Los refugios de piedra (97 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los refugios de piedra
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Si un uro macho había dispuesto de la suficiente comida para alimentarse bien, al crecer alcanzaba los dos metros de altura, desde el lomo hasta el suelo, y pesaba más de una tonelada; es decir, unos ochenta centímetros más alto y pesaba el doble que su descendiente domesticado más grande. Se parecía a un toro corriente, pero de tamaño mucho más grande, comparable incluso al de un mamut. El alimento preferido de los uros era la hierba, fresca y verde, no los tallos maduros ni las hojas de los árboles. Preferían pacer en los claros, los alrededores de los bosques, los prados y los pantanos que en las estepas. También comían bellotas, frutos secos y semillas en otoño para conservar la grasa, y en la época de escasez del invierno no hacían ascos a las hojas ni a los brotes.

El macho normalmente tenía el pelo largo y negro, con una franja más clara en el lomo. Tenía una mata espesa de pelo rizado en la frente y dos cuernos largos y más bien delgados, de un gris blanquecino que se ennegrecía en las puntas. Las hembras eran más pequeñas y bajas, y su pelo solía ser de un color más claro, a menudo rojizo. Por lo general, sólo los animales más viejos o más jóvenes eran presa de los depredadores cuadrúpedos. Un macho en su época de máximo vigor no temía a ningún cazador, ni siquiera a los humanos, y no se tomaba la molestia de rehuirlos, sobre todo en la época de celo en el otoño, aunque, en realidad, el uro estaba permanentemente listo para luchar y podía embestir con una furia descontrolada, cornear a un hombre o a un lobo y levantarlo por el aire. También era capaz de clavar los cuernos a un león cavernario y a menudo incluso destriparlo. Los uros eran rápidos, fuertes, ágiles y muy peligrosos.

La partida de caza se puso en marcha tan pronto como la claridad lo permitió. Caminando a buen paso, avistaron la manada de uros antes de que el sol estuviera muy alto. Era un valle sorprendentemente cerrado. Un extremo conducía a un gran desfiladero que se estrechaba hacia un cañón angosto y más allá volvía a abrirse en un cercado natural. No era un cañón totalmente ciego, sino que tenía algunas salidas estrechas. Ya lo habían utilizado antes, aunque normalmente nunca más de una vez por estación. El olor de la sangre de una cacería importante tendía a asustar a los animales hasta que la nieve del invierno la hacía desaparecer. Sin embargo, previendo que volverían a utilizarla, habían construido vallas en las salidas, y algunos de los cazadores fueron a revisarlas y eligieron un punto óptimo desde donde arrojar las lanzas. Un aullido de lobo –no mal imitado a juicio de Ayla– fue la señal de que todo estaba a punto. Como ya la habían avisado, controló a Lobo por si se le ocurría contestar. El graznido más suave de un cuervo fue la señal de respuesta.

Los demás cazadores se habían quedado cerca de la manada, procurando no alterarla demasiado, lo cual era bastante difícil con tanta gente. Ayla y Jondalar se habían quedado más atrás para que el olor del lobo no precipitase ninguna reacción. Al oír la señal, montaron a caballo y salieron al galope, con Lobo corriendo al lado. Por rápidos y fuertes que fueran los uros, eran animales de manada, y entre ellos los había de corta edad. El ruido de las pezuñas y los gritos, así como la visión de las cosas desconocidas que les agitaban delante los asustó, y cuando uno empezó a correr, los otros lo siguieron. Con los dos humanos a caballo acercándose más de lo que esperaban y agitando objetos y gritando, unido ello al olor del lobo, la manada salió de inmediato en estampida hacia el desfiladero.

La estrecha entrada les impidió seguir a la misma velocidad, y se amontonaron ante la abertura pretendiendo abrirse paso. En medio de la polvareda y los bramidos de la manada, algunos animales intentaron escapar y buscaban salida en cualquier dirección. Se encontraban a personas, caballos y al lobo por todas partes, que les cortaban la huida, obligándolos a volver, pero, finalmente, un viejo y resuelto macho se cansó de aquello. Se quedó inmóvil, escarbó la tierra con la pezuña, bajó los cuernos, y recibió dos lanzas rápidas arrojadas con el lanzavenablos. Cayó de rodillas, se tambaleó y se desplomó de costado. En ese momento, la mayor parte de la manada había pasado ya por el desfiladero, y se había colocado la valla para cerrar la salida. Entonces se inició la matanza.

Lanzas de todo tipo, con puntas de pedernal, de hueso afilado o de marfil, largas y cortas, salieron disparadas hacia los animales atrapados. Los cazadores tenían que lanzar desde detrás de las estrechas vallas que los protegían de los enormes cuernos y las afiladas pezuñas. Algunos utilizaban lanzavenablos; ya no eran sólo Ayla y Jondalar quienes disponían de la poderosa arma. Los más atrevidos habían estado practicando, y probaban los lanzavenablos entonces por primera vez, ya que en esa ocasión fallar no tenía tanta importancia porque los uros no podían escapar más que hacia el seno de la gran madre tierra en el mundo de los espíritus.

En una sola mañana habían obtenido carne suficiente para alimentar a todos los asistentes a la Reunión de Verano durante una buena temporada, y para organizar un gran banquete en la ceremonia matrimonial. En cuanto los uros quedaron atrapados tras las vallas, se envió un mensajero al campamento para que saliera una segunda partida de refuerzo. Una vez abatido el último animal, los recién llegados entraron en el recinto y comenzaron a descuartizar a los animales y cortar la carne para conservarla.

Había distintas maneras de almacenar la carne. Gracias a la cercanía de los glaciares y la capa de tierra permanentemente helada que existía a distintas profundidades bajo la superficie, simplemente cavando hoyos en la tierra podía aprovecharse el hielo subterráneo para crear depósitos fríos donde guardar la carne en condiciones. Ésta también podía guardarse en estanques o lagos profundos, o en los remansos de arroyos o ríos. Se ponían piedras encima y se marcaba con largas estacas para localizarla y recuperarla más adelante. Así, la carne podía aguantar un año sin apenas estropearse. También se secaban algunas piezas de carne para que durasen unos cuantos años. El problema que conllevaba secarla era que a principios del verano era la temporada de las moscas, las cuales podían echar a perder la carne que se dejaba secar al sol y al viento. Mediante hogueras que despedían mucho humo, se conseguía mantener a raya a la mayor parte de los insectos, pero siempre tenía que haber alguien vigilando durante todo el proceso y el ambiente resultaba desagradable al estar lleno de humo. Fuera como fuese, era necesario secar carne para disponer de alimentos cuando se salía de viaje.

Aparte de la carne, eran también muy importantes las pieles. Se empleaban para elaborar utensilios, recipientes y ropa, así como en la construcción de refugios. La grasa se usaba para calentar, dar luz y también como alimento; el pelo, para hacer fibras, rellenos y prendas de abrigo; los tendones, para hacer cuerdas y correas para las viviendas. Las astas servían para realizar recipientes y diversos dispositivos, como, por ejemplo, goznes para los paneles, e incluso alhajas, y los dientes a menudo se empleaban en la confección de abalorios y herramientas. Los intestinos podían convertirse en fundas y ropas impermeables, y en envoltorios para los embutidos y la grasa.

Los huesos tenían muchos usos. Podían hacerse utensilios y platos, tallas y armas; podía extraerse la médula, que era nutritiva, o quemarse en los hogares como combustible. No se desperdiciaba nada. Incluso las pezuñas y los retazos de piel sobrantes servían para preparar colas y adhesivos, que tenían numerosas aplicaciones. Combinados con los tendones, por ejemplo, servían para unir las puntas a las lanzas, los mangos a los cuchillos, y las diversas partes de un asta de lanza, así como para pegar suelas duras a un calzado blando.

Pero primero era necesario despellejar a los animales, separar las partes y guardar la carne, y todo debía hacerse deprisa. Se colocaron vigilantes para ahuyentar a los ladrones, otros carnívoros deseosos de aprovecharse de la matanza, y dispuestos a todo. Una concentración tan grande de uros muertos atrajo a los animales carnívoros de las inmediaciones. Las sigilosas hienas fueron las primeras que Ayla vio aparecer. Ya tenía la onda en la mano e indicó a Whinney que las persiguiera casi sin pensarlo.

Tuvo que desmontar para coger más piedras, pero la rapidez con la que lanzaba era razón suficiente para que la pusieran de guardia junto con Jondalar. Todo el mundo sabía despedazar animales, incluso los más jóvenes, pero para ahuyentar a los carnívoros eran necesarios un mayor esfuerzo y otras habilidades con las armas. La manada de lobos llamó la atención de Lobo. Deseaba hacer huir a los lobos de las piezas cobradas por su propia manada, pero Ayla lo ayudó. Los glotones, maliciosos y agresivos, eran mucho peores. Dos glotones, seguramente macho y hembra, que debían ir juntos porque era su época de apareamiento, rociaron a una hembra de uro con sus glándulas. Olía tan mal luego que después de retirar la lanza para devolvérsela al cazador alejaron a rastras entre unos cuantos al animal y dejaron que los glotones se lo disputaran con otros carnívoros que también lo reclamaban, tarea difícil porque los glotones defendían sus presas incluso contra los leones.

Ayla vio armiños, con el pelaje marrón del verano que en invierno se volvería totalmente blanco como el de una comadreja, salvo por las puntas negras de la cola. Vio zorros y linces, y atisbó un leopardo de las nieves, y más allá, un grupo de leones cavernarios –que contemplaban la escena tranquilamente–, los primeros que Ayla veía desde su llegada. Se detuvo a observarlos. Los leones cavernarios eran de color claro, normalmente marfil; aquellos, en cambio, eran casi blancos. Primero tuvo la impresión de que eran hembras, pero el comportamiento de uno de los animales la indujo a fijarse con mayor atención. ¡Era un macho sin cabellera! Cuando le preguntó a Jondalar, él le explicó que los leones cavernarios de aquella región no tenían cabellera; a él le habían sorprendido los leones del este, que sí tenían melena, pese a ser más pequeños.

Por el cielo rondaban también otros carnívoros, esperando la oportunidad de posarse en tierra, y por más que los ahuyentaran, volvían a intentarlo una y otra vez. Buitres y águilas, sin gran derroche de energía, flotaban en las corrientes de aire caliente que sostenían sus grandes alas extendidas. Milanos, halcones y quebrantahuesos se alzaban y descendían en picado, a veces compitiendo con majestuosos y ruidosos cuervos. A los pequeños roedores y reptiles les era más fácil escabullirse sin que los vieran los humanos, pero estos depredadores a menudo se convertían en presas. Finalmente, acabarían de limpiar el lugar los más pequeños de todos, los insectos. Pero por diligentes que fueran los vigilantes, todos los carnívoros se llevarían una parte del botín antes de que los uros estuvieran totalmente descuartizados, y aunque no fuera su objetivo principal, antes de acabar, los cazadores también consiguieron unas cuantas pieles que no eran de uro.

Una primera cacería con éxito en la Reunión de Verano era un buen augurio. Garantizaba un buen año a los zelandonii y se consideraba un presagio especialmente bueno para las parejas que estaban a punto de unirse. El emparejamiento se celebraría en cuanto la carne y los demás productos estuvieran en el campamento y bien guardados para que no se estropeasen y no pudieran robarlos los diferentes carnívoros cuadrúpedos que había en los alrededores.

Después del entusiasmo y el trabajo de la cacería, la atención del campamento de la Reunión de Verano volvió a centrarse en las inminentes ceremonias matrimoniales. Ayla estaba impaciente, pero también nerviosa. Jondalar se sentía igual que ella. A menudo se sorprendían mirándose, sonreían casi con timidez y deseaban que todo saliera bien.

Capítulo 30

La Zelandoni intentó buscar un momento para hablar con Ayla en privado acerca de la medicina que prevenía la concepción, pero siempre surgía algún impedimento. A la joven tampoco le sobraba el tiempo. Como aquélla era una cacería comunitaria en la que habían participado todos los zelandonii, la Primera había tenido que celebrar ceremonias especiales para asegurarse de que el espíritu de los uros se apaciguara, e importantes rituales para agradecer a la Gran Madre las vidas de todos los animales que se habían sacrificado a fin de que los zelandonii pudieran vivir.

El buen resultado de la cacería había sido sorprendente, y les había costado más tiempo del previsto llevar a cabo todas las tareas asociadas a una cacería. Se troceó la carne, y se fundió y dividió en porciones la grasa. Se rasparon y pusieron a secar las pieles, o se enrollaron y dejaron en los depósitos subterráneos junto con la carne, los huesos y otras partes. Colaboró prácticamente todo el mundo, incluidas las mujeres que tenían que emparejarse. La ceremonia matrimonial podía esperar.

La Primera se resignó al aplazamiento, pero aún lamentaba no haber dedicado un rato para hablar tranquilamente con Ayla antes de partir de la Novena Caverna, cuando habría sido más fácil observarla y conocerla mejor. ¿Quién podía imaginarse que aquella joven –a los diecinueve años aún era joven, pese a que Ayla, por lo visto, se considerase una anciana– poseyera tantos conocimientos? Parecía tan cándida que era fácil deducir erróneamente que tenía poca experiencia. Sin embargo, la Zelandoni empezaba a ver que Ayla era mucho más compleja de lo que había pensado. Sabía que no era sensato subestimar a un elemento desconocido, pero no había seguido su propio consejo.

Y en esos momentos la Primera tenía entre manos otro asunto. La zelandonia había decidido celebrar los Primeros Ritos antes que la ceremonia matrimonial, pese a que normalmente se hacía después por una razón muy concreta. Antes de los Primeros Ritos todas las zelandonii de sexo femenino se consideraban niñas, y no debían compartir el don de los placeres de la Madre. Los Ritos de los Primeros placeres era la ceremonia en la que las muchachas, bajo una estricta y atenta supervisión, eran «abiertas» físicamente y pasaban a ser capaces de recibir los espíritus que iniciarían una nueva vida. Hasta ese instante no eran plenamente mujeres. Pero los Primeros Ritos se celebraban también durante la Reunión de Verano, y solía haber un tiempo, después de su primer período lunar y antes de sus Primeros Ritos, en que las muchachas estaban en una especie de limbo. Era entonces cuando los hombres las encontraban especialmente seductoras, probablemente porque les estaban prohibidas.

Al final de la Reunión de Verano se celebraba una segunda ceremonia para las muchachas que empezaban a sangrar durante el verano, pero el largo intervalo entre las reuniones planteaba serias complicaciones. Los hombres jóvenes, y algunos no tan jóvenes, perseguían sin cesar a las muchachas pubescentes, y debido a los Festivales para Honrar a la Madre que tenían lugar a lo largo del año, las chicas tomaban más conciencia de sus necesidades, sobre todo aquellas que habían tenido la primera menstruación en otoño. Ninguna madre quería que su hija tuviera su primer período lunar en esa época, cuando tenía por delante todo un invierno de oscuridad y escasas actividades al aire libre.

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