De enorme importancia para el futuro desarrollo de la Constitución norteamericana fue, por el contrario, la llegada de los puritanos a lo que después sería Estados Unidos. Puritanos fueron entre otros John Endicott, primer gobernador de Massachusetts; John Winthrop, el segundo gobernador de la citada colonia; Thomas Hooker, fundador de Connecticut; John Davenport, fundador de New Haven, y Roger Williams, fundador de Rhode Island. Incluso un cuáquero como William Penn, fundador de Pennsylvania y de la ciudad de Filadelfia, tuvo influencia puritana ya que se había educado con maestros de esta corriente teológica. Desde luego, la influencia educativa fue esencial ya que no en vano Harvard —como posteriormente Yale y Princeton— fue fundada en 1636 por los puritanos.
Cuando estalló la Revolución americana a finales del siglo XVIII, el peso de los puritanos en las colonias inglesas de América del Norte era enorme. De los aproximadamente tres millones de americanos que vivían a la sazón en aquel territorio, 900.000 eran puritanos de origen escocés, 600.000 eran puritanos ingleses y otros 500.000 eran calvinistas de extracción holandesa, alemana o francesa. Por si fuera poco, los anglicanos que vivían en las colonias eran en buena parte de simpatía calvinista ya que se regían por los
Treinta y nueve artículos
, un documento doctrinal con esta orientación. Así, dos terceras partes al menos de los habitantes de los futuros Estados Unidos eran calvinistas y el otro tercio en su mayoría se identificaba con grupos de disidentes, como los cuáqueros o los bautistas. La presencia, por el contrario, de católicos era casi testimonial y los metodistas aún no habían hecho acto de presencia con la fuerza que tendrían después en Estados Unidos.
El panorama resultaba tan obvio que en Inglaterra se denominó a la guerra de Independencia de Estados Unidos «la rebelión presbiteriana» y el propio rey Jorge III afirmó: «Atribuyo toda la culpa de estos extraordinarios acontecimientos a los presbiterianos.» Por lo que se refiere al primer ministro inglés Horace Walpole, resumió los sucesos ante el Parlamento afirmando que «la prima América se ha ido con un pretendiente presbiteriano». No se equivocaban y, por citar un ejemplo significativo, cuando el británico Cornwallis fue obligado a retirarse para, posteriormente, capitular en Yorktown, todos los coroneles del ejército americano salvo uno eran presbíteros de iglesias presbiterianas. Por lo que se refiere a los soldados y oficiales de la totalidad del ejército, algo más de la mitad también pertenecían a esta corriente religiosa.
Sin embargo, el influjo de los puritanos resultó especialmente decisivo en la redacción de la Constitución. Ciertamente, los denominados principios del calvinismo político fueron esenciales a la hora de darle forma, pero a ellos se unió otro absolutamente esencial que, por sí solo, sirve para explicar el desarrollo tan diferente seguido por la democracia en el mundo anglosajón v en el resto de Occidente.
La Biblia —y al respecto las confesiones surgidas de la Reforma fueron muy insistentes— enseña que el género humano es una especie profundamente afectada en su fibra moral como consecuencia de la caída de Adán. Por supuesto, los seres humanos pueden hacer buenos actos y realizar acciones que muestran que, aunque empañadas, llevan en sí la imagen y semejanza de Dios. Sin embargo, la tendencia al mal es innegable y hay que guardarse de ella cuidadosamente. Por ello, el poder político debe dividirse para evitar que se concentre en unas manos —lo que siempre derivará en corrupción y tiranía— y debe ser controlado. Esta visión pesimista —¿o simplemente realista?— de la naturaleza humana ya había llevado en el siglo XVI a los puritanos a concebir una forma de gobierno eclesial que, a diferencia del episcopalismo católico o anglicano, dividía el poder eclesial en varias instancias que se frenaban y contrapesaban entre sí evitando la corrupción.
Esa misma línea fue la seguida a finales del siglo XVIII para redactar la Constitución americana. De hecho, el primer texto independentista norteamericano no fue, como generalmente se piensa, la declaración de independencia redactada por Thomas Jefferson sino el documento del que el futuro presidente norteamericano la copió. Este no fue otro que la Declaración de Mecklenburg, suscrita por presbiterianos de origen escocés e irlandés, en Carolina del norte el 20 de mayo de 1775.
La Declaración de Mecklenburg contenía todos los puntos que un año después desarrollaría Jefferson, desde la soberanía nacional hasta la lucha contra la tiranía, pasando por el carácter electivo del poder político y la división de poderes. Por añadidura, fue aprobada por una asamblea de veintisiete diputados —todos ellos puritanos—, de los que un tercio eran presbíteros de la Iglesia presbiteriana, incluyendo a su presidente y secretario.
La deuda de Jefferson con la Declaración de Mecklenburg ya fue señalada por su biógrafo Tucker pero además cuenta con una clara base textual y es que el texto inicial de Jefferson —que ha llegado hasta nosotros— presenta notables enmiendas, y éstas se corresponden puntualmente con la declaración de los presbiterianos.
El carácter puritano de la Constitución —reconocida magníficamente, por ejemplo, por el español Emilio Castelar— iba a tener una trascendencia innegable. Mientras que el optimismo antropológico de Rousseau, profundamente masónico, derivó en el Terror de 1792 y, al fin y a la postre, en la dictadura napoleónica, o el no menos optimista socialismo propugna un paraíso cuya antesala era la dictadura del proletariado, los puritanos habían trasladado desde sus iglesias a la totalidad de la nación un sistema de gobierno que podía basarse en conceptos desagradables para la autoestima humana pero que, traducidos a la práctica, resultaron de una eficacia y solidez incomparables. Si a este aspecto sumamos además la práctica de algunas cualidades, como el trabajo, el impulso empresarial, el énfasis en la educación o la fe en un destino futuro que se concibe como totalmente en manos de un Dios soberano, justo y bueno, contaremos con muchas de las claves para explicar no sólo la evolución histórica de Estados Unidos sino también sus diferencias con los demás países del continente y, de manera esencial, con procesos revolucionarios de inspiración masónica.
Esa contraposición, de manera bien comprensible, por otra parte, permanecería a lo largo de la historia de Estados Unidos que, en no escasa medida, ha sido un enfrentamiento casi ininterrumpido entre la cosmovisión cristiana de los puritanos y la masónica.
El inicio de la Revolución
El año 1789 estuvo preñado de acontecimientos relevantes para la masonería. Fue, corno ya vimos, el del final de la carrera de Cagliostro, pero, sobre todo, el del inicio de la Revolución francesa,
[1]
un proceso que pudo haberse evitado y que seguramente nunca se habría desencadenado por el simple peso de las circunstancias.
[2]
En 1788, las dificultades financieras del gobierno francés, sumadas a la negativa de la Asamblea de notables de renunciar a sus exenciones fiscales, obligaron a Luis XVI a convocar los Estados Generales. Como todos los parlamentos iniciales, los Estados tenían como misión fundamental controlar la creación de nuevos impuestos o la subida de los ya existentes gracias al freno que imponían los estamentos —estados— aristocrático, eclesiástico y popular. Sin embargo, la política absolutista de Luis XIV y Luis XV había prescindido de ellos con relativa facilidad. Ahora, durante su convocatoria, un miembro de la Logia de las Nueve Hermanas, llamado Sieyes, publicó un librito titulado
¿Qué es el Tercer Estado?
, en el que anunciaba un programa de cambio político centrado precisamente en el citado estamento.
Cuando los Estados Generales se reunieron en Versalles el 4 de mayo de 1789, los representantes del Tercer Estado decidieron desafiar las votaciones por estamentos, lo que implicaba una transformación esencial del modelo político. El gran protagonista de esta maniobra era un masón llamado Honoré Gabriel Riqueti, conde de Mirabeau. Se trataba de un personaje peculiar sobre el que había recaído en el pasado una condena por violación y que había sido incluso encarcelado a petición de su padre para evitar sus comprometedoras aventuras amorosas.
Mirabeau capitaneó la transformación del Tercer Estado en una Asamblea nacional con poderes legislativos, una acción que casaba mal con la pretensión de la masonería de no enfrentarse con el orden constituido, pero que no provocó ninguna reacción por parte de Luis XVI. La situación de aparente
impasse
fue resuelta por otro masón llamado Camille Desmoulins, también miembro de la Logia de las Nueve Hermanas, que condujo a las turbas de París hasta la Bastilla el 14 de julio de 1789. El episodio sería convertido en un símbolo del asalto del pueblo a la tiranía. La verdad es que en la Bastilla no había recluido casi nadie en aquellos días —tan sólo cuatro internos— y que las turbas derramaron despiadadamente la sangre de no pocos inocentes que tuvieron la desgracia de cruzarse en su camino.
Poco podía dudarse de que Francia estaba viviendo un proceso abiertamente revolucionario y, como es habitual en los mismos, no tardó en crearse una fuerza armada que lo sostuviera e impusiera. Nació así la denominada Guardia Nacional que estaba a las órdenes de otro masón, el marqués de La Fayette, que había combatido en la Revolución americana. En octubre de 1789, aprovechando una manifestación de mujeres que se dirigió a Versalles, La Fayette convenció a los reyes para que abandonaran el palacio en el que residían y se trasladaran a París. Teóricamente, ese paso acercaba a los monarcas al pueblo. En realidad, como quedaría trágicamente de manifiesto, sólo los puso al alcance del populacho.
Durante los meses siguientes, tanto Mirabeau como La Fayette representaron su papel esencial en un proceso que, teóricamente, estaba conduciendo a Francia por un sendero constitucional semejante al inglés. Sin embargo, no resultaba fácil controlar un proceso de deterioro del orden corno el impulsado en los tiempos inmediatamente anteriores. En el verano de 1790 se produjeron varios motines en distintas guarniciones donde los soldados —un fenómeno repetido en Rusia en 1917 y en España en 1936— se quejaban de la disciplina militar. Inicialmente, el marqués de Bouillé, encargado por la Asamblea nacional de acabar con aquella situación, recurrió a la persuasión y a las promesas. Sin embargo, finalmente, no tuvo más remedio que detener a algunos de los sublevados y ejecutar a veinticuatro de ellos. La ocasión fue aprovechada por los miembros más radicales de la Asamblea para debilitar la posición de Mirabeau. De manera bien significativa, los que se oponían con más claridad a la conclusión del proceso revolucionario con un sistema como el inglés eran dos masones cuyo nombre permanecería indisolublemente ligado a la Revolución francesa: Marat y Danton.
La Convención
Marat había nacido en el cantón de Neuchátel, en Suiza, en 1743. Médico de cierto éxito, había viajado por Holanda e Inglaterra y fue precisamente durante su estancia en Londres cuando fue iniciado en la masonería. A diferencia de otros autores de la época. Marar no creía en el sistema parlamentario inglés contra el que escribió dos obras
Reflexions on the Faults in the English Constitution
y
The Chains of Slavery
. Por el contrario, abogaba por un cambio político de carácter mucho más radical. A su regreso a Francia, Marat comenzó a tener entre sus clientes a diferentes personajes de la nobleza, como el conde de Artois —un hermano masón—, y a labrarse una posición acomodada. Cuando se inició la revolución en 1789, Marat no dudó en dedicarse a ella en cuerpo y alma, contando con la colaboración de Danton, otro de los miembros de la Logia de las Nueve Hermanas. No resulta extraño que en julio de 1790 el gobierno español recibiera un informe de su embajador en París donde se indicaba que los masones estaban preparando una revolución que se extendería por toda Europa. El texto —donde por primera vez se hacía referencia al color rojo como el utilizado por los revolucionarios— venía además corroborado por una información semejante también dirigida al gobierno español pero esta vez procedente de Turín.
[3]
Antes de que concluyera el año eran varios los gobiernos europeos que se preparaban para defenderse de una posible amenaza subversiva. Entonces, los acontecimientos se precipitaron de una manera que pareció confirmar la veracidad de sus temores.
En abril de 1791 tuvo lugar la muerte de Mirabeau y, efectivamente, la revolución se radicalizó todavía más. En junio, Luis XVI y María Antonieta intentaron escapar de Francia, convencidos de que sus vidas peligraban. La pareja real fue descubierta en Varennes, cuando se encontraba apenas a un kilómetro de la frontera, y obligada a regresar a París. El 17 de julio de 1791, el primer mes después de la huida, se celebró una extraordinaria manifestación contra la monarquía en el Campo de Marte.
Resultaba obvio que la suerte de Luis XVI y de su esposa pendía de un hilo y, sobre todo, que era más que previsible que el derrocamiento de la monarquía en Francia fuera seguido por episodios similares en otras naciones. Por ello, resulta comprensible que en agosto de 1791 el emperador Leopoldo de Austria y el rey Federico Guillermo de Prusia se entrevistaran en Pilnitz con la intención de estudiar una posible acción conjunta. El asesinato de Gustavo 11I de Suecia en marzo de 1792 en Estocolmo —la base lejana del argumento de la ópera
Un Bailo in Maschera de Verdi
— sólo sirvió para aumentar la inquietud en las distintas casas reales. Con todo, la agresión acabó viniendo no de las testas coronadas sino de los revolucionarios franceses. Así, el nuevo gobierno francés, formado en abril de 1792, declaró la guerra a Austria y Prusia. El 20 de junio, las turbas irrumpieron en las Tullerías, donde estaba recluida la familia real, y obligaron al rey a ponerse en la cabeza el gorro rojo, símbolo de la Revolución. Una vez más, el triunfo sólo sirvió de acicate a los que lo habían obtenido. El sector más extremo de los revolucionarios —los jacobinos— vio llegado el momento de proclamar la República e hicieron un llamamiento a Marsella para que les enviara un cuerpo de voluntarios con los que acabar con la monarquía. El ejército estaba al mando de un masón llamado Francois Joseph Westermann y cantaba un himno compuesto por otro masón, Rouget de Lisle, con el título de
Chant de 1'Armée du Rhin
. Sin embargo, a partir de entonces la canción sería conocida como
La Marsellesa
.