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Authors: César Vidal

Tags: #Ensayo, Historia

Los masones (12 page)

BOOK: Los masones
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La masonería, por lo tanto, no iba a tener éxito en España en esta primera incursión de la mano de los invasores franceses. Cuando en agosto de 1812 fue liberado Madrid
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y José I Bonaparte se vio obligado a huir, con él desaparecieron los masones. En el exilio constituirían logias cuya denominación —José Napoleón, Huérfanos de Francia…— pone de manifiesto su orientación ideológica. Su regreso con éxito además vendría de la mano de la intransigencia de Fernando VII y de la mala memoria de no pocos españoles que habían combatido a los franceses. Llegarían con la intención decidida de conspirar y se mantendrían en esa actitud durante las décadas siguientes.

Napoleón es derrotado por un antiguo masón

Napoleón estuvo —no puede dudarse— a punto de conseguir sus propósitos. Si no fue así se debió a los desastrosos efectos de una guerra que no concluía en España —«la úlcera española», como el propio Bonaparte la denominó en Santa Elena—, a la imposibilidad de vencer a Rusia en 1812 y a la inquebrantable resistencia británica. Al fin y a la postre, el ejemplo español —cantado en todo el continente— y el desastre ruso acabaron movilizando a media Europa contra Napoleón y provocando su derrota en 1813 y su destierro a la isla de Elba. La manera en que reaccionaron los masones ante el desastre de alguien que se había servido de la masonería durante tantos años es digna de ser consignada.

En puridad, hubiera sido lógico esperar que la derrota de Napoleón, que tanto había sabido aprovechar la masonería para sus fines, significara el final del poder político de los masones. Lo que sucedió fue exactamente lo contrario. En 1813, el Gran Oriente de Francia había decidido cambiar de bando y cuando los aliados derrotaron militarmente a Napoleón e impusieron como monarca a Luis XVIII no dudó en colocarse al lado del nuevo rey. Lo mismo puede decirse de los mariscales del emperador, tantos de ellos masones, que, olvidando un pasado reciente o quizá deseando que cayera en el olvido, también aceptaron los cargos que les ofrecía el restaurado Borbón. La identificación de los masones con el rey llegó a tal extremo que en abril de 1814 se produjeron manifestaciones masónicas llevando el busto de Luis XVIII e incluso la Gran Logia anunció que la fiesta anual del día de San Juan debía dedicarse a celebrar el retorno de los Borbones. Como es fácil suponer, semejante cambio de actitud colocaba en pésima situación a José Bonaparte que, tras perder el trono español, seguía siendo Gran Maestro. La Gran Logia decidió solucionar el problema pidiéndole que renunciara a su cargo, a lo que, de manera hasta cierto punto comprensible, José se negó.

Entonces, el 1 de marzo de 1815, Napoleón desembarcó en Francia tras escaparse de la isla de Elba. La primera reacción de los masones franceses fue señalar que eran leales a Luis XVIII, pero cuando el mariscal Ney —masón—, que tenía que capturar a Napoleón, se pasó a su bando cerca de Grenoble, Luis XVIII se vio obligado a huir de Francia. Sin duda, la situación era delicada para la Gran Logia que, prudentemente, decidió cancelar la celebración del día de San Juan —que había declarado que sería en honor del rey— a la espera de ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. De todos es sabido que, al fin y a la postre, Napoleón fue batido en Waterloo y su sueño imperial se disipó definitivamente. Lo que es menos conocido es que, por una de esas paradojas en que tan pródiga es la Historia, el triunfo definitivo sobre Napoleón lo obtuvo un británico, Arthur Wellington, que había sido iniciado en la masonería el 7 de diciembre de 1790 en una Logia situada en Trim, en el condado de Meath.

Las razones por las que Wellington fue iniciado en la masonería no son conocidas, pero todo apunta a que siguió el paso dado por muchos militares antes y después de él. Sín embargo, a diferencia de Napoleón, Wellington no siguió manteniendo su relación con la masonería e incluso buscó distanciarse de ella.

En 1795, Wellington permitió que su pertenencia a la masonería expirara sin realizar el menor esfuerzo por renovarla. No sólo eso. Cuando el 27 de diciembre de 1809 algunos masones británicos realizaron una procesión masónica por las calles de Lisboa, Wellington manifestó su desagrado. El 4 de enero de 1810 escribió desde su cuartel en Coimbra al coronel Warren Peacocke para indicarle que estos hechos no debían volver a producirse.

En 1838, los miembros de una logia de Dublín deseaban denominarla con el nombre del vencedor de Napoleón y su maestro Mr. Carleton escribió pidiéndole permiso. La respuesta de Wellington —en tercera persona y de su puño y letra— pone de manifiesto cómo no deseaba que le relacionaran con la sociedad secreta en la que había sido iniciado tantos años atrás:

El duque de Wellington presenta sus saludos a Mr. Carleton. Recuerda perfectamente que fue admitido en el grado más bajo de la masonería en una logia que fue formada en Trim, en el condado de Meath. Desde entonces nunca ha asistido a una logia de masones. En vista de esto, llamar a una logia de masones con su nombre sería asumir de manera ridícula la reputación de estar vinculado a la masonería, además de una falsedad.

Da la sensación de que es difícil ser más contundente a la hora de repudiar la masonería. Wellington, sin embargo, fue más allá. El 13 de octubre de 1851, el año de su muerte, el vencedor de Napoleón escribió una carta a Mr. J. Walsh en la que volvía a tratarse el tema de su pasada iniciación masónica. Ahora, la respuesta de Wellington implicaba un repudio casi freudiano en su formulación:

El duque no tiene ningún recuerdo de haber sido admitido en la condición de masón. No tiene ningún conocimiento de esa asociación.

Si en el pasado Wellington había llegado a desconfiar de la masonería por su conexión innegable con Napoleón y sus planes de expansión mundial, en 1851 el duque debía contar con motivos más que sobrados para sentir una viva repulsión hacia la masonería. Quizá no resulta tan extraño si se tiene en cuenta que en algo más de tres décadas, la sociedad secreta había estado implicada de manera activa en prácticamente cada uno de los movimientos subversivos que habían sembrado de violencia, sangre y lágrimas a Europa y América.

Capítulo VIII. La masonería y las revoluciones del siglo XIX

El inicio de la Revolución

La Restauración La derrota de Napoleón en Waterloo permitió que Luis XVIII regresara a París aunque no lo suficientemente pronto como para que los masones pudieran honrarlo durante el día de San Juan. Con todo, les faltó tiempo para emitir una declaración en la que daban la bienvenida al rey legítimo y para suplicar de nuevo a José Bonaparte que renunciara al cargo de Gran Maestro. No conseguirían esto último pero, en cualquier caso, no importó mucho. El hermano del emperador pasó los últimos años de su vida en una casa situada en Point Breeze, en Nueva Jersey.

Desde luego, el peso de los masones en la nueva monarquía no fue escaso. Elie, duque de Decazes y masón, se convirtió primero en el jefe de policía del reino y luego en ministro del Interior, un cargo que, a juzgar por los antecedentes de los años anteriores, le situaba en la cima del poder en Francia y que aprovechó, entre otras cosas, para enviar una circular a los distintos prefectos de policía de la nación indicándoles que Luis XVIII no consideraba que los masones fueran una organización susceptible de crear problemas.

La sombra de la masonería llegó durante esos años a la misma casa real. Se ha discutido si Luis XVIII era masón, pero de lo que no cabe duda es de que su hermano, el conde de Artois, había sido iniciado y ejercía como tal. Esa pertenencia a la masonería no le inspiró, desde luego, una visión democrática de la monarquía, sino, más bien, todo lo contrario. Si algo tenía claro el conde de Artois era que el poder debía ser ejercido con innegable severidad y aprovechando todos y cada uno de los resortes que podía proporcionar el aparato del Estado. En 1824, Luis XVIII falleció y subió al trono el conde de Artois, que reinaría como Carlos X.

De rey masón a rey masón

Carlos X tenía el poder absoluto en las manos y se dispuso a ejercerlo. Es muy posible incluso que creyera que podría utilizar a la masonería para sus fines como había hecho Napoleón durante años. Sin embargo, Carlos X no tardaría en comprobar que sus esperanzas eran vanas. De hecho, serían precisamente los masones los que tendrían un papel esencial en las jornadas del 25 al 27 de julio de 1830. En el curso de las mismas, un grupo de jóvenes pertenecientes a la masonería provocaron un estallido de violencia y lograron apoderarse, primero, de los suburbios obreros del este de París y, finalmente, se hicieron con el control del ayuntamiento. Carlos X se vio obligado a abandonar el país y la Gran Logia no dudó en aclamar a los masones que habían participado en las jornadas revolucionarias como héroes de la libertad.

Los «héroes de la libertad» no tenían intención de proclamar la República ni tampoco de llevar a cabo un esfuerzo democratizados. For el contrario, creían en el establecimiento de un régimen donde sí existiera una cierta libertad pero el poder estuviera en manos de una camarilla selecta. Se trataba, dicho sea de paso, de una visión de la sociedad que encajaba a la perfección con la cosmovisión de la masonería y no resulta extraño que para reinar sobre ella se llamara a otro masón, a Luis Felipe de Orleans, el hijo de Felipe Igualdad.

La llegada al poder de Luis Felipe se produjo además en un momento que, como tendremos ocasión de ver, resultaba especialmente delicado para la masonería ya que era objeto de ataques políticos de envergadura en países tan distantes como Rusia y Estados Unidos.

La masonería bajo el fuego (1): Europa

Que los masones habían desempeñado un papel de primer orden en procesos revolucionarios extraordinariamente cruentos y que habían amenazado con cambiar el panorama de Europa se escapaba a pocas personas ya a finales del siglo XVIII. De hecho, en esa época comenzaron a redactarse algunas obras de análisis político e histórico que atizaban la controversia sobre la implicación de los masones en la política. Así, en 1792, en pleno Terror, el autor católico francés Le Franc escribió una obra titulada
El velo alzado para los inquisitivos
o
El secreto de la Revolución revelado con ayuda de la francmasonería
. Le Franc achacaba en su obra todo el desencadenamiento de la Revolución francesa a los masones y proporcionaba muchos datos de interés. Detenido por los revolucionarios, fue asesinado durante las matanzas de septiembre. La segunda obra de enorme difusión que volvió a acusar a los masones de su participación en la Revolución se debió también a un autor católico —el abate Barruel— y se titulaba
Memorias dedicadas a la Historia del Jacobinismo
. La obra de Barruel no llegó a ser traducida al inglés, pero influyó mucho en John Robison, un profesor de filosofía natural y secretario de la Sociedad Real de Edimburgo, que en 1797 publicaría su
Pruebas de una Conspiración contra todas las religiones y gobiernos de Europa
, obra en la que, como Le Franc y Barruel, acusaría a los masones de haber desempeñado un papel esencial en el desastre revolucionario que sufría el continente.

Tanto en las obras de Le Franc como en la de Barruel no son escasos los errores históricos ni tampoco los excesos de imaginación —algo, dicho sea de paso, que hallamos también en los escritos sobre el origen de la masonería debidos a los propios masones—, circunstancias ambas que han sido utilizadas por los partidarios de la leyenda rosada de la masonería para desecharlas. Sin embargo, el juicio sobre estos libros no puede reducirse a semejante simplismo que, por otro lado, es obviamente interesado. Prescindiendo de algunos errores históricos o de algunas apreciaciones aventuradas, ponían de manifiesto una realidad innegable a finales del siglo XVIII, y era la participación esencial de los masones en la Revolución francesa. Como ya vimos, también Napoleón se sirvió profusamente de la masonería para imponer su dominio en Europa —una circunstancia que no fue vista de manera favorable por la inmensa mayoría de los europeos— y cuando concluyó su carrera política, la influencia de la masonería continuó siendo pujante en la Francia de Luis XVIII, de Carlos X y de Luis Felipe de Orleans. Para colmo, Francia no era una excepción, y eso explica que desde finales del siglo XIX no fueran pocos los gobernantes que adoptaron medidas contra la masonería.

Los ejemplos resultan abundantes. Por ejemplo, en Inglaterra, y visto el papel que la masonería irlandesa estaba teniendo en la sedición de la isla, el Parlamento promulgó la ley de juramentos ilegales de 1797 y la ley de sociedades ilegales de 1799 que convertían en delito el pronunciar cierto tipo de juramentos, incluido el de no revelar los secretos de una sociedad y el pertenecer a sociedades que exigieran ese tipo de juramentos. Si, finalmente, ambas leyes no se aplicaron contra los masones —que las habían inspirado por su papel en la Revolución francesa— se debió simplemente al hecho de que el príncipe de Gales era el Gran Maestro de la masonería y presionó a William Pitt en ese sentido.

En Nápoles, los masones intentaron derribar la monarquía a finales del siglo XVIII y proclamar la República. Los hechos provocaron una lógica reacción en contra de la masonería que concluyó con la ejecución del masón Caracciolo, un personaje que no habría dudado en engañar a los reyes para apoderarse de ellos y derrocarlos.

En Rusia —donde la masonería había disfrutado de cierta tolerancia, especialmente en los territorios polacos— la situación cambió durante la segunda década del siglo XIX. No sólo se trataba del conocimiento acerca del papel que la masonería había representado en los planes expansivos de Napoleón, sino también la constancia de la forma en que albergaba movimientos subversivos. Así, en 1819, el zar Alejandro I fue informado de la creación de una logia por el comandante Victor Lucacinsky en la que sólo se admitía a polacos y que daba cobijo a movimientos nacionalistas. Sin embargo, el factor decisivo fue el informe Kushelev de 1821. Este documento —redactado por el militar ruso del mismo nombre— analizaba la situación de la masonería en Rusia. Kushelev señalaba que la mayoría de los masones no parecían ser peligrosos para la seguridad nacional, pero que, al mismo tiempo, resultaba obvio que las logias eran utilizadas para fraguar planes revolucionarios como los padecidos por el reino de Nápoles.

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