Con todo, quizá el siciliano hubiera podido reconstruir su fortuna valiéndose de sus dotes, reales o supuestas, de curandero, de no ser porque insistió en que las autoridades francesas lo compensaran por los prejuicios relacionados con el asunto del collar. Por supuesto, nadie hizo caso de sus peticiones, pero sí se inició una investigación sobre sus antecedentes y en el curso de la misma se descubrió lo que había conseguido ocultar durante décadas, que el célebre masón Cagliostro no era sino José Bálsamo. Aquella revelación tuvo un efecto terrible sobre la reputación del creador del rito egipcio de la masonería. Lo más silenciosamente que pudo, abandonó Londres y se dirigió al continente.
En 1787 se hallaba en Italia, donde se ganaba la vida vendiendo pociones y ungüentos supuestamente milagrosos, a la vez que afirmaba que era coetáneo de Jesús, que había estado con él en las bodas de Caná y que incluso le había advertido el Viernes Santo que no saliera de casa porque podía tener problemas. Tanto parecía remontar su fortuna que, estando en Trento, se planteó la posibilidad de presentar al papa su rito egipcio. Se trataba, sin duda, de un disparate, pero justo es reconocer que a ello le había animado el propio obispo de la ciudad, Pedro Vigilio Thun, que era también un apasionado del ocultismo y además masón. Tan entusiasmado se encontraba el prelado con la posibilidad de que el Santo Padre abrazara la verdad de la masonería que incluso proporcionó un salvoconducto a Cagliostro para visitar los Estados Pontificios. El 17 de marzo de 1789, Cagliostro se ponía en camino hacia Roma.
Que el siciliano contaba con convencer al pontífice no ofrece duda alguna y, de hecho, hasta se permitió contarle cómo había estado presente en el milagro de Caná al lado de Jesús. Como era de esperar, el papa, a la sazón Pío VI, quedó sorprendido pero no agradablemente. Por si fuera poco, María Antonieta le había advertido de la catadura de Cagliostro. El 27 de diciembre, el papa —que estaba decidido a acabar con la influencia de la masonería— ordenó el arresto de José Balsamo.
La instrucción de su sumario por parte de la Inquisición duró dieciséis meses y lo que fue surgiendo no podía beneficiar a Cagliostro. No se trataba sólo de que hubiera afirmado que Cristo y los apóstoles eran masones, o de que se hubiera burlado de los sacerdotes. Además estaban sus opiniones sobre algunos personajes de la historia sagrada. Cagliostro había afirmado, por lo visto, que Judit era una «marrana» porque, primero, había dejado que Holofernes la «fornicara» y luego lo había decapitado; o incluso se había jactado de que con ciertas reliquias se «adornaba el pajarito». Para remate, no pocas de las estafas, engaños y trapacerías del siciliano salieron a la luz. Así, el 4 de abril de 1791, concluía el sumario. En el proceso intervino personalmente el papa, interesado de manera especial en las sesiones relacionadas con la ma-sonería.
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La defensa insistió en que Cagliostro estaba loco y que, por lo tanto, correspondía absolverlo. Quizá a esas alturas no estaba muy equilibrado, pero no parece que esa circunstancia le eximiera de responsabilidad y más cuando había sembrado el centro de Europa de multitud de logias masónicas.
La sentencia fue leída el 7 de abril de 1790, en unos momentos en que Francia estaba desgarrada por una revolución en la que los masones, como veremos más adelante, tuvieron un papel muy destacado. Cagliostro fue condenado a muerte por los cargos de magia, de herejía y de participación en la masonería, que se penaban de tal manera en los Estados Pontificios. Sin embargo, el papa le conmutó la pena por la de cadena perpetua. Se trataba de una sentencia totalmente legal, pero la masonería la utilizó para desacreditar a la Santa Sede y convertir a Cagliostro en un mártir de la luz que, supuestamente, arrojaba con sus enseñanzas y acciones la masonería. No sería la última vez que un delincuente masón era convertido en héroe por la propaganda de sus hermanos.
Cagliostro pasó sus últimos años confinado en distintas mazmorras. El 23 de agosto de 1794 sufrió un ataque de apoplejía. Durante los días que duró la agonía no quiso oír hablar de Dios ni recibir ningún sacramento. El 26 de agosto expiró. Sin embargo, su influjo quedó vivo en no escasa medida. Durante los siglos siguientes, Bálsamo seguiría siendo un referente para los interesados en el ocultismo de los que no pocos tuvieron una clara relación con la masonería. Por lo que se refiere al influjo de su actividad en ésta fue tan extraordinario que algunas de las obras dedicadas a su estudio intentan aún sembrar la duda en el sentido de que Cagliostro y José Bálsamo fueron dos personas totalmente distintas.
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A lo largo del siglo XVIIIu, la masonería experimentó una expansión extraordinaria entre sectores aristocráticos y especialmente activos de Europa hasta tal punto que se consagró como una red de influencias que permitía recorrer el continente y hallar apoyo y acomodo en buena parte del mismo. A esta circunstancia —ya de por sí notable— se sumó la de su peculiar cosmovisión que estaba profundamente imbuida por la idea de poseer unos conocimientos ocultos que, a pesar de todo, ahora eran accesibles para los diferentes iniciados aunque fuera en un distinto grado de dominio. La combinación de ambos elementos —una estructura secreta y jerárquica con un enorme poder de irradiación y una fe mesiánica convencida de poseer los arcanos del universo— no podía desligarse de la tentación de alterar el orden social mediante la subversión para acomodarlo a su peculiar percepción de la realidad. El que ésta incluyera unos conceptos vagos sobre la fraternidad de los hombres —fraternidad limitada a los miembros de las logias, dicho sea de paso— y una profunda convicción en su conocimiento de una sabiduría milenaria no eran, desde luego, las características más apropiadas para resistir esa tentación si es que alguna vez existió el menor deseo de hacerlo. Uno de los primeros episodios relacionados con la participación —incluso inspiración y dirección— de la masonería en movimientos subversivos es el de los Illuminati.
Los Illuminati
Los Illuminati fueron una sociedad secreta fundada el 1 de mayo de 1776 en Baviera por Adam Weishaupt. Profesor de Derecho canónico en la universidad católica de Ingoldstadt en Viena, Weishaupt era un católico de ascendencia judía cuyos puntos de vista expresados en clase no resultaban del todo ortodoxos, aunque lo que pensaba en privado todavía se apartaba más del dogma.
La pretensión de Weishaupt era utilizar los canales que le ofrecía la masonería como sociedad secreta extendida por el continente para llevar a cabo sus propósitos de cambio social y político. No deja de ser significativo que Weishaupt adoptara como nombre secreto el de
Spartacus
(Espartaco), el del gladiador que se había sublevado contra Roma en el siglo I a. J.C., sacudiéndola hasta sus cimientos.
Su expansión se debió en buena medida a la entrada en el grupo del masón alemán barón Adolf von Knigge. El aristócrata estaba interesado —como tantos otros— fundamentalmente por el aspecto esotérico de la masonería y por los secretos mistéricos que Weishaupt podía revelarle. De hecho, el mismo nombre del grupo resultaba una referencia indudable a la iluminación que, supuestamente, derivaba de la posesión de ciertos conocimientos mistéricos. No deja de ser también revelador que el ritual esotérico surgiera de la pluma de Von Knigge.
Mientras Von Knigge y Weishaupt mantuvieron buenas relaciones, la expansión de los Illuminati resultó imparable, hasta el punto de que el grupo pasó de cinco miembros a más de dos mil quinientos desparramados por sectores sociales de cierta relevancia. Para 1782, Weishaupt acariciaba ya la idea de imponer su control sobre toda la masonería, una maniobra que fracasó por la oposición de otras logias masónicas. Fue entonces cuando Von Knigge decidió desvincularse de los Illuminati. Las razones de la ruptura nunca han quedado totalmente esclarecidas y pudieron ser una mezcla de disensión por el peso, a su juicio reducido, de los elementos esotéricos, y de decepción por el fracaso en el intento de control de las logias. Fuera corno fuese, a esas alturas las autoridades bávaras estaban ya sobre la pista de los Illuminati. El 22 de junio de 1784, el elector de Baviera aprobó un edicto pido contra la masonería y los Illuminati. Weishaupt no salió del todo malparado ya que el año siguiente marchaba al exilio en Ratisbona, pero se vio libre de cualquier otra sanción legal. El 18 de noviembre de 1830 falleció, décadas después de que algunos de sus sueños sobre la pérdida del papel de las iglesias y la desaparición de las monarquías se estuvieran cumpliendo.
Los Illuminati despertaron las más diversas especulaciones en la medida en que habían puesto de manifiesto la enorme operatividad de una sociedad secreta para subvertir el orden existente. No resulta por ello extraño que muchos vieran en ellos el origen de cambios revolucionarios que se produjeron con posterioridad, fundamentalmente en Francia, y que incluso se haya insistido en su paso al continente americano y en un papel extraordinario en el desarrollo inicial de Estados Unidos después de la Revolución. Por supuesto, con el paso de los siglos no han dejado de surgir grupos, más o menos relacionados con la masonería, que han pretendido contar con una línea directa con los Illuminati. No hace falta decir que semejante pretensión es, desde un punto de vista histórico, cuando menos problemática. Precisamente, uno de esos colectivos fue fundado en España en 1995 por Gabriel López de Rojas. La denominada Orden Illuminati pretende partir del encuentro entre su fundador y dos de los Illuminati norteamericanos, así como recuperar el ritual de la sociedad secreta original. La cosmovisión de estos Illuminati es confesamente luciferina, es decir, sostiene que Lucifer es un personaje positivo que ha revelado la Luz al género humano. En ese sentido, difunde una doctrina espiritual peculiar que, ocasionalmente, como veremos, ha aparecido a lo largo de la historia de la masonería.
El peso de la masonería en la Revolución francesa y en las revoluciones europeas del siglo XIX iba a ser muy importante. Sin embargo, de manera muy significativa, iba a resultar muy modesto, casi insignificante, en la primera revolución democrática de la historia moderna, la americana, cuyos elementos de inspiración se hallaban en otra cosmovisión.
La Revolución americana
A pesar de lo que ocasionalmente se ha señalado,
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no existe noticia del establecimiento de logias masónicas en Norteamérica antes de la Gran Logia de Inglaterra. Después de 1717, la Gran Logia exportó la masonería a las Indias Occidentales como había hecho con el continente europeo, una tarea que giró, en buena medida, en torno a la creación de logias militares. El control de estas logias era ejercido a través de un Gran Maestro provincial designado por la Gran Logia inglesa. Sin embargo, como había sucedido en otros lugares, los miembros de la masonería comenzaron pronto a proceder de otros estamentos sociales. Por supuesto, estaban los interesados en un conocimiento mistérico y también aquellos que consideraban que las logias eran un lugar ideal para mantener agradables reuniones y trabar amistades con las que poder promocionarse socialmente. Por supuesto, tampoco faltaron los que comprendieron el papel que podría desempeñar la masonería para alterar el orden político.
Estas razones variadas —aunque persistentes en la historia de la masonería— explican también los diferentes motivos que llevaron a algunos personajes a integrarse en la masonería o a permanecer al margen. Por ejemplo, Benjamin Franklin (Boston, 1706) fue iniciado en Londres en 1731. Inicialmente, su interés por la masonería parece haber estado relacionado con la búsqueda de una cosmovisión espiritual diferente de la de los puritanos de su Boston natal. Sin embargo, años después la utilizaría como un medio para recabar el apoyo de Francia en favor de la causa de la emancipación de Estados Unidos. Fue así como entró en la famosa Logia de las Nueve Hermanas, creada en París el 1 1 de marzo de 1776. En ella se dieron cita numerosos personajes de la vida cultural francesa, como Delille, Chamfort, Lemierre y Florian de la Academia francesa; clérigos católicos como el abate Remy, que no perdía ocasión para atacar el Concilio de Trento, o el padre Cordier, que inició a Voltaire en la logia el 7 de abril de 1778; pintores como Vernet y Greta/e; músicos como Precinni y Delayrac; escultores como Houdon y, muy especialmente, políticos que de-sempeñarían un papel enormemente relevante durante la Revolución francesa, como Siéyes, Brissot, Cerutti, Foucroy, Camine Desmoulins y Danton, entre otros. Todo parece indicar que Franklin no tenía un interés especial por las enseñanzas esotéricas o por los debates culturales. Sin embargo, en su calidad de ministro plenipotenciario de la recién nacida república americana el lugar era extraordinariamente idóneo a la hora de labrarse las relaciones necesarias para conseguir el apoyo político de Francia. Franklin, justo es decirlo, consiguió lo que se proponía y en ese sentido muy matizado sí puede decirse que la masonería fue uno de los factores que favorecieron la Revolución americana.
George Washington, el comandante en jefe del ejército norteamericano y futuro primer presidente de Estados Unidos, fue iniciado en el tercer grado de la masonería en agosto de 1753. Sin embargo, todo indica que no manifestó un especial interés por la sociedad secreta. De hecho, sólo acudió dos veces a la reunión de su logia. Tras el triunfo de la revolución es ampliamente conocido —y, desde luego, ha sido muy publicitado por la masonería— que en 1793 asistió con el mandil masónico a la colocación de la primera piedra del Capitolio en Washington. Sin embargo, parece que ahí concluyó su interés por las logias. El peso de la masonería en la Revolución americana no fue, ciertamente, mucho más allá.
De hecho, de los 55 firmantes de la Declaración de Independencia de Estados Unidos sólo 9 eran masones, y de los 39 firmantes de la Constitución, 13 llegaron a ser masones, pero en épocas posteriores. De hecho, sólo 3 lo eran en 1775 cuando estalló la Revolución americana.
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Ciertamente, la masonería tendría un papel relevante en la historia posterior de Estados Unidos, pero en sus inicios predominó claramente el elemento protestante más cercano al puritanismo. Esta circunstancia explica, por un lado, la naturaleza muy especial —verdaderamente distinta— de la Revolución americana y otros procesos revolucionarios, como el francés de 1789 o el español de 1931, en los que el peso de la masonería fue verdaderamente extraordinario. Al respecto, una cuestión tan esencial como la de la redacción de la Constitución de Estados Unidos resulta de una importancia extraordinariamente clarificadora.
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