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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Drama, #Romántico

Los novios búlgaros (25 page)

BOOK: Los novios búlgaros
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Podía quedarme allí cuanto quisiera. Toda la vida, si la Tiralíneas tenía razón. Estaba en una nave enorme, desierta. Durante unos segundos tuve la impresión de que allí dentro no había atmósfera. Al fondo, el funcionario del control estaría vigilándome; sabía que yo no era abogado y se había permitido poner reparos a la autorización del director. Los funcionarios que avisaban a los internos no se preocupaban de mí. Una luz compacta y despegada, que entraba por ventanas muy distantes del suelo, se quedaba en la parte alta de la nave y dejaba el resto en una penumbra suave y extrañamente uniforme. No olía a nada en aquel lugar. Frente a mí, las cabinas para los abogados, separadas del espacio reservado a los internos por un cristal y una reja, no consentirían expresiones demasiado dramáticas o fogosas. Tendría que ser prudente, comportarme como un caballero y no dar la nota. Cuando vi aparecer a Kyril por detrás de los funcionarios -dijeron su nombre y nos adjudicaron la cabina número tres—, vi su sorpresa, quizás un instante de decepción, su alegría.

—Gracias, muchísimas gracias, hombre —me dijo—. Creí que había venido el abogado a traerme buenas noticias. Me alegra muchísimo verte. De verdad. Muchísimo.

Pegué mi puño cerrado al cristal y él hizo lo mismo al otro lado. Se me ocurrió que era un gesto de lo más viril.

—Me da mucha vergüenza que me veas aquí —dijo—. Perdóname, hombre.

Era conmovedor que me pidiese perdón. Quizás por ponerme en aquel aprieto. Quizás por haber sido tan imbécil como para dejarse atrapar. Se agarró a las rejas e hizo ademán de darse contra ellas un cabezazo. Le pedí, procurando no poner demasiada cara de pena para no dar el cante, que me perdonase él a mí, pero que hacía cuanto estaba en mis manos para sacarle lo antes posible. Los ojos le brillaron de orgullo cuando supo que el director en persona me había acompañado. Tenía un aspecto magnífico: limpio, un poco más delgado. El chándal le sentaba divinamente. Estaba contento porque le habían hecho subdelegado de deportes en la quinta galería y le habían quitado los cuatro puntos negros que se había ganado a pulso al pelearse con otros presos. En el gimnasio podía moverse de verdad, no como en el patio, siempre en círculo. El abogado había ido por fin a verle y le aseguró que todo iba por buen camino; quizás pasara en casa el fin de semana. El ya le había conseguido al abogado cuatro clientes que estaban dispuestos a pagarle muy bien. Me pidió que se lo dijera. En cuanto estuviera libre, trataría de ayudar al búlgaro que estaba con él en la galería, muy inteligente, me dijo, y me conocía a mí. De casa de Gildo, al parecer. De buena se libró Gildo, dijo Kyril. Estuvieron pensando en secuestrarlo a él, a Gildo, pero al final se decidieron por otro porque pensaban que tenía más pasta. Creí que me faltaba el aire de repente.

—No te preocupes, hombre —me dijo Kyril—. A ti ningún búlgaro te hará nunca nada malo.

Necesitaba salir de allí, respirar.

—Tengo que irme ya, Kyril.

—Gracias por el chándal, hombre.

—Al salir, te pondré un poco de dinero, si puedo. Cuídate, por favor. Sé bueno.

—Y tú —dijo él, y me miró como advirtiéndome amigablemente que, tarde o temprano, uno se entera de todo.

Volvimos a juntar los puños a través del cristal. Aquella virilidad tan sobria estaba empezando a resultarme insufrible.

—Cuida de Kalina —me pidió.

—No te preocupes. En seguida volverás a cuidar de ella.

Sonrió.

—Pero tú la cuidas mejor —dijo.

—Hasta pronto, Kyril.

—Hasta pronto, hombre.

Salí a la nave. Cuando me volví, Kyril ya iba por el pasillo, muy despacio, mirándome. Era angustioso. Yo estaba solo, en medio de aquel lugar sin olor, con aquella luz lejana y densa, desdeñosa. Kyril se detuvo un momento. Sonrió de nuevo, sin convicción. Pero levantó el dedo pulgar de la mano derecha; para darse ánimos a sí mismo, para darme ánimos a mí. Y entonces a mí el brazo se me movió por su cuenta, olvidando que yo tenía que seguir siendo viril, y me llevó la mano abierta a los labios, y yo en los dedos deposité un beso, y el beso —como si yo estuviera asomado a un balcón lleno de macetas— se lo lancé a Kyril en medio de aquel vacío sin olor, sin luz, sin un detalle.

Creo que Kyril estuvo a punto de desmayarse. Y yo, abochornado de repente, me juré no contárselo a nadie.

Pero se lo conté. A todo el mundo. En cuanto el abogado, al día siguiente, me llamó para anunciarme que Kyril saldría casi seguro antes del fin de semana, porque el informe del laboratorio era incontestable: aquello era cafeína y sólo cafeína. A Kalina ya se lo había dicho. Kalina me llamó. Yo llamé a la Tiralíneas, a la Mogambo, a la Ley de los Angeles.

—Cuánto me alegra —dijo el abogado mercantilista—. Pero estaba a punto de llamarte. En la Puerta del Sol lo sabe todo el mundo.

—¿Qué saben?

—Todo. Y te juro que yo no he dicho ni palabra. La Perseguida anda diciendo que ella hasta ha visto al tuyo retratado en los periódicos. Y que le piden diez millones de fianza por atraco a mano armada, exportación e importación de coches robados, allanamiento de morada y tráfico de heroína. ¡De heroína! Ya le he dicho que pocos millones me parecen para todo eso.

Poquísimos. Eso había que aclararlo. Me planté aquella misma tarde en la Puerta del Sol. Y esperaba encontrarme, con las dentaduras dispuestas a masticarme bien, un hervidero de loquipérfidas, pero todos me recibieron con mucha soltura y frivolidad, como si fueran actrices británicas. Nadie hacía la menor alusión al contratiempo de Kyril. Como si no supieran nada. Como si quisieran ocultarme algo. No podía más. Le dije a Gildo, en un aparte:

—Tengo que hablarte de algo.

Vio el cielo abierto.

—Maruja, menos mal —dijo, encantado—. Lo sé todo.

Y la Tremenda también lo sabía todo. Y la Manos-largas. Y, por supuesto, la Perseguida. Sabían más que yo. Mucho más que yo. Cosas absurdas. Nada de lo que sabían era verdad, pero lo sabían todo. Todos los detalles. Desde hacía tiempo. Muchísimo tiempo. Pero habían sido discretas, me dijeron. Respetaban que yo no dijese nada.

Habían respetado mi lógica preocupación. También ellos estaban preocupados. Todos. Eso sí, preocupados por mí. Por lo mal que lo estaría pasando. Y por el dineral que iba a costarme todo aquello. Decían que diez millones. ¿Podían echarme una mano? Espiritual, desde luego. Hasta la Perseguida se había ofrecido a ayudar porque ella «tenía conocimientos en los juzgados». Cuando les dije que Kyril iba a salir en seguida creo que se alegraron de verdad. Quizás había sido injusto con ellos.

—Si podemos hacer algo, aquí nos tienes —se ofreció Gildo, en nombre de todos.

Buenas chicas.

Pero no fue necesario hacer nada especial. El viernes, Luis, el abogado, muy contento, llamó a Kalina para decirle que el juez acababa de decretar la excarcelación y que esa misma tarde, de las cinco en adelante, Kyril estaría libre. Kalina, radiante, me llamó a mí. Quedamos para comer juntos.

—Cococha quería venir también a esperar a Kyril —me dijo, cuando ya era hora de salir para Carabanchel—. Pero yo prefiero ir sola.

Un modo discreto de pedirme que renunciara a acompañarla.

—Claro, Kalina. Ya me llamaréis.

—En cuanto lleguemos a casa. Espero que no salga muy tarde. El viaje en metro es larguísimo.

—¿En metro? Es horrible. ¿No tienes dinero para un taxi?

Sonrió. Sabía decir las cosas, y decirlas en el momento oportuno.

—Nada —dijo.

Le di quince mil pesetas, todo lo que llevaba encima. Kyril querría celebrarlo.

—No es posible, Daniel. No sé cómo vamos a devolverte todo el dinero.

—No tenéis que devolverme nada.

Kalina no parecía sorprendida. Ni recelosa. Ni intrigada.

—Hay muy poca gente que haría lo que haces tú —dijo, segura, con naturalidad.

Era el momento de que yo hiciera lo mismo.

—Tú sabes —dije, seguro, con naturalidad— que yo quiero mucho a Kyril.

Sonrió. Sabía decir las cosas, y cuándo decirlas.

—Ya lo sé —dijo—. Claro que lo sé.

XVII.
Donde el búlgaro dice no, aunque parezca que dice sí

El conocimiento no alimenta la resignación. El conocimiento crece como un árbol y destroza las paredes siempre débiles de la conformidad. Para colmo, el conocimiento y el
rakía
se repelen. Yo esperaba encontrar en el
rakía
un consuelo parecido al del olvido y la ignorancia, un consuelo compacto y erguido como una yegua inundada por el celo, confiaba en el aguardiente como las heroínas de las coplas, y el endemoniado aguardiente búlgaro no hay quien lo soporte. Estaba dispuesto a sumergirme como una perdida en los turbiones anestésicos del alcohol, pero es evidente que el alcohol no se hizo para consolarme. Me basta comprobar que el
rakía
apenas huele para que me venzan los olores suntuosos y mortificantes del recuerdo, la sabiduría asfixiante de la memoria, que uno siempre ha tenido una memoria muy racial. Así no hay quien se resigne.

Kyril y Kalina se han ido.

Habían vuelto a encontrar trabajo, siempre de noche, pero Madrid les resultaba hostil y Kalina no acababa de recibir el permiso de residencia. El viaje inoportuno a Bulgaria le obligó a iniciar los trámites de nuevo y todo eran retrasos, equivocaciones, vaguedades, documentos provisionales. Kyril me dijo que estaban pensando incluso en volver a Bulgaria, quizás para el verano, aunque no fuera más que para casarse por fin en la iglesia de Alexandr Nevski, con toda pompa, y terminar de una vez con aquel noviazgo raro y difícil que a lo mejor era el culpable de todas sus desgracias. Además, añadió, no podían pasarse la vida entera dependiendo de mí.

Dos meses atrás, le habría dicho que podían depender de mí todo lo que quisieran. Pero Kyril tenía razón: después de todo lo que había pasado, una repetición de cualquiera de los acontecimientos más arriesgados o penosos no despertaría ya la generosidad de ningún caballero y, en el caso de iniciar una nueva vida, más tranquila y quizás más resignada, ellos tenían derecho a vivirla sin tutela. El mundo, hecho añicos, estaba hecho añicos para todos; a ellos les correspondía ya hacer con esos añicos aunque sólo fuera un lugar propio y habitable. Para emprender esa nueva vida, para llegar a ese lugar, lo único que necesitaban —qué raro— era un coche.

—Pero no un coche como el de antes —se apresuró a aclararme Kyril—. Un coche español está bien. De segunda mano. Me venden uno bastante guapo por trescientas mil. Yo puedo arreglarlo un poco y soy capaz de llegar con él hasta el fin del mundo.

A pesar de la fanfarronería final —llegar al fin del mundo con un coche insignificante—, Kyril empezaba por lo visto a estar resignado, y yo no estaba seguro de que le sentara bien la resignación. Toda la expresión de su cara se había suavizado un poco y seguramente ya no provocaría recelos en quien le viera por primera vez. A su lado, Kalina parecía feliz. Allí tenía a su hombre, aplacado por las inclemencias de la vida perdularia, escarmentado, dispuesto a probar las ventajas de la docilidad, conforme con conducir un coche corriente y llevarla a ella, y sólo a ella, si no al fin del mundo, al menos a un lugar tranquilo y barato en el que poder vivir juntos como gente normal. Kalina lo reclamaba entero y en exclusiva. Estaba en su completo derecho; como Kyril había dicho, no podían pasarse la vida entera dependiendo de mí. Yo seguía queriendo a aquel muchacho, pero al cabo de unas semanas sería tan previsible como el empleado de una gestoría. Y el empleado de una gestoría, ¿a quién puede estimularle la generosidad?

—El problema es que me faltan cien mil pesetas para el coche —me dijo Kyril—. Me han dicho que hay un sitio donde puedo dar el oro, sin venderlo, y me prestan dinero. Después, cuando yo devuelvo el dinero, ellos me devuelven el oro.

—Eso se llama empeñar, Kyril. Yo no lo he hecho nunca —como dirían mis tías, gracias a Dios nunca hizo falta—, pero sé dónde hay que ir, y seguro que no tienes ninguna dificultad.

Yo mismo me sorprendí de aquel despego. Por cien mil miserables pesetas, me comportaba exactamente como lo que era: un consultor. Me había convertido de repente en consultor del Monte de Piedad. Y no tenía remordimientos. Al contrario. Un caballero sabe cuándo está de sobra en algún sitio. Y allí, en aquel amor a dos, en aquel embrión de familia como cualquier otra, yo sobraba. Era mucho más noble aconsejarles amistosamente que, mediante el subterfugio de la generosidad, tratar de ocupar un lugar y compartir una emoción que no me correspondían. Hay un límite para que la generosidad no se convierta en villanía; un caballero nunca lo traspasa.

—¿Puedes venir conmigo? —me pidió.

—Naturalmente, Kyril. Y supongo que conviene ir pronto.

Yo no daba muestras de debilidad. Tampoco parecía que Kyril lo pretendiese. Quedamos al día siguiente, muy temprano. Pasó a recogerme pero no llegó a subir a casa, me esperó en el portal del edificio. Llevaba puesto todo el oro: las cadenas al cuello, por encima del jersey; las pulseras; los anillos en todos los dedos de la mano, excepto en los pulgares. Procuré no ponerme sentimental.

Pero no pude evitar acordarme de la tarde en que Kyril vino a casa, a pedirme en silencio que hiciera algo para impedirle actuar en el
peep-show
, con aquella búlgara que tampoco tenía nada mejor que ofrecer. Era la imagen misma de la rendición. Nadie es importante si no tiene oro, me había dicho mil veces. Pero Kalina —pensé, malévolo— es una muchacha de oro. Que se resignara también a lucir solamente a Kalina. ¿O acaso era yo un amigo de oro?

Me había dicho que sí, que más que de oro. Me lo dijo con todo su afecto y toda su gratitud el primer día que nos vimos a solas después de que él saliera de la cárcel. Mi carta le había hecho muy feliz. Mientras me abrazaba, recién llegado de aquel largo y penoso viaje, dijo algo en búlgaro que no entendí, pero que me sonó muy dulce y sincero. Yo le dije lo principal que tenía que decirle en un excelente francés. La última vez. Seguro que pronto olvidaría todo el francés que aprendió en la Legión Extranjera. Todo el francés que habíamos perfeccionado.

—Me siento como si fueran a cortarme un brazo —reconoció Kyril, con una sonrisa muy tristona—. Los dos brazos. Y el cuello.

—Seguro que pronto podrás recuperar tus brazos, hombre. Y tu cuello —le animé—. A Kalina y a ti todo va a empezar a saliros bien.

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