El resultado final de las maniobras parlamentarias y la acción mediática y callejera difícilmente pudo saldarse con mayor éxito. En el texto constitucional quedó plasmado no el contenido de la comisión inicial que pretendía mantener la separación de la iglesia y el Estado a la vez que se permitía un cierto status para la iglesia católica y se respetaba la existencia de las comunidades religiosas y su papel en la enseñanza. Por el contrario, la ley máxima de la República recogió la disolución de la Compañía de Jesús, la prohibición de que las órdenes religiosas se dedicaran a la enseñanza y el encastillamiento de la Iglesia católica en una situación legal no por difusa menos negativa.
El triunfo de la masonería había resultado, por lo tanto, innegable pero sus consecuencias fueron, al fin y a la postre, profundamente negativas. De entrada, la Constitución no quedó perfilada como un texto que diera cabida a todos los españoles fuera cual fuera su ideología, sino que se consagró como la victoria de una visión ideológica estrechamente sectaria sobre otra que, sea cual sea el juicio que merezca, gozaba de un enorme arraigo popular. En este caso, la masonería había vencido, pero a costa de humillar a los católicos y de causar daños a la convivencia y al desarrollo pacífico del país, por ejemplo, al eliminar de la educación centros indispensables tan sólo porque estaban vinculados con órdenes religiosas. Ese enfrentamiento civil fue, sin duda, un precio excesivo para la victoria de las logias.
El bienio republicano-socialista
El triunfo de los masones y de las fuerzas influidas por ellos acabó convirtiéndose en una repetición inquietante de otras experiencias anteriores. Los gobiernos republicano-socialistas —gobiernos en los que el peso de la masonería resulta casi increíble— se caracterizaron por declaraciones voluntaristas; por una búsqueda de la confrontación, absolutamente innecesaria, con la Iglesia católica; por una clara incapacidad para enfrentarse con el radicalismo despertado por la demagogia de los tiempos anteriores; por una acusada inoperancia para llevar a la práctica las soluciones sociales prometidas y, de manera muy especial, por la incompetencia económica. Este último factor no fue de menor relevancia en la medida en que no sólo frustró totalmente la realización de una reforma agraria de enorme importancia a la sazón sino que además agudizó la tensión social con normativas —como la ley de términos inspirada por el PSOE— que, supuestamente, favorecían a los trabajadores pero que, en realidad, provocaron una contracción del empleo y un peso insoportable para empresarios pequeños y medianos.
La responsabilidad de los masones en esos fracasos no es, desde luego, escasa. Por citar sólo algunos ejemplos, Fernando de los Ríos en Instrucción Pública, Álvaro de Albornoz como presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales, Juan Botella como ministro de justicia, Manuel Portela, Eloy Vaquero y Rafael Salazar, como titulares de la cartera de Gobernación, Huís Companys, como presidente de la Generalitat catalana, o Gerardo Abad Conde, como presidente del patronato para la incautación de los bienes de los jesuitas, fueron masones en puestos de responsabilidad y demuestran hasta qué punto la masonería tuvo que ver con procesos como el sistema educativo de carácter laicista, el nacionalismo catalán, la interpretación de las leyes o el expolio de los bienes del clero durante el periodo republicano. No podía ser menos cuando durante el breve régimen no menos de 17 ministros, 17 directores generales, 7 subsecretarios, 5 embajadores y 20 generales fueron masones.
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En su acción, primó no, desde luego, el deseo de construir un régimen para todos los españoles sino el de modelar un sistema de acuerdo con su única cosmovisión. Al respecto, no deja de ser significativo que el 27 de diciembre de 1933 un militar masón llamado Armando Reig Fuertes ya apuntara la necesidad de realizar «la depuración del ejército».
Sin embargo, sería injusto atribuir el fracaso del bienio sólo a las masones. A todo lo anterior hay que añadir —como en Francia, como en Rusia…mdash; la acción violenta de las izquierdas encaminada directamente a destruir la república. En enero de 1932, en Castilblanco y en Arnedo, los socialistas provocaron sendos motines armados en los que hallaron, primero, la muerte agentes del orden público para luego desembocar en una durísima represión. El día 19 del mismo mes, los anarquistas iniciaron una sublevación armada en el Alto Llobregat
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que duró tan sólo tres días y que fue reprimida por las fuerzas de orden público. Durruti, uno de los incitadores de la revuelta, fue detenido pero a fina-les de año se encontraba nuevamente en libertad e impulsaba a un nuevo estallido revolucionario a una organización como la CNT-FAI que, a la sazón, contaba con más de un millón de afiliados.
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De manera nada sorprendente, en enero de 1933 se produjo un nuevo intento revolucionario de signo anarquista. Su alcance se limitó a algunas zonas de Cádiz, como fue el caso del pueblo de Casas Viejas. El episodio tendría pésimas consecuencias para el gobierno de izquierdas ya que la represión de los sublevados sería durísima e incluiría el fusilamiento de algunos de los detenidos y, por añadidura, los oficiales que la llevaron a cabo insistirían en que sus órdenes habían procedido del mismo Azaña.
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Aunque las Cortes reiterarían su confianza al gobierno, sus días estaban contados. A lo largo de un bienio podía señalarse que la situación política era aún peor que cuando se proclamó la República. El gobierno republicano había fracasado en sus grandes proyectos, como la reforma agraria o el impulso a la educación —en este último caso siquiera en parte por su intento de liquidación de la enseñanza católica—, había gestionado deficientemente la economía nacional y había sido incapaz de evitar la radicalización de una izquierda revolucionaria formada no sólo por los anarquistas sino también por el PSOE, que pasaba por un proceso que se definió como «bolchevización». Éste se caracterizó por la aniquilación de los partidarios (como Julián Besteiro) de una política reformista y parlamentaria y el triunfo de aquellos que (como Largo Caballero) propugnaban la revolución violenta que destruyera la República e instaurara la dictadura del proletariado.
La reacción que se produjo ante ese fracaso tuvo también paralelos con otras épocas de la Historia. El fracaso republicano-socialista no tardó en reportar beneficios políticos a las derechas. Durante la primavera y el verano de 1932, la violencia revolucionaria de las izquierdas, y la redacción del Estatuto de Autonomía de Cataluña y del proyecto de Ley de Reforma Agraria impulsaron, entre otras consecuencias, un intento de golpe capitaneado por Sanjurjo que fracasó estrepitosamente en agosto. Sin embargo, las derechas habían optado por integrarse en el sistema —a pesar de su origen tan dudosamente legítimo— y, a diferencia de las izquierdas, aceptar las reglas de un juego parlamentario que nunca había sido cuestionado por ellas durante las décadas anteriores. Se produjo así la creación de una alternativa electoral a las fuerzas que habían liquidado el sistema parlamentario anterior a abril de 1931 y, entre el 28 de febrero y el 5 de marzo, tuvo lugar la fundación de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), una coalición de fuerzas de derechas y católicas.
La reacción de Azaña —iniciado en la masonería cuando ya estaba en el poder— ante la respuesta de las derechas fue intentar asegurarse el dominio del Estado mediante la articulación de mecanismos legales concretos. El 25 de julio de 1933 se aprobó una Ley de Orden Público que dotaba al gobierno de una enorme capacidad de represión y unos poderes considerables para limitar la libertad de expresión, y antes de que concluyera el mes Azaña —que intentaba evitar unas elecciones sobre cuyo resultado no era optimista— lograba asimismo la aprobación de una ley electoral que reforzaba las primas a la mayoría. Mediante un mecanismo semejante, Azaña tenía intención de contar con una mayoría considerable en unas Cortes futuras aunque la misma realmente no se correspondiera con la proporción de votos obtenidos en las urnas. Examinadas con objetividad, las medidas impulsadas por Azaña no sólo resultaban dudosamente democráticas, sino que además dejaban traslucir una falta de confianza en la democracia como sistema. Semejante comportamiento no ha sido extraño en la trayectoria histórica de la izquierda española, aquejada de un complejo de hiperlegitimidad, y ha sido habitual en la masonería, en la que, lejos de profesarse la fe en la democracia, se aboga más bien por el dominio de una élite impregna-da de principios luminosos.
A pesar de contar con los nuevos instrumentos legales, durante el verano de 1933, Azaña se resistió a convocar elecciones. Fueron precisamente en aquellos meses estivales cuando se consagró la «bolchevización» del PSOE. En la escuela de verano del PSOE, Torrelodones, los jóvenes socialistas celebraron una serie de conferencias donde se concluyó la aniquilación política del moderado Julián Besteiro, el apartamiento despectivo de Indalecio Prieto y la consagración entusiasta de Largo Caballero, al que se aclamó como el «Lenin español». El modelo propugnado por los socialistas no podía resultar, pues, más obvio y más en una época en que el PCE era un partido insignificante. Los acontecimientos se iban a precipitar a partir de entonces. El 3 de septiembre de 1933, el gobierno republicano-socialista sufrió una derrota espectacular en las elecciones generales para el Tribunal de Garantías y cinco días después cayó.
A pesar de la leyenda rosada que no pocos han creado en torno al bienio republicano-socialista, lo cierto es que los resultados difícilmente pudieron ser peores, y no es menos verdad que cuando se tienen en cuenta todos los aspectos que hemos señalado sucintamente no resulta extraño que así fuera. Tampoco puede sorprender que los conspiradores de abril de 1931, a pesar de tener en sus manos todos los resortes del poder, a pesar de intentar realizar purgas en los distintos sectores de la administración sin excluir el Ejército, a pesar de promulgar una Ley de Defensa de la República que significaba la posibilidad de consagrar una dictadura de facto y a pesar de arrinconar a la Iglesia católica corno temido rival ideológico sufrieran un monumental desgaste en apenas un bienio. La clave quizá se encuentre en el hecho de que habían prometido logros inalcanzables por irreales y por utópicos, y los logros prácticos, más allá de la palabrería propagandística, fueron muy magros. Por eso a nadie pueden sorprender los resultados electorales de 1933. En las elecciones de 19 de noviembre votó el 67,46 por ciento del censo electoral y las mujeres por primera vez
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. Las derechas obtuvieron 3365700 votos, el centro 2051500 y las izquierdas 3118000. Sin embargo, el sistema electoral —que favorecía, por decisión directa de Azaña, las grandes agrupaciones— se tradujo en que las derechas, que se habían unido para las elecciones, obtuvieran más del doble de escaños que las izquierdas, con una diferencia entre ambas que no llegaba a los doscientos cincuenta mil votos.
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1934: el PSOE y los nacionalistas se alzan contra el gobierno legítimo de la República
La derrota de las izquierdas en las elecciones —tan sólo fueron elegidos esta vez 55 diputados masones— no debería haber provocado ninguna reacción extraordinaria entre fuerzas democráticas en la medida en que es una eventualidad de alternancia de poder legítima y necesaria en cualquier sistema democrático. Sin embargo, para grupos que desde hacía décadas cultivaban la amarga planta de la conspiración y que habían llegado al poder trepando sobre la misma y no gracias a un procedimiento democrático, se trató de una experiencia insoportable. La utopía había estado, desde su punto de vista, al alcance de la mano y ahora las urnas les habían apartado de ella. La reacción fue antidemocrática, pero comprensible —seguramente inevitable— para cualquiera que conociera la trayectoria histórica de los republicanos, los nacionalistas catalanes y el PSOE. Esa disposición de las fuerzas antisistema, que incluyó expresamente el recurso a la violencia revolucionaria, dislocó el sistema republicano durante los siguientes años y abrió el camino a la guerra civil.
En puridad, tras las elecciones de 1933, la fuerza mayoritaria —la CEDA— tendría que haber sido encargada de formar gobierno, pero las izquierdas que habían traído la Segunda República no estaban dispuestas a consentirlo a pesar de su indudable triunfo electoral. Mientras el presidente de la República, Alcalá Zamora, encomendaba la misión de formar gobierno a Lerroux, un republicano histórico pero en minoría, el PSOE y los nacionalistas catalanes comenzaron a urdir una conspiración armada que acabara con un gobierno de centro-derecha elegido democráticamente. Semejante acto iba a revestir una enorme gravedad porque no se trataba de grupos exteriores al Parlamento —como había sido el caso de los anarquistas en 1932 y 1933—, sino de partidos con representación parlamentaria que estaban dispuestas a torcer el resultado de las urnas por la fuerza de las armas.
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Los llamamientos a la revolución fueron numerosos, claros y contundentes. El 3 de enero de 1934, la prensa del PSOE
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publicaba unas declaraciones de Indalecio Prieto que ponían de manifiesto el clima que reinaba en su partido: «Y ahora piden concordia. Es decir, una tregua en la pelea, una aproximación de los partidos, un cese de hostilidades… ¿Concordia? No. ¡Guerra de clases! Odio a muerte a la burguesía criminal. ¿Concordia? Sí, pero entre los proletarios de todas las ideas que quieran salvarse y librar a España del ludibrio. Pase lo que pase, ¡atención al disco rojo!»
Al mes siguiente, la CNT propuso a la UGT una alianza revolucionaria, oferta a la que respondió el socialista Largo Caballero con la de las Alianzas Obreras. Su finalidad era aniquilar el sistema parlamentario y llevar a cabo la revolución. A finales de mayo, el PSOE desencadenó una ofensiva revolucionaria en el campo que reprimió enérgicamente Salazar Alonso, el ministro de Gobernación. A esas alturas, el gobierno contaba con datos referidos a una insurrección armada en la que tendrían un papel importante no sólo el PSOE sino también los nacionalistas catalanes y algunos republicanos de izquierdas. No se trataba de rumores sino de afirmaciones de parte. La prensa del PSOE,
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por ejemplo, señalaba que las teorías de Frente Popular propugnadas por los comunistas a impulso de Stalin eran demasiado moderadas porque no recogían «las aspiraciones trabajadoras de conquistar el poder para establecer su hegemonía de clase». Por el contrario, se afirmaba con verdadero orgullo que las Alianzas Obreras, propugnadas por Largo Caballero, eran «instrumento de insurrección y organismo de poder». A continuación,
El Socialista
trazaba un obvio paralelo con la revolución bolchevique: «Dentro de las diferencias raciales que tienen los soviets rusos, se puede encontrar, sin embargo, una columna vertebral semejante. Los comunistas hacen hincapié en la organización de soviets que preparen la conquista insurreccional y sostengan después el poder obrero. En definitiva, esto persiguen las Alianzas.»