—¿Qué haces aquí, Drunkard? —No lo recordaba, para mí un judío es igual que otro. No respondí, porque no sabía qué decir—. Ven conmigo, queremos hablarte.
Entramos a la sinagoga, a un hermoso patio. No iban a meter a un monstruo gentil como yo en el tabernáculo, me llevaron a una dependencia aledaña, que daba al patio. Allí estaba Perkoff y otro par de Tigres con garras en las manos, y Potts.
—Yo n... n... no...
—Sé que no es culpa tuya, Drunkard —dijo Perkoff viendo mi temor—. Le has portado bien y me alegro de verte con vida, creíamos que estabas muerto, o con la policía. Solo me interesa saber algo. Sobreviviste a esa maldita traición, ¿y O'Malley? ¿Sabes de él?
—Muerto. —Todos se miraron.
—Eso se lo buscó él. Y en cuanto a ti, ¿a qué has venido?
Buena pregunta. Había venido a salvar a Torres, y no estaba seguro de qué ni de quién.
—D... D... Dembow tiene ot... otro plan... —Potts no me dejó seguir. Parecía que sabían de lo que estaba hablando, cuando ni yo mismo tenía idea.
—Ray —dijo Potts—, ¿te acuerdas de aquel español? ¿Aquel del Ajedrecista? Creo que está de nuevo en Londres. ¿Tú sabes dónde está?
—Le han llevado planos —lo dije casi por instinto, y fue suficiente. Me atrevería a decir que esas palabras me salvaron la vida, pues seguro que la amabilidad de los hebreos era falsa.
Me preguntaron detalles sobre los planos, y dije lo que pude, los había visto muy de cerca el día que traté de robarlos. Después de un exhaustivo interrogatorio, me hicieron salir. Me pidieron que esperara allí, en la calle, frente a la sinagoga, frente al Club Imperial, donde gente leía con fruición diarios en busca de las noticias más sangrientas. Uno de los judíos me acompañó. Vi cómo los que allí paseaban, pequeños comerciantes, gente normal, ajena a lo que se trapicheaba en el bajo mundo londinense, miraban con reticencia al Tigre y a mí. Seguro que a ninguna de esas personas les gustaba que una banda de criminales así se refugiara en su sinagoga, pero así estaban las cosas.
Al cabo de una media hora vino Potts a verme, con instrucciones para mí. Dijo que sabía cómo ayudar a Torres, cómo mantenerlo a salvo. Tenía que volver a Forlornhope, retomar mis labores de jardinero.
—¿Seguir buscando la cosa esa? —pregunté yo, pero no, parecía que el objetivo había cambiado. Lo único que se me pedían era franquear el paso a alguien, así de sencillo.
—Claro Ray —dijo—. Tu trabajo es en un jardincillo en la parte de atrás, ¿verdad? Y allí hay una puerta trasera a la casa, ¿verdad? Pues eso es todo lo que tienes que hacer. A las nueve de esta tarde llegará alguien por allí, una persona, limítate a abrirle la puerta.
—Hay... hay una ver... una valla, y g... gu...
—De eso no te preocupes. Tú quédate en ese jardín, y cuando llegue alguien, lo dejas entrar en la casa.
—¿Y T... Torres?
—Gracias a ti tu amigo español saldrá sin daño. Volverá a su país como si nada hubiera ocurrido.
No es que le creyera, es que no tenía otra cosa que hacer. Necesitaba alguien que dirigiera mis actos, fuera hacia donde fuese, y Potts valía como cualquier otro.
Llegué a Forlornhope a las ocho. La señorita Trent me saludó y me dijo que la señora De Blaise no estaba, pero se mantenían vigentes sus instrucciones respecto a mí. Tenía trabajo y el jornal prometido al final.
—Señor Aguirre... está herido. —Mis trazas me delataban. Negué con la cabeza—. Usted siempre hecho un desastre... hablaré con la señorita. —Vio que bajaba la vista y puso una mano en mi hombro—. No, me refería a que consultaré con ella si podemos ocuparnos de usted mejor, tal vez acomodarle de algún modo... sí, no diga que no, esas calles, y el licor... Ande, venga a lavarse y cámbiese. —La seguí agradecido y tímido, siempre me ha costado enfrentarme a la bondad desinteresada. Me lavé, me puse ropa de faena y entregué la vieja y rota del señor Arias, que ya no volvería a ver—. Su máscara tal vez... —me negué a quitármela—. Es muy bonita. Ese camafeo que lleva bordado, ¿es de su madre?
¿Por qué tendría que ser de mi madre? La señora siguió hablando, como en medio de una ensoñación, mientras volvíamos al jardín.
—Debió quererle mucho... seguro.
Cogí mis herramientas y quedé allí a solas, entre mis plantas, esperando que viniera quien fuera que debía llegar. Pasé el tiempo nervioso, tratando de ordenar ideas, todo era más difícil desde esa noche, algo se había debilitado en mi cerebro ya débil de por sí.
Oí, pasada ya más de media hora, que alguien llamaba a la puerta principal. Tenía visita el lord, una que venía por delante, no como la que esperaba yo. Dembow era un noble, un industrial, alguien importante, que atendía políticos y dignatarios a diario, así que podía ser cualquiera. ¿Por qué entonces estaba inquieto? Pensaba que era aquel hombre, aquel con quien le oí conversar en la bodega. ¿Por qué no? Debía ir a verlo, tal vez oyera algo importante referente a Torres y su bienestar. Entré en la cocina.
—¿Qué hace aquí, con esas botas sucias? —dijo la señorita Trent, presa de su mezcla de candor y dureza, antes más de lo primero que de lo segundo, y ahora, tras una hora, volvía la veleta de su carácter al sentido contrario. Yo levanté las manos por toda respuesta. La cocinera llamó a una moza para que me llevara al fregadero, a adecentarme—. Si va a entrar, haga el favor de lavarse.
La muchacha proporcionó un paño para secarme y me dejó hacer mis abluciones en la relativa intimidad de la cocina de una gran casa, en la que además había invitados. Ya saben bien de mi habilidad por convertirme en algo anodino e indigno de cualquier atención, gracias a ella empecé a moverme por la cocina atestada hacia fuera, a la casa y al gran salón, donde debían estar las visitas. No necesitaba verlos, con escuchar sus voces desde la puerta me bastó.
—Desde ayer no la hemos visto —ese era el señor De Blaise—, estoy preocupado, usted sabe que últimamente he tenido problemas con cierto... individuo, no quisiera que hubiera decidido hacerme daño a través de ella...
—Casi podría asegurarle que el señor Bowels no ha hecho nada contra usted. —¡Este era Torres!—. Se trata de un viejo enemigo del señor De Blaise, inspector.
—Entiendo —dijo el hombre al que se dirigió el español, no reconocí su voz—, o creo entender. En todo caso no es esto por lo que hemos venido.
Me sorprendió la señorita Trent saliendo del salón, con una bandeja de plata en la mano.
—¡Dios Santo! ¡Qué susto me ha dado! ¿Qué hace aquí...? —Parecía alterada, muy alterada y yo no era toda la causa de ese sofoco, lo traía ya consigo cuando nos topamos. Desde luego, no es habitual que la cocinera acudiera a atender invitados de la casa, ni siquiera tratándose de una cocinera tan querida y que desempeñaba otras funciones añadidas, como era la señorita Trent, pero eso no lo tuve en cuenta, qué sabía yo de protocolo. Lo que me sorprendió es que la esperada reprimenda no existió. Ni un «usted no puede ir a su antojo por esta casa». Se limitó a secarse los ojos con un pañuelo y a indicarme el camino a mi lugar con un gesto.
Volví a mi patio. Estaba asustado y furioso, furioso por no saber la razón de mi miedo. ¿Qué tenía que hacer entonces? Hablar con Torres, claro, y decirle... ¿qué? Andaba podando sin sentido, nervioso, cuando oí los golpes en la cancela. Un hombre arrebujado en su abrigo, ocultando su rostro con un sombrero de ala amplia, llamaba a la verja con insistencia. Acudí.
—Creo que usted y yo tenemos amigos comunes del este, ¿me equivoco? —Era Tumblety. Él no me reconoció, no creo que el recuerdo que tuviera de nuestro último encuentro, diez años atrás, hubiera perdurado en su memoria más que segundos. Yo no olvidaba al Monstruo. No entendí con claridad lo que me decía, aunque suponía que este era el individuo que Potts pretendía que dejara entrar en casa. El Monstruo en casa de Cynthia, cuando estaba Torres en ella, ¿cómo iba a dejarlo pasar?—. Bien, ¿me permite?
—Usted... n... usted n... usted no va a entrar...
—No, claro que no. Es esta dama la que debe entrar. —Apartada había una señora envuelta en un amplio abrigo negro con capucha, todo ribeteado de una sedosa piel marrón. Era muy alta para una mujer, y se mantenía quieta, a distancia y embozada—. ¿Dejarás que ella entre sin que nadie la vea? Será toda una sorpresa para el señor de la casa.
—¿Y T... T... Torres?
—Oh, conoce al caballero español. Sí... ya sé quién es usted. Pierda cuidado. Se acabarán los problemas para el señor Torres. La señora... señorita, viene a aclarar ciertos equívocos con lord Dembow y su familia. Su sola presencia terminará con todos los males de esta casa, y de sus amigos.
—Usted n... no entrará.
Abrí la puerta de la verja procurando hacer el menor ruido posible. Tumblety se apartó y la señora entró en el patio. El olor que exudaba era espantoso. Para mí, con apenas nariz y acostumbrado a los hedores del hombre y su mundo, me resultó repugnante. Creo que no tanto por lo desagradable sino por lo aterrador que supone el mal olor en una dama, que por su elegante abrigo y su andar regio, casi flotando, mostraba ser de rango. Temblé asustado. Cerré la verja a su paso, en la cara de Tumblety. Me volví hacia ella. Su fragancia al acercarme casi me hizo vomitar, aparté la cara y escuché el sonoro ruido de un reloj proviniendo de ella.
—S... si vamos por la co... co... cocina nos verán. Tendrá que entrar por 1... 1... la c... la carbonera.
Asintió con la cabeza. Fui a la puerta de metal que daba a los sótanos, que ya conociera bien, y la abrí. Le cedí el paso apurándola con un gesto, ella me retuvo un instante, alzando una mano embutida en largos guantes de raso. Entonces el tictac cesó, o se atenuó mucho, y con asombrosa agilidad y lentitud a un tiempo entró por el hueco al sótano sin trastocar su figura. La seguí, estaba oscuro.
—La p... la puerta de arriba est... está siempre c... c... cerrada.
Quedó quieta, sin decir nada, sin alzar su cabeza. No sabiendo qué hacer, abrí la llave de la luz del pasillo y la conduje hacia las escaleras que llevaban al primer piso. Entonces me cogió con una mano helada y dura, y me adelantó. Subió el estrecho tramo haciendo crujir mucho los escalones. Probó la puerta, cerrada como yo aventuré. En un momento la abrió, no sé cómo una dama como ella era capaz de forzar una cerradura con esa habilidad. Escrutó el exterior y salió, cerrándola tras de sí. Yo volví al patio trasero. Busqué la funesta figura de Tumblety en el jardín. Había desaparecido.
Corté el tallo de una rosa, y escuché un grito. Desde la casa.
Entré en la cocina, las caras de los que allí estaban eran de estupor. El grito se repitió. Tirando todo a mi paso, no reparé en nada hasta que llegué al salón, y vi el horror. De Blaise tirado junto a una silla, mirando espantado. Un policía, aunque vestido de paisano no se me escapaba que lo era, con expresión no menos atónita. Torres, junto al ventanal, también asustado pero con la suficiente entereza como para estar pidiendo calma, o algo. Y en medio, la fuente de su conmoción: la Abominación.
Un esqueleto metálico, no sé cómo describirlo de otra forma, allí de pie en ese plácido salón Victoriano. No parecía un hombre, ni una mujer, salvo por restos de ropa femenina ensangrentada que acarreaba y lo convertían en un ser grotesco. Sus brazos, sus piernas, el número de sus extremidades; todas sus proporciones eran erróneas, no deformes como las mías, equivocadas. El metal y la madera se fundían en él, en partes móviles que traqueteaban en su pecho de barril, adornado con un rosario enroscado a su delgadísimo cuello. Y la carne. Y la sangre. En medio de esa abigarrada construcción había órganos palpitantes en urnas colgando de su pecho, o incrustados de mala manera en medio de su estructura, rezumando oscuros icores de insoportable hedor. Chapoteaba con sus piernas de insecto sobre un charco de una sustancia placentaria formado sobre la alfombra, y junto a ellas oscilaba una tercera extremidad de carne y hueso, pálida y flácida.
La cabeza era humana y muerta. Una extraña máscara de piel recubría un cráneo cuyas facciones no podían ser las de un ser humano, por cómo deformaba el rostro que sostenía. El pelo rubio caía en magnífica cascada sobre el engendro, un cabello cuyo brillo de vida se había perdido.
Se mantenía en pie, quieta... o quieto, aplíquesele el género que proceda, que yo no lo encuentro. Movió su mano derecha, una de sus manos derechas, pues junto a ella descansaba una blanca mano de dedos finos, inmóvil. El apéndice útil estaba provisto de seis dedos demasiado largos para ser normales. Lo acercó a su pecho y tomó una palanca que sobresalía de él. Empezó a accionarla, dándole vueltas, dándose cuerda como a un reloj.
Habló con la voz de la muerte.
—Ahora soy tuya, por siempre. Ahora soy como quieres.
—Un minuto... —dijo Torres, que parecía el único capaz de hablar aunque con voz trémula—. Debe parar esta locura.
El ser se movió como nunca vi moverse a nadie, con rapidez y decisión, con precisión absoluta, economizando movimientos superfluos. Hacia Torres. Grité. Me eché enloquecido contra él.
La criatura giró hacia mí sin detenerse, haciendo que su repugnante estructura metálica cargada de carroña se moviera con la fluidez de un bailarín. Extendió su brazo, un chasquido y salió de él una enorme hoja afilada.
La clavó en mi pecho, y me mató.
Atrápeme cuando pueda
Viernes
¿A dónde fuimos? A buscar al Demonio. No podíamos volver a la pensión, habían descubierto nuestro nido de amor, decía Tumblety con su desagradable sentido del humor. Viajamos por los tejados de la ciudad, mientras el mundo lloraba la muerte de esa puta. Fuimos al río, allí hay sitio donde ocultarse, por allí anda a veces el Demonio cazando pecadores.
¿Por qué quería ver al Demonio? El sabía cómo ayudarme, lo obligaría a hacerlo. Tenía un riñón y un útero, un útero. Con el de Dark Annie no había funcionado. Tumblety no puso pega alguna a mis sugerencias, supongo que el viaje por las paredes y azoteas de Londres lo habían vuelto sumiso y obediente. Sí objetó el lugar. Me dijo que no podíamos quedarnos en el puerto, que era peligroso. Él concertaría una entrevista con Satán en su misma morada. Dada su sórdida vida, Francis Tumblety estaba en permanente trato con el Maligno, y le era mucho más fácil encontrarlo que a mí.
—No —insistió—. Ahora tiene que ser muy cauto, debemos ir a su casa.
El lupanar del infierno donde vivía, ese era nuestro destino y estaba lejos. No había elección; si quería alcanzar por fin mi dulce objetivo tendría que ir a su palacio del pecado, a engañar al gran Tramposo.