Los iluminados (59 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los iluminados
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El pastor lo escuchó con paciencia y, de vez en cuando, deslizaba miradas a Mónica.

¿Tenía discípulos a los que entrenaba para una eventual sucesión?

El pastor registraba impertérrito las preguntas, pero evocaba la advertencia de Wilson: ese sujeto era de temer. Por lo tanto, le seguía el juego. Vació la copa de jugo y propuso que se sentaran a la mesa. Evelyn había preparado un menú especial y, mientras lo saboreaban, respondería todas las preguntas. Como adelanto, aclaró que por lo general un gran profeta no tiene discípulos, excepto el maravilloso caso de Elías y Eliseo.

Propuso a Mónica que se sentara a su derecha (“a la diestra del Señor”, como dicen a menudo las Escrituras). Damián se ubicó a la izquierda, y Evelyn, en el otro extremo. Al minuto Evelyn se levantó y llevó una sopera humeante que depositó en un ángulo de la mesa. Sirvió a los cuatro con un enorme cucharón de plata. Bill tendió la panera a sus invitados, luego juntó las manos en plegaria y agradeció al Señor la comida de esa noche.

Damián se concentró en las respuestas de Bill, encantado de escuchar su versión sobre el origen y la vida de su iglesia. Pero más de una vez descubrió los ojos embelesados de Evelyn sobre Mónica, mucho más conmovedores que los vistazos fugaces, casi avergonzados, que le lanzaba Bill. Entre cucharada y cucharada la mujer del pastor elevaba sus tímidos párpados y quedaba absorta en su sobrina, como si no diese crédito a la realidad. La embargaba de tanto placer contemplarla que una cucharada llena de sopa no dio en sus labios, sino en el mentón, y salpicó fuera del plato. Evelyn se disculpó, azorada. Mónica la tranquilizó con palabras, pero el mayor efecto se produjo cuando apoyó una mano sobre la muñeca de la tía. El contacto de la piel estremeció tanto a Evelyn, que abrió los ojos y la boca, y dejó inmóvil la muñeca para que no se alejase esa mano. Su garganta tragaba las lágrimas que no debían manifestar sus órbitas.

A medida que transcurría la cena, Evelyn aparentó tranquilizarse. Bill le mandaba mensajes furtivos mediante un código secreto: parecía satisfecho con su conducta.

Mientras, Damián tomaba notas en su cabeza. Bill no se irritó por ninguna de las preguntas, aunque algunas le exigieron un imaginativo rodeo. En su historia y en su quehacer no había muchos elementos que merecieran ser ocultados, decía. Era un hombre de Dios, bienintencionado y enérgico. Tenía convicciones translúcidas que algunos repudiaban y otros seguían con férrea convicción. ¿Cómo había construido ese rancho? También se había decidido en el más allá. Desde los sueños Eliseo había empezado a pedirle que se instalara en Texas.

—¿Por qué Texas?

—“Al más allá no se le pregunta; se le obedece”—citó Bill—. Cancelé mi alianza en Carson, transferí tres exitosas carpas azules a otros pastores, abandoné Elephant City y, acompañado por Evelyn y dos hombres fieles, llegué a este lugar, donde algo se sabía de mis curaciones milagrosas. La elección quizá fue determinada cuando en la boda de Dorothy y Wilson conocí a James Strand, un tejano que fue colega de Wilson en la Academia de la Fuerza Aérea, en Colorado. Ese hombre había nacido y se había criado en Little Spring. El nombre de James Strand me sonó atractivo desde el primer momento, y para el Señor los nombres son determinantes.

”Así que nos vinimos con la seguridad de que el profeta Eliseo guiaba mis pasos, de la misma forma que los había guiado cuando partí de la aldeana localidad de Pueblo, dieciséis años antes. No me equivoqué. El Señor dibuja nuestros recorridos. Apenas llegado, fui requerido para asistir espiritualmente a una mujer afectada de cáncer.

Alzó la jarra de agua y llenó los cuatro vasos.

—Gracias —dijo Damián.

—La pobre —continuó Bill— era una viuda que había decidido dejarle este rancho a la hermana. Conocí a su hermana, y en ese preciso instante —hizo una pausa y miró con pareja vehemencia a Damián y Mónica— Eliseo se encrespó dentro de mí como las olas que golpean un acantilado. Supe entonces que lo enojaba un sesgo pecaminoso. Recé por la salud de la enferma y por el esclarecimiento de la desconocida injusticia. Yo había captado una injusticia. Algo terrible.

Hizo un gesto a Evelyn para que ofreciera repetir la sopa. Sus invitados negaron con la cabeza.

—Bien —prosiguió—. Una mañana encontré dormida a la viuda. Me senté a su lado y empecé a rezar. Ella, estimulada por mi plegaria, soñó escenas reveladoras que narraba en voz alta, muy ronca. Hablaba con los ojos cerrados, pero arañándose los brazos con furia. Entre mi oración y su sueño comenzó a destejer una trama llena de pecados.

Damián y Mónica lo escuchaban con fascinación. Bill emitía los sonidos desde la profundidad del pecho. Imitaba como un actor a la enferma y a sí mismo en aquella desagradable oportunidad. Narró que la viuda pudo acceder oníricamente a las relaciones que habían mantenido su cínica hermana con su esposo muerto, y accedió además a las contracciones de placer que habían sacudido al esposo y las risas burlonas de la hermana. Se convulsionó y gritó hasta despertar empapada de sudor, cólera y sangre en los brazos. Exigió la presencia de su abogado y ese mismo día, delante del pastor que la había conducido a esa revelación tremenda, corrigió su testamento. Los bienes pasaron íntegramente a manos de Bill Hughes, en testimonio de justicia y gratitud.

—¿Te acuerdas, Evelyn? —Por primera vez la incluía en la conversación.

Ella asintió, sumisa.

—Es más: cuando Evelyn vio la granja por primera vez, exclamó... ¿te acuerdas, Evelyn?... Exclamó que era como el castillo que había soñado toda la vida. ¿Se dan cuenta? El Señor unía cabos.

Evelyn carraspeó. Le parecía que Bill reclamaba alguna frase suya.

—Sí... Yo quería ser la esposa de Bill, soñaba que Bill era un príncipe vinculado a castillos y hazañas. Cosas de chica.

—¿Pero me dijiste o no que te recordaba el castillo de tus sueños?

—Sí, por supuesto.

El pastor calló un momento, para que sus invitados digiriesen la prueba. Luego añadió, cariacontecido:

—Debí ocuparme de la tarea más dura: expulsar a la hermana traicionera, quien, obviamente, negó esa historia. Alegó que yo había realizado una inducción, que la había embrujado y cosas así. ¿Cuántos pecadores tienen la dignidad de reconocer sus errores?

Evelyn bajó los ojos. Había oído muchas veces el mismo relato, y también había oído versiones que se adaptaban con sutileza a las circunstancias.

Para Damián las palabras de Bill eran cautivantes y dudosas. Las martilladoras referencias a Eliseo, los milagros grandiosos y la extrema santidad de su existencia no lo eximían de una tendencia paranoide y psicopática a la vez. Integraba la Identidad Cristiana y había fundado un campamento religioso —que seguramente era también militar— en aquel rancho que había ganado muy fácilmente, como acababa de relatar sin el mínimo pudor. De todas formas, no cabía juzgarlo en forma superficial. Los grandes misterios apenas empezaban a asomarse. Ojalá que no perjudicasen a Mónica. Al fin de cuentas, era un pariente próximo.

Cuando se despidieron, Evelyn les tendió un paquete con galletitas que había preparado personalmente. La emoción le impidió terminar la frase. Su cara blanca, de tez fina, estaba surcada de arrugas, pero sus ojos verde claro eran tan luminosos como los de Mónica; a Damián le sorprendió que existiese semejante parecido.

Bill los acompañó por el solitario corredor hasta la limusina estacionada en la franja del perímetro. A su lado se hallaban los mismos vehículos que habían visto al entrar. Sólo divisaron algunas sombras haciendo guardia. No estaba la flota de camiones con la que —según había explicado— distribuía los productos agrícolas que la comunidad cultivaba en las doscientas cuarenta hectáreas del rancho y con cuyas ganancias podía cubrir los gastos de mantenimiento y educación.

—Recorren casi todo Texas y otros estados. En un par de días estará de regreso la mayor parte.

Las torres apuntaban hacia las estrellas. ¿Por qué tanta vigilancia en una pacífica comunidad de creyentes? Damián decidió no pasar la raya y guardarse la pregunta.

Bill elevó su largo brazo y lo apoyó en el hombro de Mónica. Necesitaba sentir el cuerpo de esa maravilla que había creado el Señor a partir de genes limpiamente arios. Era “su” hija.

—Esta noche acompañarás a Dorothy en el hospital, ¿verdad? Te lo pasarás sentada en un sillón y luego deberás ir al hotel. A la madrugada te reemplazará Evelyn; luego, Damián, y también yo. Confeccionaré un cronograma para que no terminemos todos internados. Dime que aceptarás.

Damián lo apoyó.

—Es muy sensato —dijo.

—También propongo que en los próximos días —añadió el reverendo—, durante la hora del almuerzo, se quede con Dorothy mi fiel Aby. Es el hombre más sensible y leal que conocí en la vida. Fue mi chofer por años y se ha convertido en mi sombra. Nosotros destinaremos ese tiempo a reunirnos y comer juntos aquí. Nada alegraría más a Dorothy que convertir su desgracia en algo positivo: el reencuentro familiar.

Cuando partieron, Bill retomó a sus aposentos. Evelyn lloraba a moco tendido mientras retiraba la temblorosa vajilla.

—Te has portado bien —sentenció Bill mientras se dirigía a la biblioteca y buscaba un pequeño libro. Necesitaba releer
La
carta robada
de Edgar Allan Poe para chequear si podía seguir confiando en su táctica.

Todavía era de noche cuando Evelyn se vistió para relevar a Mónica junto al lecho de Dorothy. Se arregló el cabello en el rodete de la nuca, bebió una taza de café y se dirigió al tablero donde se guardaban las llaves de los vehículos estacionados en el perímetro. Reconoció las de su auto. Se sentó al volante y accionó el limpiaparabrisas para quitar el rocío que lo empañaba. Arrancó, hizo señas a los guardias apostados junto al pórtico y enfiló hacia el hospital por la ruta aún negra y vacía. Era temprano para el relevo, pero no resistía las ganas de ver a Mónica.

La encontró dormida en el sillón junto a la cama, con un libro sobre las rodillas y la cabeza rubia apoyada de perfil. Sus manos eran elegantes, de uñas perfectas; sólo lucían un anillo de rubíes en el anular izquierdo. Pidió a la enfermera que no la despertase aún. La luz era tenue y por entre los cables las pantallas insomnes se obstinaban en trazar líneas ondulantes. Se quedó de pie, contemplándola. Era un bebé crecido, mágicamente transformado en bellísima mujer. Tenía cierto aire a ella misma, a Evelyn cuando joven, sólo que perfeccionada. Con un encanto que no se concebía en las muchachas de antes.

Vacilante, su mano áspera se aproximó a la cabellera desparramada sobre la parte alta del sillón. Tocó las hebras doradas y las masajeó con suavidad entre las yemas de los dedos. Sonaban melodiosas como las cuerdas de una lira. Le costaba asumir ese momento. Tanto lo había deseado que terminó por considerarlo imposible.

De pronto Mónica parpadeó, abrió los ojos y la vio. Ambas se sobresaltaron, pero al instante se ablandaron en sonrisa. Mónica se puso de pie y el libro cayó al piso. Evelyn rogó que no se apurase, ya que era temprano; que siguiera sentada. Pero las dos se contemplaron por primera vez un rato largo, como si recién se descubrieran. Luego los ojos fueron hacia la yacente Dorothy y se interrogaron en silencio sobre su inmovilidad, tan patética. Mónica se acercó a Evelyn y, llevadas por un impulso desconocido, se estrecharon en un abrazo. Evelyn creyó que se desintegraría de emoción. Apretaba la espalda de su recuperada hija, le acariciaba los hombros y los brazos, de nuevo la espalda. Y no pudo contener el llanto.

Se dijeron frases entrecortadas.

—Sé que fue tu amiga de la infancia —interpretó Mónica.

—Más que eso, querida... Más que eso.

—Me contó poco, pero te amaba. Siempre llevaba en su billetera una foto de ustedes dos, cuando vivían en Pueblo.

—Sí... —se enjugó las lágrimas que le humedecían las mejillas. —Pero yo le agradezco algo mucho más importante... ¡Le agradezco que te haya criado, Mónica! —y volvió a abrazarla con fuerza.

Al rato, más tranquilas, Evelyn no pudo resistir confesarle que desde su nacimiento la tenía presente. No le importó que en la mirada de Mónica rielase la incredulidad, o que la muchacha creyese que ella exageraba o mentía. Necesita transmitirle que su corazón y su mente se habían mantenido fijados en ella, pese a la distancia y la incomunicación. Siempre le había gustado el nombre Mónica.

—Quizá mamá tuvo en cuenta tu preferencia. Pero nunca lo dijo.

—Agradezco que mi preferencia no haya sido ignorada. ¿Te das cuenta, querida? Algo intenso nos une.

Mónica advirtió que el deteriorado aspecto que su tía había exhibido durante la cena se borraba a medida que conversaban. Rejuvenecía por minutos. Se le agrandaban las pupilas, se le rellenaban los pómulos, se le iluminaba el cabello. Era dulce y vivaz. Otra mujer. Seguro que su autoritario marido la tenía oprimida bajo el taco; en ese rancho se marchitaba como una planta sin aire.

Mónica acercó un taburete y rogó a Evelyn que se ubicara en el sillón. Se tomaron de la mano y ya no se soltaron por una hora. Ambas querían saber. Se contaron cosas que quizá sabían, pero que ganaban sabor cuando volvían a decirlas. No podía faltar la referencia a Damián Lynch, de quien Mónica trazó un entusiasta perfil; aseguró que estaban decididamente enamorados.

—Me di cuenta —Evelyn sonrió y echó una ojeada a Dorothy, por si había oído esa noticia; el diario lleno de dolorosos impulsos reapareció como una aguja en su sien. —Me parece un muchacho espléndido. Yo me uní a Bill siendo un año más joven que tú, Mónica.

—Pero mamá me contó que lo amabas desde que tenías uso de razón.

—Falta de razón; no confundas. —Sonrió. —Fue anormal, lo reconozco. Pero, en fin... Cuéntame más.

Mónica dijo aquello que tal vez la misma Dorothy habría relatado; dejaba al margen los aspectos conflictivos. Por momentos le parecía difícil recorrer su biografía de opulencia vacua, porque su tía no la comprendería. Evelyn habitaba en una suerte de monasterio, y Dorothy, en la pecaminosa Nínive que condenaron los profetas. Pero Evelyn no se sorprendía ni escandalizaba. También conocía a Wilson y tenía información sobre sus empresas. Vivía aislada pero no era tonta.

A medida que charlaban se sentían más próximas. Mónica volvía una y otra vez sobre Damián, en especial cuando la conversación rumbeaba peligrosamente hacia las aguas profundas de sus padres... aguas en las que no quería entrar.

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