

—Sí, claro que son. Pero no tal y como se refleja en los diarios. Veo que le interesa el asunto.

—Es simple curiosidad...

—Si no tiene nada que hacer puedo enseñarle los lugares de los crímenes, deje aquí su... máquina, luego la recogeremos, o se la haremos llevar a su pensión. —Aceptó, le pareció una forma como otra cualquiera de gastar el tiempo que le quedaba en tierra británica y, por qué no, satisfacer la curiosidad que esos extraordinarios hechos que atormentaban al pueblo londinense empezaban a despertar en él. El inspector comenzó un itinerario guiado por Whitechapel, el lugar menos turístico de Londres. La comisaría de la calle Leman daba al cruce de Whitechapel Street con Commercial Street y Commercial Road, su continuación; el centro del barrio de Whitechapel, que se mostraba bullicioso y colorista pese a lo avanzado de la noche. El cielo estaba despejado, sin luna asomándose sobre los tejados. Cruzaron la calle y subieron por Commercial Street, paseando con tranquilidad—. ¿Qué le decía? A sí, el exceso de entusiasmo de la prensa, entusiasmo forzado por intereses crematísticos, señor Torres, no crea que tratan de ayudarnos en lo más mínimo. Por ejemplo, el asunto de Emma Smith; serían tres individuos que posiblemente querían robar a la prostituta, un ajuste de cuentas.

—¿Quiere decir que no tiene que ver con el resto de asesinatos?

—No, sin duda que no. Delantal de Cuero no es el único que disfruta atormentado a todas estas desdichadas. —Señaló a las gentes que bajaban por la calle, cerca de la iglesia de San Judas y más adelante, hombres y mujeres, algunas prostitutas y otras madres empujando cochecitos de niño, quién sabe cuántas no compartían ambas condiciones, todas juntas, pecadoras y piadosas, haciendo cola ante establecimientos que no eran más que ventanas abiertas a la calle a través de las que se despachaba comida, o pinta tras pinta de cerveza, convirtiendo la vía pública en un pub.

—Vaya —continuó Torres, pensando en las últimas palabras del inspector—, entonces la muerte de esa pobre mujer no es culpa de ese Delantal de Cuero.

—Puede que ninguna. Mire, hoy mismo he leído el informe semanal de la división J. Delantal de Cuero es un tal John Pizier, un viejo conocido de la policía local, creo que Johnny Upright lo tiene calado... me refiero al sargento Thick. Un zapatero que gusta de importunar a las prostitutas... gentuza, pero no creemos que sea un asesino. Ahora están cotejando sus pasos las noches de los crímenes, por si hubiera coincidencia alguna; parece ser que no la hay. Sin embargo, la prensa asegura que es el asesino, y lo que es peor, que nosotros pensamos que lo es. Ya ve, airean lo que no deben y ya hemos tenido algún que otro tumulto grave. Usted estuvo presente en uno...

—Sí. —Estaban ya en el medio del barrio, giraron por Flower & Dean's Street, una de las peores calles de todo Londres. Ahora el ambiente era mucho más silencioso, pocas gentes y poca iluminación. El día había sido algo nuboso, pero a medida que avanzó se fue despejando, dando lugar a una agradable noche de septiembre. Ese verano del ochenta y ocho había sido uno de los más calurosos que se recordaba, y había dado paso a un otoño no muy exigente, para ser Londres. Era doña Muerte quien estaba ocupándose de entristecer el ánimo de los ingleses, por una vez que la bonanza inusual del clima los aliviaba de las tristezas otoñales.

La calleja por donde ahora transitaban mostraba feas señas de identidad: suciedad e inmundicias por el suelo, mala iluminación, una mujer exhibiéndose, ofreciéndose inmersa en una bruma de alcohol, un proxeneta u otro delincuente similar paseando junto a pobres mendigos sin techo bajo el que cobijarse. No había mucha concurrencia abandonadas ya las arterias principales del barrio, por el contrario, las gentes se cruzaban como fantasmas perdidos, en pequeños grupos, dedicándose miradas torcidas bajo las viseras de sus gorras por todo saludo. Llegaron al cruce con Brick Lane, y Moore señaló al número diez de esa calle, que estaba cerca.

—Allí asaltaron a Emma Smith —dijo—. Llegó viva al hospital, sí, sorprendente, y contó que dos o tres hombres, uno de ellos un joven de no más de diecinueve años, la atacaron, le robaron y le metieron un bastón... —Miró algo azorado—. Quiero decir que la violentaron con un palo. Tuvo daños internos y murió a las pocas horas. Un crimen brutal propio de esta gente. Smith, tras ser atacada, se fue andando hasta la pensión donde vivía. Allí, mire. —Señaló a la siguiente bocacalle a sus espaldas, George Street—. Dos horas tardó en recorrer estos trescientos metros, puede hacerse una idea del estado en que iba. Dos amigas insistieron en que acudiera al médico, y la acompañaron allí.

—¿Y saben quiénes fueron los agresores?

—Esto está lleno de delincuentes, como bien ve. Puede que esa mujer debiera dinero, o fue un simple asalto y tuvo mala suerte de estar donde no debía. El asunto fue investigado por el inspector local, Reid, y es un buen conocedor de la zona. Supuso, todos suponemos que se trata de una banda. Hay muchas operando por aquí y son crueles, cada día mejor armadas, y desalmadas hasta extremos que alguien como usted no puede imaginar. Serían hombres del Hoxton High Rips, o los de Odessa o los del Green Gate, o más probable alguna banda del Old Nichol. —No. Mis antiguos camaradas no eran nada remilgados al ajustar cuentas, pero me hubiera atrevido a asegurar entonces que no fueron ellos—. Lo mismo da, todos son asesinos. De esto podría hablarle mejor el inspector Abberline, conoce a la perfección estas calles. Se curtió en ellas cuando era joven, aquí en la división H.

—Piensan, por tanto, que estos crímenes son causados por la delincuencia común del lugar, por bandas.

—El de Smith sí, sin duda. Los otros dos son muy distintos. A Martha Tabram la mataron muy cerca, vamos.

Bajaron de vuelta hacia Whitechapel Street, y en pocos minutos llegaron a una calleja llamada George Yard, lugar feo y olvidable como muchos otros, que era visitado por tanto londinense en busca morbosa de las escenas de los crímenes. El paseo estaba siendo un descenso progresivo hacia los lugares más deprimidos del Imperio, y para Torres, poseedor de una fuerte vena caritativa, fue doloroso e intranquilizador. El atlético sabueso de Scotland Yard notó su malestar.

—Parece nervioso —preguntó.

—Esta es la tercera vez que camino por este barrio y tengo la sensación que las dos veces anteriores me salvé de un mal percance por el auspicio divino.

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