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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

Los masones (21 page)

BOOK: Los masones
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En esta época, la White tuvo también la revelación que daría nombre a su secta —adventistas del Séptimo Día— ya que anunció que los cristianos no debían guardar el domingo, sino el sábado judío. Aunque, por supuesto, este cambio doctrinal se intentó justificar alegando una panoplia de argumentos que iban desde una visión divina hasta el estudio de la Biblia, hoy en día sabemos que su origen se halló en un masón llamado Joseph Bates que se había unido a la secta adventista. De hecho, el personaje en cuestión había escrito un folleto de 46 páginas sobre el tema que se había publicado en New Bedford, Massachusetts, y que Ellen White y su esposo leyeron y examinaron en las primeras semanas posteriores a su matrimonio.

De manera bien significativa —y a pesar de las referencias a visiones celestiales que haría después—, Ellen White reconoció que el origen de su peculiar doctrina estaba en la influencia del masón Bates en una carta que le escribió en 1847.

Hasta aquí podemos colegir que la profetisa había mantenido una relación con algunos masones que la habían ayudado en situaciones delicadas y que incluso uno de ellos había inspirado una de las doctrinas más determinantes de su secta. Sin embargo, la relación de Ellen White con la masonería fue más allá, aunque no podamos determinar con exactitud sus últimas consecuencias.

Uno de los miembros australianos de la secta, N. D. Faulkhead, era tesorero de la casa impresora de las obras adventistas y desde hacía años había pertenecido a la logia. Al parecer, a algunos de los adeptos le chocaba su iniciación en la masonería aunque, a decir verdad, no habían tomado por ello ninguna medida disciplinaria como, por ejemplo, las existentes en el seno del catolicismo o de las iglesias protestantes. Ellen White se entrevistó con Faulkhead en un momento dado y al saludarle hizo el signo de los caballeros del Temple, un grado muy superior de iniciación en la masonería. Por supuesto, esta circunstancia sorprendió enormemente a Faulkhead y fue interpretada por otros adeptos como una señal de la inspiración divina de la profetisa. La realidad, sin embargo, es que todo parece apuntar a que Ellen White tenía conexiones con la masonería que eran más que colaterales y superficiales.

Durante los años siguientes, la carrera de Ellen White fue irregular y si bien la secta siguió experimentando un crecimiento numérico hasta el punto de convertirse en un lucrativo negocio, no es menos cierto que no dejaron de surgir escándalos relacionados con la personalidad de la profetisa, especialmente los relativos a obras que había plagiado y que presentó como inspiradas por Dios. Un ex adepto que ha investigado el tema de los plagios de la profetisa señala al respecto: «Aunque parece severa, la definición caracterizaría a Ellen a la edad de diecisiete años como ladrona, una ladrona que siguió siéndolo el resto de su vida, ayudada y animada en gran medida por otros.»
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Un comité de la secta reunido en 1980 en Glendale para abordar el tema de los plagios de la profetisa quedó sorprendido de los resultados de su investigación. La proporción de material plagiado era mucho mayor de lo que se sospechaba (¿por qué se sospechaba si era una profetisa de Dios inspirada por el Espíritu Santo?) y alarmante.
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La existencia del comité —no es difícil intuir por qué— resultó fugaz.

A lo largo de décadas —por mucho que Ellen G. White insistiera en que Dios inspiraba sus escritos—, lo cierto es que su pluma copió de obras de su esposo James,
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de Uriah Smith, de J. N. Andrews y de un largo etcétera.
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Como era de esperar —y en esto se repitió el conflicto de Joseph Smith con los supuestos testigos de la revelación mormona—, muchos de sus colaboradores habituales se escandalizaron ante el nada ético proceder de la profetisa y la abandonaron. Lógicamente, cuanto más cerca estaban de ella, menos confiaban en la misma. Las deserciones —y expulsiones— han quedado abundantemente documentadas en la breve historia del adventismo. Crosier, March, la gente del movimiento de Iowa, el grupo de Wisconsin, Dudley M. Cartight, los Ballenger, Alonzo T. Jones, Louis R. Conradi, George B. Thompson y una larga lista más fueron represaliados porque descubrieron —en todo o en parte— que Ellen White no era una profetisa inspirada por Dios sino una farsante. Fanny Bolton, secretaria de la profetisa, constituye uno de los más claros ejemplos al respecto. Angustiada por el fraude, acudió a otro adepto al que confesó: «Estoy escribiendo continuamente todo el tiempo para la hermana White. La mayor parte de lo que escribo es publicado en la Review and Herald como procedente de la pluma de la hermana White y se saca como si hubiese sido escrito por la hermana White bajo inspiración de Dios… La gente está siendo engañada en cuanto a la inspiración de lo que escribo.»
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Cuando la profetisa se enteró de aquello, su secretaria perdió su empleo.

No obstante, la señorita Bolton no era la primera que había desempeñado el papel que —supuestamente— correspondía al Espíritu Santo en relación con los escritos de Ellen White. También su sobrina Mary Cluogh había realizado una labor semejante y recibió idéntico pago.
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Marion Davis fue otra desgraciada «hallada un día llorando en lo tocante al plagio en los libros de la hermana White». Según ella, «no era ningún secreto que (Ellen White) copiaba pasajes escogidos de libros y revistas».
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Posiblemente no era ningún secreto para los que vivían de y cerca de la profetisa White. Los testimonios, como era de esperar numerosos, así parecen indicarlo.

John Harvey Kellogg, amigo personal de los White, constituye un ejemplo más de ello. Contamos con un testimonio indiscutible de su juicio —por demás razonable— acerca de Ellen White y su presunta inspiración: «No creo en su infalibilidad (la de Ellen White) y nunca lo hice… Yo sé que es un fraude, que eso es adquirir una ventaja injusta sobre las mentes de la gente, sobre las conciencias de la gente.»
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Ellen White no fue, desde luego, la única mujer de su época que fundó una secta y que tuvo alguna influencia masónica en el intento. El caso de Mary Baker Eddy, la creadora de la Ciencia Cristiana, es aún más revelador. A pesar de su nombre, la secta de la Ciencia Cristiana niega doctrinas esenciales del cristianismo como la divinidad de Cristo o el carácter expiatorio de su muerte, y defiende tesis que son dudosamente científicas, como la de no acudir a los médicos cuando se está enfermo. En realidad, la Ciencia Cristiana tiene una cosmovisión empapada de gnosticismo, choca frontalmente con el cristianismo y ha mantenido históricamente una relación con la masonería nada escasa.

Mary Baker Eddy estaba casada con un masón, mantuvo una relación muy estrecha con el coronel Henry Steele Olcott —otro masón que, como veremos, junto a madame Blavatsky creó la So-ciedad Teosófica— y publicó una parte nada baladí de su obra religiosa a través del
Freemason's Monthly Magazine
(Revista mensual de los masones). De hecho, de manera bien reveladora, la masonería es la única sociedad secreta a la que está permitido afiliarse a los seguidores de la Ciencia Cristiana, que, dicho sea de paso, utiliza por añadidura simbología masónica.

El papel de los «hijos de la viuda» en la jerarquía y en los órganos de expresión de la Ciencia Cristiana no ha sido menor. Los presidentes de la Ciencia Cristiana fueron masones desde 1922 hasta 1924 y fueron también masones entre otros Erwin D. Canham, editor del
Christian Science Monitor
, George Channing, editor del
Christian Science Journal, Sentinel and Herald
; Paul S. Deland, miembro del consejo editorial del
Christian Science Monitor
, Roland R. Harrison, editor del
Christian Science Monitor
, o Charles E. Heitman, gerente de la sociedad editorial de la Ciencia Cristiana. Es incluso posible que Mary Baker Eddy fuera iniciada en la masonería, una circunstancia que quizá también se dio en el caso de la adventista Ellen White. Sin embargo, si la iniciación en la masonería es sólo especulativa en el caso de Mary Baker Eddy y Ellen White, resulta indubitable en el de otro fundador de sectas, Charles Taze Russell.

Un masón llamado Charles Taze Russell

Los Testigos de Jehová, en contra de lo que pretenden sus dirigentes, no comenzaron su historia hace seis mil años.
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En realidad, su fundador —o habría que decir más bien uno de sus fundadores— fue Charles Taze Russell. Nacido en una familia presbiteriana, no parece que se sintiera especialmente vinculado a la fe de sus padres. Si creemos lo que el mismo Russell escribió con posterioridad, lo que cambió su forma de pensar de manera radical fue el conocimiento de las doctrinas adventistas. En 1870 entró en un conventículo de Allegheny, donde se reunía un grupo de adventistas que escuchaban a un tal Jonah Wendell.
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Como era de esperar, el predicador insistía en que se estaban viviendo los últimos días antes de la llegada del fin del mundo. El tema tocó profundamente a Russell. A partir de entonces, su vida espiritual ya no sería la misma, convencido de que estaba ya viviendo en un periodo terminal de la Historia. Hasta aquí el relato de Russell. No todo en él parece corresponderse con la realidad. Al parecer, Russell se sintió atraído hacia aquella predicación apocalíptica que insistía en que el fin del mundo estaba a la vuelta de la esquina, pero no tanto por las palabras de Wendell como por el testimonio de otro adepto del adventismo: Nelson H. Barbour. Con el tiempo, Russell y Barbour dejarían de ser amigos y el fundador de lo que hoy son los Testigos de Jehová no juzgó oportuno hacer referencia a una persona que le había influido de manera tan radical.

Barbour formaba parte de un grupo adventista que anunció el fin del mundo para 1854, 1873, 22 de octubre de 1874, 14 de noviembre de 1875 y 16 de mayo de 1875. Russell vivió cerca de él al menos los últimos fracasos proféticos, pero aquello no hizo que su fe temblara. Adepto él mismo del adventismo —y en esto no se diferenciaba de otros adeptos—, aquellos desastres proféticos no sólo no conmovieron su fanatismo sino que incluso lo estimularon más. Tanto es así, que en 1876 se asoció con Barbour en la certeza de que ya se había dado el pistoletazo de salida hacia el fin del mundo y que éste estaba al caer.

Para llegar a esa conclusión, Russell y Barbour sólo copiaron el sistema adventista de justificar la falsa profecía de Miller respecto a la venida de Cristo en 1844. Tanto uno como otro siguieron insistiendo en que Cristo había vuelto —o, mejor dicho, estaba presente— desde 1874 y que en ese mismo año había comenzado el tiempo final que concluiría, con la destrucción de los gobiernos y las iglesias, en 1914. Sin duda, tal interpretación cronológica chocará a los Testigos de Jehová actuales. Para ellos, la fecha de 1874 no tiene ningún valor y se les insiste machaconamente en que el tiempo del fin comenzó en 1914. A partir de 1914 —tal se enseña hoy en día a los adeptos de la secta— hay que empezar a contar los años que nos restan hasta el fin del mundo. No fue así, sin embargo, como lo veían Russell y Barbour. En su opinión, 1874 era el punto del inicio y 1914 el del final. Parece que la idea originalmente era de Barbour, pero Russell se la apropió sin el más mínimo escrúpulo de conciencia y la repetiría hasta la saciedad en las décadas siguientes con una fe inquebrantable. La tesis quedó por ello reflejada de manera repetida en las publicaciones de la secta en los años posteriores.

En el volumen VII de los
Estudios de las Escrituras
publicado en 1889,
[32]
Russell afirmaba: «Los Tiempos de los Gentiles o su periodo de dominio acabarán totalmente en 1914 d. J.C. y en ese tiempo serán derribados y el Reino de Cristo será plenamente establecido… El siguiente capítulo presentará la evidencia bíblica de que el año 1874 d. J.C. fue la fecha exacta del inicio de los "Tiempos de la Restitución" y del regreso de Nuestro Señor.»

Al año siguiente, en el volumen VIII de los
Estudios de las Escrituras
,
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Russell insistía en aquella doctrina central para su predicación: «Mientras las profecías temporales apuntan hacia 1874 y armonizan con que es la fecha de la segunda presencia de Nuestro Señor, asegurándonos el hecho con matemática precisión, nos encontramos abrumados por la evidencia de otro carácter; porque ciertos signos peculiares, predichos por el Señor y los apóstoles y profetas que iban a preceder a su venida, están siendo ahora claramente reconocidos como cumpliéndose realmente.»

Naturalmente, cuarenta años constituía un periodo de tiempo de espera un tanto prolongado y Russell decidió dar nuevos alicientes a sus adeptos. Así, profetizó que éstos no tendrían que esperar hasta 1914 para encontrarse con el Señor. En 1878 serían arrebatados al encuentro de Jesucristo en el aire. A tal fin —e imitando a sus antecesores adventistas—, los russellistas se vistieron con túnicas blancas y se fueron a esperar a Cristo al puente de Pittsburgh.
[34]
No hace falta decir que el fracaso fue sonado.

La convivencia entre Barbour y Russell pronto dejó de ser buena. El segundo ya tenía todo lo que necesitaba para conseguir adeptos y no precisaba de su anterior mentor. Por un lado, sus doctrinas esenciales (identificación de Miguel arcángel con Cristo, negación del infierno y de la inmortalidad del alma, predicación sobre la creencia del fin del mundo, etc.) ya las había tomado del adventismo. Por otro, para profetizar fechas del fin del mundo se bastaba y se sobraba. La sociedad se deshizo. Barbour, auténtico canal de unión entre el adventismo y el primer presidente de la secta de Brooklyn, caería en el olvido. Los actuales adeptos no sospechan hasta qué punto aquel hombre desconocido marcó sus destinos.

En 1879, Russell se establecía por su cuenta y fundaba la Sociedad Wachtower. Dos años después tendría el primer revés. Pretendió que en 1881 él y sus adeptos (esta vez sí) serían arrebatados por los aires al encuentro de Cristo. Aquello resultó excesivo para muchos de los que habían vivido la bochornosa experiencia de 1878 en el puente de Pittsburgh. Un grupo de cierta categoría y su principal colaborador, un tal Paton, abandonaron a Russell convencidos de que a nada conduciría el insistir en hacer el estúpido vez tras vez. Era el primer cisma que sufriría la secta a cargo de sus adeptos desengañados por las falsas profecías de la misma, el primero de una dilatada lista.

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