La constitución del Comité implicó consecuencias de tremenda gravedad para el respeto a los derechos humanos en la zona controlada por el Frente Popular. De entrada, su mera existencia consagraba el principio de acción revolucionaria —detenciones, torturas, saqueos, asesinatos—, respaldándolo además con la autoridad del propio gobierno del Frente Popular y de la Dirección General de Seguridad que éste nombraba. De esa manera, los detenidos podían ser entregados por las autoridades penitenciarias o policiales al Comité sin ningún tipo de requisito quebrando cualquier vestigio de garantías penales que, tras varias semanas de matanzas, imaginarse pudieran. Por si esto fuera poco, la constitución del Comité no se tradujo en la disolución de las checas que actuaban en Madrid
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sino que les proporcionó, a pesar de su conocida actuación, una capa de legalidad ya que las convirtió en de-pendientes del citado Comité.
Partiendo de esas bases, no puede resultar extraño que motivos no políticos se sumaran a las razones de este tipo en la realización de las detenciones y de las condenas.
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Los interrogatorios se encaminaban desde el principio a arrancar al reo alguna confesión sobre sus creencias religiosas o simpatías políticas, circunstancias ambas que servían para incriminarlo con facilidad. En el curso de este interrogatorio, el acusado no disfrutaba de ninguna defensa profesional e incluso era común que se le intentara engañar afirmando que se poseía una ficha en la que aparecía su filiación política. Como mal añadido se daba la circunstancia de que los reos eran juzgados de manera apresurada y masiva, lo que facilitaba, sin duda alguna, la tarea de los ejecutores pero eliminaba cualquier garantía procesal.
Los tribunales de la checa —seis en total, con dos de ellos funcionando de manera simultánea— mantenían una actividad continua que se sucedía a lo largo de la jornada, en tres turnos de ocho horas, que iban de las 6 de la mañana a las 14 horas, de las 14 a las 22 y de las 22 a las 6 del día siguiente. En el curso de cada turno a los dos tribunales se sumaba la acción de un grupo de tres comisionados. De éstos, uno se encargaba de la recepción y control de los detenidos, en compañía de dos policías; otro registraba los objetos procedentes de las requisas realizadas en los domicilios y el último de la administración del centro. La actividad, no ya de los tribunales pero sí de las brigadillas, era especialmente acusada durante la noche y la madrugada, que eran los periodos del día especialmente adecuados para proceder a los asesinatos de los reos.
Las sentencias dictadas por los diferentes tribunales carecían de apelación, eran firmes y además de ejecución inmediata. Esto se traducía en que, tras la práctica del interrogatorio, el tribunal tomaba una decisión que sólo admitía tres variantes: la muerte del reo, su encarcelamiento o su puesta en libertad. A fin de ocultar las pruebas documentales de los asesinatos, éstos se señalaban en una hoja sobre la que se trazaba la letra L —igual que en el caso de las puestas en libertad—, pero para permitir saber la diferencia a los ejecutores la L que indicaba la muerte iba acompañada de un punto. No hace falta insistir en el clima de terror que provocó de manera inmediata la citada checa en la medida en que cualquiera podía ser detenido por sus agentes y no sólo no contaba con ninguna posibilidad de defensa sino que además estaba desprovisto del derecho de apelación.
Una vez establecido el destino del reo, éste era entregado a una brigadilla de cuatro hombres bajo las órdenes de un «responsable». Todos los partidos y sindicatos del Frente Popular contaban con representación en las diferentes brigadillas.
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Sin embargo, ocasionalmente las tareas de exterminio encomendadas a estas unidades eran demasiado numerosas y entonces se recurría para llevarlas a cabo a los milicianos que prestaban servicios de guardia en el edificio de la checa. Dado el carácter oficial del que disfrutaban los miembros de la checa, para llevar a cabo sus detenciones no precisaban de «órdenes escritas de detención y registro, bastando su propia documentación de identidad para poder realizar tales actos».
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De hecho, «la fuerza pública y Agentes del Gobierno del Frente Popular… (estaban)… obligados a prestar toda la cooperación que los Agentes del Comité de Fomento necesitasen».
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Como ya se ha indicado, la relación entre los miembros de la checa y las autoridades republicanas era constante y se extendía no sólo al director de Seguridad sino también al ministro de la Gobernación, Angel Galarza. El masón Muñoz desempeñaría además un papel esencial en la perpetración del terrible crimen contra la Humanidad que tuvo como escenario Paracuellos del Jarama en noviembre de 1936. En el curso del mismo, las fuerzas republicanas asesinaron a cerca de cinco mil presos, procediendo luego a su enterramiento en grandes fosas comunes. Aunque se ha hablado más de una vez de la indudable responsabilidad del comunista Santiago Carrillo en los crímenes,
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no puede pasarse por alto el hecho de que el masón Muñoz fue precisamente el que, librando una orden a la socialista y también iniciada en la masonería Margarita Nelken para que realizara las primeras sacas, permitió la realización de los asesinatos masivos.
En el otro bando, la represión antimasónica fue inmediata. El 15 de septiembre de 1936, Franco —uno de cuyos compañeros de alzamiento era el general masón Cabanellas— dictaba el primer decreto contra la masonería en Santa Cruz de Tenerife. Durante los años siguientes, la represión en la zona nacional tuvo a los «hijos de la viuda» como uno de sus blancos más específicos. En ellos veía no sólo a los culpables de haber creado un régimen sectario que había degenerado en un enfrentamiento fratricida, sino también a los colaboradores indispensables de la revolución y, en términos históricos, a los responsables de no pocos males, entre los que se hallaba la pérdida del imperio en ultramar.
De manera bien significativa, hay que indicar que no sólo Franco consideró que la presencia de los masones era un peligro para el ejército —¿qué entidad jerárquica no se sentiría inquieta al saber de la existencia de una sociedad secreta en su seno?— sino que entre los opositores encarnizados a ella se encontró Stepánov, uno de los principales agentes de Stalin en la España del Frente Popular.
Los soviéticos abominan de los masones
Stoyán Minéyevich Ivanov, alias
Stepánov y Moreno
, fue uno de los agentes de la Komintern enviados por Stalin para fiscalizar lo que sucedía en España durante la guerra civil. Personaje de aventuras intensas e importantes, a él le debemos un informe sobre el conflicto que fue remitido al Secretariado de la Komintern y al propio Stalin y que no ha sido accesible hasta la caída de la URSS. El
Informe Stepánov
, a pesar de su carácter comprensiblemente tendencioso, constituye una fuente histórica de primer orden que ya hemos utilizado con anterioridad.
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En esta obra resulta de enorme interés porque proporciona abundante noticia sobre el comportamiento de la masonería en la zona de España controlada por el Frente Popular.
Para Stepánov, resultaba obvio que la acción de los «hijos de la viuda» había sido una de las no escasas causas de la derrota del Frente Popular. De hecho, según sus propias palabras, «la masonería representó un papel no poco importante en la creación de unas condiciones que condujeron a la catástrofe». ¿A qué se debía ese juicio tan severo?
«En España —según Stepánov—, la masonería es, al igual que en otros países, un movimiento liberal burgués, predominantemente intelectual, que intenta penetrar en el seno de la clase obrera y de las organizaciones obreras.» La finalidad de esa penetración era «asegurarse el apoyo de los trabajadores contra el clero, los terratenientes y la casta de oficiales y asegurarse la participación de los trabajadores en la lucha política democrático-burguesa, aunque bajo la dirección de los partidos burgueses; por otra parte, guardar a la clase obrera de actuaciones políticas de clase independientes».
La masonería española —a la que Stepánov atribuía erróneamente un papel en la lucha contra Napoleón— se había sumado a la República en abril de 1931 y al producirse el alzamiento de julio de 1936 «los oficiales masones se enrolaron en el ejército y en las unidades que se formaron». De manera sorprendente para Stepánov, el peso de los masones en el aparato del Estado frentepopulista era verdaderamente espectacular. Como él mismo afirmaba, «todos los componentes de la traidora junta casadista… eran masones. El presidente de la República, Azaña, es masón. Todo su aparato y su séquito militar son masones. El presidente de las Cortes, Martínez Barrio, y la mayoría de los dirigentes de su partido, Unión Republicana, son masones. La dirección del partido de los republicanos de izquierda está compuesta por ma-sones. La mayoría de los miembros de la dirección del Partido Socialista y de la dirección de la Unión General de Trabajadores son masones. También la mayoría de los dirigentes de la Confederación Nacional del Trabajo y de los redactores de su prensa está compuesta por masones. La mayoría de los puestos responsables del Ministerio del Interior, de la policía, de la dirección del departamento de seguridad, de la guardia móvil y de los carabineros está ocupada por masones. También ha sido ocupada por masones la mayoría de los puestos responsables en el aparato de otros ministerios. La inmensa mayoría de la oficialidad republicana está compuesta por masones».
El cuadro, por supuesto, admite algunos matices, pero el agente soviético señalaba algo innegable y era el enorme peso de la masonería en la España del Frente Popular. Ese peso incluso llegó a hacerse sentir en el PCE, donde «un número importante de masones ingresó… al entender que el PC era el que mejor… se preocupaba de la unificación y de la organización de las fuerzas populares». Según Stepánov, durante los primeros meses de la guerra «es posible que… ingresasen en el PCE cinco o seis mil oficiales, de los que el noventa por ciento eran masones». Hasta ese momento, los soviéticos consideraron el fenómeno positivamente en la medida en que pensaban que estaban captando a gentes que procedían de las más diversas ideologías. El optimismo iba a durarles poco a los agentes de Stalin. A partir de julio de 1937 comenzaron a comprobar que los «hijos de la viuda» no eran comunistas leales a la disciplina del PCE, sino que «empiezan a intentar librarse crecientemente del control del PCE y a resistirse a su línea y pretenden ser los portadores de directrices extrañas en el seno del PCE». En otras palabras, los oficiales masones estaban actuando como lo hacían desde hacía siglos. Su lealtad, por encima de su militancia, estaba dirigida hacia las logias. Cuál no sería la sorpresa de los soviéticos cuando durante la batalla de Teruel, en diciembre de 1937, «los oficiales masones intentaron restablecer la organización de oficiales anterior… sin informar al PCE ni pedirle opinión». Una vez más, los masones eran, primero y ante todo, masones. A esas alturas, por añadidura, los «hijos de la viuda» que combatían en el Ejército Popular de la República habían llegado a la conclusión de que no podían derrotar a Franco y que lo mejor que se podía hacer era alcanzar a una paz pactada con él. Para lograrlo, pidieron la mediación de otros masones con influencia en gobiernos extranjeros. Como indicaría Stepánov, «destacadas personalidades republicanas, socialistas y anarcosindicalistas estaban relacionadas con los masones ingleses, otras estuvieron relacionadas con los franceses, principalmente con Chotan, Delbos, Blum, Dormios y otros… en el último año representaron un papel negativo y nefasto, al enrarecer el ambiente con su falta de fe y sus conspiraciones favorables a la capitulación».
Para Stepánov, el Frente Popular tenía que haber resistido. Si no lo había hecho, se debía, en no escasa medida, a ese derrotismo —a su juicio ocasionado por la masonería— en el que tuvieron tanto peso masones como Azaña y Martínez Barrio y que, al fin y a la postre, acabaría cristalizando en la junta de Casado y su rendición en la primavera de 1939. El agente de Stalin se hallaba en las antípodas ideológicas de Franco, pero, de manera bien reveladora, coincidía con él en algunos aspectos muy concretos relacionados con la masonería. El primero era el riesgo que representaba su presencia en el ejército; el segundo, la seguridad de que los masones no obedecían a sus mandos naturales sino a sus superiores en las logias; el tercero, que para llevar a cabo sus propósitos siempre contaban con el apoyo de sus hermanos de otros países, y el cuarto, que, precisamente por todo lo anterior, constituían un factor lo suficientemente peligroso como para poder contribuir, quizá de manera decisiva, a la derrota militar. Se piense lo que se piense de ese juicio, lo cierto es que fue precisamente el bando que se libró de la acción de las logias en el seno del ejército el que ganó la guerra civil.
El final de la segunda guerra mundial dejó a la masonería en posesión de un caudal propagandístico de no escasa importancia. Derrotados los fascismos, los masones podían presentarse —con cierta inexactitud— como una de sus primeras y principales víctimas. Se trataba del antiguo recurso a aprovechar al enemigo odiado para construirse un buen nombre. La base de razonamiento es endeble. De hecho, si lo seguimos tendremos que absolver a Hitler y a Stalin de ser unos genocidas simplemente porque su enemigo principal fue Stalin y Hitler. Lo cierto es que la masonería no tuvo un papel especial en la lucha contra el fascismo y que no fue especialmente perseguida por los totalitarismos. Aún más. Como ya hemos visto, en la posguerra no faltaron los casos de logias alemanas que brindaron refugio a antiguos nazis. En realidad, los únicos regímenes que decidieron acabar con las logias y lo consiguieron fueron el comunismo y el franquismo.
Por lo que se refiere a las manifestaciones históricamente repetidas de la masonería —el ocultismo iniciático y la conquista del poder político— no han variado tras la segunda guerra mundial. En el primer terreno no deja de ser significativo que algunos de los best-sellers ocultistas de los últimos años —best-sellers impregnados de un claro anticristianismo— se hayan debido a autores masones, como Robert Ambelain. En ellos se encuentran repetidas las viejas historias que ya conocían los masones del siglo XVIII y que después popularizaron los movimientos ocultistas del siglo XIX. Cristo no es Dios sino un mero maestro de moral iniciado por otros que, previamente, poseían determinados secretos iniciáticos. A esto habría que añadir que su muerte —si es que tuvo lugar— jamás poseyó carácter expiatorio y que la salvación se obtiene no por su sacrificio en la cruz en lugar del género humano pecador, sino por una combinación de gnosis y moral universalista. Tampoco existen cielo e infierno, sino un terreno indefinido de reencarnación de las almas. Ni Pike, ni madame Blavatsky, ni Annie Besant hubieran podido expresarlo mejor.