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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico

Los iluminados (63 page)

BOOK: Los iluminados
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Los treinta y cuatro agentes que quedaron en la superficie aguardaron hasta los minutos previos al alba y se dispersaron por el campo, entre abrojos y maleza. Palparon sus armas, se ajustaron los audífonos a las orejas y esperaron la orden. Los más ansiosos habían guardado en el bolsillo un sándwich que hubieran deseado acompañar con café caliente.

Bill llamaba “Cenáculo” al auditorio donde reunía al conjunto de su comunidad para impartir instrucciones. Todo cristiano debía recordar que en el Cenáculo de Jerusalén, antes de ser arrestado, Jesús comió con sus discípulos y les brindó el último tramo de su mensaje. Por lo tanto, la atmósfera debía generar fe y aprensión al mismo tiempo. Era el ámbito de los momentos trascendentales. En el cenáculo de los Héroes, Bill conseguía que el misterio penetrase el alma con tanta fuerza como si se estableciera comunicación con el otro mundo.

La sala estaba en penumbras y tenía la forma octogonal de las construcciones carolingias. Las paredes habían sido pintadas con tonalidad malva oscura y esporádicos brillos. El techo, de plexiglás, permitía ver las estrellas. Desde lo alto descendía un silencio pesado, como si las galaxias comunicasen la densidad del vacío. En torno del amplio estrado cubierto de alfombra roja ardía una circunferencia de velas que sólo podía cruzar el jefe supremo. Al fondo resplandecía el Arca de la Alianza con las plumas de pavo real que evocaban la guardia de querubines. Los focos del techo estaban apagados para que sólo parpadearan las candelas. Los asistentes ni siquiera movían los labios, en espera de la palabra que pronunciaría el reverendo. En la cuarta fila se ubicó Aby Smith; Evelyn, en la segunda. Las personas grandes y pequeñas se veían unas a otras como respetuosos espectros. Bastaba con ingresar para asumir la transfiguración.

Bill apareció desde una negra puerta lateral. Su elevado porte expandió vibraciones hasta la pared del fondo. Caminó lento y erguido; sus pasos resonaban como sordos golpes de tambor. Atravesó el límite de candelas como Eliseo el río Jordán. Subió al estrado con su báculo de olivo en la derecha y una Biblia en la izquierda. Apoyó el libro sobre un atril del que salía un brazo con un candelabro encendido. Se arregló la túnica que le bajaba de los hombros y se concentró. Esa noche había pocos hombres, pero se hallaba presente la totalidad de mujeres y niños. Sólo se oía la respiración de los presentes, sobre cuyos rostros la luz de las velas pincelaba matices rosados y malvas.

—Recitemos juntos el salmo 23 —ordenó mientras abría la Biblia en la hoja exacta.

Un coro de voces desafinadas recitó los versículos aprendidos de memoria:

Iahvé es mi pastor, nada me falta.

Por prados de fresca hierba me apacienta;

Hacia las aguas del remanso me conduce,

y con dulzura recrea mi alma.

Me guía por senderos rectos

Por el amor que profeso a Su nombre.

Aunque vaya por un valle tenebroso

No temo ningún mal,

Pues están junto a mí Su vara y Su cayado.

Tú, Señor, me preparas una mesa

Ante mis enemigos;

Perfumas con ungüento mi cabeza,

Y llenas hasta arriba mi copa.

Con gracia y dicha me circundas

Todos los días de mi vida.

El pastor cerró la Biblia y recorrió con sus ojos grises la asamblea en penumbras.

—Mañana temprano comenzarán a llegar los camiones conducidos por vuestros esposos y padres. Traen una nueva dotación de armas para la guerra del Apocalipsis. Se volverán a reunir las privilegiadas tropas de ésta, la fortaleza de Iahvé. Todos deberemos colaborar. Las cajas de alimentos serán descargadas transitoriamente, hasta que aparezcan las que encierran el veneno para las bestias del campo. El veneno será transportado hacia los establos, bajado en los montacargas y guardado en los túneles. En cambio, los alimentos volverán a los camiones para ser distribuidos en los negocios de tres localidades.

Una nena de cinco años empezó a llorar y Bill autorizó a la madre a que se la llevara. Fingió no haberse molestado y prosiguió:

—Si trabajamos arduamente, la tarea concluirá en pocas horas. Mañana por la tarde algunos camiones ya deberán estar entregando los alimentos. Al Señor le gusta la rapidez; ama los rayos.

Evelyn se arregló el cabello, distraída. Mientras se acariciaba las hebras que terminaban en su rodete antiguo, pensó cómo le quedaría un corte más elegante. También pensó qué estarían conversando Mónica y Damián. Le había sorprendido esa reunión en el cenáculo previa a la llegada de la droga; no era imprescindible. Ella habría preferido cenar con su hija y su apabullado novio. Pero algo aún no dicho habría determinado que Bill reuniera a la gente. Los niños y las mujeres siempre colaboraban en los trabajos, en especial cuando había apuro. Se le ocurrió entonces que el encuentro con Mónica también había conmocionado a su marido, aunque evitaba expresarlo. Por duro y empecinado que fuera, el impacto de la juvenil presencia tenía algo de sobrenatural. Tampoco él había vuelto a verla desde que la entregó a Wilson aquella noche de tormenta. Bill, bajo su armadura, también debía de sufrir un sacudón. No tan fuerte como el que la convulsionaba a ella, pero un sacudón al fin. Era humano, después de todo.

El pastor añadió con énfasis:

—Ustedes son mi familia. Yo soy el padre de cada uno de los que componen esta comunidad.

—¡Eres nuestro padre! —respondieron a coro.

—Yo recibo las instrucciones del Señor.

—¡Recibes las instrucciones del Señor!

—Eliseo me habita el alma.

—¡Eliseo te habita!

—Aleluya.

—¡Aleluya!

—Cantemos el salmo número 12.

¡Auxilio, Señor!

¡Que ha muerto la piedad y

Se ha ido la verdad

De entre los hombres!

Mentiras se hablan

Los unos a los otros.

¡Son labios de engaño,

Lenguaje de corazones dobles!

¡Oh, extirpe el Señor

Todo labio tramposo,

Toda lengua que habla hinchadas frases!

—Aleluya —dijo Bill.

—¡Aleluya!

—¿Digo yo la verdad?

—¡Tú dices la verdad!

—Pues debo comunicarles que se acercan acontecimientos decisivos. Las fuerzas del Mal han resuelto atacarnos. No sabemos cuándo exactamente, pero sucederá pronto. Debemos rezar y permanecer alerta. ¡Somos el ejército del Señor!

—¡Somos el ejército del Señor!

—Pero en nuestras fuerzas se han infiltrado traidores. Tenemos uno, dos o tal vez siete Judas. ¡Caiga sobre ellos la maldición del Cielo!

—¡Caiga la maldición! ¡Malditos sean! —se enardeció la feligresía.

—Algo extraño ha ocurrido en Arizona —agregó Bill—, y es probable que también en Galveston. Cada mujer deberá hablar con su marido, y cada hijo, con su padre. Los traidores quieren nuestra derrota. ¡Pero ellos y sólo ellos serán hundidos en el infierno!

—¡En el infierno!

Evelyn se sobresaltó. ¿Habían arrojado granos de arena en el engranaje que funcionaba perfectamente desde hacía años? ¿Quién lo había hecho? Conocía a cada uno de los miembros de la comunidad y los consideraba incondicionalmente leales a Bill. Se sentían protegidos y seguros bajo el ala de su esposo; obedecían las órdenes con entusiasmo y esperaban la guerra seguros de la victoria. Las dudas que algunos habían manifestado al comienzo de la catequesis se borraban por arte de magia frente a Bill o el jubiloso contagio del resto. Las tareas encomendadas —cualquier tarea— no generaban críticas, sino competencia interior por cumplirlas cuanto antes y de la manera más eficaz. Hasta ese instante la única traidora era ella: había escondido el diario de Dorothy y luego se lo había pasado a Damián. Y le había contado, sin la mínima sospecha de Bill, intimidades que justificarían su lapidación. Pero Damián no iba a poner granos de arena en el engranaje de la comunidad. No por el momento. ¿En qué tiempo? Desde su llegada no se había movido de Little Spring; Galveston quedaba a una hora de distancia, y Arizona, a más de un día... Pero —se arañó el rodete fijado sobre la nuca—, podía haber hablado por teléfono. ¿Podía? No, imposible. Sabía que Bill era el padre de Mónica, y Evelyn, la madre. Por amor a Mónica no los denunciaría.

Sus manos volvieron a temblar. Su flamante audacia retrocedió ante la repentina incertidumbre. Podía considerarse una Judas, pero no tenía derecho a endilgar semejante calificativo a Damián. A lo mejor Bill exageraba. Más de una vez habían surgido problemas con los embarques, y su marido había convocado a la comunidad para fortalecer la confianza en el Señor. Quizás pronto se superara el escollo. Cada familia potenciaría su juramento y la vida seguiría su curso. No había signos de persecución federal. Ninguna amenaza concreta, ninguna investigación, nada de lo que había pasado en Ruby Ridge o en Waco. El gobierno había aprendido a manejarse con cautela. Era eso: Bill exageraba. O estaba conmocionado por la presencia de Mónica.

El pastor rezó con fervor insólito. De veras le preocupaban los traidores y la inminencia del Armagedón. Pero, en última instancia, más que los traidores o la guerra le preocupaba el texto del Salmo 12 dedicado a la mentira. La mentira podía resquebrajar su alianza con el Señor; había llegado el momento de volver las cosas a su lugar. “Hay un tiempo para rasgar, y un tiempo para coser; un tiempo para callar, y un tiempo para hablar”, dice el Eclesiastés. Por su mente caminaba el profeta Eliseo indicándole que así como había debido separarse de Lea y Robert Duke, ahora debía separarse del prostituido Wilson. Pero la separación de Wilson no se limitaría a la sociedad, sino a la posesión de Mónica: tiempo de rasgar y tiempo de coser, tiempo de perder y tiempo de recuperar. Esa abyecta basura preadámica no merecía ni siquiera llamarse su padre adoptivo. Mónica era una hija pura de Adán, y él, un subhumano vil que había traicionado el hermoso nombre brindado por la Providencia y gracias al cual Bill lo había aceptado como marido de su hermana. Era tiempo de recuperar a su hija: “Lo que fue rasgado será cosido; lo que fue perdido será recuperado”. Los sabios caminos del Señor son más potentes que todos los volcanes del universo. Ahí, en el cenáculo, mientras se dirigía a las mujeres y los niños de su comunidad, un viento cargado de polen luminoso henchía su espíritu. Los grandes hechos se producen durante las tempestades. Eliseo caminaba en su cerebro como lo había hecho en otras circunstancias decisivas; su calvicie reverberaba entre los desfiladeros de algodonosas nubes. Si se aproximaba el Armagedón, que la Bestia mostrara sus colmillos y el Señor la pulverizaría con el rayo de Su justicia. Mónica era suya, definitivamente.

Cerró el servicio con el salmo 57.

Tenme piedad, oh Señor, tenme piedad,

Mi alma a Ti se acoge.

A la sombra de Tus alas me cobijo

Hasta que pase el infortunio.

Bill se retiró por la negra puerta lateral, y la audiencia, por las anchas del fondo, en silencio. Cada uno marchó a su respectivo cuarto. Había que dormir, porque la inminente jornada exigiría mucho esfuerzo.

Cuando quedaron solos, Bill pidió a Evelyn que se sentara y dejase a un lado las agujas y el perpetuo tejido de lana azul. Debía concentrarse en lo que iba a decirle. El rostro de Bill vibraba de tensión; su mirada era como fuego. Ella obedeció, expectante. Presentía que en unos minutos nada volvería a ser igual.

• • •

En la madrugada ingresaron en el muelle de Galveston quince hombres con trajes térmicos bajo el disfraz de estibadores y ayudaron a cargar los cubos refrigerados en los camiones que habían llegado de Little Spring. El procedimiento calcaba la técnica de otros desembarcos. La tarea fue supervisada por agentes de la aduana que parecían desconfiar aún, pese al resultado negativo de su investigación. La actitud hosca de esos vistas puso nerviosos a los Héroes, que, como había sucedido otras veces, debían aguardar con paciencia, con los documentos en la mano. Los conductores se mantenían junto a la cabina del camión y algunos ya se hallaban sentados al volante, listos para correr hacia la fortaleza y retornar al amparo de su jefe.

A medida que los depósitos se llenaban eran cerradas las puertas de metal. Ni los conductores del camión ni los vistas de aduana captaron los pases de ilusionista que realizaron los quince estibadores para quedarse escondidos con su disimulado armamento entre las cajas de camarones congelados.

Cuando se encendía la esperada luz verde, los camiones empezaban a moverse simulando calma y enfilaban hacia la salida del muelle. En pocos minutos dejaban atrás el puerto y la égida de la ciudad de Galveston. La ruta libre de Texas les brindó oxígeno; apretaron el acelerador. Tanto al rancho como a la oficina de Roland Mutt llegaron mensajes sobre la destrabada marcha. En ambos destinos cundió la satisfacción por el desenlace de esa etapa crucial.

Cuando los camiones se aproximaron al cerco, los guardias efectuaron la inspección de rutina. Los pocos hombres que habían permanecido en la fortaleza verificaron la identidad de los Héroes sentados en la cabina de cada transporte. Se saludaron con familiaridad y accionaron la botonera; el pórtico blindado se corrió eléctricamente. La desordenada caravana ingresó en el perímetro y giró para que su contenido pudiera ser descargado y seleccionado por la gente que esperaba junto a las camionetas. Este trabajo era el más pesado y lo realizarían los hombres musculosos. En efecto, las cajas correspondientes a los auténticos alimentos congelados se apilaron junto a cada camión para volver a cargarlas luego y llevarlas a los mercados donde ya habían sido vendidas; en cambio, las cajas de cocaína —disimuladas entre las otras— se ordenaron en las camionetas que arrancaban hacia la parte posterior del edificio, rumbo a los establos. Allí aguardaban otros hombres, pero fundamentalmente niños y mujeres. La razón era obvia: todos debían participar en la epopeya para sentirse protagonistas; aquella actividad era motivadora y la supervisaba el Cielo. Tanto las mujeres como los niños gozaban del ruidoso descenso del montacargas y el ordenamiento excitante en los corredores subterráneos.

Mientras esto ocurría, Damián recibió dos llamadas telefónicas.

Al instante reconoció en la primera a la voz de Evelyn, notoriamente exaltada. Sus palabras confundían al Señor de los cielos con su hija, a su marido consigo misma, la necesidad de hablarle y la certeza de que un espía la estaba escuchando. Pero no le importaba qué le sucedería a ella. Mónica estaba en peligro. Mónica. Sus frases tropezaban unas con otras como la multitud en un incendio. Damián tuvo que gritarle.

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