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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (101 page)

BOOK: Los refugios de piedra
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«¿Cuándo la haría?», pensó. Durante el viaje le había sido imposible. Además, había cargado con aquel paquete desde el principio. Debía de haberla cosido durante el invierno que pasaron con los mamutoi, en el Campamento del León. Pero ése era el invierno en que se había prometido con Ranec. Jondalar se colocó la túnica extendida ante el cuerpo. Era de su talla; para Ranec habría sido demasiado grande, porque era más bajo y robusto.

¿Por qué había hecho esa túnica para él, una túnica tan magnífica, considerando que tenía pensado quedarse con los mamutoi y vivir con Ranec? Jondalar se aferró a la túnica mientras se devanaba los sesos. Era tan flexible y suave… Las pieles que Ayla elaboraba siempre tenían esa cualidad, pero ¿cuánto tiempo habría dedicado a esa piel en particular para alcanzar ese grado extremo de flexibilidad? ¿Y el color? ¿Quién le habría enseñado a conseguir ese blanco? ¿Nezzie, quizá? No recordaba haberla visto nunca trabajar con una piel blanca, pero quizá él no había prestado demasiada atención.

Deslizó los dedos entre las sedosas colas de armiño. ¿De dónde habría sacado los armiños? Recordó entonces que el día que había llegado al albergue de tierra con el lobezno llevaba también algunos armiños. Sonrió al recordar el alboroto que se organizó. Pero entonces ellos ya habían discutido –mejor dicho, había discutido él, ya que él tenía toda la culpa–, y él se había trasladado al hogar de cocinar. Esa noche ella había visitado el hogar de Ranec. Estaban casi prometidos. Sin embargo, ella había dedicado quién sabía cuántas horas, seguramente días, a hacer para él aquella túnica flexible, blanca y extraordinaria. ¿Ya lo amaba tanto por aquel entonces?

A Jondalar se le empañaron los ojos; casi se le saltaban las lágrimas. Sabía que era él quien la había tratado con frialdad, movido por los celos; peor aún, por el temor a lo que la gente pudiera decir si se enteraba en dónde se había criado Ayla. Él la había empujado a los brazos de otro hombre, y sin embargo ella se había pasado días y días haciendo aquella túnica para él, y después había cargado con semejante bulto todo el viaje para regalársela en el momento de la ceremonia matrimonial. No era raro que Ayla estuviera alterada y dispuesta a saltarse la prohibición de no verlo para podérsela dar.

Jondalar volvió a contemplar la túnica. Ni siquiera estaba arrugada. Debía de haber encontrado el modo de colgarla y aplicarle vapor después de llegar a la caverna. De nuevo la extendió ante sí y acarició la piel; fue casi como si tuviera a Ayla entre sus brazos, de tanto amor como ella había puesto en hacerla. Jondalar habría estado dispuesto a ponérsela aunque no hubiera sido tan preciosa.

Pero era una maravilla. En comparación con ella, la ropa que había elegido él para la ceremonia matrimonial resultaba insulsa. A Jondalar le sentaba bien la ropa, y él lo sabía. Siempre se había enorgullecido secretamente de ello, y de su buen gusto para vestir. Era una cualidad que había heredado de su madre; no había nadie tan elegante como Marthona. A saber si su madre habría visto la túnica. Pero lo dudaba. Ella habría apreciado su asombrosa sutileza, sin más ornamentación que las colas de armiño, y le habría dado alguna indicación con la mirada, alguna pista.

Alzó la vista cuando Joharran entró en el alojamiento.

–¡Ah, estás aquí, Jondalar! Me paso el día buscándote. Te necesitan para darte unas instrucciones especiales –vio la prenda–. ¿Qué es eso?

–Ayla me ha hecho una túnica matrimonial. Para eso quería verme nuestra madre, para dármela.

La sostuvo en alto para que su hermano la viera.

–¡Jondalar, es extraordinaria! –exclamó Joharran–. Creo que nunca he visto una piel tan blanca. A ti te gusta vestir bien, y con esa túnica estarás imponente. Más de una deseará estar en el lugar de Ayla; pero también habrá más de un hombre que desearía estar en el tuyo, tu hermano mayor incluido, si no fuera por Proleva, claro está.

–Soy un hombre afortunado, y no sabes hasta qué punto.

–Quería decirte que os deseo mucha felicidad –dijo Joharran–. No he tenido ocasión de decírtelo hasta ahora. Antes me preocupabas un poco, sobre todo después de… aquel incidente, cuando te mandaron fuera de aquí. Cuando volviste, siempre andabas con una u otra, y temía que nunca encontraras a la mujer que podía hacerte feliz. Habrías acabado emparejándote, de eso estoy seguro, pero no sabía si encontrarías la clase de felicidad que se tiene con una buena compañera, como Proleva. Nunca pensé que Marona fuera la mujer idónea para ti.

Jondalar estaba conmovido.

–Sé que debería bromear sobre lo mucho que lamentarás haberte comprometido con las responsabilidades de un hogar –prosiguió Joharran–, pero te hablaré con sinceridad: a mí Proleva me ha hecho muy feliz, y desde que llegó su hijo se ha creado en nuestro hogar un cálido ambiente que no puede compararse con nada. ¿Sabes que espera otro niño?

–No, no lo sabía. Ayla también está encinta. Nuestras compañeras tendrán hijos casi de la misma edad –dijo Jondalar sonriendo–, y serán como primos del hogar.

–Estoy seguro de que el hijo de Proleva es fruto de mi espíritu, y espero que el que lleva dentro también lo sea, pero aunque no fuera así, los niños de un hogar pueden dar a un hombre muchas satisfacciones, un sentimiento tan especial que resulta difícil describirlo. Ver a Jaradal me llena de alegría y orgullo.

Los dos hermanos se abrazaron dándose palmadas en la espalda.

–¡Cuántas confesiones de sentimientos profundos por parte de mi hermano mayor! –dijo Jondalar con una sonrisa. Al instante adoptó una actitud seria–. También yo te hablaré con sinceridad, Joharran. A menudo he envidiado tu felicidad, incluso antes de marcharme, antes de que hubiera un niño en tu hogar. Ya entonces sabía que Proleva era la mujer que te convenía. Ella hace de tu hogar un sitio acogedor, y en el poco tiempo que ha pasado desde mi llegada, he tomado afecto a su hijo. Jaradal se parece a ti.

–Más vale que ahora te marches, Jondalar. Me han dicho que te dieras prisa.

Jondalar plegó la túnica blanca, la envolvió en la suave piel y la dejó cuidadosamente sobre sus pieles de dormir. Luego salió con su hermano, pero se volvió un momento para mirar el paquete. Estaba impaciente por probarse la túnica blanca, la túnica que llevaría puesta cuando él y Ayla se emparejaran.

Capítulo 31

–No sabía que hoy tendría tan poca libertad de movimiento; de haberlo sabido habría organizado las cosas previamente –dijo Ayla–. Tengo que asegurarme de que lo caballos están bien, y Lobo necesita ir y venir sin restricciones. Se pone nervioso si no me ve de vez en cuando.

–Este problema nunca se nos había planteado –se quejó la Zelandoni de la Decimocuarta Caverna–. En teoría, deberías estar recluida antes de la ceremonia en el día de tu emparejamiento. En las historias y leyendas se habla de una época en que las mujeres debían estar recluidas durante una luna entera.

–De eso hace mucho tiempo, cuando los emparejamientos se celebraban a menudo en invierno, antes de que se concentraran en una única ceremonia matrimonial –aclaró la Primera–. Por entonces había menos zelandonii, y no se reunían como hacemos nosotros ahora. Para una sola caverna, tener a una o dos mujeres aisladas durante una luna en pleno invierno no debía de ser problemático; pero hoy no nos podemos privar tanto tiempo de la contribución de las mujeres que van a emparejarse en la temporada de caza y recolección durante una Reunión de Verano. Aún estaríamos intentando almacenar los uros si ellas no hubieran colaborado.

–Bueno, es posible –dijo la otra Zelandoni–, pero un solo día tampoco es una exageración.

–Normalmente no –repuso la Primera–. Pero, debido a los animales, ésta es una situación excepcional. Seguro que podemos solucionarlo.

–¿Tienes algún inconveniente en que Lobo entre y salga? –preguntó Marthona–. A las mujeres no parece importarles. Pero deberíamos dejar sin atar la parte de abajo de la cortina de la entrada.

–No creo que eso represente un problema –dijo la donier de la Decimocuarta.

Ésta se había mostrado gratamente sorprendida al conocer al cazador cuadrúpedo. El lobo le había lamido la mano y parecía haber sentido simpatía hacia ella, que había disfrutado acariciando la piel del animal vivo. Tras unas cuantas preguntas, Ayla le contó la historia de cómo había llevado al lobezno a su casa y rescatado a la pequeña potranca de las hienas. Había insistido en que si eran suficientemente jóvenes en el momento de encontrarlos, muchos animales podían con toda probabilidad establecer relaciones cordiales con las personas. La Zelandoni de la Decimocuarta había advertido la atención y el prestigio que el lobo granjeaba a la forastera, y se preguntaba si sería muy difícil entablar amistad con un animal, aunque quizá uno más pequeño. De hecho, el tamaño era lo de menos: cualquier animal que permaneciera por propia voluntad en estrecho contacto con una persona atraería la atención de la gente.

–Entonces sólo queda el problema de los caballos –dijo Marthona–. ¿No puede atenderlos Jondalar?

–Claro que puede, pero he de decirle que ha de hacerlo –respondió Ayla–. Me he encargado yo desde que llegamos a la Reunión de Verano, porque él ha estado ocupado con otras cosas.

–No le está permitido comunicarse con él –insistió la donier de la Decimocuarta–. ¡No puede cruzar con él una sola palabra!

–Pero otra persona sí puede –dijo Marthona.

–Nadie que participe en la ceremonia, me temo, ni nadie de la familia –intervino la Zelandoni de la Decimonovena–. La Zelandoni de la Decimocuarta tiene razón, y como ahora las mujeres ya no pasan tanto tiempo recluidas, es aún más importante que se respete rigurosamente este día.

Tal vez la mujer estuviera casi impedida a causa de la artritis, pero eso no mermaba su fortaleza de carácter. Ayla ya lo había notado antes.

Marthona se alegró de no haber mencionado que había entregado a Jondalar el paquete de Ayla. Los zelandonia se habrían enfadado con ella. Podían llegar a ponerse muy severos con el cumplimiento de las costumbres y el comportamiento correcto durante las ceremonias importantes, y si bien la ex jefa normalmente estaba de acuerdo con ellos, en su fuero interno opinaba que siempre era posible hacer excepciones. Los jefes debían saber cuándo mantenerse firmes y cuándo ceder un poco.

–¿Puede decírsele a alguien que no tenga la menor relación con la ceremonia? –preguntó Ayla.

–¿A quién conoces que no tenga ningún tipo de relación contigo ni con tu prometido? –preguntó la Zelandoni de la Decimocuarta.

Ayla pensó por un momento.

–¿Podría ser Lanidar? –preguntó–. Marthona, ¿el niño está emparentado con Jondalar de algún modo?

–No… no lo está. Me consta que yo no lo estoy, y Dalanar me comentó precisamente la mañana que nos visitaron que él había sido seleccionado para los Primeros Ritos de la abuela de Lanidar, así que no lo está.

–Es verdad –confirmó la Zelandoni de la Decimonovena–. Recuerdo que Denoda quedó muy… abrumada por Dalanar. Tardó un tiempo en olvidarse de él. Dalanar manejó bien la situación. Era considerado y atento, pero mantenía las distancias. Me impresionó.

–Siempre... –dijo Marthona casi en un susurro, y terminó la frase en su mente: «Siempre era muy correcto; hacía exactamente lo que debía hacer».

La donier de la Decimonovena no iba a dejarlo pasar.

–Siempre, ¿qué? –inquirió–. ¿Siempre era atento? ¿Considerado? ¿Impresionante?

Marthona sonrió.

–Todo eso –dijo.

–Y Jondalar es el hijo de su hogar –añadió la Primera.

–Sí –dijo Marthona–, pero hay diferencias. Jondalar no posee quizá el tacto de Dalanar, pero puede que tenga más corazón.

–Sea cual sea el hombre cuyo espíritu inicia a un niño, éste siempre tiene también algo de la madre –dijo la Primera.

Ayla escuchó atentamente aquella conversación salpicada de insinuaciones, sobre todo después de aludirse a Jondalar, y detectó entonaciones y gestos que revelaban más que las palabras. Comprendió que el comentario de la Zelandoni de la Decimonovena acerca de Denoda no era precisamente elogioso y percibió que la anciana donier se había sentido atraída en su día por Dalanar. También se daba a entender que el hijo de Marthona no había demostrado el mismo refinamiento que su ex compañero; naturalmente, todos estaban al corriente de las indiscreciones juveniles de Jondalar. Marthona conocía los sentimientos de la anciana hacia los dos, y le hizo saber que ella conocía mejor a Dalanar, y no estaba tan impresionada.

La Primera les había dicho que ella también conocía a los dos hombres y había insinuado que Jondalar era como Dalanar y poseía los mismos atractivos, no menos. Incluso había hecho un cumplido a Marthona por el hecho de que el espíritu de Dalanar y la Madre la hubieran elegido a ella para traer al mundo al hijo del hogar de aquel hombre. Ayla empezaba a entender que para una mujer era bueno ser escogida para tener un hijo del espíritu del hombre con quien estaba emparejada. Marthona había dejado claro a los zelandonia, sobre todo a la de la Decimonovena, que si su hijo no poseía todas las buenas cualidades de Dalanar, tenía otras que eran aún mejores. La Primera no sólo estuvo de acuerdo con ella, sino que añadió que las mejores cualidades procedían de su madre. Saltaba a la vista que la ex jefa y la Zelandoni de la Novena Caverna tenían una estrecha relación personal y se profesaban un gran respeto mutuo.

Había sutilezas dentro de aquellas frases que agregaban significado al lenguaje de señas del clan, incluida la comprensión de las expresiones faciales y las posturas, así como los gestos e incluso alguna palabra, pero el lenguaje que empleaba todos los matices de la voz, tono e inflexión, así como las expresiones faciales, las posturas inconscientes y los gestos secundarios transmitía incluso más, si uno era capaz de captarlo. Ayla estaba familiarizada con las señales inconscientes del lenguaje corporal, y poco a poco aprendía cómo eran expresadas por los Otros, pero al mismo tiempo cobraba cada vez mayor conciencia de las palabras y el modo en que se empleaban.

–¿Puede ir alguien a buscar a Lanidar para que yo pueda pedirle que hable con Jondalar? –preguntó la joven.

–Tú no, tú no puedes pedírselo, Ayla –respondió Marthona–. Pero lo haré yo... –añadió, mirando a los zelandonia que había en el alojamiento transformado en refugio de las mujeres que iban a emparejarse– si alguien va a buscarlo.

–Claro que sí –dijo la Primera.

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