En un esfuerzo por apoyar su nueva profecía, hasta las medidas de la Gran Pirámide sufrieron un ajuste encaminado a señalar 1915 como la fecha del fin: «Después de medir… encontramos que hay 3457 pulgadas que simbolizan 3457 años desde la fecha superior, 1542 a. J.C. Este cálculo muestra 1915 d. J.C. marcando el inicio del período de tribulación; porque 1542 años a. J.C. más 1915 años d. J.C. son igual a 3457 años. Así que la Pirámide testifica que el final de 1914 fue el inicio cronológico del tiempo de tribulación…»
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Cómo se alteraron las medidas de la Gran Pirámide de una manera tan convincente para las pretensiones proféticas de Russell continúa siendo un misterio. Pero, en cualquier caso, el fin del mundo tampoco se produjo en 1915. Se cambió entonces a 1918, y así se anunció con la seguridad dogmática de siempre:
«Parece concluyente que la hora de la pena para la iglesia nominal (la cristiandad) está fijada para la Pascua de 1918… los ángeles caídos invadirán las mentes de mucha gente de la iglesia nominal… llevando a su destrucción a manos de las masas enfurecidas.»
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No debía haber dudas. Se produciría la «caída completa del Israel espiritual nominal, i.e, Babilonia en 1918».
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Russell no llegaría a ver su último fracaso profético. Moriría antes. Desde el fin de 1915, su salud había empeorado considerablemente. Quizá se trataba sólo de una consecuencia física de tantos pleitos perdidos acompañados de un fracaso profético. Aquellos anuncios repetidos durante décadas —y desmentidos por la realidad tercamente—, así como la revelación de que su imperio comenzaba a desmoronarse (y no era para menos) es posible que resultaran excesivos. Para el otoño de 1916, su estado físico se había deteriorado lo suficiente como para que en una gira de conferencias por California y la Costa Oeste de Estados Unidos tuviera que ser sustituido varias veces por su secretario. El 29 de octubre de 1916 pronunciaría su ultima predicación ante un auditorio de Los Angeles. Sintiéndose muy enfermo, canceló el resto de los compromisos y decidió regresar a la sede de la secta en Nueva York. No lo conseguiría. La muerte le alcanzaría en el camino el 31 de octubre en Pampa, una localidad de Texas. Mientras agonizaba pidió a uno de sus acompañantes que confeccionara una túnica romana con una de las sábanas del coche-cama y que lo amortajaran con ella.
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Su muerte se presentó en el sentido de que «murió como un héroe».
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Por supuesto, se anunció que ya estaba con Dios desde el momento de su muerte: «Nos regocijamos al saber que en vez de dormir en la muerte, como los santos del pasado, él está entre aquellos cuyas "obras los van siguiendo". El se ha encontrado con el amado Señor en el aire, a quien amó tanto que dio su vida fielmente en su servicio.»
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Los que hacían esta afirmación ignoraban, lógicamente, que, con posterioridad, las autoridades de la secta enseñarían que nadie había ido al cielo antes de 1918, sin exceptuar a Russell. Sólo sería uno de los numerosos cambios doctrinales —entre docenas— que experimentaría la secta en el curso de las siguientes décadas.
La sepultura de Russell constituyó un testimonio claro de quién había sido, aunque sus adeptos de entonces y de ahora lo ignoraran en su aplastante mayoría. Se hizo enterrar en un mausoleo en forma de pirámide sobre la que está esculpida junto a su nombre la corona con cruz de la masonería. A ella le debía mucho aunque, posiblemente, nunca lleguemos a determinar la parte total de sus enseñanzas que nació no de la Biblia sino de las logias.
Ni Joseph Smith, ni Ellen White, ni Mary Baker Eddy ni Charles Taze Russell fueron excepciones. En realidad, se trató de manifestaciones repetidas de la manera en que la cosmovisión gnóstica y ocultista de la masonería generó movimientos que pretendían contar con el conocimiento último. Así había sido desde su aparición en el siglo XVIII y así iba a seguir siendo en los siglos posteriores. De hecho, como tendremos ocasión de ver en el próximo capítulo, la historia del ocultismo contemporáneo no puede escribirse sin referencia a las influencias de la masonería.
Albert Pike
La masonería, como ya hemos indicado, ha contado desde su fundación con un contenido acentuadamente gnóstico. Es cierto que para no pocos masones resulta en la actualidad un tanto embarazosa esta circunstancia y no es menos verdad que desdora en una época secularizada esa leyenda rosada de la masonería que pretende reducirla, al menos de cara al exterior, a una sociedad discreta y filantrópica sin otros fines que los humanitarios. Los hechos, sin embargo, no pueden negarse porque aparecen claramente reflejados desde las primeras obras de la masonería hasta los escritos de autores masones del siglo XX. Precisamente, ese carácter gnóstico, secreto, iniciático, es el que explica, al menos en parte, la enorme importancia que la masonería ha tenido en el florecer del ocultismo durante los dos últimos siglos, hasta el punto de que no constituye en absoluto una afirmación exagerada el decir que éste nunca hubiera podido darse sin aquélla. Sin duda, uno de los casos más significativos al respecto es el de Albert Pike, una de las figuras más importantes de la masonería del siglo XIX.
Albert Pike nació el 29 de diciembre de 1809 en Boston. Estudió en Harvard y fue, durante la guerra de Secesión de Estados Unidos, general de brigada en el ejército confederado. Al concluir el conflicto, Pike fue condenado por traición y encarcelado, pero el 22 de abril de 1866 fue indultado por el presidente Andrew Jonson, también masón. Al día siguiente, ambos hermanos se encontraron en la Casa Blanca y ciertamente no concluyó ahí la relación entre estos dos masones. El 20 de junio de 1867, Johnson fue ascendido al grado 32 y, posteriormente, dedicaría incluso un templo masónico en Boston, la ciudad natal de Pike. Este recibiría incluso el honor de ser el único general confederado que cuenta con un monumento en la ciudad de Washington.
Pike fue un sujeto verdaderamente excepcional, con un talento extraordinario para el aprendizaje de lenguas y una cultura vastísima. Masón grado 33, formó parte también del Ku Klux Klan —la vinculación entre ambas sociedades secretas es una de las cuestiones históricamente más incómodas para la masonería de Estados Unidos— y, sobre todo, fue el autor de un conjunto de obras que intentaban mostrar la cosmovisión masónica de manera extensa y documentada. Su libro más importantes es
Moral y Dogma del Antiguo y aceptado rito escocés de la masonería
, publicado en 1871.
Moral y Dogma
es una obra muy extensa que llega casi a las novecientas páginas y en la cual se describen los 32 grados del rito masónico ya señalado con su correspondiente significado iniciático. Precisamente por ello, resulta especialmente interesante la forma en que Pike va describiendo una filosofía que, por definición, no puede encajar con el cristianismo y que además se nutre de unas raíces abiertamente paganas y mistéricas.
Para Pike, los relatos de la Biblia no se corresponden con la realidad histórica —una afirmación que choca directamente con lo contenido en las Escrituras— sino que ocultan una realidad esotérica. Con todo, «unos pocos entre los hebreos… poseían un conocimiento de la naturaleza y los atributos verdaderos de Dios; igual que una clase similar de hombres en otras naciones —Zoroastro, Manu, Confucio, Sócrates y Platón»—. «La comunicación de este conocimiento y otros secretos, algunos de los cuales quizá se han perdido, constituían, bajo otros nombres, lo que ahora llamamos masonería o francmasonería. Ese conocimiento era, en un sentido, la Palabra perdida, que fue dada a conocer a los Grandes elegidos, perfectos y sublimes masones—».
[1]
Frente a esa enseñanza mistérica preservada por la masonería, cabe afirmar que «las doctrinas de la Biblia a menudo no se encuentran vestidas en el lenguaje de la verdad estricta».
[2]
El punto de partida resulta, pues, obvio y, en buena medida, puede decirse que es el de la gnosis que ha coincidido en el tiempo y el espacio con el cristianismo, y el del ocultismo contemporáneo. La primera premisa es que la Biblia —la base esencial del cristianismo— no es fiable y la segunda que la verdad se encuentra en manos de un grupo pequeño de iniciados que la ha transmitido a lo largo de los siglos.
[3]
De hecho, por si quedara alguna duda sobre la adscripción filosófica de la masonería, Pike indica taxativamente que a «esta ciencia de los misterios le dieron el nombre de gnosis».
[4]
Se trata de una ciencia sincrética en la que se combinan doctrinas orientales y occidentales,
[5]
que «fueron adoptadas por los cabalistas y después por los gnósticos».
[6]
De ahí que la clave de la masonería sean los misterios cuyo origen es desconocido,
[7]
pero que podemos encontrar en distintas religiones paganas y que «a pesar de las descripciones que ciertos autores, especialmente los cristianos, hayan podido hacer de ellos, han continuado puros».
[8]
Esos misterios son los de Isis y Osiris en Egipto
[9]
—cuyo «objetivo era político»—,
[10]
pero también «la ciencia oculta de los antiguos magos».
[11]
De hecho, incluyen de manera esencial «el significado oculto y profundo del Inefable Nombre de la Deidad».
[12]
La masonería —Pike ni lo niega ni lo oculta sino que lo afirma tajantemente— predica una religión, pero ésa es la «religión universal, enseñada por la Naturaleza y por la Razón».
[13]
Esta afirmación resulta bastante clarificadora en la medida en que reconoce abiertamente el contenido religioso de la masonería —a pesar de su insistencia en que se puede mantener cualquier creencia religiosa en su seno— y, a la vez, explica el entronizamiento de deidades como la diosa Razón durante la Revolución francesa, diosa Razón que, supuestamente, debía desplazar al Dios cristiano.
Por otro lado, y a pesar de su insistencia en que las creencias masónicas no obstaculizan otras, Pike no duda en realizar afirmaciones que son absolutamente incompatibles con no pocas religiones, como la de que «el alma humana es ella misma un
daimonios
, un dios dentro de la mente, capaz mediante su propio poder de rivalizar con la canonización del héroe, de hacerse a sí misma inmortal por la práctica de lo bueno, y de la contemplación de lo bello y lo verdadero»
[14]
—una afirmación autodeificadora de esencia netamente pagana—, o la «doctrina de la transmigración de las almas».
[15]
Aún más peculiar resulta la afirmación de Pike de que «el Bafomet, el carnero hermafrodita de Mendes», es el principio vital al que históricamente se ha rendido adoración, cuya simbología puede ser también «la Serpiente que devora su propia cola».
[16]
De hecho, Bafomet vuelve a ser mencionado poco más adelante como un símbolo adecuado de la «ley de la prudencia».
[17]
Los paralelos con las enseñanzas masónicas de Cagliostro son obvios aunque no dejan de resultar un tanto embarazosos.
Albert Pike —como no pocos ocultistas o teólogos cristianos de la actualidad— desechaba la existencia del diablo o ángel caído opuesto a Dios y al respecto era muy tajante. Así afirmaba: «El verdadero nombre de Satanás, según dicen los cabalistas, es el de Yahveh al revés; porque Satanás no es un dios negro… para los iniciados no es una Persona, sino una Fuerza, creada para el bien, pero que puede servir para el mal. Es el instrumento de la Libertad o Voluntad libre.»
[18]
Y remachaba: «No existe un demonio rebelde del mal, o príncipe de las tinieblas coexistente y en eterna controversia con Dios, o el príncipe de la Luz.»
[19]
Esa negación del principio del mal iba acompañada —y de nuevo el paralelo con el ocultismo o la gnosis salta a la vista— de un canto a Lucifer, como el que figura contenido en
Moral y Dogma
, al explicar el grado 19: «¡LUCIFER, el que Lleva-Luz! ¡Extraño y misterioso nombre para dárselo al Espíritu de la Oscuridad! ¡Lucifer, el Hijo de la Mañana! ¿Acaso es él quien lleva la Luz, y con sus esplendores intolerables ciega a las almas débiles, sensuales o egoístas? ¡No lo dudéis! Porque las tradiciones están llenas de Revelaciones e Inspiraciones Divinas: y la Inspiración no es de una Era o de un Credo.»
[20]
Partiendo de estos antecedentes, no resulta sorprendente que Pike se identificara con el luciferinismo, entendido no en el sentido de la adoración de Satanás, como erróneamente se interpreta a veces, sino en el de culto a Lucifer como el ser personal que reveló la Luz de los misterios a los elegidos y que aparece históricamente representado en distintos mitos paganos y en los misterios de la Antigüedad. De nuevo, se trata de un hecho incómodo para no pocos masones de la actualidad, pero que ha sido reconocido por otros de manera abierta.
Moral y Dogma
es uno de los libros de lectura obligada para entender la cosmovisión iniciática de la masonería y, sin embargo, de manera bien poco justificada es pasado por alto en no pocos de los estudios que se le dedican. Todo ello a pesar de que, precisamente por su carácter didáctico, extenso y paradigmático, fue hasta pocas décadas regalado en las logias a aquellas personas que se iniciaban en Estados Unidos en los grados superiores de la masonería.
Con todo, posiblemente lo más importante de la obra no sea sólo la manera en que expresa la cosmovisión masónica, sino también aquella en que ésta se nos muestra como un paralelo claro de las enseñanzas del ocultismo contemporáneo y del movimiento de la Nueva Era. El sincretismo religioso; la reducción de Jesús a un mero maestro de moral o un simple conocedor de misterios; la apelación clara a la gnosis; la creencia en la reencarnación o la insistencia en que el ser humano es un dios con posibilidades prácticamente infinitas son marcas características de ese ocultismo y, como tendremos ocasión de ver en los apartados siguientes de este capítulo, las similitudes no obedecen a la casualidad.
De Éliphas Lévi a la Sociedad Teosófica
La historia del ocultismo contemporáneo resulta imposible de escribir sin hacer referencia a las conexiones de prácticamente todos sus dirigentes principales con la masonería. En algunos casos, como Eliphas Lévi o Papus, se trató de ocultistas que se identificaban con la cosmovisión masónica aunque no tanto con su organización formal; en otros, como Reuss, Westcott, Waite, 01cott o Mathers, de masones que crearon movimientos destinados a profundizar en el ocultismo. Finalmente, no faltaron los masones que, como Annie Besant o Aleister Crowley, pensaron que habían superado en sus conocimientos lo que se enseñaba en las logias.