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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

Los masones (38 page)

BOOK: Los masones
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De manera que difícilmente puede considerarse casual, la enseñanza del movimiento de la Nueva Era —¡y la de no pocos teólogos que son, presuntamente, cristianos!— es idéntica a la de los supuestos misterios de la masonería en donde tenían cabida Isis y Osiris, Pitágoras y Orfeo, Zoroastro y Mahoma, y sí, también Moisés y Jesús en su calidad de iniciados. Al final, para estos autores, el cristianismo es tolerable tan sólo en la medida en que deje de ser cristiano y se transforme en un movimiento sincrético.

Por lo que se refiere a la conquista del poder, el papel de los masones en los últimos años ha sido realmente relevante en algunas naciones. Fue un presidente masón, Truman, el primero en lanzar la bomba atómica; ha sido un ex presidente masón, Giscard d'Estaing, el padre de un proyecto de Constitución europea que excluye cualquier referencia a la herencia cristiana; ha sido una masonería, la francesa, la que ha servido para articular todo un sistema despiadadamente neocolonial en Africa, copia casi exacta del usado hace casi dos siglos por Bonaparte. Se trata tan sólo de algunos ejemplos, nada baladíes por otra parte.

En el caso de Francia, el papel de la masonería es, sencillamente, espectacular. El 31 de agosto de 1987, en la diminuta iglesia de La Groutte, Francois Mitterrand, acompañado del antiguo primer ministro Pierre Mauroy, y rodeado de ministros como Michel Rocard, Pierre Bérégovoy, Jean Pierre Chevenement, Lionel Jospin y un largo etcétera, daba su adiós a Roger Fajardie, el masón, miembro del consejo del orden del Gran Oriente de Francia, que era considerado la verdadera eminencia gris del régimen. En febrero de ese mismo año, otro masón, Michel Baroin, presidente de la FNAC y de la GMF, amigo personal de Chirac, había sido objeto de unas exequias fúnebres no menos espectaculares en la iglesia de San Francisco de Sales de París. Francia estaba entonces gobernada por el partido socialista y una de las consecuencias era que los «hijos de la viuda» —un 0,2 por ciento de la población— ocupaban el veinticinco por ciento de las carteras ministeriales. Era lógico, a fin de cuentas, porque la masonería había sido un factor esencial para que la izquierda francesa llegara al poder tras los años de sequía del general De Gaulle. La ocupación de puestos clave ya se había producido gracias a otro masón relevante Valéry Giscard d'Estaing, pero con Mitterrand en la presidencia no menos del veinte por ciento de los cargos franceses en instituciones europeas serían masones.
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En el palacio Borbón, pasarían del centenar y en el consejo de ministros serían una decena entre los que se encontrarían Roland Dumas, Yvette Roudy, Jack Lang o Francois Abadie.
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Sin embargo, no cabe engañarse, no se trataba sólo de socialistas. El mismo Chirac, un político envuelto en no pocos casos de corrupción, contaba ya en esa época con hombres de confianza que pertenecían a las logias.

Durante los años Mitterrand, los masones tendrían un papel también relevante en la corrupción, situación imposible de separar de la gestión socialista. En los escándalos de la época —Carrefour, Urba, Pechiney, Angulema, Cannes…— siempre aparecían los «hijos de la viuda» socialistas.
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Su programa en ocasiones parecía reducirse a una filosofía laicista, a una supuesta solidaridad social que justificara el aumento del gasto público y creara bolsas de voto cautivo mediante las subvenciones; y a unos negocios controlados por la administración que permitieran obtener pingües e ilegales beneficios personales. Los paralelos con otras administraciones socialistas en Italia y en España saltan a la vista.

Por si fuera poco, siguiendo el ejemplo de Napoleón, la masonería francesa es utilizada para establecer un modelo de control colonial sobre Africa
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e incluso de expansión política en países como Checoslovaquia —pronto dividida en dos— en la Europa del Este. Sin embargo, también como sucediera en el pasado en Hispanoamérica, no parece que los dirigentes iniciados en la masonería estén demostrando una especial capacidad a la hora de gobernar a sus respectivos países. Una y otra vez, la masonería ha aparecido en estas décadas como un instrumento privilegiado para alcanzar el poder, pero no tan eficaz a la hora de gestionarlo más allá del reparto de prebendas entre los hermanos.

De hecho, a los escándalos franceses se han sumado en estos años otros, también protagonizados por masones, pero en escenarios nacionales distintos. En 1977, por ejemplo, la policía metropolitana de Londres sufrió su segundo mayor escándalo de la Historia y, como en el caso del primero acontecido en 1877, la causa fundamental fue la corrupción establecida en la institución por los masones. En Italia se trató de la inmensa corrupción socialista orquestada y presidida por el masón Bettino Craxi, que se vio obligado a morir en el extranjero para evitar la acción de la justicia.

Más grave aún fue, también en Italia, el caso de la Logia P-2. Lejos de pertenecer a la masonería irregular —una excusa formulada frecuentemente ante ciertos escándalos protagonizados por masones—, la P-2 estaba colocada bajo la autoridad de la masonería regular italiana. Sus actividades, sin embargo, resultaban escalofriantes. Su jefe, Licio Gelli, constituía, desde luego, un verdadero paradigma de lo que puede lograr la influencia de los «hijos de la viuda».

Nacido en 1919 en Pistoia, Italia, Gelli se integró desde muy joven en el régimen fascista de Mussolini. Al acabar la guerra consiguió abandonar el país y llegar a Argentina, donde, presumiblemente, mantuvo relación con Juan Domingo Perón. Fue el apoyo de la masonería el que le permitió verse libre de cargos por haber colaborado con los ocupantes alemanes y también el que le colocó a la cabeza de la Logia P-2. Bajo la dirección de Gelli, la citada logia integró en su seno a políticos, magistrados, hombres de negocios y militares dispuestos a dar un golpe de Estado que aniquilara el sistema parlamentario en Italia. De haberlo conseguido, no se hubiera tratado, sin duda, del primer triunfo de ese tipo en la historia de la masonería.

La Logia P-2 tuvo además un papel significativo en el episodio del Banco Ambrosiano y las finanzas vaticanas a través del banquero masón Michele Sindona —que logró convertirse en consejero del papa Pablo VI— y de Roberto Calvi. Seguramente, todavía nos faltan documentos clave para comprender todo lo sucedido entre la muerte de Pablo VI, el fallecimiento de Juan Pablo I entre rumores crecientes de asesinato y el estallido del escándalo durante el pontificado de Juan Pablo II. Lo que sí es indiscutibie es que el asunto de la Logia P-2 tuvo como consecuencia que, por primera vez desde el siglo XIX, un régimen no totalitario llevara a cabo una reforma legal que colocara fuera de la ley a las sociedades secretas. La efectividad del cambio legal es, por supuesto, otra cuestión porque la masonería no ha visto reducido su poder en la Italia de los últimos años, aunque sí es cierto que su imagen está muy dañada y que no faltan las disensiones entre sus miembros.

Por añadidura, el asunto de la Logia P-2 puso de manifiesto un dato obvio e innegable, el de que la masonería había logrado introducirse en el Vaticano y llevar a cabo un conjunto de maniobras que sólo podían tener como resultado la bancarrota y el descrédito de la Santa Sede. No era la primera vez —lo hemos visto— que la masonería lograba ganar para su causa a prelados, pero sí, quizá, la que obtenía un éxito tan sonado. Todo ello se producía además en una época en que no pocos teólogos pedían casi a gritos la desaparición de las penas canónicas para los católicos que fueran iniciados en la masonería o incluso contribuían a forjar a través de libros y publicaciones su leyenda rosada. Cuando el nuevo Código de derecho canónico excluyó la mención directa a la masonería como causa de excomunión, los «hijos de la viuda» recibieron la noticia con satisfacción, pero es dudoso que a esas alturas pudieran sorprenderse. Las historias sobre obispos y cardenales iniciados en la masonería y no digamos las listas de los mismos publicadas, por ejemplo, por el
Bulletin de l'Occident Chrétien
, posiblemente tuvieran más de legendario que de cualquier otra cosa, pero no podía negarse que la masonería había conseguido dar pasos de gigante en su aceptación, siquiera tácita, por parte de sectores de una organización que la había combatido desde sus inicios basándose sobre todo en sobradísimas razones, que, se diga lo que se diga, son más espirituales que de cualquier otro género.

En España, la masonería reapareció de manera oficial tras la muerte de Franco. Insistió en su apartidismo, en su condición de sociedad discreta que no secreta, en su carácter meramente filantrópico. Semejantes afirmaciones históricamente nunca han significado gran cosa a la hora de saber hacia dónde se inclinarían las logias. Distintas fuentes han apuntado a una fragmentación casi cabileña en su interior además de un personalismo que ha causado enorme daño a su proyección social. A pesar de todo, el peso de los hermanos —aunque seguramente pasarán años antes de que podamos conocerlo de manera clara— no parece que fuera escaso en los años de la Transición. Por ejemplo, el 30 de septiembre de 1979, Felipe González fue elegido secretario general por un Congreso extraordinario —el veintiocho y medio— que lo consagró como dirigente indiscutible del PSOE. La gestora que había fraguado tan decisiva victoria había estado formada por cinco miembros. El primero de los «hijos de la viuda» era José Federico de Carvajal, que llevaría a cabo una extraordinaria purga en el PSOE y llegaría a presidente del Senado. Los otros dos fueron José Prat, en representación del exilio y de la soldadura entre el PSOE histórico y el renovado de González, y Carmen García Bloise, elemento de conexión con el partido socialista francés.
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No resultaron los únicos en una lista donde se encontraban, entre otros masones, Joan Reventós, Enric Sopena, Gregorio Peces-Barba (padre) o Gaspar Zarrias.
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Quizá por ello no resulte tan sorprendente que el Gran Maestre del Gran Oriente español sea en la actualidad un antiguo diputado del PSOE o que Felipe González tuviera ministros masones como Jerónimo Saavedra. Volvamos a repetirlo. La historia del peso de la masonería en el PSOE, antes y después de la Transición, está aún por escribir y buena parte de la documentación no se encuentra disponible. Sin embargo, a juzgar por lo que ya sabemos y por los paralelos europeos es lógico pensar que será apasionante y clarificadora. Justo es decir asimismo que los citados en Francia y España no son los únicos políticos socialistas vinculados a las logias en Europa. Añadamos, sin ánimo de pretender ser exhaustivos, los nombres de Bruno Pittermann, ex presidente de la Internacional Socialista, y de Bruno Kreisky en Austria; los de Saragat y Bettino Craxi, en Italia; el de Mário Soares en Portugal, el de Helmut Schmidt en Alemania y el de Dejardin en Bélgica. Quizá por ello no debería ser tan extraño que cuando, tras su derrota a inicios de los años noventa, los socialistas españoles regresen a la Moncloa, lo hagan dirigidos por José Luis Rodríguez Zapatero, nieto de un militar masón y responsable del mayor ataque lanzado por un gobierno contra la Iglesia católica desde los años de la Segunda República. Si algo se desprende de las páginas anteriores no es, precisamente, que la masonería haya perdido poder en las últimas décadas. Quizá su sustancia filosófica resulte más marchita que nunca y los enfrentamientos sean especialmente acusados. Sin embargo, a decir verdad —y quizá con la excepción de Estados Unidos—, todo parece indicar que su poder político y social no ha mermado. ¿Qué cabe esperar de esa circunstancia?

Intentar predecir el futuro sobre la base del pasado es tentador, pero en modo alguno seguro. Del pasado de la masonería sabemos sobradamente que, a pesar de la leyenda rosada, ha demostrado, vez tras vez, un contenido gnóstico e iniciático que choca frontalmente con el cristianismo; que ha demostrado una inmensa capacidad para derribar gobiernos y alcanzar el poder; y que, una vez con los resortes del dominio en las manos, no pocas veces ha demostrado también una pasmosa incompetencia para solucionar los problemas reales y crear un orden estable, a la vez que una repetitiva tendencia a la corrupción. Sus mensajes han podido ser atrayentes y sugestivos; sus resultados, por regla general, han sido deplorables, cuando no cruentos. En ese sentido, la masonería se asemeja a otras utopías de la Historia, como el socialismo y el comunismo. No ha cumplido ciertamente con lo prometido, pero ha puesto de manifiesto una acentuada falta de escrúpulos para conseguir detentar el poder y luego una no menos clara voluntad de implantar una visión no por sectaria más eficaz a la hora de solventar los verdaderos retos con los que se enfrenta, día a día, cada ser humano.

Un futuro en manos de la masonería —como lo ha sido buena parte del pasado— significaría, presumiblemente, un recorte de las libertades de aquellos que no estén dispuestos a plegarse a un discurso único sincrético y multicultural; un aplastamiento de los que no comulguen con un sistema laico en el que la civilización y la fe de cada uno tenga que aceptar su sustitución por el masónico guiso amalgamador; un reparto de poder entre los hermanos que no aumentará la eficacia del Estado aunque sí la corrupción y los saldos de determinados «hijos de la viuda»; una erosión —quizá más desde dentro que desde fuera— del papel del cristianismo en la sociedad mundial; y, finalmente, la consagración de un gobierno que pondrá todo su empeño no en gestionar correctamente sino en controlar los medios de comunicación para mantener sumida en el engaño y en la propaganda a una opinión pública que, bajo ningún concepto, debe saber hacia dónde la dirigen. Los precedentes históricos, como se ha visto en estas páginas, no puede decirse que sean escasos.

Para muchos, sin duda, ese conjunto de resultados no puede resultar más apetecible en la medida en que, supuestamente, provocará una fusión sincrética de todos los credos, un gobierno de una minoría semioculta sobre una mayoría manipulada por los medios de comunicación, y la creación de una sociedad apaciguada en la que los planes neocoloniales se llevarán a cabo gracias a las logias de los países dominados, siguiendo el modelo napoleónico, y los problemas sociales ni siquiera serán conocidos, evitando así la inquietud en la masa de la población. Buscándolo o no, ese gobierno se asemejaría no poco al del
Mundo feliz
de Huxley o al
1984
de Orwell y cuesta mucho no especular con su posibilidad en el marco de una UE cuyo proyecto de Constitución futura —elaborado por el masón Giscard d'Estaing— no es democrático, cuya identidad como civilización va camino de convenirse en inexistente salvo en lo que al antiamericanismo y a la judeofobia se refiere, y cuyo pensamiento espiritual parece estar dirigiéndose hacia un hedonismo absurdo mezclado con ese ocultismo de supermercado denominado New Age.

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