La respuesta de Alejandro I fue promulgar un decreto el 1 de agosto de 1822 en virtud del cual la masonería quedaba prohibida en Rusia. En noviembre del mismo año tuvo lugar la puesta en vigor de un decreto similar cuyo ámbito de aplicación era la parte de Polonia sometida a dominio ruso. A pesar de todo, es muy posible que las medidas no hubieran tenido mucha repercusión de no mediar un suceso que marcaría la historia rusa. Nos referimos a la insurrección de los Decembristas del año 1825. Este episodio —que ha sido objeto de los más diversos juicios de valor— dejó de manifiesto que, primero, los masones desempeñaban un papel esencial en las conjuras que pudieran urdirse contra el zar y, segundo, que para llevar a cabo sus propósitos estaban dispuestos a infiltrarse en ramas de la administración tan sensibles como el ejército. Como tendremos ocasión de ver, esa misma situación —vivida en Francia y en Nápoles— se estaba produciendo ya en España y en Hispanoamérica. No resulta por ello extraño que con esos antecedentes el zar Nicolás I decidiera que se aplicaran de manera rigurosa los decretos contra la masonería promulgados por su antecesor Alejandro I.
A pesar de todo, los episodios descritos eran susceptibles de ser objeto de valoraciones diversas. Por supuesto, para los masones, sus acciones subversivas —teóricamente, prohibidas en sus constituciones; sistemáticamente, burladas en la práctica— estaban cargadas de las mejores intenciones y eran el inevitable preludio de un mañana mejor en el que una minoría iluminada arrojaría su luz sobre las masas, mejorando su destino. Se trataba de un punto de vista discutible, pero que ha contado con paralelos realmente notables a lo largo del siglo XX. Fuera de las logias, los juicios eran variados. Obviamente, para muchos aquellos episodios protagonizados por los masones eran una señal alarmante de que una sociedad secreta tenía el poder suficiente como para aniquilar el orden social e implantar otro sometido a sus designios. Sin embargo, para otros, aquellos actos —ocasionalmente fallidos— constituían un faro de esperanza al equiparar el final de determinados sistemas sociales con un avance social y, sobre todo, al no captar cómo sería el nuevo orden. Lamentablemente para los masones, en septiembre de 1826 tuvo lugar en Nueva York un acontecimiento que dañaría considerablemente su imagen y que resultaba imposible enmascarar señalando a un utópico cambio social o a la esperanza de un mañana mejor. Nos referimos, claro está, al asesinato de William Morgan.
La masonería bajo el fuego (II): el asesinato de William Morgan y el movimiento antimasónico
William Morgan era un nativo del condado de Culpepper en Virginia, Estados Unidos. Durante una parte de su vida vivió en Canadá y en el estado de Nueva York y, finalmente, terminó trabajando en Batavia, condado de Genesee, en Nueva Jersey. Por esa época, fue iniciado en la masonería. Tras un tiempo de pertenencia, se desilusionó y decidió abandonarla. No se trataba de un episodio feliz. Sin embargo, posiblemente, no hubiera tenido mayores consecuencias de no ser porque se supo que Morgan estaba preparando un libro en el que tenía intención de revelar los secretos de los masones. Incluso había llegado a un acuerdo con David C. Miller, el director de un periódico local, para que lo publicara y había recibido un anticipo.
La reacción de los masones no se hizo esperar. Primero, colocaron anuncios en otros medios locales advirtiendo en contra de Morgan como elemento indeseable con el que era preferible no tener tratos. Acto seguido cancelaron la publicidad que tenían contratada en el periódico de Miller. Finalmente, reunieron una partida de cincuenta hombres con la intención de arrasar las oficinas de la publicación. Miller, que creía en la libertad de expresión, declaró inmediatamente que estaría esperando a los masones acompañado de algunos amigos. La advertencia detuvo al medio centenar de atacantes en potencia, pero no impidió que un par de noches más tarde los masones asaltaran el diario y le prendieran fuego, un fuego que Miller logró extinguir con no escaso esfuerzo.
Por sorprendente que pueda parecer, se trataba tan sólo del principio. Un viernes, un grupo de masones se dirigió a la casa de Morgan y, alegando deudas, lograron su arresto. El comportamiento era de dudosa legalidad —lo mismo podía decirse de las acusaciones— pero el alguacil era también masón y encerró a Morgan. Al saber Miller lo sucedido, acudió a la prisión con la intención de pagar cualquier cantidad que Morgan pudiera deber y lograr su puesta en libertad. Sin embargo, el alguacil desapareció durante aquel fin de semana, con lo que la puesta en libertad debía esperar, al menos, hasta el lunes.
Los «hijos de la viuda» aprovecharon aquellas horas para presionar a Morgan y señalarle que le pondrían en libertad si les entregaba el manuscrito. Morgan se negó tajantemente a hacerlo y entonces los masones acudieron a la casa de su antiguo hermano y la saquearon ante las protestas de su impotente esposa. Sin embargo, no lograron dar con el texto. En ese estado de cosas, llegó el lunes por la mañana.
De la manera más puntual, Miller se presentó en la cárcel y se ofreció a garantizar cualquier deuda de Morgan para lograr que le dejaran salir de su encierro. En ese momento, los masones alegaron que Morgan también había robado una camisa y que tenía contraída cierta deuda en Canandaigua. Acto seguido, lograron que Miller fuera detenido sin cargo alguno y procedieron a llevarse a Morgan de la población en dirección a Canandaigua.
Miller —que no era personaje que estuviera dispuesto a arredrarse— protestó con tanta vehemencia y puso de manifiesto tan claramente las consecuencias de aquel secuestro que fue puesto en libertad en unas horas. Sin embargo, Morgan no fue tan afortunado. El 13 de septiembre de 1826, un individuo llamado Lotan Lawson —que era masón— se dirigió a la cárcel de Canandaigua y, aprovechando la ausencia del sheriff, manifestó que venía a pagar la deuda de Morgan para que éste pudiera salir libre. La esposa del funcionario aceptó el pago en ausencia de su marido y Morgan se vio en la calle. Desconfiaba —y no era para menos—, y cuando Lawson le invitó a subir a un carro se negó. En ese momento, hicieron acto de presencia otros dos masones llamados Chesebro y Sawyer, que forzaron a Morgan a subir al vehículo. Tiempo después, algunos testigos oculares afirmarían que Morgan había gritado «¡Asesinato!» mientras el carro se desplazaba por las calles del lugar.
Durante el resto de aquel día y el siguiente, el carro viajó en dirección al río Niagara que señala la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Gracias al testimonio de diversas personas, se supo que, por ejemplo, se había unido a los secuestradores el sheriff del condado de Niagara, que era también masón y que, a pesar de que Morgan lo había pedido repetidas veces, se había negado a darle agua.
Durante la tarde del 14 de septiembre, el grupo de masones que había secuestrado a Morgan llegó a Fort Niagara. El establecimiento había sido abandonado por el Departamento de Defensa de Estados Unidos tan sólo un mes antes. Por supuesto, existía un vigilante del recinto, pero era masón y franqueó la entrada a la comitiva de secuestradores. No sólo eso. Además permitió que Morgan estuviera varios días recluido en el polvorín. Acto seguido, fue llevado por cuatro masones en un barco hacia Canadá. Según contaría después el piloto del transbordador, los masones habían llegado hasta el país vecino y allí habían intentado que otros hermanos se hicieran cargo de Morgan. Sin embargo, los masones canadienses manifestaron su negativa a ocuparse del secuestrado y, al fin y a la postre, éste fue devuelto a territorio de Estados Unidos para volver a su prisión en el polvorín de Fort Niagara. Sería la última vez que le viera vivo alguien que no fuera masón.
En el curso de una de las noches entre el 17 y el 21 de septiembre, los masones volvieron a llevar a Morgan al río Niagara, le ataron pesos de metal a los pies y, acto seguido, lo arrojaron al agua, donde murió ahogado. Sin embargo, si los hermanos pensaban que de esa manera silenciarían el testimonio de Morgan, estaban muy equivocados. Tanto Miller como la familia del secuestrado no habían dejado de elevar su voz contra un crimen como aquél y, por añadidura, cuando el libro fue finalmente publicado se convirtió en un verdadero best-seller. En un alarde de cinismo, los masones no sólo negaron lo sucedido, sino que incluso se permitieron acusar a Morgan y a Miller de haber tramado todo para aumentar las ventas de la obra.
La presión de la opinión pública llegó a hacerse tan fuerte que De Witt Clinton, masón y gobernador del estado de Nueva York, llegó a ofrecer una recompensa de trescientos dólares por cualquier información sobre Morgan. El cadáver no apareció, con lo que la probabilidad de un proceso por asesinato quedaba descartada. No podía decirse lo mismo de la acusación de secuestro ya que había varios testigos oculares y se sabía sobradamente quiénes habían sido los culpables. En 1827, Lawson fue condenado a dos años de prisión, Chesebro a uno y Sawyer y Sheldon a tres meses y un mes respectivamente. El sheriff del condado de Niagara fue también condenado a dos años y cuatro meses de cárcel.
De manera nada sorprendente, fueron muchos los norteamericanos que juzgaron que las sentencias eran demasiado livianas y que además debía atacarse el mal de raíz, es decir, que había que poner coto a las actividades de una sociedad secreta que amenazaba con la muerte a los que revelaban sus secretos. El 4 de julio —día de la Independencia— de 1828 se celebró en Le Roy, Nueva York, un mitin de antimasones en el que se denunció el caso Morgan y donde además se adoptó el compromiso de no votar a candidatos masones para un cargo público.
La situación resultaba especialmente delicada porque Andrew Jackson, el político más importante del partido demócrata, era masón y había sido Gran Maestro de las logias de Tennessee. Jackson era una figura carismática, pero de carácter personal muy controvertido. Ciertamente, se había batido en duelo varias veces y había vivido una relación adúltera con Rachel Robards, pero el hecho de mandar las fuerzas americanas que derrotaron a las británicas en la batalla de Nueva Orleans el 8 de enero de 1815 le había conferido un halo difícil de empañar.
En 1824 se enfrentó en la carrera a la presidencia con John Quiucy Adams y otros dos candidatos independientes. Ninguno de ellos obtuvo la mayoría y la Cámara de Representantes eligió entonces a Adams como presidente. De manera nada extraña, el enfrentamiento entre Adams y Jackson fue vivido por muchos corno un episodio más de la lucha entre los herederos de los puritanos y los masones por gobernar Estados Unidos. Mientras que Jackson era un masón dotado de un enorme carisma y se apoyaba en un mensaje populista, John Quincy Adams respondía a un patrón muy distinto. Carecía, desde luego, de la capacidad de atraer a las masas, pero, al mismo tiempo, era un hombre extraordinariamente culto, profundamente protestante e imbuido de unos principios que seguía sin desviación de ningún tipo.
John Quincy Adams conocía ya siete lenguas a la edad de diez años —entre ellas el español— y dominaba extraordinariamente bien la obra de Shakespeare y de los clásicos. A pesar de todo, sus conocimientos académicos —con seguridad ha sido el presidente más culto de la historia norteamericana— no le convirtieron en un hombre soberbio, sino en un personaje sencillo v serio que leía la Biblia todos los días, asistía a la iglesia con regularidad y oraba cotidianamente. John Quincy Adams fue un verdadero paladín de la lucha contra la esclavitud —seguramente muchos lo recordarán por su papel a favor de los esclavos en el caso del barco
Libertad
— y también del enfrentamiento contra la masonería, tanto por criterios espirituales como políticos. Sus
Cartas sobre la masonería
constituyen una fuente indispensable —pero, lamentablemente, poco conocida— de los peligros que millones de americanos atribuían a esta sociedad secreta a inicios del siglo XIX. El enfrentamiento entre Jackson y John Quincy Adams era el del cristianismo bíblico y la masonería. Un examen de la historia política de esa nación en tiempos posteriores pone de manifiesto hasta qué punto ese pugilato nunca ha dejado de existir.
En 1828, Jackson —a pesar de su derrota previa— fue nominado candidato demócrata a la presidencia. Frente a él volvió a alzarse el bloque protestante, que a esas alturas no sólo sostenía una clara impronta antimasónica, sino que, por añadidura, se manifestaba totalmente contrario a la institución de la esclavitud. Jackson supo llevar su campaña electoral con evidente habilidad y presentó a su oponente John Quincy Adams como un conservador de la vieja escuela al que debían desplazar las fuerzas del progreso. A pesar del tiempo pasado, hay que reconocer que Jackson —que defendía, por ejemplo, la causa de la esclavitud— se limitaba a utilizar una táctica que iba a dar buenos resultados no pocas veces en las elecciones celebradas a ambos lados del Atlántico.
Cuestión aparte, naturalmente, era que sus adversarios estuvieran dispuestos a rendirse ante lo que veían como una victoria de la masonería que podía dañar la misma esencia del sistema democrático. Así, John Quincy Adams inició toda una campaña en contra de los masones no sólo por el asesinato de William Morgan sino por su papel corruptor de la vida pública, una acusación, dicho sea de paso, que se repetiría vez tras vez en otras épocas y otros lugares del mundo. En mayo de 1833 llegó incluso a desafiar en carta abierta a Edward Livingston, que era uno de los masones que Jackson había incluido en su gabinete amén de Sumo Sacerdote del Capítulo General del Gran Arco Real de Estados Unidos. Adams apuntaba en ese texto a que la masonería era «una orden privilegiada plantada en la comunidad, más corruptora, más perniciosa que los títulos de nobleza que nuestra Constitución expresamente prohíbe».
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En otras palabras, lanzaba contra un miembro de la masonería —de una obediencia caracterizada además por su carácter esotérico y, por ello, claramente incompatible con el cristianismo— una acusación de amiguismo y corrupción que no había dejado de escucharse desde sus primeros tiempos en el siglo anterior.
Ni que decir tiene que las opiniones de John Quincy Adams eran compartidas por no pocos personajes de relevancia. Entre los que escribieron alguna obra señalando las razones más que motivadas para abandonar la masonería se hallaba uno de los personajes más relevantes de la historia de Estados Unidos, Charles G. Finney.
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Aunque prácticamente desconocido en una Europa que juzga con ligereza a unos Estados Unidos que ignora, Finney dejó una enorme impronta en la historia americana al ser protagonista de uno de los avivamientos nacionales. Finney había sido masón en su juventud, pero al experimentar una conversión a Cristo —antes del caso Morgan— encontró una absoluta incompatibilidad entre la fe del Nuevo Testamento y los principios y acciones de la masonería. Durante las siguientes décadas, Finney se dedicó a predicar —con inmensa repercusión— el Evangelio a la vez que apoyaba causas como la de la abolición de la esclavitud o la ayuda a los necesitados. En paralelo, señaló la imposibilidad de compatibilizar el cristianismo con la masonería —en su obra señaló dieciséis razones concretas por las que no era posible— y la necesidad que tenía la sociedad de protegerse de un colectivo tan pernicioso.