El regreso a su ciudad natal estuvo cargado de esperanzas. Sin embargo, la realidad no resultó halagüeña para el ya maduro aventurero. Intentó, primero, ganarse la vida con actividades literarias, pero no lo consiguió. Finalmente, acabó sirviendo como informador de la Inquisición, la misma institución que le había tenido encarcelado tiempo atrás, y complementando esos ingresos con los derivados de actuar como secretario a ratos perdidos de un diplomático genovés llamado Carlo Spinola. Fue precisamente la relación con este personaje la que precipitó un nuevo descenso de Casanova en la escala social.
Carlo Spinola tenía un pleito pendiente a causa de una deuda con un tal Carletti. Casanova se prestó, a cambio de una comisión, a solventar la situación y con esa finalidad se dirigió al palacio de un noble llamado Carlo Grimani, donde se encontraba Carletti. Lo que debía haber servido para zanjar un problema, ocasionó otro. Carletti rechazó las pretensiones económicas de Casanova y, en un momento determinado, Grimani le apoyó. Finalmente, la discusión concluyó a golpes y Casanova, un hombre de cierta edad y de no buena situación social, llevó la peor parte. Sin embargo, una cosa era que se le humillara y se dudara de su valor y otra bien distinta que estuviera dispuesto a abandonar la idea de la venganza. Al poco tiempo saltó a la luz una alegoría titulada
Né amori né donne
, en la que se podía ver con bastante facilidad que Casanova alegaba que era hijo ilegítimo de Michele, el padre de Carlo Grimani, y que éste, a su vez, era el bastardo de otro noble veneciano. La satisfacción del desquite duró poco. El 17 de enero de 1783, Casanova tuvo que abandonar Venecia perseguido por las autoridades.
Durante los siguientes meses, la vida de Casanova fue un continuo vagabundear por Europa a la busca de un empleo que le asegurara la supervivencia. Del apuro le sacaría un hermano masón, el conde Josef Karl Enmanuel von Waldstein, que tenía un interés enorme por el ocultismo y que ofreció al veneciano un puesto como bibliotecario en su castillo de Dux, en la actual República Checa. En otro tiempo, Casanova hubiera rechazado la oferta como había hecho, por ejemplo, con la de Federico el Grande años atrás. Sin embargo, ahora no podía permitirse ese lujo. Aceptó el cargo y dio inicio a un periodo de su vida especialmente amargo.
Aprovechando que el trabajo que tenía que realizar no era pesado y le dejaba mucho tiempo libre, intentó relanzar su nunca triunfante carrera literaria y encontrar un empleo que le permitiera abandonar Dux. Fracasó en ambas pretensiones. Sus escritos —no pocos de ellos inéditos al tener lugar su fallecimiento— no alcanzaron el éxito y los empleos también brillaron por su ausencia, a pesar de que, una vez más, recurrió a sus hermanos masones, como fue el caso de Mozart, con el que se encontró en Praga en 1787.
La amargura de verse sin recursos, dependiente, humillado incluso por algunos de los sirvientes del castillo, acabó precipitan-do a Casanova en una depresión de cuyos efectos intentó liberarse redactando la
Historia de mi vida
. Iniciada en 1790, la primera redacción estaba concluida dos años después y constituye un fresco interesantísimo de la vida en el siglo XVIII, un siglo que se ha presentado propagandísticamente como el de las Luces y en el que, por el contrario, las clases y los personajes más supuestamente iluminados estaban inficionados por la afición al ocultismo, la credulidad más supersticiosa y la más despiadada amoralidad. De manera bien significativa, el relato se detiene en 1774, con su regreso —ilusionado y frustrado— a su Venecia. La obra no sería publicada completa hasta la década de los años sesenta, ya en pleno siglo XX.
En 1797, la República de Venecia desapareció tras ser invadida por las tropas de Napoleón, otro personaje en cuya vida, como tendremos ocasión de ver, tuvo una enorme repercusión la masonería. Es posible que Casanova hubiera deseado regresar entonces a su ciudad natal, pero en abril de 1798 una infección del tracto urinario convirtió en imposible un viaje semejante. Moría el 4 de junio de 1798. El príncipe de Ligne, testigo de sus últimos mo-mentos en este mundo, afirmaría que había dicho: «He vivido como un filósofo y muero como un cristiano.» Quizá.
La relación de Casanova con la masonería en la que fue iniciado a mediados del siglo XVIII permite llegar a varias conclusiones. La primera es que para ser iniciado no era en absoluto necesario ser un «varón de buenas costumbres» si aparecían otras cualidades atractivas, como podía ser un supuesto conocimiento de lo oculto o un trato meramente agradable. La segunda es que la vida irregular e incluso al margen de la ley no constituía motivo suficiente para ser expulsado de la logia y, a decir verdad, da la sensación de que incluso los hermanos podían proteger a aquellos de sus miembros que incurrían en tan delicadas circunstancias. La tercera es que la masonería constituía una red internacional de influencia y asistencia cuya piedra de toque no era tanto la práctica de la filantropía como la ayuda brindada a sus miembros. Finalmente, vez tras vez, nos encontramos con esa búsqueda de lo esotérico, de lo mistérico, de lo iniciático que tanto se dio en la Europa supuestamente ilustrada y de vuelta de la superstición y que tanto pesó, como tuvimos ocasión de ver, en el nacimiento y la articulación de la masonería. Con todo, Casanova no pasó de ser un estafador eventual. Ciertamente, fue iniciado en la masonería, contó con el apoyo de sus hermanos masones y pretendió disponer de poderes ocultos. Sin embargo, no fundó logias ni estableció nuevas obediencias masónicas en las que, supuestamente, se revelaran verdades ocultas y transmitidas en secreto a lo largo de los siglos. Ese papel quedaría reservado a personajes como el que nos ocupará en el apartado siguiente.
Cagliostro, fundador de logias, creador de obediencias
Dieciocho años después del nacimiento de Casanova, el 2 de junio de 1743, veía la primera luz en Palermo, Sicilia, José (Giuseppe) Bálsamo. Su padre, Pedro, era un humilde quincallero que murió en la miseria tras pasar por la humillante experiencia de la bancarrota en varias ocasiones. Como en el caso de muchos plebeyos, la familia tenía delirios de grandeza, y si Pedro Bálsamo alardeaba de antepasados nobles, su esposa, Felisa Bracconieri, afirmaba descender del monarca franco Carlos Martel.
Al morir su padre, José fue confiado a unos tíos maternos que se comprometieron a darle una educación. Fue así corno ingresó en el Colegio de San Roque, donde demostró una capacidad casi incomparable para hacer el vago. La única materia que le interesaba ya entonces era la química que, a la sazón, no terminaba de distinguirse para muchos de la alquimia y la magia.
Con la idea de asegurarse un futuro tranquilo, el joven José vistió el hábito negro de novicio, destinándosele a la farmacia como asistente del boticario. Fue una época dichosa en la que el muchacho trasteaba entre tubos y matraces, a la vez que pasaba horas y horas en prostíbulos, tabernas y casas de juego. Tan muelle existencia llegó a su fin cuando, al ordenársele recitar las letanías durante la colación, José sustituyó los nombres de las santas por los de las prostitutas más conocidas de Palermo. El sacrilegio fue castigado con su reclusión en una celda, de la que salió para cometer un hurto de las limosnas depositadas en el cepillo. Hubiera podido continuar en el monasterio, pero, a esas alturas, José decidió regresar a casa de sus tíos.
Sus pobres parientes lo soportaron una temporada, pero la idea de tener en casa a un adolescente nada entregado a la idea de trabajar resultaba intolerable en aquella época y, al fin y a la postre, lo pusieron en la calle. José tenía quince años y un vivo deseo de salir adelante explotando la ingenuidad del prójimo, de manera que durante los siguientes años se dedicó a falsificar documentos, a mediar en tratos celestinescos e incluso —y éste sería un importante precedente— a declarar que poseía poderes mágicos capaces de permitirle dar con tesoros ocultos. De hecho, un pobre platero llamado Vicente Marano fue la víctima de una estafa consistente en mostrarle el lugar en la ladera del monte Pellegrino donde se hallaba oculto un extraordinario caudal en joyas y piedras preciosas. Para hacerse con semejante tesoro sólo era indispensable entregar a los demonios que custodiaban el lugar sesenta onzas neutralizándolos mediante los rituales mágicos pertinentes. Que José Bálsamo lograra convencer de semejante patraña a un avezado artesano dice mucho de su capacidad para la estafa. Que además pudiera escapar con el fruto de su trapacería a Messina indica que sólo estaba comenzando.
En Messina, José conoció a un personaje llamado Altotas —supuestamente un hispanogriego, aunque es posible que no fuera ni una cosa ni la otra— que cogió cariño al muchacho y que le indicó que estaba dispuesto a comunicarle sus secretos. Entre ellos se encontraban unos polvos mágicos capaces de curar las heridas a seiscientas sesenta y seis millas de distancia. Finalmente, José y Altotas, entusiasmado con un discípulo tan capaz, dejaron Messina y se encaminaron a Egipto. No está demostrado que alcanzaran la tierra de los faraones —uno de los iconos del imaginario masónico— pero sí se sabe que se detuvieron en la isla de Malta. Aún gobernada por la orden caballeresca de San Juan de Jerusalén, Malta constituía un destino muy atractivo para aventureros que, supuestamente, estaban versados en las ciencias ocultas. De hecho, el Gran Maestre de la Orden, un portugués llamado Pinto de Fonseca, estaba entregado con entusiasmo a la tarea de dar con la piedra filosofal. Altotas se prestó a ayudarle en semejante empeño y así se le permitió que realizara experimentos en el laboratorio del Gran Maestre. Su dicha no tardó en transformarse en su desgracia. Alcanzado por los vapores de una de las ollas donde se cocían los elementos que permitirían conseguir la piedra filosofal, Altotas murió y a José Bálsamo no le quedó más remedio que poner tierra por medio.
Durante los años siguientes, Bálsamo se dedicó a estafar a incautos adinerados a los que prometía convertir en partícipes de su dominio de la alquimia. Nápoles, Messina, Pizzo de Calabria fueron algunos de los lugares donde cometió nuevas fechorías antes de encaminarse hacia Roma. En la Ciudad Eterna, Bálsamo se dedicaría a la falsificación —una nueva forma de delincuencia para la que estaba muy bien dotado— y conocería a Lorenza, la mujer de su vida, a la que convertiría en su esposa y a la que empujaría por el camino de la prostitución para equilibrar el inestable presupuesto y también para franquearle las puertas de personajes relevantes.
En 1769, Bálsamo se hallaba en Francia y conoció a Giacorno Casanova en Aix-en-Provence. Por lo que ha dejado relatado Casanova, Cagliostro no le impresionó mucho… al contrario que Lorenza. Para juzgar hasta qué punto la esposa de Bálsamo era una embustera extraordinaria, baste decir que Casanova quedó admirado de su «inocencia… ingenuidad y timidez pudorosa».
Durante los años siguientes, el matrimonio Bálsamo pasó por diversas localidades de Francia, España, Italia y, finalmente, cruzó el canal y se estableció en Inglaterra. Raro fue el lugar donde José Bálsamo no violara la ley y poco más escaso el número de aquellos donde no dio con sus huesos en la cárcel. Sin embargo, el hecho más decisivo de aquellos años —en realidad, de toda su vida— fue su iniciación en la masonería. La misma tuvo lugar el 12 de abril de 1777 en el seno de la logia de la Esperanza, número 289, perteneciente a la obediencia de la Alta observancia. Se trataba de una logia compuesta en su mayoría por inmigrantes franceses e italianos de escasos recursos, que debieron de sentirse encantados de recibir entre los hermanos a un José Bálsamo que ya se hacía llamar conde de Cagliostro. Como hemos tenido ocasión de ver, uno de los alicientes de la iniciación masónica era poder codearse con gente de posición social elevada, y para un zapatero, un tapicero o un peluquero de señoras como los que componían aquella logia la admisión de un aristócrata —por muy apócrifo que fuera en realidad— no resultaba cosa baladí. Por su parte, Bálsamo debía de saber sobradamente a esas alturas los beneficios que podían derivarse de pertenecer a la masonería, y el 2 de junio de aquel mismo año ya tenía en su poder los diplomas correspondientes a la obtención de los grados de aprendiz, compañero y maestro, los tres primeros de la masonería.
La iniciación de Bálsamo fue, sin ningún género de dudas, el comienzo de una nueva vida. Desde entonces hasta el final de su existencia, Bálsamo se negó rotundamente a identificarse consigo mismo y con sus años anteriores, y, empecinadamente, insistió en que era el conde de Cagliostro, el maestro poseedor de profundos secretos y creador de nuevas obediencias masónicas. Sería la suya una trayectoria rutilante que duraría una década y que concluiría con su ruina.
La primera etapa como flamante maestro masón la desarrolló Cagliostro en Holanda. La masonería de esta nación estaba, al parecer, todavía más imbuida de gusto por lo esotérico y afición a lo ocultista que la de otras naciones, y Cagliostro fue objeto de una recepción verdaderamente espectacular. Fue precisamente en La Haya donde entró además en contacto con los rosacruces, una secta hermética que se entrelazaría históricamente con la masonería, en los que quizá se inspiró para crear después su rito egipcio.
Por supuesto, Cagliostro había captado más que sobradamente que uno de los alicientes principales de la masonería era su presunta capacidad para transmitir enseñanzas ocultas y en La Haya se dedicó, supuestamente, a transmutar la plata en oro, agrandar las piedras preciosas, formular profecías e invocar a los muertos. El éxito resultó verdaderamente espectacular aunque no podamos sustraernos a la sospecha de que todo no pasó de ser una mezcla de prestidigitación y desfachatez aderezadas con unas notables dosis de charlatanería.
En 1778, Cagliostro andaba por tierras alemanas después —según algunos autores— de un paso por Italia que aprovechó para estafar a un comerciante con la venta de unos polvos rojos supuestamente prodigiosos. En Lipsia, Cagliostro conoció a dom Pernety, un antiguo benedictino de Saint Germain des Prés que había sido expulsado de la abadía por su dedicación entusiasta a la práctica de la magia. Dom Pernety había marchado a Prusia, donde el masón Federico II le había nombrado conservador y miembro de la Academia Real de Berlín, y donde había entrado en contacto con los Iluminados a los que nos referimos en un capítulo posterior. No resulta claro que dom Pernety se integrara en los Iluminados, pero sí es innegable que creó un rito personal de carácter mágico en el que tenían un papel esencial los espíritus de los muertos y los ángeles. De hecho, el antiguo benedictino pretendía contar con la protección especial del ángel Asadai, supuesto brazo derecho de Jehová. Si Cagliostro creyó algo de aquello o simplemente lo contempló como un océano de rentabilidad es algo que, posiblemente, nunca llegaremos a saber con total certeza. Lo que sí resulta innegable es que dom Pernety se convirtió en su mentor espiritual y le proporcionó los mimbres con los que Cagliostro tejió su versión de la masonería.