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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (33 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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Atrápeme cuando pueda

Madrugada del viernes

Tumblety se hospedaba en una pensión de Batty Street. Dijo:

—Querida, hoy hace una noche perfecta para matar a una puta.

Por supuesto; una noche oscura, nubosa, cálida y húmeda, apropiada para que la muerte diera un paseo. Era fiesta, la última fiesta del verano. Antes hubiera ido a Crystal Palace, a disfrutar de los fuegos artificiales, o de algún concierto, o a ver globos aerostáticos ascender como por arte de magia... ya no podía, estaba harta de tanta magia, de tanta diabólica brujería. Ahora solo quería matar a una de esas condenadas que despilfarraban los dones que Dios les dio en vorágines pecaminosas de vicio, mientras yo me veía sumida en el espanto. Salimos ya tarde, por allí había muchas rameras, decía Tumblety, un barrio lleno de mujerzuelas para matar. Para eso le necesitaba, yo no sabía dónde buscar.

—Puede elegir la que guste, nadie se lamentará por la muerte de una de estas asquerosas. Si me permite decirlo, señorita, yo lo considero una labor terapéutica para con la sociedad, para con la raza humana, eliminar semejantes tumores malignos. Todo por el bien de una dama de virtudes mucho más elevadas, como usted.

Paseamos por Whitechapel Road contemplándolas, viendo cómo se exhibían impúdicas y cómo hombres aún más despreciables se les acercaban. ¿Qué ven en ellas? ¿Qué clase de hombre puede querer intimar con criaturas como esas? De toda condición. Había militares de fiesta, y hombres que habrían abandonado a sus mujeres e hijas en casa para gozar con las concubinas de Satán, esos súcubos patéticos y desdentados, hediendo a ginebra y a glutinosos fluidos corporales masculinos recién vertidos sobre sus repugnantes receptáculos del pecado.

—Aquí no —decía Tumblety—, hay lugares más discretos.

Yo permanecí cubierta con un abrigo negro, largo y pesado, con la capucha de armiño echada para ocultarme, para distanciarme de toda esa podredumbre. Él decía que nadie repararía en mí, que me mantuviera cogida a su brazo, para evitar que algún degenerado se acercara con feas intenciones. Me desagradaba su contacto, el verme sometida a él, al más despreciable de entre todos los hombres. Dios no es justo, carga a algunos con más peso que a otros a la hora de probar su fe.

—Por ejemplo, aquí —dijo Tumblety y me metió en una oscura calleja. George Yard, ahí no pasaba un alma. Nos cruzamos con una mujer que nos ignoro al vernos ya en pareja. Cuando salió de la calle quedamos solos—. Si lo desea, podemos ocuparnos de la próxima que aparezca. La que guste, puede elegir.

Elegir en el mercado de oprobio, de la lubricidad y el feísmo, eso me ofrecía ese mercachifle, escoger carne entre carne pecadora como lo hacían todos esos nefandos e insaciables hombres, deseosos de comprar sus pasajes a la degeneración; yo buscaba algo muy distinto. Miré a las casas sombrías que nos rodeaban, con las ventanas abiertas por el calor del verano, que seguro encerraban horrores domésticos casi tan espantosos como lo que íbamos a cometer esa noche.

—Nos oirán —dije—. No podemos hacerlo en medio de la calle. Si nos oyen...

—¿Usted cree? —Sonrió, e inesperadamente dio un grito—. ¡Asesino!

Quedé paralizada, esperando ver correr a policías, o al menos que alguien se asomara por esas ventanas. Nadie. Silencio.

—Señora, podríamos estar toda la noche voceando. Si vendiéramos entradas para contemplar nuestro trabajito de hoy, nadie nos compraría una. Aquí no es noticia que una perra muera.

Al menos, debiera ser buena noticia quitar la suciedad de las calles. En ese oscuro lugar del mundo, el más oscuro y he visto unos cuantos pozos negros a lo largo de mi vida, la muerte y el horror no importan, crecen a gusto entre estas casas, mientras el padre viola a la hija y la madre vende al hijo.

—La veo nerviosa. Vayamos a tomar algo que nos anime.

—No es preciso...

—Oh, disculpe, usted no bebe. Yo sí necesito un trago.

Salimos de nuevo para Whitechapel Road. En la esquina había un bar, el White Hart, lleno de la parroquia habitual de gentuza que poblaba todo el barrio. Allí quiso Tumblety buscar valor en el alcohol, valor para la penosa tarea que iba a acometer yo.

—No se desanime. Elija a una.

—¿Aquí?

—Sí, la seguiremos. Estas mujerzuelas buscan lugares escondidos para llevar a cabo su comercio impúdico, ahí la puede coger.

La presencia de Tumblety me producía náuseas, presencia que yo había querido. Estaba sola, sin amigos, sin amor... él me había dejado, me había traicionado, me había mirado con odio, con repugnancia en los ojos y al final había acabado conmigo... ahora no tenía a nadie, solo aquel americano loco, enfermo de lujuria. No debo engañarme, el monstruo era yo, no él. Yo no quería seguir así, yo le pedí que me consiguiera lo que necesitaba, utilicé su mente retorcida sabiendo lo que era, soy culpable. No cometeré la hipocresía propia de las clases altas de pecar a través de otros para así limpiar mi conciencia; yo era la instigadora, yo le dije: quiero asesinarlas, quitarles esa vida que malgastan, arrebatarles lo que a mí me corresponde y se me niega. Aunque lo hiciera solo por amor, eso no me redime, jamás.

Reparé en dos parejas bulliciosas que parecían divertirse en una mesa. Dos soldados con sus uniformes limpios, sus gorras ribeteadas de blanco, acompañados de dos putas, una grande de aspecto masculino y la otra pequeña y rolliza. Ninguna de ellas cumplía ya los cuarenta años y ambas se dejaban manosear por esos jóvenes, riendo y bebiendo, impúdicas e irrespetuosas con todo lo que es sagrado, profanando su cuerpo de un modo... quise matarlas a las dos, a los cuatro, en el acto.

—¿Le parece alguna de esas apropiada?

—No.

—«Mujeres de soldados», la hez entre la hez, amiga mía. Por un chelín, le dejarán acuchillarlas a su antojo...

—Basta.

—No tenga miedo. —Consultó su reloj—. Son las doce menos cuarto, aún hay tiempo. Pronto estarán todas borrachas y serán dóciles para nuestros propósitos. Siempre vi esa fuerza en usted, ¿sabe?, desde que nos encontramos. Resulta muy atrayente que una dama guste de...

—Calle. —Hubiera vomitado de haber podido. No soportaba las galanterías de ese demonio. Los soldados y sus parejas se levantaron y salieron del pub, ellos se mostraban muy ardientes, perdiendo casi el pudor y la consideración que debieran tener por los uniformes que vestían. Una pareja fue calle arriba mientras la otra se despidió y dirigió sus pasos hacia Aldgate, dispuestas ambas a consumar su transacción concupiscente.

—Si no le ha gustado ninguna de esas, tal vez debiéramos buscar...

—Déjeme.

—Esto fue idea suya, señora...

—Señorita.

—Señorita —rió y se aproximó más a mí, hasta que pude sentir el olor de la cerveza en su boca—. No hay prisa, no se preocupe, podemos esperar...

Lo agarré con tanta fuerza que el dolor le hizo callar.

—Le ruego, encarecidamente, que guarde silencio. —Así lo hizo. Vi el miedo en su expresión. Pensé en irme, en dejar esa locura antes de empezarla. No podía acobardarme ahora, esta era la única esperanza que me quedaba, la única forma de volver a la normalidad, a la paz de la civilización, de alejarme de esta sórdida existencia.

Nos levantamos cerca de las dos de la madrugada y nos fuimos, tras rechazar a toda candidata a víctima que Tumblety me pasó ante los ojos. El era paciente, muy paciente conmigo, señalándome cada mujerzuela que entraba en el White Hart, más borrachas y acabadas a medida que avanzada la noche. Yo no podía hacerlo, no podía decir: sí esa puta del gorro verde va a morir, o esa a la que le faltan los incisivos o... no podía, todavía no era una asesina, hasta esa noche no.

Al salir doblamos por George Yard, Tumblety me empujó para allá diciendo:

—Probemos una vez más aquí.

Recorrimos toda la calle hasta el final, a oscuras, vacía, más desierta aún que antes. El cielo era un techo de nubarrones grisáceos, sin una luna que los iluminara. La humedad se pegaba a mí como una pesadilla recurrente; yo no la sentía. Vimos entrar a una pareja en el último edificio, pasando bajo el arco alto y oscuro del portal, la boca de un diablo lujurioso que pintara El Bosco, sujetándose el uno al otro en medio de una parodia borracha de romanticismo.

—Aquí llega su pieza, señorita —susurró a mi oído Tumblety—, Esperemos a que acaben, no tardarán mucho y seguro que abandonará a la mujerzuela en cuanto termine. ¿Le parece bien?

Allí quedamos, inmóviles en la oscuridad de la calle apenas iluminada. Caía alguna gota llorosa, el cielo quería cegarnos, evitar que matáramos; no era suficiente. La vigilancia se me hizo larga, muy larga. Pensaba en aquellas dos caricaturas de ser humano, tan lejos de la idea que Dios nuestro Señor tenía del hombre. Estarían fornicando en ese lugar, como demonios carnales, enfermos. Deseé matar a los dos.

El hombre salió de la casa con paso torpe, giró hacia arriba alejándose de nosotros hacia Old Montague Street. Ni nos vio.

—Vamos por ella.

Eso hice. Entramos en el edificio. Mi corazón sonaba demasiado ahora en el silencio, demasiado. Antes de subir por las escaleras noté que ella estaba en el primer descansillo. Sentada en una esquina, con las piernas abiertas y las ropas remangadas, dispuesta a aceptar impúdica el pecado una vez más. Estaba borracha. Mucha oscuridad, las luces que iluminaban la escalera de piedra del edificio se habían apagado hacía tiempo, no necesitaba luz para lo que iba a hacer. La mujer me oyó, oyó mi corazón acelerado mientras subía peldaño a peldaño hacia ella. No sé qué pasaría por su cabeza pecaminosa, quién creería que era, otro posible cliente, un vecino que volvía a casa tras comprar alguna provisión de última hora dispuesto a reprocharle el que estuviera allí, lo que fuera.

Mi cuchillo sonó seco al salir. La golpeé con tanta fuerza en el pecho que oí cómo su esternón se quejaba. La ramera no gritó. Se convulsionó, y yo saqué la hoja con fuerza de sus enormes y mugrientos senos que se agitaron bajo el corpiño abierto, como un pudin mal horneado. Quedó inmóvil, muerta.

Tumblety estaba tras de mí. Se me acercó y me susurró al oído.

—Adelante.

—No... vámonos.

—Señorita, debe hacerlo, para eso estamos aquí. —Negué con la cabeza y con toda mi alma. La de Tumblety, su alma negra de criminal era muy poderosa, insaciable, yo me vi incapaz de oponerme—. La ha matado, ¿no? Pues vamos...

Se arrodilló junto al cadáver y empezó a palparlo, saboreando la muerte.

—No... no puedo más —sollocé.

—Aún vive. —En la oscuridad vi cómo sacaba un cuchillo pequeño, una navaja de bolsillo—. Vamos, córtela. —Y al verme paralizada, inmóvil, empezó a susurrar—: Puta asquerosa. —Nadie que no estuviera a su lado o gozara de buen oído, como yo, podría escucharle—. ¿Te gusta que te follen, eh?

Empezó a apuñalarla en los pechos, sin ver. Una, dos, tres, hasta siete veces. Siguió golpeando una y otra vez, ya en el vientre. El mínimo brillo de la hoja de metal desapareció manchado por la sangre. El sonido del cuchillo hacía eco dentro de mi cabeza, como el de un puñetazo, yo hubiera esperado un ruido más húmedo. La mujer ni se movió, recibía las puñaladas como un pellejo de oveja relleno. Quince, dieciséis, diecisiete puñaladas, en el hígado, en el estómago, y con fuerza en sus partes íntimas.

Veinte, veintiuna, veintidós.

—¿Te gusta que te follen, puta?

Treinta, treinta y una, treinta y dos. Estuvo toda una vida matándola. Yo permanecí quieto, fija la mirada en su brazo que ascendía y bajaba en medio de la noche, sin decir ni hacer nada, sin pensar en nada.

En la última cuchillada se detuvo un poco más. Pinchó en el vientre de abajo arriba, trató de abrirle las tripas; solo fue otra de sus torpes puñaladas, no pudo hacer más. Jadeaba asustado, ahora que la había matado tenía miedo, oí sus arcadas, incapaz de soportar sus propios actos. No era más que un asesino violento, lleno de ira, un degenerado lascivo e irreverente; no como yo.

Yo era la muerte, el horror y la muerte.

Aún no había empezado.

Descansa en paz, Martha Tabram.

Nos fuimos, nadie había oído nada, no hubo ruido alguno, nadie puede oírme ni verme, y aquellas que me ven, mueren. Huimos a casa de Tumblety, a Batty Street, no tardamos mucho. Yo estaba triste, no tanto por esa puta, que no merecía un minuto de mis pensamientos, como por la noche de miedo y dudas echada a perder. No había conseguido nada, seguía igual, igual de sola. Había errado el camino, esa no era mi solución. Me quedaba el suicidio, el fin de tanto pesar.

Me equivocaba; esa noche fue el principio, mi noche de bodas sangrienta, ya que se me negó una más dulce.

Desde entonces no he parado.

____ 12 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

La misma mañana, minutos después

Ambos visitantes se reponen de la sorpresa fuera del cuarto donde ahora duerme la asesina. El estado de esta es aún peor que el de Aguirre, como aseguró Celador. Un colchón enmohecido tirado sobre el suelo, que comparte con una legión de artrópodos de la más repugnante naturaleza, ese es todo el acomodo del que goza el criminal más grande de todos los tiempos. Si el alojo del anciano es inapropiado, este roza la tortura.

—Claro, que si fuera... no se merecería menos.

—¿Una mujer?

—Es posible —aclara Lento—. Abberline, atendiendo a una testigo que dijo ver quinta víctima pasear después de muerta, planteó que el asesino es mujer, u hombre disfrazado de mujer. La teoría de la comadreona...

—Comadrona. Tenía entendido que no era común la crueldad entre los asesinos mujeres, que tienden más al veneno...

—Ajá... puede ser... —Cerca de ellos, Celador se mantiene impertérrito, armado, esperando alguna reacción. El perro no está—. Es mentira. —Lento exclama en alto, tajante.

—Acaba de decir que no es descabellado que el asesino sea una mujer —dice su amigo
sotto voce
.

—No. Mentira todo, nos llevan engañando una semana.

Ya, ya lo sé —mira de soslayo a Celador—, y se lo vengo diciendo desde el primer día, desde la primera vez que hablamos... —Lento ignora los aspavientos que hace Alto rogando más discreción para con alguien que acaba de sorprenderlos irrumpiendo en su casa—. ¿Ahora se da cuenta? No puedo creer que sea tan incauto...

—Oigan ustedes —Celador exclama con una torpe parodia de dignidad ofendida, y con la escopeta descansando en el brazo izquierdo—, no les he mostrado más que lo que les aseguré que tenía. Si ellos son unos embusteros...

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