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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (55 page)

BOOK: Los iluminados
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Duke empezó a escucharlo con curiosidad genuina porque ese hombre de Neanderthal pronto actuaría en Carson y, desde allí, podría transformar en realidad muchos de los anhelos predicados en Eastes Park, en su inolvidable Rocky Mountain Rendezvous. Duke y su congregación podrían ser mencionados con gran frecuencia en
Jubilee
y convertirse en la referencia asidua de todos los pastores de la Identidad Cristiana.

Pinjás aseguraba que la ignorancia y la codicia de los sureños no tenían límites. Eso facilitaba la compra de voluntades, silencio y apoyo logístico. No cualquiera podía enterarse de la distribución de drogas “para que los negros regresaran a la zoología que nunca debieron abandonar” —como enseñaba Bill Hughes—, pero sí colaborar en el retorno a la fortaleza de los desertores rescatables o ejecutarlos mediante estrangulamiento o degüello en algún sitio apartado.

Antes de llegar a las medidas extremas, Pinjás, con el acuerdo de Bill, ponía en marcha un seguimiento cruel. Fuera adonde fuere, el desertor era acosado de día y de noche. Cuando estacionaba junto a su casa los autos que iban tras él encendían los faros para iluminarle la espalda. Si conseguía un trabajo lo hostigaban allí mismo, entraban en los talleres o las oficinas con cualquier excusa, pero mirándolo siempre con cara de asesinos. Cuando podían, sembraban comentarios degradantes para que oyeran jefes y colegas. Algún sobre con dinero certeramente entregado lograba que lo despidieran. Cuando lograban enfrentarlo a solas, le mostraban las armas que llevaban bajo la chaqueta o en un bolso. Tampoco se privaban de molestarlo hasta en las iglesias donde el acosado buscaba alivio, ningún pastor de las cercanías deseaba entrar en conflicto con los Héroes y prefería solicitar a la víctima que buscase ayuda espiritual en otra parte antes que ver de nuevo a la gente de Pinjás en el templo.

Si el hombre aún no se daba por vencido, lo acompañaban al café y al restaurante, donde se sentaban muy cerca. En el cine se ubicaban en la fila de atrás, hacían comentarios y le pinchaban la nuca con alfileres.

—Actuamos como verdaderos agentes del FBI. —Pinjás rió y sus dientes antediluvianos le llenaron la boca. —Sólo nos falta mostrar las placas de identidad.

Robert Duke lo felicitó por su trabajo y formuló votos para que el Señor premiase su arte. Pero ahora urgía ponerlo al tanto de lo que estaba por ocurrir, aunque sin confiarle los detalles. Ese hombre era un elegido, pero sólo para la acción; aún seguía lastimándose la cara al afeitarse la barba de hierro y no se resignaba a otra forma de hemostasia que unos trocitos de papel higiénico. Duke no debía confesarle la retorcida intimidad, por supuesto: que el marido de su hermanastra, Lea, había caído en una trampa tendida por los agentes del FBI para que ella aceptara convertirse en informante sobre las actividades de la Identidad Cristiana. A cambio de tamaño favor el FBI se ocuparía de aliviarle los cargos al marido. Toma y daca. Conocían su larga vinculación con la Identidad Cristiana en Carson, Elephant City y nuevamente Carson; necesitaban detalles sobre la red de alianzas entre pastores, milicias, neonazis y gente de la supremacía blanca. Corría peligro la fortuna del esposo de Lea y se cernía la perspectiva de pasar un lustro en la cárcel, lo cual, a su edad, significaría la muerte segura. Lea y su marido entraron en desesperación y, avergonzados, consultaron con Robert. El pastor, luego de ponerse muy pálido y meditar en silencio, llegó a una conclusión insólita: el suceso no era una maldición, sino un camino dibujado por el Cielo.

—Únicamente los incrédulos se privan de la sorpresa y la maravilla que teje el Altísimo —dijo.

Gracias a ese transitorio infortunio, los testimonios que Pinjás confiaba a Robert podían ser comunicados a quienes se ocuparían de aniquilar a Bill, su rancho y su corrompida comunidad. Había llegado el momento de la aplastante y divina justicia. Por lo tanto, Robert procesaba la información de Pinjás, instruía a Lea qué datos, y de qué manera, referir al agente del FBI, y éste tomaba notas sobre las actividades de una fortaleza de la Identidad Cristiana en Texas sin que se comprometiese la de Carson ni la de ningún otro lugar. Bill Hughes aparecía como un delincuente carismático, pero sin conexiones importantes con el resto de la derecha religiosa o las milicias, lo cual era relativamente cierto. Se trataba de un narcotraficante que disimulaba su comercio mediante una cobertura mística.

Pinjás —ignorante del uso que se hacía de sus orgullosas narraciones— contó a Robert que pronto debería partir hacia Galveston para cargar toneladas de camarones congelados, los cuales se distribuirían entre mayoristas de Texas a muy bajo precio porque lo que interesaba eran los kilos de cocaína disimulados en el fondo de las cajas. Esa droga sería luego llevada a la fortaleza, donde se procedería a su fragmentación. Enseguida, decenas de niños, mujeres y hombres de la comunidad partirían con destinos prefijados para colocarla entre los negros de varios estados.

Duke apoyó su mano blanca y huesuda en la rodilla de Pinjás. Unos bolsones violetas se le habían formado bajo los ojos, la única prueba de que pasaba los setenta años de edad.

—El Señor bendice la confianza que depositas en mí desde que me conociste. Pero el Señor me ha anunciado que el FBI, la DEA y el ATF han intercambiado informes que calzan unos con otros como fragmentos de un rompecabezas. Saben tanto como tú y ahora yo sobre la marcha del operativo. Inclusive tienen marcada la conexión de Bill con Buenos Aires. También se han enterado de que la droga fue envuelta en sucesivas capas de camarones congelados y que todo el operativo se llama, precisamente, Camarones.

A Pinjás le empezaron a girar los objetos y debió agarrarse del apoyabrazos. Se le cayeron los trozos de papel higiénico pegados a las lastimaduras.

—El Señor da y quita —prosiguió Robert, con el tono más convincente del que era capaz—. Dio a Bill Hughes talento y oportunidades, lo convirtió casi en un monarca. Así procedió miles de años atrás con Saúl, el primer rey de Israel. Pero luego Su infinita sabiduría decidió que otro debía sucederlo en el trono y lo condenó a muerte. Le dio honor y poder, luego se los quitó. Bendito sea el Señor. Repite conmigo: Bendito sea el Señor.

—Bendito sea el Señor —balbuceó el asombrado Pinjás; su boca fláccida parecía el hueco de una caverna.

—Pero a ti quiere salvarte, hijo mío. Quiere salvarte como lo hizo cuando te perseguían los mafiosos de Meyer Lansky y la justicia de Carson. Para eso te trajo a mí en este preciso día. ¿No pensabas que esta visita era trascendental?

—No, no... Es decir... ¿Qué?...

Robert Duke elevó las manos hacia el cielo, dramáticamente.

—¡La bendita voluntad del Señor, como siempre, se impondrá! Estamos en vísperas de un ocaso, hijo mío. Debemos aceptar y elogiar la voluntad del Señor. Bill caerá en manos de los federales con la túnica de Eliseo o sin ella. Y casi toda su comunidad será juzgada.

—¡Pero los federales son nuestros enemigos!

—El Señor usa a nuestros enemigos para instrumentar Sus decisiones. Usó a los filisteos para que muriera Saúl.

—¿Qué debo hacer? ¡Tengo que correr a prevenirle!

—Pinjás, Pinjás... Atolondrado y puro hijo mío. ¿Quieres sabotear la voluntad del Señor?

El hombre abrió grandes los ojos y negó con la cabeza.

—No debes trasmitir a Bill ni una palabra de lo que hablamos. ¿Acaso le cuentas sobre las visitas que me haces?

—¡No, claro que no!

—Muy bien. Por eso serás el único en salvarse.

—Pero me atraparán como a los otros.

—Eso sería posible si te apartases del programa. Los agentes conocen cada milímetro del programa. Deberás actuar con la misma naturalidad con que lo habrías hecho si yo no te hubiese explicado nada. Irás a Galveston, cargarás los camarones, los distribuirás por los mercados y llevarás la droga a la fortaleza. Lo harás exactamente como está planeado desde hace varias semanas. Alguien llamará a tu celular para indicarte cuándo deberás abandonar la fortaleza. Y obedecerás sin hacer comentarios, tranquilamente. Irás hasta el centro de Little Spring y allí te recogerá un auto. Unas horas después estarás sentado en este mismo lugar.

—¡Me lo dice como si ya hubiese ocurrido!

—Tal como efectivamente ocurrirá.

—Me apena el fin de mi jefe. —Bajó la cabeza y hundió los dedos en el asfalto de su grasienta melena.

—También a mí —simuló Robert—. Pero no te olvides de que tu verdadero salvador y jefe, el Señor mediante, soy yo.

—Pero lo conozco desde hace tanto... —Se le humedecieron los ojos. —Hicimos tantas hazañas...

—Comprendo. Pero debemos obedecer al Señor y someternos a Su sabia voluntad.

—Me costará mucho abandonarlo.

—¡Pinjás! —Le apretó los anchos hombros como si fuese un niño. —¡Cuidado con equivocarte! ¡Te debes al Señor! Repite: Me debo al Señor.

—Me... me debo al Señor.

—¡Aleluya!

En el aeropuerto de Miami el anodino empleado de Wilson corroboró en la pantalla el puntual arribo del avión y se dirigió a buscarlos apenas cruzaron la barrera de migraciones. No tuvo dificultades en reconocer a Mónica Castro y Damián Lynch. Los saludó por sus nombres y se presentó. Formuló preguntas baladíes sobre cómo había sido el viaje, comentó la temperatura de Florida y los condujo hasta la sala VIP. Luego los orientó hasta el embarque rumbo a Houston. En Houston los aguardaba Aby Smith con su aspecto de Lincoln centenario y la limusina provista de chofer, quien se ocupó de instalar el equipaje. Dentro del vehículo, Aby les mostró el hospitalario interior provisto de heladera, revistas y televisor. El viaje, como seguramente sabían —dijo—, tardaba una hora y diez minutos hasta la puerta del hospital.

Mónica preguntó si se habían producido cambios en la evolución de su madre, pero el anciano negó con la cabeza.

—¿Mis tíos estarán en el hospital?

Aby encogió los hombros nuevamente.

Damián hojeó las revistas. Era la cuarta vez que visitaba los Estados Unidos. Había participado en congresos sobre Ciencias de la Comunicación en San Francisco, Nueva York y Atlanta y completado un master en la Universidad de Standford. Conocía la mentalidad estadounidense y sentía mucha curiosidad por la extraña mezcla de fanatismo religioso, milicias racistas, patriotismo delirante y violencia gratuita que habían empezado a verse en las últimas décadas. Uno de sus profesores de Standford le había dicho, en un momento confidencial, con cervezas de por medio, que la no esclarecida desaparición de sus padres, ocurrida cuando él apenas tenía siete años, lo impulsaba a interesarse por todo lo que tuviera misterio. Y esa proliferación de sectas o de lo que fuere iba a seducirlo. En Buenos Aires ansiaba meterse en las guaridas del narcotráfico, y en este viaje renacía su interés por recorrer la vizcachera de una comunidad religiosa como la que dirigía el tío de Mónica. No lejos estaba Waco, donde David Koresh empujó su comunidad hacia un hipotético Armagedón. ¿Habría semejanzas entre los Héroes del Apocalipsis y la comunidad de Waco? Su solo nombre indicaba que sí. ¿Serían parecidos Bill Hughes y el difunto David Koresh? Quizá no tanto: Koresh se consideraba la reencarnación de Cristo y era joven; en cambio, Bill Hughes se llamaba profeta y tenía más de sesenta años.

También Mónica hojeó las revistas. Su madre no se le iba de la cabeza. Le tenía una lástima profunda, compacta. Trataba de alejar las imágenes horribles de verla paralítica, en silla de ruedas, con la boca torcida, incapaz de articular una sílaba, bruscamente momificada. O muerta por insuficiencia respiratoria, además. ¡Qué injusticia! Había llegado a los cincuenta años pareciendo muchos menos. Tenía una elegancia que envidiaban las solteras. Su hermosura era quizá perturbadora porque la cruzaba un halo de inexplicable sufrimiento, una mirada ausente. Parecía esclava de su marido, quien la colmaba de regalos. Mónica no entendía por qué debía ser o parecer una esclava, por qué su tenaz ausencia de opinión propia, por qué sus silencios. Su alma debía de ocultar algo tan indigerible que ni siquiera se lo contaba a su terapeuta, ya que cada año lo cambiaba; era obvio que evitaba ser arrinconada en la fuente de sus males. Más de una vez la había forzado a sentarse en un aparte para decirle a los ojos, casi brutalmente: “Mami, ¿por qué no me contás qué te pasa?”. Ella le devolvía una expresión de vaca perpleja, apretaba los dientes y se marchaba cabizbaja. Decía que su único amigo verdadero, el único que no la cansaba con preguntas, era el whisky. Pero ese amigo se había encargado de arruinarla. Bebía hasta quedar exhausta en el living con la botella a los pies. Mónica se preguntaba entonces si por lo menos su padre había intentado arrancarle el indigerible secreto de tanto dolor. ¿Por qué no visitaba a su hermano de los Estados Unidos? ¿Por qué ni siquiera se hablaban por teléfono? ¿Qué había pasado en la familia, o entre ellos? ¿Qué podía ser tan grave e imperdonable para mantener semejante distanciamiento? Ahora, estando muda, quizá resolviera hablar. Así son las paradojas: que resolviera hablar cuando ya no podía hacerlo.

Comenzó a pensar en su tío Bill para alejar las opresivas imágenes de su madre. Cuando chica fantaseaba con los pocos datos que goteaban por aquí y por allí; luego lo excluyó de su imaginación. Pronto lo tendría frente a ella y se acabaría el misterio. Sabía que era excéntrico y que la gente atribuía sus rarezas a una encefalitis. Pero las encefalitis, cuando dejan secuelas, no son de ese tipo; así había oído una vez comentar a los médicos. ¿No habrían tratado de explicar mediante la encefalitis algo que no podían explicar de otra forma? Menos creíble era que esa infección le agudizara ciertas áreas cerebrales. Lo cierto es que había logrado fundar iglesias y ahora dirigía toda una comunidad. “¡Es tu hermano! —se indignaba Mónica ante Dorothy—. Deberías encontrarte con él.” Entonces la madre le confiaba que Bill se reunía con Wilson, y eso era bastante. “Tampoco conoces a tu cuñada.” “Fue mi amiga; ya no lo es más.”

Dorothy volvió a instalarse en su cabeza. No tenía lógica lo que había hecho: viajar de repente para caer fulminada lejos de su hija y su marido. Tras una separación (o una callada enemistad de décadas) había decidido visitar a su hermano y su amiga. Lo hizo de golpe, como si hubiera emergido de un letargo. O como si escapase de un incendio, porque ni siquiera preparó una maleta. Fue un estallido tan incomprensible como su inconsolable dolor espiritual y su amigo el whisky. Una fuga desesperada. Por qué. De qué. De quién. Había tenido un ataque de presión cuando se compraba zapatos en la avenida Alvear; por suerte, ese día la acompañaba Mónica y se recuperó en minutos. Pero le causó tanto miedo que abandonó a su amigo el whisky. Mejoró hasta su semblante. Pero volvió a reincidir. ¿Por qué? Nunca aceptó concurrir a Alcohólicos Anónimos pese a que Mónica había ido a solicitarles ayuda personalmente y un par de mujeres se molestaron hasta la residencia en San Isidro para tratar de persuadirla. Estaba claro que Dorothy no aceptaba los grupos porque tendría que hablar. “No ventilaré mis intimidades con extraños”, decía.

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