Si hubiera conocido mejor la Biblia, Miller hubiera recordado que en el Libro de los Hechos de los apóstoles, capítulo primero y versículo siete, el mismo Jesucristo prohibió especular con la fecha del fin del mundo. Pero Miller, si se hallaba en posesión de tal conocimiento, no lo obedeció. Quizá podría haber bastado con que Miller hubiera sabido leer y no se hubiera dejado llevar por el deseo de encontrar lo que no estaba en el texto, porque, desde luego, resulta evidente que Daniel 8 no va referido a la Segunda Venida de Cristo, sino a acontecimientos que transcurrieron entre el siglo IV y el s. II a. J.C. En cualquier caso, para Miller el fin del mundo tenía que estar cerca y daba como razones el que en 1798 había concluido la supremacía papal,
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que un tal Wolf había predicado a Cristo a judíos, parsis, turcos e hindúes,
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y que, además, algunos pueblos, como los árabes del Yemen y los tártaros, esperaban a Cristo para una fecha cercana a 1840.
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No hace falta ser un gran erudito bíblico para comprender que los argumentos de Miller carecían de la más mínima base sólida. Pero el autonombrado profeta sí lo predicaba de esta manera y, posteriormente, Ellen G. White, la profetisa de los adventistas, siguió insistiendo en la veracidad de las profecías milleritas, argumentando que un ángel se lo había mostrado en una visión.
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Miller, desde luego, no necesitó mucho para lanzar la profecía: el fin del mundo vendría en 1843. Que convenció a un cierto número de adeptos resulta indiscutible. A tanto llegó su poder de seducción que aquella pobre gente abandonó sus campos, sus herramientas, sus negocios y sus puestos de trabajo
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con la finalidad de prepararse para un fin del mundo ya inminente. Sacrificaron todo, creyeron todo lo que les dijo el profeta Miller… pero el fin del mundo no vino en 1843.
Miller —como otros que le seguirían después— no se desmoralizó por ello ni tampoco reconoció su error. Fijó una nueva fecha para el 21 de marzo de 1844. Nuevo fracaso y nueva fecha. Ahora el fin del mundo se produciría el 18 de abril de 1844. Cuando la última profecía no se cumplió, Miller volvió a mostrar su obstinación en la manera en que fijó una fecha más que, supuestamente, iba a ser la definitiva. Esta vez se anunció que el fin del mundo sería el 22 de octubre de 1844. Los adeptos de Miller —que habían vendido en algunos casos todos sus bienes para entregarlos a la secta— se vistieron aquella noche con túnicas blancas y decidieron esperar a Cristo que vendría a recogerlos a lo largo del día.
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Cuando amaneció la mañana siguiente, hasta el más fanático de los adeptos debió empezar a dudar de la categoría de Miller como profeta de Dios. Una vez más, la profecía había resultado falsa.
Parece lógico pensar que la carrera de Miller como profeta debía de haber terminado aquel mismo día. Por desgracia, la lógica no es la virtud que más abunda en el interior de las sectas. Se enseñó a los adeptos que los repetidos fallos en las predicciones no habían sido falsas profecías y que además consistían realmente en una prueba clara de que Dios respaldaba el movimiento. La clave para aquella nueva comprensión de la realidad la proporcionó algo —como veremos— muy común en la historia del adventismo: una visión.
Apenas abandonaban los adeptos el lugar donde habían estado reunidos toda la noche, cuando uno de ellos, llamado Hiram Edson, de vuelta a su casa tuvo presuntamente una visión. Cristo aparecía en el firmamento y llegaba a un altar en el cielo. Miller no se había equivocado. Cristo había llegado… pero no a la Tierra sino al santuario del cielo. Se había acertado en la fecha, sólo se había errado en el itinerario de Cristo. Por obra y gracia de la visión de Edson, Miller era, de nuevo, presentado como profeta de Dios y una interpretación disparatada de Daniel 8 pasaba a convertirse en piedra aún más esencial del edificio doctrinal adventista.
Naturalmente, tan retorcida explicación necesitaba de un respaldo teológico. Se buscó y se encontró. Aún más, el mismo daría lugar a una de las doctrinas típicas del adventismo. En contra de lo que habían enseñado todas las iglesias cristianas durante diecinueve siglos, los adventistas anunciaron que el sacrificio expiatorio de Cristo no se había consumado en la cruz… sino en 1844 cuando pasó ante el santuario del cielo. El esposo de la futura profetisa de la secta James White lo expresaría de manera indiscutiblemente clara:
«Así ministró Cristo en conexión con el lugar santo del santuario celestial desde el tiempo de su ascensión hasta el fin de los 2300 días de Daniel 8, en 1844, cuando entró en el lugar santísimo del tabernáculo celestial para hacer expiación especial para borrar los pecados de su pueblo…»
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El de 1844 era un año a partir del cual la puerta para poder salvarse quedaba abierta aún un tiempo corto. Después de un brevísimo periodo se cerraría definitivamente. Había que darse prisa o se corría el riesgo de quedarse fuera. Así lo iba a afirmar, por obra y gracia de otra visión angélica acontecida el 24 de marzo de 1849, la que sería gran profetisa del adventismo Ellen G. White (
Early Wrintings
, pp. 42 ss.). Como antes había acontecido con Miller, tampoco la profecía de Ellen G. White se cumpliría. De hecho, resulta dudoso que aún viva alguna de las personas que lo hacía en 1844 o en 1849, pero el fin del mundo no ha venido.
Lo peor de una de las visiones en la que un ángel confirmaba a Ellen G. White la veracidad de la profecía relacionada con 1843 no fue, sin embargo, eso. Lo peor fue que en la mencionada visión el que aparecía en lo que se le decía que era la Nueva Jerusalén y en el trono de la misma era el mismo Satanás y todos se inclinaban (
Early Writings
, p. 56). Como es lógico, hubo gente que encontró sospechosa aquella presencia de Satanás en las visiones de la White y es que no habían escarmentado los adventistas en su afán por lanzar falsas profecías. El fin del mundo volvió a anunciarse para más fechas futuras: 1854 y 1873 entre ellas.
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Al igual que los mormones son incomprensibles sin una referencia a Joseph Smith, el adventismo del Séptimo Día sería un imposible sin centrarnos en la figura de su profetisa Ellen G. White. Pocos personajes han recibido tal grado de alabanzas y han sido objeto de tantos panegíricos por parte de los adeptos de una secta como Ellen G. White.
Sus escritos son considerados por la secta como totalmente —no sólo parcialmente— inspirados por el Espíritu Santo de Dios. De hecho, no es extraño encontrar todavía hoy en día noticias en los medios de comunicación adventistas de los procesos seguidos contra aquellos de sus miembros que niegan no la inspiración de todas las obras de Ellen White, sino sólo de algunas de ellas.
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Dado el carácter presuntamente inspirado de sus obras, Ellen White es considerada también en el seno de la secta como única intérprete correcta de la Biblia. Su autoridad es canónica en todo lo referente a la interpretación doctrinal como, en su día, entre otros, señaló Arthur Delafield, uno de los miembros más destacados de la Fundación White.
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Por otro lado, su influencia en el seno del adventismo no se limita al terreno religioso. La educación —tal y como se da en el seno de la secta y en sus escuelas a adeptos y no adeptos— está inspirada en la misma visión de la profetisa. Lo mismo puede decirse de lo referente a la salud, la alimentación, la ciencia o el dinero. En todas estas áreas, los adventistas dependen de la enseñanza —supuestamente inspirada— de la profetisa.
En cierta medida hay que reconocer que tal postura es lógica si se aceptan las afirmaciones que Ellen White hizo sobre sí misma. No eran pequeñas ni modestas. Ellen White afirmó que era el Espíritu Santo el que la inspiraba en la redacción de sus visiones: «Dependo del Espíritu Santo tanto al escribir mis visiones como al recibirlas.»
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Precisamente basándose en ese apoyo del Espíritu Santo, Ellen White podía sustituir a los profetas y los apóstoles del pasado. Su testimonio tenía, como mínimo, el mismo valor:
«En los tiempos antiguos, Dios habló a los hombres por boca de profetas y apóstoles. En estos días, Él les habla por los testimonios» (extracto de las obras de E. White).
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Por ello, todos estaban obligados a someterse a sus órdenes sin discutirlas en lo más mínimo. Enfrentarse a sus revelaciones era actuar directamente contra Dios: «Si disminuís la confianza del pueblo de Dios en los testimonios (obras de Ellen White) que Él les ha enviado, os estáis rebelando contra Dios.»
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No se podía esperar otra cosa pues, según ella afirmaba, no escribía lo que pensaba sino lo que Dios le decía: «No escribo ni un artículo en la revista en el que exprese meramente mis propias ideas. Son las que Dios ha abierto ante mí en visión».
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Los métodos mediante los que afirmó recibir revelaciones —como en el caso de Joseph Smith— fueron muy variados. En algunos casos habló de su «ángel acompañante»
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y en otros de una visión producida por el Espíritu de Dios.
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Fuera como fuese, se autopresentaba como una profetisa de Dios y así lo han aceptado por décadas —y siguen haciéndolo— sus adeptos.
Ellen Gould Harmon, más conocida como Ellen White, nació junto con una hermana gemela en Goran, Maine, el 26 de noviembre de 1827. Sus padres, Robert y Eunice Harmon, pertenecían a la Iglesia episcopal metodista. A los nueve años sufrió un accidente que cambiaría su vida, según reconocía ella misma. Una compañera de escuela le dio una pedrada en la cabeza y, supuestamente, como consecuencia de ello, su salud se vio muy alterada. Durante tres semanas se vio sometida a un estado de estupor. Cuando empezó a recuperarse y contempló la deformación física que padecía ahora en la cara deseó morir. A partir de entonces rehuía todo contacto con los demás y acostumbraba a estar sola. Pasaba periodos de desmayos y mareos, y, en múltiples ocasiones, se veía embargada por la desesperación o la depresión. En aquel estado abandonó sus estudios. Nunca obtendría una educación formal superior al tercer grado de escuela primaria. Fue entonces, en torno a los trece años, cuando entró en contacto con William Miller, que predecía el fin del mundo para 1843. Este contacto cambió su vida. Aquella gente esperaba también la destrucción de un entorno que no era amable para ellos. Como Ellen White aún mucho tiempo después,
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muchos adeptos de Miller vivían en un mundo que no les gustaba y ansiaban su final. Fue precisamente también en esa época cuando la White tuvo sus primeros contactos con la masonería.
La primera referencia al respecto la encontramos en 1845, cuando Ellen White fue detenida por su participación en una escandalosa ceremonia religiosa.
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El episodio ha sido estudiado con cierto interés en la medida en que demuestra cómo la profetisa del adventismo mintió, como tantas veces, en la descripción de un episodio de su vida. Sin embargo, lo más interesante es que de aquella situación pudo salir gracias a la intervención de James Stuart Holmes. Este abogado era un conocido librepensador que se congregaba con un grupo universalista, pero, sobre todo, era un veterano masón que se convirtió en el primer maestro de la logia masónica de Foxcroft. Muy poco después, Ellen White dio dos de los pasos más relevantes de su vida, contraer matrimonio y anunciar que estaba recibiendo visiones.
En su primera visión, Ellen White recogida en
Early Writings
, pp. 13-20 vio que
SÓLO
144000 iban a ser salvos en aquella época en que ella vivía, la época del tiempo del fin. Estos 144000 salvos de aquellos (supuestos) últimos tiempos se unirían a los anteriormente salvos en el curso de la Historia. No hace falta decir que, con el paso de los años, la doctrina de Ellen G. White se hizo insostenible. Aunque volvió a ser confirmada por otra visión de 5 de enero de 1849 (
Early Wrintings
, pp. 6 ss.), el crecimiento posterior del movimiento recomendó a las autoridades de la secta descartada.
A semejanza de Joseph Smith, el profeta de los mormones, también Ellen White tuvo también visiones sobre el cosmos supuestamente originadas por el Espíritu de Dios si creemos las afirmaciones de Ellen White. Por ejemplo, un día de 1846, Ellen White cayó presuntamente en trance y realizó un rápido viaje por el sistema solar. Describió Júpiter y sus cuatro lunas, Saturno y sus siete lunas y Urano con sus seis. Para el conocimiento astronómico que se tenía en esa fecha, la visión de la profetisa no estaba mal pero para el que disponemos hoy en día era claramente pobre. Para empezar, Ellen White no dijo ni una palabra de Neptuno ni de Plutón (no eran conocidos aún en aquella época) y, como era de esperar, falló estrepitosamente en su descripción de los satélites planetarios del sistema solar. Sólo unos años después de la visión —supuestamente divina— los telescopios dieron con la existencia de más lunas en torno a Júpiter y a Saturno. Hasta el día de hoy se han descubierto al menos diecisiete en torno a Júpiter y veintidós alrededor de Saturno. Urano tiene más de una docena de lunas, como reveló el vuelo del
Voyager
2 en 1986 (y no seis como «vio» Ellen White). Como astrónoma —y más si estaba inspirada por Dios—, Ellen White dejaba bastante que desear. Claro que eso no era lo peor. La profetisa insistió además en que algunos de los planetas del sistema solar estaban poblados: «El Señor me ha dado una visión de otros mundos. Se me dieron alas y un ángel me asistió desde la ciudad hasta un lugar que era brillante y glorioso. La hierba del lugar era de un verde vivo, y los pájaros entonaban una dulce canción. Los habitantes del lugar eran de todos los tamaños, eran nobles, majestuosos y adorables… Entonces fui llevada a un mundo que tenía siete lunas. Allí vi al bueno de Enoc, que había sido trasladado al mismo.»
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Una mujer que estaba presente en aquel espectáculo——supuestamente inspirado por el Espíritu Santo— dejó su testimonio del mismo: «Después de hablar (Ellen White) en voz alta sobre las lunas de Júpiter e inmediatamente después sobre las de Saturno, dio una hermosa descripción de los anillos de este último. Entonces dijo: los habitantes son altos, gente majestuosa, muy diferentes de los habitantes de la Tierra. El pecado nunca ha entrado allí.»