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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (100 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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Ayla y Jondalar no temían en absoluto que el período de prueba en el que tenían que estar completamente solos pusiera de manifiesto que eran incompatibles. Ya habían pasado solos la mayor parte de un año, salvo por las breves visitas a unas cuantas cavernas a lo largo del viaje. Los dos esperaban con ganas ese período de intimidad forzosa, ahora iban a disfrutarlo especialmente al sentirse relajados, sin la presión de las dificultades que suponía viajar.

Al salir del alojamiento, las cuatro parejas caminaron juntas hacia sus campamentos. Janida y Peridal fueron los primeros en desviarse. Antes de irse, la muchacha tendió las dos manos a Levela.

–Quiero darte las gracias por incluirnos y hacernos sentir acogidos –dijo–. Al entrar, he tenido la sensación de que todos nos miraban, y no sabía qué hacer. Pero cuando nos marchábamos he notado que la gente miraba a Joplaya y Echozar, y a Ayla y Jondalar, e incluso a ti y Jondecam. Quizá todo el mundo miraba a todo el mundo, pero tú has sido quien me ha permitido sentirme parte de algo, no aislada o al margen.

Se inclinó y rozó la mejilla de Levela con la suya.

Cuando siguieron su camino, Jondalar comentó:

–Janida es una muchacha inteligente. Peridal puede considerarse afortunado de haberla conseguido, y espero que sepa valorarla.

–Parece haber un sincero afecto entre ellos –dijo Levela–. Me pregunto por qué se resistía él a la unión.

–Supongo que esa resistencia partía más de su madre que de él –observó Jondecam.

–Creo que tienes razón –convino Ayla–. Peridal es muy joven. Su madre todavía debe de ejercer mucha influencia sobre él. Pero también Janida. ¿Cuántos años tendrán?

–Diría que tanto ella como él tienen trece años –aventuró Levela–. Ella quizá recién cumplidos; pero él debe de tener unas cuantas lunas más, estará cerca de los catorce años.

–A su lado, yo soy un viejo –dijo Jondalar–. Yo tengo dos manos más de años, veintitrés. Peridal ni siquiera ha tenido ocasión aún de vivir en un alojamiento alejado.

–Y yo soy una anciana –añadió Ayla–. Tengo diecinueve años.

–Ésos no son muchos años, Ayla –dijo Joplaya–. Yo tengo veinte.

–¿Y tú, Echozar? –preguntó Jondecam–. ¿Cuántos años tienes?

–No tengo la menor idea. Nadie me lo ha dicho ni, que yo sepa, ha intentado nunca llevar la cuenta.

–¿Has tratado alguna vez de remontarte en el tiempo y recordar un año tras otro? –preguntó Levela.

–Tengo buena memoria, pero mis recuerdos de la niñez son muy borrosos, y cada estación se funde con la siguiente –respondió Echozar.

–Yo tengo diecisiete años –dijo Levela.

–Y yo veinte –informó Jondecam voluntariamente–. Y ahí está nuestro campamento. Hasta mañana.

Se despidieron de los cuatro que siguieron hacia el campamento combinado de Zelandonii y Lanzadonii con el habitual gesto de «volver a visitarnos mañana».

Ayla madrugó el día que ella y Jondalar iban a emparejarse. La tenue luz previa al amanecer se filtraba débilmente a través de las rendijas de los paneles casi opacos del refugio, marcando las junturas y perfilando la abertura de la entrada. Yació inmóvil intentando distinguir los detalles de las oscuras siluetas que se recortaban contra las paredes.

Oía la acompasada respiración de Jondalar. Se levantó sigilosamente y contempló el rostro del hombre que dormía a su lado en la penumbra. La nariz fina y recta, la angulosa mandíbula, la ancha frente. Recordó la primera vez que, en la cueva del valle, había observado su cara mientras dormía. Era el primer hombre de los de su propia raza que ella veía –por lo que podía recordar–. Estaba gravemente herido. No sabía si sobreviviría, pero ya entonces pensó que era hermoso.

Aún lo pensaba ahora, aunque más tarde supo que normalmente no se calificaba de «hermosos» a los hombres. El amor que sentía por él se extendió por todo su cuerpo hasta llenarla por completo. Prácticamente ni siquiera podía soportar aquel sentimiento, era doloroso de tan intenso, y a la vez maravillosamente cálido. Apenas podía contenerse. Se levantó sin hacer ruido, se vistió deprisa y salió del alojamiento.

Dirigió la mirada más allá del campamento. Desde la ligera elevación veía extenderse ante ella el valle del Río. En la semioscuridad, los alojamientos parecían montículos negros que surgieran de la tierra desdibujada, cada una con su poste central en torno al cual se sostenía el resto de la estructura. El campamento se hallaba aún sumido en el silencio, muy distinto del sitio activo y bullicioso en que se convertiría más tarde. Ayla fue hacia el riachuelo y lo siguió corriente arriba. Clareaba perceptiblemente, e iban desapareciendo las parpadeantes chispas que salpicaban el cielo. En el cercado, los caballos la vieron aproximarse y la saludaron con suaves relinchos. Ayla se dirigió hacia ellos, pasando bajo los maderos colocados horizontalmente entre las estacas que delimitaban el espacio. Rodeó con el brazo el cuello de la yegua amarillenta.

–Hoy es el día que Jondalar y yo nos emparejaremos, Whinney. Parece que ha pasado tanto tiempo desde que lo llevaste sangrando y casi muerto a la cueva. Hemos recorrido tan largo camino desde entonces. Nunca volveremos a ver aquel valle –dijo Ayla al animal.

Corredor la tocó con el testuz, reclamando su parte de atención. Ayla dio unas palmadas al corcel castaño y abrazó su robusto cuello. Lobo salió del bosque, regresando de su cacería nocturna. Trotó hacia la mujer rodeada por los caballos.

–Por fin apareces, Lobo –dijo Ayla–. ¿Dónde te habías metido? Esta mañana no estabas. –Con el rabillo del ojo, percibió un movimiento entre los árboles. Alzó la vista justo a tiempo de ver un segundo lobo, oscuro, ocultarse tras la espesa maleza. Se agachó, cogió entre las manos la cabeza de Lobo y acariciándole los carrillos peludos dijo–: ¿Has encontrado pareja, o un amigo? ¿Quieres volver a la vida salvaje, como hizo Bebé? Te echaría de menos, pero nunca te apartaría de tu pareja.

El lobo dejó escapar un suave gruñido de satisfacción mientras ella le frotaba. Por lo visto, de momento no tenía intención de volver junto a la oscura figura escondida en el bosque.

El borde superior del sol asomó por el horizonte. Ayla olió el humo de las hogueras matutinas del campamento y miró río abajo. Unos cuantos madrugadores iban ya de un lado a otro. El campamento cobraba vida.

Vio a Jondalar acercarse a grandes zancadas, con el entrecejo fruncido. Era una expresión habitual en él. «Siempre está preocupado por algo», pensó Ayla. Se había familiarizado con todas las arrugas y movimientos de su cara. A menudo lo observaba furtivamente, siguiéndolo con la mirada dondequiera que estuviese o hiciera lo que hiciese. Arrugaba la frente del mismo modo cuando se concentraba en un nuevo trozo de pedernal, como si intentara distinguir las invisibles partículas del homogéneo material para adivinar por dónde se partiría. A Ayla le encantaban sus expresiones, pero le gustaba sobre todo cuando sonreía de manera cordial y burlona, o cuando la miraba con los ojos muy abiertos, rebosante de amor y deseo.

–Me he despertado y no estabas –dijo Jondalar, todavía de lejos.

–Me he despertado temprano y no podía dormir –explicó Ayla–, por eso he salido. Me parece que Lobo tiene una compañera escondida en el bosque. Por eso se había ido esta mañana.

–Una buena razón para irse. Si yo tuviese una compañera, no me importaría escaparme con ella al bosque –dijo él con una sonrisa que le borró las arrugas de preocupación de la frente.

Rodeó a Ayla con los brazos y, acercándosela, inclinó la cabeza para mirarla. Ella tenía aún el cabello alborotado de dormir, y le caía suelto sobre los hombros, encuadrando su rostro en una masa de ondas trigueñas. Había empezado a llevar el pelo recogido alrededor de la cabeza como las mujeres de la caverna, pero a él seguía gustándole más cuando lo llevaba suelto, tal como la primera vez que la vio desnuda bajo la luz del sol, ante la cueva del valle, después de bañarse en el río.

–Tendrás una compañera antes de que acabe el día –dijo Ayla–. ¿Adónde querrías huir con ella?

–Hasta el final de mi vida –respondió él, y la besó.

–¡Por fin os encuentro! Recordad que es el día de vuestro emparejamiento. Nada de placeres hasta después de la ceremonia –era Joharran–. Marthona quiere verte, Ayla. Me ha pedido que saliera a buscarte.

Ella volvió al alojamiento. Marthona le había preparado una infusión.

–Hoy has de ayunar, Ayla, así que tienes que conformarte con esto.

–Ya me viene bien. No creo que pudiera comer. Gracias, Marthona –contestó la joven, y observó a Jondalar salir cargado de bultos con Joharran.

Jondalar vio que Joharran le hacía señas desde el otro extremo de un campo cuando se disponía a entrar en el alojamiento que compartía con algunos de los otros hombres que se emparejarían esa noche. Muchos de ellos estaban unidos por lazos familiares, y todos tenían al menos uno o dos amigos o parientes en el grupo. Jondalar acababa de trasladar todo lo que necesitaría durante el período de prueba de catorce días a una pequeña tienda que había plantado a cierta distancia de los campamentos de la Reunión de Verano, cerca de la parte posterior del monte donde se encontraba la nueva cueva. Aunque habría podido transportar él mismo las cosas de Ayla, sabía que alguien las llevaría más tarde, como era la tradición.

Esperó a su hermano ante la entrada del alojamiento. El sitio no era muy distinto de los alojamientos alejados en los que a menudo se había instalado con otros jóvenes solteros en las Reuniones de Verano, muchachos que huían de la mirada vigilante de sus propias madres o de las de sus compañeros y de otras personas con autoridad. Jondalar recordaba los veranos pasados en aquellos alojamientos con amigos alborotadores y, de vez en cuando, con alguna muchacha. Por lo general, existía una sana rivalidad entre los alojamientos alejados para atraer a las muchachas más jóvenes y conseguir que se quedaran allí. El objetivo parecía ser que cada hombre tuviera la compañía de una mujer distinta cada noche, salvo aquellas noches reservadas sólo a los hombres.

En esas ocasiones no dormía nadie hasta el amanecer. Bebían barma y vino, si encontraban. Algunos llevaban partes de ciertas plantas que normalmente se reservaban para fines ceremoniales. Los jóvenes se pasaban la noche cantando, bailando, contándose historias y jugando, sin parar de reír. Las noches en que invitaban a muchachas, las reuniones terminaban antes, tan pronto como las parejas o grupos se retiraban a rincones más discretos.

Los hombres que estaban a punto de emparejarse siempre tenían que soportar las bromas y los comentarios de quienes ocupaban los alojamientos alejados, y Jondalar los aceptó con buen humor; en su día, él también lo había hecho. El alojamiento donde estaba ahora, en cambio, era más tranquilo, y los hombres más serios. A todos les esperaba lo mismo, y para ellos no era un asunto para tomarlo a broma como lo era para los jóvenes que aún no se habían comprometido.

Los hombres que iban a emparejarse tenían prohibido acercarse al alojamiento de la zelandonia donde estaban las mujeres; ese día, las parejas no podían verse hasta la ceremonia matrimonial. Mientras los hombres estaban en los alojamientos, lejos del campamento, gozaban de cierta libertad. Podían ir de un lado a otro sin restricciones, salvo la de acercarse a las mujeres a las que estaban prometidos. Los hombres se instalaban en varios alojamientos pequeños; en cambio, las mujeres y sus familiares y amigas íntimas compartían uno solo. Pese a que el alojamiento fuera mayor que cualquier otro, las mujeres estaban más apretadas que los hombres, quienes se sentían intrigados por los gritos y carcajadas de ellas.

–¡Jondalar! –gritó Joharran desde lejos–. Marthona quiere verte. En el alojamiento de la zelandonia, donde están las mujeres.

Aquello le sorprendió, pero se apresuró a acudir, preguntándose que querría su madre. Dio unos golpes a la estaca exterior de la entrada del alojamiento, y cuando se apartó la cortina, no pudo reprimir el impulso de asomarse y mirar hacia el interior con la esperanza de ver a Ayla. Pero Marthona cerró la abertura rápidamente. Su madre llevaba un paquete en la mano, uno que a Jondalar le resultaba familiar. Era el que Ayla se había obstinado en cargar durante todo el viaje. Reconoció las finas pieles atadas con cordeles. Siempre le había intrigado, pero ella eludía sus preguntas.

–Ayla me ha pedido que te lo dé –dijo Marthona, y le tendió el paquete–. Ya sabes que no has de tener contacto con ella antes de la ceremonia, ni siquiera indirectamente, pero Ayla no lo sabía; me ha dicho que de haber conocido la prohibición te lo habría dado antes. Estaba muy alterada, casi llorando, y me parece que habría incumplido la norma si me hubiera negado a dártelo. Me ha pedido que te diga que es para la ceremonia matrimonial.

–Gracias, madre –contestó Jondalar.

Marthona echó la cortina de la entrada antes de que él pudiera añadir nada más. Jondalar volvió al alojamiento mirando el paquete. Lo sopesó e intentó adivinar qué contenía. Era blando pero abultaba mucho, razón por la cual no había entendido que Ayla se empeñara en llevarlo en el viaje cuando necesitaban aligerar la carga y disponer de espacio. «¿Lo ha traído hasta aquí para poder dármelo antes de la ceremonia matrimonial?», se preguntó. Parecía demasiado importante para abrirlo allí a la vista de todo el mundo. Quería encontrar un sitio más privado.

Descubrió con satisfacción que no había nadie en el alojamiento cuando entró con el misterioso paquete de Ayla. Trató de desatar los cordeles, pero los nudos eran muy resistentes, y tuvo que acabar cortándolos con un cuchillo. Desenvolvió las pieles. Dentro había algo blanco. Lo levantó. Era una túnica de piel de un blanco puro, preciosa, sin más adorno que las puntas negras de las colas de los armiños. Ayla había dicho que era para la ceremonia matrimonial. ¿Le había hecho una túnica para le ceremonia?

Le habían ofrecido varios trajes ceremoniales para ponerse, y él había elegido uno profusamente decorado al estilo zelandonii. La túnica de Ayla era muy distinta. Por el corte, recordaba el estilo de los mamutoi, pero la ropa que éstos usaban normalmente también presentaba una ornamentación elaborada, con cuentas de marfil, conchas y otros materiales. Aquélla sólo tenía algunas colas de armiño, y, sin embargo, era extraordinaria por su color, de un blanco puro y radiante, el color más difícil de conseguir en una piel, y era admirable por su sencillez, ya que carecía de adornos para que nada impidiera ver la pureza del blanco.

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